XIII — Truhán se muestra díscolo
Un día, cuando Brown empezaba a restablecerse, pero estaba aun demasiado débil para tomar parte en la cacería, Cox y Bakala partieron sentados sobre mi lomo hacia un lugar situado a unas decenas de kilómetros para recoger los colmillos de un elefante al que habían matado el día anterior. Nadie podía oír, y yo no era más que una bestia de carga, de modo que hablaban sin tapujos de ninguna clase.
—Y pensar que después del arreglo habrá que escupirle una quinta parte del botín a ese mono negro, como se llame... —dijo Bakala.
—Sí, es demasiado —respondió Cox.
—El resto será dividido en tres partes: una para ti, otra para mí y otra para Brown. Contando con que el kilogramo de marfil nos salga a setenta y cinco o a cien marcos...
—Estás de broma. No nos darán tanto. No entiendes nada de este negocio. Hay dos clases de marfil: el llamado blando o muerto, y el duro o viro. Aunque le llamen blando, el primero es muy compacto, blanco y suave. Con él se fabrican bolas de billar, teclas de piano y de órgano, peines... Ese marfil es muy apreciado. Pero los elefantes de esta región no lo poseen. Para encontrarlo hay que ir al África oriental. Pero allí te molerán los huesos antes de dejarte matar a un sólo elefante. El marfil de los elefantes de esta región sólo sirve para los puños de bastón o de paraguas, y para los peines baratos.
—Entonces, hemos trabajado para nada —dijo Bakala tristemente.
—Para nada, no. Algo sacaremos. Y si somos cuatro a cazar, y dos a repartir, el negocio será más redondo.
—Que los elefantes me hagan papilla si no se me había ocurrido ya esa idea.
—Pensar las cosas no sirve para nada; lo que hace falta es actuar. Hoy o mañana Brown habrá superado la crisis, y entonces no habrá manera de acabar con él. Es fuerte como un buey. En cuanto a Mpepo, tiene la agilidad de un mono. Hay que liquidarles con un solo golpe. Durante la noche. Para más seguridad, les haremos beber. Nos queda aun un poco de alcohol. Será suficiente para los dos.
—¿Cuándo será eso?
—Ya hemos llegado...
Un elefante yacía en un hoyo enorme. Había quedado empalado allí y Bakala lo había rematado a tiros. Cox descendió al hoyo con su compañero y empezó a arrancar los colmillos con ayuda de un hacha. Trabajaron casi todo el día. El sol declinaba ya hacia el oeste. Después de atar los colmillos a mi espalda, emprendieron el regreso al campamento.
La tienda estaba ya a la vista cuando Cox dijo, como continuando la conversación interrumpida:
—Será esta noche.
Pero se quedaron con un palmo de narices. Brown no estaba en el campamento. Mpepo les explico que el «bwana» se encontraba tan restablecido que había salido a cazar y que seguramente no regresaría en toda la noche. Bakala blasfemó en voz baja. El asesinato tuvo que ser aplazado para mejor ocasión.
Brown no regresó hasta el amanecer, cuando Cox y Bakala dormían. Se acercó a Mpepo y le tocó en el hombro. El negro, que estaba de guardia, sonrío alegremente, mostrando sus dientes. Brown le hizo una seña para que se acercara a mí y trepara a mi espalda. Mpepo me hizo arrodillar, montaron los dos y les conduje a lo largo del lindero del bosque.
—Quiero hacerles un regalo —dijo Brown—. Creen que estoy enfermo. Pero me encuentro perfectamente. Esta noche he conseguido matar un elefante, un gran elefante con unos colmillos magníficos. Tu me ayudarás a cortarlos. Bakala y Cox se caerán de espaldas.
A la claridad del sol naciente, a orillas del río, entre unas matas de café, vi el cuerpo enorme e hinchado de un elefante acostado sobre su flanco.
Cuando terminaron con los colmillos, emprendimos el camino de regreso, corriendo hacia nuestra perdición. Mpepo y Brown estaban condenados a una muerte inminente; yo correría la misma suerte un poco más tarde. Pero yo podía huir de aquellos hombres. No lo hacía porque no corría un peligro inmediato y porque, si era posible, quería salvar a Brown y a Mpepo. Este último, sobre todo, me inspiraba una gran piedad. Al fin y al cabo, no era más que un adolescente pletórico de vida... Pero, ¿cómo advertirles? Por desgracia, no podía hablarles del peligro que les amenazaba. ¿Y si me negaba a llevarles al campamento?
Abandoné bruscamente el camino y me dirigí hacia el lado por el que discurría el Congo. Allí parecía que en el río podían encontrar a otros hombres, y Brown tendría ocasión de regresar a un país civilizado. Pero Brown era incapaz de comprender mi tozudez, y empezó a propinarme unos dolorosos pinchazos en el cuello con una varilla de hierro de punta aguzada. La punta atravesaba mi piel. Y mi piel es muy sensible y sujeta a infecciones. Conservaba el recuerdo de la pequeña herida producida por la bala del inglés que había disparado contra mi desde la canoa. La llaga había tardado mucho en cicatrizar. Oí que Mpepo suplicaba a Brown que no me pinchara en el cuello, pero el hombre estaba furioso por mi rebeldía y pinchaba cada vez más profundamente.
Mpepo trató de convencerme con las palabras más dulces de su idioma. Yo no las entendía, pero las inflexiones de la voz resultaban igualmente comprensibles para todos los hombres y los animales. Mpepo se inclinó y me besó en el cuello. Pobre Mpepo. ¡No sabía lo que me pedía!
—¡Hay que acabar con él! —exclamó Brown—. Si Truhán se niega a llevarnos, sólo sirve para aprovechar sus colmillos. ¡Es un elefante díscolo! Un verdadero «truhán». Abandonó sus antiguos dueños, y ahora quiere abandonarnos a nosotros. Voy a alojarle una bala entre el hocico y el ojo.
Al oír aquellas palabras me estremecí. Brown, cazador de elefantes, no fallaría el disparo sentado sobre mi cuello... Oí que Mpepo le suplicaba a Brown que me perdonara. Pero Brown se mostró inflexible. Empuñó el fusil...
En el último segundo di media vuelta y eché a andar hacia el campamento. Brown estalló en una carcajada.
—Diríase que este elefante entiende el lenguaje de los hombres y sabe lo que me disponía a hacer —comentó.
Di algunos pasos dócilmente; luego, bruscamente, agarré a Brown con mi trompa, le arranqué de mi espalda y le arrojé al suelo, mientras corría hacia el bosque con Mpepo. Brown gritó, blasfemó. No se había lastimado seriamente, pero se encontraba débil después de su enfermedad y no pudo levantarse inmediatamente. Aproveché aquella circunstancia para ponerme a cubierto bajo los árboles. «Si no puedo salvarles a los dos, salvaré al menos a Mpepo», pensé. Pero el indígena tampoco quería abandonar el campamento. No quería renunciar al fruto de su esfuerzo durante varios meses, cazando elefantes con riesgo de su vida.
Debí retenerle un poco con mi trompa; pero no se me ocurrió, pensando que vacilaría en saltar desde lo alto de mi espalda. Pero el muchacho, listo como un mono, hizo otra cosa: se agarró a una rama y trepó a un árbol. No pude alcanzarle, y me quedé cerca del árbol hasta que oí acercarse a Brown. Entonces, sin esperar a que disparase, huí precipitadamente.
A pesar de todo, no quise abandonarles a su suerte. Di un pequeño rodeo y llegué al campamento antes que ellos. Cox y Bakala quedaron sorprendidos cuando me vieron llegar sólo, con unos hermosos colmillos a la espalda.
—¿Será posible que los elefantes o las fieras nos hayan ayudado a librarnos de ellos? —dijo Cox, desatando las cuerdas.
Pero su alegría era prematura. No tardaron en ver llegar a Brown, que maldecía a Mpepo. Al verme, el blanco vertió un nuevo torrente de insultos e imprecaciones. Contó a sus camaradas la jugarreta que le había hecho, tratando de convencerles para que me ajustaran las cuentas inmediatamente. Pero Cox, siempre calculador, se opuso a ello.
Cox y Bakala aseguraron que se alegraban muchísimo del restablecimiento de Brown y de su regreso con un par de hermosos colmillos.