Epílogo

La diligencia, por suerte, le dejó a menos de cinco minutos a pie del puerto. Lionel se despidió de Moran antes de sumergirse en la variopinta marea humana que avanzaba en dirección a los muelles. A pesar de que faltaba poco para las nueve de la noche, el lugar estaba muy animado; había faroles encendidos en cada esquina y por las ventanas de los pubs abarrotados se escapaba el cálido resplandor anaranjado de las chimeneas. Una luna insolente se mecía en el cielo cargado de estrellas como si se estuviera riendo de él. Rezongando para sí, el joven se deslizó entre dos ruidosos grupos de marineros, apartó a un lado a un vendedor ambulante que empujaba un carro de manzanas y por fin consiguió dar con el barco que estaba buscando: el Boadicea.

No pudo evitar pararse en seco cuando le puso de nuevo los ojos encima. Se había detenido en medio de la pasarela de madera por la que se accedía al navío después de dar instrucciones a dos marineros para que le subieran el equipaje. Parecía curiosamente pensativa, casi nostálgica; no reparó en que Lionel se acercaba a ella hasta que le habló.

—No ponga esa cara; estoy seguro de que regresará muy pronto a Irlanda. Creo que todavía le quedan muchas cosas por descubrir de esta tierra. Y a su príncipe también.

La señorita Stirling se volvió en el acto hacia él. Llevaba puesto el mismo abrigo de terciopelo oscuro con el que se había presentado en el castillo, el mismo sombrero con plumas grises y negras, los mismos botines negros de tacón alto.

—¡Vaya, señor Lennox! —Y sus labios se curvaron en una sonrisa radiante—. ¡No sé por qué no me extraña encontrarle aquí!

—¿Qué clase de caballero sería si no la acompañara durante sus últimos momentos en la isla? —preguntó Lionel, acercándose un poco más—. Especialmente después de todo lo que nos ha pasado, y los encuentros tan íntimos que mantuvimos… «relacionados con el deplorable acto del fornicio», por supuesto, como diría nuestro amigo el juez Driscoll.

Ella se echó a reír al oírle. Lionel no pudo dejar de sentir una punzada de vanidad al darse cuenta de que los demás pasajeros del Boadicea que pasaban por su lado para subir al barco se la quedaban mirando, y alguno hasta estuvo a punto de tropezar con las tablas de la pasarela.

—Realmente deplorable —coincidió la señorita Stirling con coquetería—. Confío en que no le pareciera demasiado improcedente por mi parte… Suponía que ese mentecato reprimido estaría dispuesto a creerse cualquier cosa que nos dejara a las mujeres en mal lugar sin hacer demasiadas preguntas. Aunque me dolió tener que involucrarle tanto.

—Está usted perdonada. Siempre y cuando me asegure que seguirá manteniendo la misma versión de los hechos si a alguien se le ocurre preguntar qué pasó entre nosotros.

Ella no contestó, pero inclinó un poco la cabeza hacia un lado de una manera que Lionel encontró más esperanzadora que ningún asentimiento. Regresaron de nuevo al muelle para poder conversar hasta el momento en que el barco anunciara su partida sin molestar a los demás pasajeros. Lionel le narró los pormenores del entierro de Rhiannon y lo que el señor Moran había dicho sobre los trámites que iniciaría en cuanto le fueran enviados los documentos que la señorita Stirling había firmado junto al lecho de Ailish.

—Así que ya lo ve —concluyó, abriendo los brazos elocuentemente—. Al final todo ha acabado de la forma más conveniente para usted. Sus deseos se han hecho realidad.

—Se lo advertí, señor Lennox. Le advertí en Maor Cladaich que no me habían enviado al castillo para pelearme por algo que los demás codiciaban, sino para reclamarlo. Siempre consigo lo que quiero, aunque a veces me lleve un poco más de tiempo de lo esperado.

«Creo que debería empezar a pensar de la misma manera», se dijo Lionel sin dejar de observarla. Quería memorizar hasta el último detalle de aquel rostro, los diferentes pigmentos con los que un artista realizaría su retrato, la cartografía de las Pléyades que adornaban sus mejillas, cuatro en la derecha, tres en la izquierda, tan negras como sus ojos y su cabello. Se le encogía el corazón al pensar que podría ser la última vez que la viera.

«Algún día incluso usted se enamorará —le había avisado Ros Wyvern—. Y cuando lo haga se descubrirá a sí mismo haciendo tantas tonterías que se acordará de mis palabras.»

—Supongo que en el fondo —siguió diciendo, obligándose a sí mismo a hablar con la desenvoltura de siempre— tendría que estarle usted agradecida al señor Delancey. Nada de esto habría sucedido si él no hubiera decidido asesinar al señor Archer. Lástima que su modus operandi resultara muy cruel.

—Muy poco elegante —le corrigió la señorita Stirling—. Puedo tolerar la crueldad, pero no la vulgaridad.

—¿Cómo lo habría hecho de estar en su lugar? —inquirió Lionel con una sonrisa.

La señorita Stirling se quedó pensativa un rato, dándose golpecitos con el índice en los labios mientras observaba cómo los últimos pasajeros embarcaban en el Boadicea.

—En el caso de que necesitara eliminar a uno de los dos…, supongo que me habría decantado por el veneno. O mejor aún, por alguna clase de narcótico. Alguna sustancia alucinógena que alterara sus sentidos sin dejarles recordar dónde estaban o quiénes eran.

—¿Y qué habría conseguido con eso? Ambos seguirían estando con vida. Lo peor que podría pasarles sería torcerse un tobillo mientras deambulaban por Maor Cladaich.

—Usted lo ha dicho. Mientras deambulaban por Maor Cladaich. Pero sabe tan bien como yo que la colina en la que se levanta el castillo posee ciertos accidentes de terreno que podrían resultar muy peligrosos, por no hablar de lo cerca que está el acantilado. El asesinato perfecto existe; simplemente hay que ser lo bastante elegante como para proceder sin mancharte las manos en ningún momento. Sin que nadie pueda sospechar de ti porque en el fondo, a efectos prácticos, lo único que hiciste fue colocar a esa persona en unas circunstancias adecuadas para la muerte.

—Bien, me alegro de conocer de primera mano cómo actuaría Margaret Elizabeth Stirling si la situación lo requiriera. Por suerte tanto usted como yo sabemos que en el fondo es tan inocente como una dulce paloma; de lo contrario no me atrevería a aceptar de usted ni una sola taza de té por miedo a que pudiera acabar conmigo al estilo Borgia.

Una risita escapó de los labios rojos de la dama. En aquel momento la sirena del Boadicea anunció a los cuatro vientos que el barco estaba a punto de partir, y la señorita Stirling solo tuvo tiempo para inclinarse hacia él, apoyando con inusitada fuerza la mano en su hombro, y acercar su rostro al suyo para besarle en la mejilla, muy cerca de la boca.

—No debería dar tantas cosas por sentadas. Me parece que la próxima vez que nos encontremos querrá hacerme unas cuantas preguntas más. Y le aseguro —susurró a escasos centímetros de su rostro— que para mí será un auténtico placer responderlas.

Tenerla tan cerca, aunque no fuera más que durante unos segundos, le resultó tan embriagador que Lionel ni siquiera se inmutó ante las punzadas de dolor que le había causado aquella repentina presión sobre su herida. Sus manos aferraron unos instantes las de la señorita Stirling hasta que uno de los miembros de la tripulación la avisó desde lo alto de que estaban a punto de retirar la pasarela, y la joven no tuvo más remedio que decirle adiós con los dedos antes de agarrar el borde de su abrigo para subir al Boadicea.

El humo que exhalaban las chimeneas del barco manchaba de negro un cielo que hasta aquel momento había sido inmaculado. Lionel se quedó en el muelle durante un largo rato, aguardando a que la cabeza de la señorita Stirling asomara por encima de la barandilla para mirarle por última vez. Pero se sintió un tanto decepcionado al darse cuenta de que no pensaba hacerlo. «Se marcha —pensó con creciente desaliento—. Se marcha de aquí… y ni siquiera sé cuándo volveré a verla.»

El trasiego de los vendedores ambulantes de manzanas, los conductores de coches de alquiler y los porteadores que seguían a los viajeros de un extremo a otro del muelle le devolvió poco a poco a la realidad. Lionel acabó dando la espalda al barco para regresar al lugar del que salía la diligencia que le conduciría de vuelta a Kilcurling. Se disponía a rodear el último de los pubs cuando una idea se abrió camino en su cabeza, una idea que al principio resultó algo imprecisa, pero que cada vez se definía más…, hasta que acabó deteniéndose en medio de la acera como si le hubiera fulminado un rayo.

Su mano derecha alcanzó poco a poco su hombro. Aún podía sentir una punzada de dolor, y estaba seguro de que su herida se había abierto, manchando de nuevo las vendas que seguía colocándose cada mañana. Aquel gesto de la señorita Stirling le había parecido una manera de advertirle que tuviera cuidado para que no volviera a pasarle nada como aquel episodio del Valle de las Reinas del que le había hablado tantas veces…

Pero Lionel no le había contado a la señorita Stirling que le hubieran alcanzado en un hombro, sino que la bala se había hundido en su pecho destrozándole casi el corazón.

Dio unos cuantos pasos, mareado, y estuvo a punto de chocar con un mendigo que pasaba por su lado haciendo resonar un sombrero con monedas. Había dejado de ver la calle dublinesa en la que se encontraba para evocar una vez más los ojos de la señorita Stirling. Sus ojos del color de la noche, unos ojos tan negros como los que había distinguido dos años antes en la necrópolis italiana de Olmo Bello, unos ojos tan almendrados como los que relucían entre los pliegues de un pañuelo justo antes de que le dispararan en Egipto.

Como transparencias realizadas sobre papel de arroz, los contornos de aquellos tres pares de ojos oscuros acabaron superponiéndose en los recuerdos de Lionel, sin margen de error al que pudiera aferrarse para negar la realidad: no había sido casualidad que el príncipe Dragomirásky enviara a su mano derecha a Maor Cladaich, ni que los dos supieran de antemano en qué momento el legendario espejo de Meresamenti sería sacado a la luz. La señorita Stirling le había dicho que ambos estaban al tanto de lo que publicaba Dreaming Spires. Sería más correcto afirmar que lo estaban desde mucho antes…, aunque aún no supiera cómo se las habían ingeniado para espiarles.

Toda la sangre parecía haber huido de su cuerpo; Lionel sentía que las piernas le temblaban como si acabara de bajarse de un barco. Pero eso no le impidió desandar sus pasos y correr como alma que lleva el diablo hacia el muelle.

El Boadicea se alejaba poco a poco del puerto. Lionel recorrió apresuradamente con la mirada las docenas de cabezas que se asomaban por encima de la barandilla hasta que al cabo de unos segundos encontró la que estaba buscando. La señorita Stirling se había acodado con la mayor tranquilidad del mundo al lado de un elegante matrimonio, y su sonrisa no hizo más que acentuarse al darse cuenta de cómo la miraba Lionel. Supo en ese preciso momento que ella había estado esperando a que él encajara las piezas del juego que había colocado en sus manos.

A pesar de la distancia que los separaba, Lionel pudo ver cómo la mujer acercaba la punta del dedo índice a los labios para soplar en ella como si se tratara del cañón de una pistola. «Ahora sabes lo que soy capaz de hacer —le decían sin palabras sus ojos—, y también que mi estrategia para drogar a Archer era mucho más que una simple hipótesis.»

Por eso se había mostrado de su parte mientras duraba el juicio. Por eso se había molestado en defender tanto a Ailish. Porque sabía que si se acababa demostrando que Delancey había sido el autor material del asesinato, nadie se molestaría en preguntar si no le habrían echado algo a Archer en una copa de vino que le aturdiera tanto como para salir por una ventana del castillo y ponerse a merodear medio drogado por los jardines.

El joven sintió cómo la frente se le cubría de perlas de sudor. Sin dejar de sonreír, la señorita Stirling desapareció dentro del barco y el Boadicea siguió alejándose lenta pero implacablemente de la costa irlandesa, llevándose consigo sus secretos y sus misterios.

De pie frente al agua, Lionel permaneció completamente quieto hasta que el barco se convirtió en un punto oscuro que la noche acabó devorando. Miró el cielo y comprobó que las estrellas seguían siendo las mismas que relucían sobre sus cabezas en el Valle de las Reinas. También seguirían estando ahí cuando volvieran a encontrarse, quién sabe en qué momento, en qué país o en qué vida…, aunque a Lionel no le cabía la menor duda de que así sería. La propia señorita Stirling se lo había prometido: aún le quedaban muchas preguntas por responder, y Lionel no estaba dispuesto a dejarse ninguna en el tintero. Su historia no había hecho más que comenzar.