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Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, una silenciosa comitiva abandonó Maor Cladaich para acompañar a Rhiannon Bean Uí Laoire en su último paseo hasta el pueblo.

Los empleados de la funeraria de Kilcurling se habían presentado puntualmente en la puerta del castillo para conducirla a hombros al cementerio. Ailish caminaba detrás del ataúd, vestida por completo de negro y con un delgado velo de encaje cubriéndole la cara, en la que aún se podía percibir la huella de la pedrada de la señora Ashe; nadie la había logrado persuadir de que sería mejor que se quedara en cama. Su piel parecía aún más pálida que las flores blancas que apretaba en una mano mientras con la otra se aferraba al brazo de Oliver. Alexander, August y Lionel los seguían en silencio colina abajo, y Maud cerraba la marcha sin dejar de sollozar calladamente.

La señorita Stirling se había disculpado a la hora de comer por no acompañarles durante el entierro. El barco que la conduciría de regreso a Inglaterra partía a las nueve de la noche, y si quería aprovechar todos los enlaces con Francia y más tarde con Hungría no le quedaba más remedio que ser puntual.

Sin duda la señorita Stirling se habría llevado una sorpresa al comprobar que no asistió nadie más que ellos al entierro. Ni siquiera el sacerdote se encontraba en el lugar a la hora convenida, aunque no tardaron en observar cómo se acercaba a toda velocidad desde el otro extremo del cementerio. Por lo que les comentó, no hacía ni un cuarto de hora que habían dado cristiana sepultura a Jemima Lawless en la parte del recinto que descendía en pendiente hacia el mar, en la misma fosa que había acogido años antes los restos de su madre Máiréad. «Por eso no ha podido acercarse ningún vecino —trató de disculparles el párroco, con las mejillas arreboladas por la carrera—. De no haberse dado esta triste coincidencia, estoy seguro de que se encontrarían ahora mismo con ustedes.»

—Sí, apuesto a que lo habrían hecho —dijo Lionel en voz baja para que no le oyeran más que Alexander y August—. Deben de estar preparando una auténtica fiesta para el momento en que no quede ni un solo O’Laoire en este lugar. Malditos supersticiosos…

Cuando los sepultureros se disponían a abrir el candado que colgaba de la puerta del panteón de los O’Laoire, oyeron un apresurado correteo a sus espaldas: se trataba del señor Moran, el abogado de la familia, que había tomado una diligencia en Dublín en cuanto leyó la carta que le había enviado Alexander avisándole de la muerte de Rhiannon.

—Una tragedia —murmuró el hombre mientras el párroco rociaba con agua bendita la brillante tapa del ataúd decorada con un crucifijo de bronce. Aún no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo—. Realmente… realmente parece que el destino se ensaña con algunas familias. Primero el arresto de la señorita O’Laoire y su intento de ahorcamiento, ahora la muerte de su pobre madre… ¡Si Cormac O’Laoire aún se encontrara con vida…!

Alexander prefirió no contarle que a Cormac O’Laoire nada de lo estaba pasando le resultaría desconcertante; no después de saber lo que se había producido en el seno de su clan ochocientos años antes. Uno de los sepultureros apartó a ambos lados las pesadas puertas de bronce y después regresó junto a los demás para volver a alzar el ataúd de Rhiannon y conducirlo al interior del panteón. Le habían asignado el espacio que se encontraba enfrente del de su marido, aunque nadie más que los cuatro ingleses y Ailish sabría que la inscripción de su lápida no diría la verdad. No habría una mujer enterrada en aquel lugar. Habría dos.

Antes de cerrar la tapa del ataúd habían colocado sobre el pecho de Rhiannon un estuche de madera, de los que se solían usar para guardar pinturas, que a Ailish sin duda le habría resultado muy familiar. Y en su interior habían depositado un puñado de polvo blanquecino recogido del interior del agujero abierto en el muro oeste de la capilla. Era lo mínimo que podían hacer por Fionnuala.

Bien mirado, Rhiannon y ella no compartían ningún parentesco…, pero las unía algo más poderoso que la sangre. Las dos habían amado con locura a los hombres equivocados. Las dos habían sido mujeres cuya nobleza no colgaba de un árbol genealógico y que entregaron su inocencia a unas personas que habían hecho pedazos sus ilusiones y sus sueños. Las dos habían cuidado a lo que era suyo más allá de la vida.

—A partir de ahora tendrán que cambiar unas cuantas cosas —comentó Lionel sin dejar de atender a la ceremonia—. Me refiero a que los Saunders se marcharán con nosotros a Oxford una vez que declaremos en el juicio contra Delancey, y lo más práctico será contratar a un abogado inglés que gestione el patrimonio de Ailish desde allí. A fin de cuentas ahora es una mujer casada.

—Por supuesto —corroboró Moran de inmediato—. En cuanto envíen a mi despacho los documentos que la señorita Stirling firmó para que Maor Cladaich pase a ser propiedad del príncipe Dragomirásky comenzaré los trámites pertinentes. Legalmente la señorita O’Laoire…, perdón, la señora Saunders…, no podrá entrar en posesión de los bienes de su familia hasta su mayoría de edad. Faltan tres años para que cumpla los veintiuno, pero me aseguraré de que hasta entonces le sea entregada una generosa asignación mensual.

Conociendo a Oliver como le conocían, todos tenían serias dudas de que aceptara que su esposa se hiciera cargo de los gastos de su nueva vida en común. «Ya habrá tiempo para ocuparse de eso —pensó Alexander, frunciendo un poco el ceño; notaba los ojos muy cansados desde que no podía llevar puestas las gafas—. Aunque me pregunto cómo conseguirán salir adelante sin más dinero que el de la beca que recibe Oliver por ese Diccionario de proverbios latinos que debe seguir cogiendo polvo en su habitación del Balliol College…»

Ailish acababa de salir del panteón después de dejar las flores encima de la tumba de su madre, y Oliver le tendía una mano para ayudarla a bajar. Moran se despidió de Alexander y de los demás y se aproximó a la muchacha para darle el pésame.

—Así que Fionnuala es la antepasada de nuestra Ailish —dijo Lionel en voz baja—. Al final Twist tenía razón: hay algo sobrenatural en ella. Unas gotas de sangre banshee.

Alexander, por segunda vez aquel día, prefirió no pronunciarse en voz alta. Estaba seguro de que a Rhiannon no le habría gustado que nadie más que él supiera que Ailish no era realmente una O’Laoire sino una Dragomirásky. Era curioso, muy curioso, que la bastarda de un hombre que había manifestado durante toda su vida tanto interés por lo sobrenatural, según la señorita Stirling y Rhiannon, tuviera el don de la psicoscopía. Tal vez no sería la última vez que oían hablar de aquella dinastía. Como si le hubiera leído el pensamiento, Lionel se dio la vuelta para contemplar cómo las almenas blancas de la capilla de Maor Cladaich parecían espiarles por encima de las copas de los árboles.

—Resulta bastante extraño —dijo por fin— pensar que todo esto estará en manos de un adolescente húngaro que nunca sabrá nada de lo que pasó en este lugar hace siglos.

—Dudo mucho que se deje caer a menudo por aquí —comentó August—. Kilcurling no es precisamente el lugar más atractivo para alguien de su edad, por no hablar de su sangre azul. Lo más probable es que Maor Cladaich siga siendo el mismo castillo encantado que tanto atemoriza a los vecinos…, aunque ya no cuente con un alma en pena.

Lionel guardó silencio durante un buen rato. Era evidente que luchaba a brazo partido con la necesidad de preguntarles algo, y al final se atrevió.

—¿Creéis que volveremos a saber de él? No sería tan extraño, ¿verdad? En el fondo nos movemos en círculos parecidos. Tanto a nosotros como al príncipe Dragomirásky nos interesa lo misterioso, lo sobrenatural… y además lee Dreaming Spires a menudo…

—Me lo estaba planteando hace un momento —admitió Alexander—. Pero sí, doy por hecho que sí. Este mundo no es tan grande como creemos.

—Me alegra oír eso —murmuró Lionel. Después añadió en su tono desenvuelto de siempre—: Acabo de recordar que tengo que acercarme a Dublín para resolver unos asuntos. Será mejor que me vaya con Moran en la diligencia.

—Te acompañaré —se ofreció August, y la mirada que intercambió con Alexander dejaba muy claro que también imaginaba cuáles eran aquellos «asuntos».

Dejaron solo al profesor en medio de las lápidas y las cruces celtas. Alexander se limitó a observar cómo Lionel y August se acercaban a los demás, hablaban un momento con Moran y el abogado se inclinaba para besar la mano de Ailish y estrechar la de Oliver antes de acompañarles fuera del recinto funerario. Después de dudar unos segundos, Alexander extrajo disimuladamente del bolsillo de su levita un pequeño objeto con el que sus dedos habían estado jugueteando durante el entierro de Rhiannon.

Era el guardapelo de plata que llevaba puesto cuando se dejó caer desde lo alto del acantilado. Apartó con cuidado la delicada tapa, casi desprendida por completo, para contemplar aquel rostro tan parecido al del príncipe Konstantin y al de la muchacha enlutada que tenía ante él en aquel momento. El agua que había empapado la miniatura emborronaba los rasgos de László Dragomirásky aún más de lo que lo hacía la miopía de Alexander. Pero aunque no pudiera apreciarlos con el detenimiento que le hubiera gustado, el profesor se dio cuenta de que no se había equivocado al impedir que Rhiannon fuera sepultada con su colgante. Era muy probable que algún día Ailish se alegrara de saber la verdad…, aunque aún era demasiado pronto, sobre todo teniendo en cuenta todas las cosas por las que había pasado en las últimas semanas. Lo mejor sería esperar a que fuera mayor de edad, a que cumpliera los veintiún años de los que había hablado Moran. Entonces sería lo bastante adulta como para decidir si quería encontrarse con el hermano al que nunca había llegado a conocer, que por caprichos del destino acabaría pasando alguna que otra temporada debajo del que había sido su antiguo techo, o seguir creyendo como hasta entonces que era la única descendiente del clan de los O’Laoire.

Pero en el fondo, ¿qué importancia tenía aquello? Daba lo mismo que las ramas de un árbol genealógico fueran retorcidas si en sus puntas seguían naciendo flores nuevas. Alexander devolvió el guardapelo de Rhiannon al bolsillo de su levita y después se quedó mirando desde la distancia cómo Oliver posaba suavemente su mano sobre el hombro de Ailish para que se volviera hacia él. Le dijo algo que no pudo oír y luego alzó con cuidado el velo de encaje que le caía por la cara como lo habría hecho delante de un altar…, como si hubiera sido blanco en vez de negro. Ailish le sonrió poco a poco, y estaba a punto de cerrar los ojos para recibir el beso que sabía que quería darle Oliver cuando distinguió algo por encima de su hombro que la hizo detenerse. Los dos jóvenes se dieron la vuelta, sin pronunciar una palabra, y Alexander, extrañado ante aquella reacción, también lo hizo.

Los hombres avanzaban con los sombreros en la mano y las mujeres mantenían la cabeza gacha, como si no se atrevieran a sostenerle la mirada a aquella muchacha a la que durante diez años habían considerado una endemoniada. Fiona y su padre avanzaban a la cabeza del grupo, seguidos por el inspector Fitzwalter, y por el anciano Caoimhín, que no había soltado su fiddle ni siquiera para acudir al cementerio, y por Ros Wyvern, tan hosco como siempre, y por Mary MacConnal, que rodeó con sus brazos a una Maud que sollozaba desconsoladamente… Los únicos ausentes eran Brianna MacConnal y la familia Ashe, aunque a Ailish no pareció importarle que no hubieran acudido. Se limitó a recorrer con unos ojos completamente impasibles aquellos semblantes, deteniéndose unos segundos en cada uno de ellos, haciendo que muchos se ruborizaran y que casi todos acabaran mirándose los zapatos para no tener que admitir en voz alta lo avergonzados que se sentían de su comportamiento.

El pueblo entero de Kilcurling se acercaba al panteón de los O’Laoire en medio de un silencio casi reverencial. Los hombres avanzaban con los sombreros en la mano y las mujeres mantenían la cabeza gacha, como si no se atrevieran a sostenerle la mirada a aquella muchacha a la que durante diez años habían considerado una endemoniada. Fiona y su padre avanzaban a la cabeza del grupo, seguidos por el inspector Fitzwalter, y por el anciano Caoimhín, que no había soltado su fiddle ni siquiera para acudir al cementerio, y por Ros Wyvern, tan hosco como siempre, y por Mary MacConnal, que rodeó con sus brazos a una Maud que sollozaba desconsoladamente… Los únicos ausentes eran Brianna MacConnal y la familia Ashe, aunque a Ailish no pareció importarle en absoluto que no hubieran acudido. Se limitó a recorrer con unos ojos completamente impasibles aquellos semblantes, deteniéndose unos segundos en cada uno de ellos, haciendo que muchos se ruborizaran y que casi todos acabaran mirándose los zapatos para no tener que admitir en voz alta lo avergonzados que se sentían de su comportamiento. Pero no les dijo nada; simplemente alzó su mirada hacia Oliver, que asintió con la cabeza, y se agarró a su brazo para marcharse sin cubrirse de nuevo la cara con el velo.

Los vecinos se apartaron a ambos lados, abriéndole camino a Ailish. Ella no se detuvo para hablar con nadie, ni les agradeció que acudieran a despedirse de su madre. Se marchó del cementerio con una dignidad en la que Alexander, sin poder reprimir una pizca de orgullo, reconoció a Rhiannon en carne y hueso. Kilcurling no le había brindado más que su incomprensión y su rechazo en los instantes más duros de su vida; no había nada que Ailish le debiera.

Y aunque en ningún momento se molestó en anunciarlo en voz alta, todos los que la vieron partir con Oliver supieron que no la verían regresar nunca más a aquel lugar.