20

Tras unos cuantos días de correspondencia cruzada, Rhiannon, asesorada por Alexander y Lionel, acabó accediendo a invitar a Maor Cladaich a las tres personas que habían hecho desde Dublín, Boston y París las ofertas más tentadoras. La fecha elegida para el encuentro era el 5 de abril, lo que quería decir que tenían menos de dos semanas para conseguir que el castillo se convirtiera en un hogar acogedor. Sirviéndose de los contactos que el abogado de los O’Laoire tenía en los demás pueblos de la costa, contrataron a tres muchachas de Ballybrack y cuatro muchachos de Glenageary para que formaran temporalmente parte del servicio. Una vez pasaron revista a la nueva plantilla, se pusieron manos a la obra: barrieron suelos, cepillaron cortinas, limpiaron cristales, sacaron brillo a la cubertería y la cristalería, lavaron los tapices y las alfombras hasta que lograron devolverles parte de su color original, compraron en el mercado de Kilcurling comida con la que se podría abastecer a un regimiento entero… Al final el propio Ros Wyvern fue reclutado de nuevo por Rhiannon para que echara una mano en los jardines, y aunque nadie estaba muy seguro de lo que había hecho en realidad, lo cierto es que después de su última jornada de trabajo los terrenos que antes se encontraban tan descuidados parecían sacados de las ilustraciones de un cuento de hadas.

Aquellas semanas de ajetreo pasaron como una exhalación, y cuando quisieron darse cuenta había llegado el gran día. Rhiannon no había podido pegar ojo en toda la noche por culpa de los nervios, pero su instinto de supervivencia se acabó imponiendo a su ansiedad y para cuando oyeron el sonido de las ruedas del primer coche en la entrada, había conseguido enarbolar algo parecido a una sonrisa de bienvenida. Salieron todos juntos a recibir a Diarmuid Delancey, que resultó ser tan irlandés como las O’Laoire, un hombre de unos treinta y cinco años, sorprendentemente alto y delgado, con el cabello corto y pelirrojo y los ojos más inexpresivos que habían visto nunca. No tardaron en comprender que su delgadez no tenía por qué ser reflejo de una naturaleza enfermiza; cuando se empeñó en cargar con su equipaje hasta el vestíbulo, dos grandes baúles de madera claveteada, lo hizo como si no pesaran más que dos bolsas llenas de caramelos.

—En realidad no ha pasado ni un mes desde que me trasladé a Dublín —les explicó mientras lo conducían escaleras arriba—. Había visitado la ciudad en más de una ocasión, por supuesto, pero mi residencia se encontraba hasta hace poco en Australia. Tenía unos cuantos criaderos de ovejas diseminados por la isla que recientemente pasaron a manos de mis hermanos pequeños. A partir de ahora me dedicaré desde Dublín a los asuntos financieros de la familia, aunque estoy seguro de que sabrán mantener alto nuestro pabellón. Nuestras merinas se cuentan por derecho propio entre las razas más valoradas del mundo entero.

Les llevó muy poco tiempo adivinar qué había sucedido con los Delancey: la familia había sido tan humilde como la que más a mediados del pasado siglo, pero la plaga que afectó a la cosecha de patatas les había obligado a labrarse un porvenir en otro lugar. Y a juzgar por las apariencias no les había ido nada mal, no si el último descendiente de la dinastía podía permitirse pujar por un castillo encantado en la tierra de sus ancestros. Después de escuchar su historia a Alexander se le ocurrió que debía de haber alguna otra motivación detrás de su deseo de hacerse con Maor Cladaich, pero la llegada del segundo invitado no le permitió plantearle las preguntas que tenía en mente.

Reginald Harold Archer, procedente del barrio más exclusivo de Boston, apareció en la puerta del castillo protestando por la lluvia que le había acompañado durante todo el trayecto. Después de conocer a Rhiannon siguió protestando por el frío que hacía y continuó haciéndolo mientras le ayudaban a desprenderse de su gabán. Se trataba de un caballero bastante mayor, de unos sesenta años, tan pequeño y compacto como el irlandés era alto y esbelto. Su espeso cabello empezaba a encanecer, y lo llevaba peinado hacia la derecha con una raya que parecía trazada con una regla. Si uno buscara la definición de «magnate» en una enciclopedia, lo más probable sería que se topara con una fotografía suya. Después de los saludos de rigor se embarcó en una pormenorizada descripción, que nadie le había pedido, de la cadena hotelera que había fundado treinta y cinco años atrás y que en aquel momento pasaba por ser la más exclusiva de Estados Unidos.

El señor Archer no se había presentado solo en Maor Cladaich; se había traído consigo a su secretario Frank Rivers, un hombre algo más joven que Delancey con un aire de mártir que no sorprendió mucho a nadie después de soportar el cotorreo de su jefe durante una hora entera. Era bajito y paliducho, con una complexión más propia de un adolescente que del asesor de un importante hombre de negocios. Tenía el pelo muy rubio, rizado en un remolino sobre la frente, y unos ojos de mirada temerosa.

—La tradición familiar de los Archer se remonta a casi dos siglos atrás, aunque me siento honrado de decir que nunca habíamos disfrutado de una pujanza como la que en estos momentos estamos atravesando —declaró Archer después de que Rhiannon hiciera las presentaciones y el norteamericano y el irlandés se estrecharan lentamente la mano, midiéndose con la mirada—. En nuestros establecimientos se ha alojado desde siempre la crème de la crème de la alta sociedad norteamericana, por no hablar de las principales testas coronadas y aristócratas europeos. Todo gracias al esfuerzo y al trabajo continuo de los Archer, por supuesto; en nuestra tierra no se regala nada a nadie.

—Me parece haber leído hace poco un artículo en el Times acerca de uno de sus hoteles —comentó Alexander, pensativo—. Uno que pronto inaugurarán en… ¿Luisiana?

—Ah, sí, esa es una de las apuestas personales de Rex, mi hijo mayor —contestó el norteamericano con orgullo—. Es un muchacho muy avispado, con un gran talento para los negocios. Me hubiera gustado que lo conocieran, pero últimamente tiene mucho trabajo en la antigua plantación cercana a Nueva Orleans que está transformando en un hotel de lujo, y apenas puede abandonarla. Si en alguna ocasión se dejan caer por aquella zona no duden en hacerle una visita; les tratarán a cuerpo de rey. Rivers, deles unas tarjetas.

Ninguno se sentía demasiado tentado de «dejarse caer» por Nueva Orleans en un futuro inmediato, pero aceptaron sin protestar las pequeñas cartulinas que les ofrecieron.

—¿Podría darme una a mí también? —le pidió Ailish cándidamente. Al darse cuenta de que Archer parecía extrañado se apresuró a añadir—: Las plantaciones sureñas siempre me han resultado muy románticas. Me encantaría poder alojarme algún día en su hotel.

—Ah, esa es la clase de espíritu emprendedor que me gusta encontrar en la gente joven de hoy en día —proclamó Archer mientras su secretario sacaba una nueva tarjeta y la dejaba en manos de la muchacha—. Créame cuando le digo que merecería la pena hacer un viaje así. Estoy seguro de que sería toda una experiencia para su madre y para usted.

Ailish asintió con entusiasmo, pero Oliver se dio cuenta de que cuando guardó la tarjeta lo hizo como si se tratara de un tesoro. Lo mismo había hecho antes con otra que le pidió a Delancey. ¿Por qué le interesarían tanto los negocios de unos desconocidos?

El tercer invitado se hacía esperar más de lo previsto. Rhiannon decidió ofrecerles mientras tanto un refrigerio en su salita, y Alexander, Oliver y Ailish les acompañaron para tratar de entablar una conversación que pudiera pasar por amena, pero Lionel prefirió no sumarse a la reunión. A sus amigos les sorprendió oír que pensaba pasar el resto de la tarde en su habitación con un manual de heráldica que le había pedido a Ailish, un estudio de la genealogía de las principales familias irlandesas que debía de tener más años que todos los huéspedes del castillo juntos.

Lionel seguía convencido de que en Maor Cladaich tenían que haberse producido sucesos más escalofriantes de lo que Rhiannon estaba dispuesta a reconocer. Bueno, si la dueña del castillo no quería colaborar, a él no le quedaba más remedio que buscarse la vida por su cuenta. Había creído que unas cuantas pesquisas sobre su árbol genealógico acabarían arrojando algo de luz sobre el tema, pero por mucho que se dejó las pestañas en el manual no pudo dar con lo que buscaba. Fue dejando atrás la historia de los grandes clanes del pasado y sus enseñas: el león, el jabalí y el casco de los O’Toole, el león y el barco de los O’Laoghaire, los guanteletes de hierro y la sirena con un peine y un espejo de los O’Byrne… Decenas de dinastías ordenadas de mayor a menor importancia sin dejar ni un pequeño resquicio para la que le interesaba investigar.

Lionel frunció el ceño. Aquello no tenía ni pies de cabeza. Se acarició el mentón con una mano, como solía hacer cuando reflexionaba, y estaba preguntándose qué se le habría pasado por la cabeza al autor del manual cuando Jemima abrió bruscamente la puerta de la habitación. Tenía las mejillas sonrojadas por no haber parado quieta desde el amanecer.

—Cielo santo, no puedo con mi alma. Menos mal que tenemos a toda esa gente de los pueblos de al lado para ayudarnos. ¡Me volvería loca si me tocara hacerlo todo a mí!

Lionel siguió pasando páginas sin prestarle atención. Efectivamente, los O’Laoire no aparecían en el libro. Aquello no cuadraba con lo que les habían dicho los vecinos de Kilcurling sobre la alcurnia del clan. Tenía entendido que su linaje se remontaba hasta comienzos de la Edad Media, pero si fuera cierto tendrían que contar con un capítulo…

—Siguen instalados en la salita del primer piso y no habrá quien los saque de allí mientras dure la lluvia —siguió protestando Jemima—. He tenido que servirles casi todas las provisiones de pasteles y galletas que la señora había preparado para esta semana. Imposible escamotear ningún dulce mientras sigan en el castillo. Y tendrías que ver los aires que se dan… ¡Se sientan en las butacas como si se hubieran tragado una escoba!

—¿Qué tal se lo está tomando Rhiannon? —preguntó Lionel distraídamente, abriendo el libro por las últimas páginas para comprobar si había un índice alfabético de apellidos.

—Parece que bien. Sigue hecha un manojo de nervios, claro. Me da la sensación de que si no tuviera al lado al profesor Quills acabaría sufriendo un ataque de ansiedad.

—Ya veo que no soy el único que piensa que les habría ido bien juntos a esos dos.

—En cuanto a la señorita O’Laoire, lleva casi una hora tocando el arpa. Y las narices, por lo menos a mí, pero supongo que la señora pensó que sería una buena forma de enseñar nuestras tradiciones a los extranjeros.

—¿Otra vez la misma canción de una mujer que se lamenta sobre el cuerpo muerto de su esposo? —Lionel sacudió la cabeza—. A este paso Oliver se la aprenderá de memoria y cuando volvamos a Oxford no hará más que cantarla mientras se arrastra de un lado a otro con su pobre corazón hecho jirones.

Al escuchar esto Jemima se quedó callada. Observó con el ceño fruncido cómo Lionel recorría con un dedo la lista de apellidos que aparecía en el apéndice.

—¿Qué es eso tan interesante que no puedes dejar de consultar?

—Un libro que me ha prestado la hija de tu patrona con los escudos de armas de los clanes irlandeses. Hace unos días se me ocurrió que podríamos…

—Dios mío, Lionel, vas a acabar pareciéndote a Oliver. —Y arrebatándole el libro lo dejó caer de cualquier manera sobre la mesa—. ¿Por qué no dejas de investigar por hoy?

El manual golpeó el borde del mueble, permaneció en equilibrio durante unos segundos y al final cayó sobre la alfombra, abriéndose como un pájaro abatido por un disparo.

A Lionel no le dio tiempo a reprocharle nada a Jemima. La muchacha empujó con la mano el respaldo de su silla para apartarla un poco de la mesa, y después se encaramó con la mayor calma del mundo sobre él, rodeándole el cuello con los brazos.

—Jemima —trató de defenderse Lionel—, me parece que este no es el momento más…

—Cualquier momento es perfecto —susurró ella. Se inclinó para recorrer el cuello de Lionel con los labios, ascendiendo poco a poco para acabar mordisqueando el lóbulo de su oreja. No pudo reprimir un estremecimiento—. Me parece que últimamente te tomas demasiado en serio lo de la investigación. No te vendría mal relajarte un poco, ni a mí tampoco. Se me ocurre una manera, aunque estoy segura de que sabes cuál es…

—Claro que lo sé —logró articular Lionel—. Pero pienso que sería mejor que continuásemos con esto en otro momento. En otras circunstancias.

—¿En Oxford, quieres decir? —preguntó Jemina, y dejó escapar una risita mientras apoyaba la cara en el cuello de Lionel, enterrando los dedos en su espeso cabello—. Me parece encantador que quieras esperar al momento en que entremos por fin en nuestra nueva casa. Pienso estrenar cada una de sus habitaciones contigo. Pero no tenemos por qué reservarnos hasta entonces. No pasará nada por ensayar un poco antes…

Lionel ya no sabía cómo salir de aquel apuro: estaba acostumbrado a ser el depredador, no la presa, así que soltó un suspiro de alivio cuando el sonido de dos aldabonazos contra el portón principal se propagó por todo Maor Cladaich. Jemima se quedó quieta al oírlo.

—¡Oh, no me puedo creer que esté pasando esto! —protestó.

—Creo que deberías ir a abrir la puerta —le aseguró Lionel rezando para que no se notara demasiado el delgado hilo de sudor que le caía por la frente—. A Rhiannon no le hará ninguna gracia que hagas esperar al tercer invitado con la lluvia que está cayendo.

—¿Crees que se trata de él? —se alarmó la chica, apresurándose a abandonar su regazo y alisar las arrugas que habían aparecido en su vestido—. ¡Vamos, acompáñame!

—¿Qué? —protestó Lionel—. ¿Qué pinto yo en esto? ¡Tú eres la doncella del castillo!

—La señorita Ailish es la doncella del castillo, por lo menos en sentido literal —fue su respuesta. Tiró de su mano para que se pusiera en pie—. ¡Vamos a abrir de una vez!

A él no le quedó más remedio que seguirla, no sin antes echar un vistazo con cierta alarma a su pantalón. Cualquiera diría que la aparición de un nuevo invitado le había emocionado en lo más profundo, y también en lo que no era tan profundo. Cuando alcanzaron el vestíbulo se dieron cuenta de que aún no había aparecido ninguno de los nuevos criados. Y entonces los oyeron de nuevo: unos golpes poderosos, perentorios. No era la manera en que llamaría a una puerta alguien acostumbrado a que le hagan esperar.

Fuera hacía tanto viento que tuvieron que afianzar los pies en el suelo para que la corriente no los derribara cuando apartaron una de las hojas. Al asomarse al exterior se encontraron con algo que no esperaban: un impresionante coche de alquiler estacionado a los pies del castillo con una pareja de caballos tan negros que el alquitrán parecería pálido a su lado. Y delante, tan grande que podría cubrir a tres personas a la vez, había un paraguas con el que una mujer se resguardaba de la lluvia. Iba ataviada con un largo abrigo de terciopelo gris oscuro, con unos apliques de piel negra alrededor de las muñecas y el cuello. Llevaba un elegante sombrero inclinado hacia un lado de manera que las temblorosas plumas de rayas grises y negras apenas permitían distinguir su rostro.

—Puede dejar mis cosas aquí; el servicio de los O’Laoire se encargará de subirlo a mi habitación. Y procure que no se moje demasiado mi sombrerera. —Mientras tanto el cochero se afanaba por descargar media docena de baúles, maletas de cuero y bolsas de viaje bajo la atenta mirada de su propietaria. Cuando lo hubo dejado todo delante de la puerta, la mujer le tendió un billete sin apenas mirarlo—. Tenga —le dijo mientras apartaba a un lado las plumas de su sombrero—. Tómese algo a mi salud durante el resto del año.

Los ojos del cochero hicieron chiribitas, al igual que los de Jemima; seguramente sería la primera vez que veían en persona un billete tan jugoso. En cuanto a Lionel, no podía dejar de observar como un pasmarote a aquella beldad de piel morena que por fin les devolvía la mirada, sonriendo con la naturalidad de una persona acostumbrada a ser admirada y venerada cada día de su vida.

Era una joven de unos veinticinco años, algo más alta de lo habitual pero proporcionada como una escultura griega. Tenía unos ojos grandes y almendrados, tan oscuros como el cabello recogido a la altura de la nuca en un elegante moño. Se aclaró la garganta mientras se apoyaba graciosamente en el paraguas que había clavado en la entrada de Maor Cladaich como si fuese una bandera.

—Encuentro delicioso este comité de recepción, aunque un tanto inexpresivo. —En su acento parecían haberse amalgamado los timbres más variopintos; había un deje francés en la forma de concluir las frases, una sonoridad muy italiana en las vocales, un rasgueo casi árabe en la modulación—. Supongo que no les importará dejarme pasar, ¿no es así?

—En absoluto, señora —farfulló Jemima, muy colorada—. ¿Y quién se supone que…?

—Stirling —se adelantó la joven—. Margaret Elizabeth Stirling. Aunque algo me dice que debería ser su patrona quien me hiciese esa pregunta. Está informada de mi visita.

—Por supuesto que lo está —corroboró Lionel; las pupilas de la recién llegada se apartaron de Jemima para posarse en el joven, que se inclinó para besar la mano de aquella diosa con modales de princesa bizantina—. Permita que le dé la bienvenida a Maor Cladaich, señora Stirling. Yo soy el señor Lennox, amigo de confianza de la señora O’Laoire…

—Un placer —respondió ella mientras en sus labios pintados de rojo se dibujaba una sonrisa espléndida—. Aunque es señorita. Señorita Stirling.

«Tanto mejor», pensó Lionel. Se apartó a un lado para dejarle pasar, y lo mismo hizo Jemima, recogiendo el paraguas empapado que le alargó la señorita Stirling y su sombrero. Ambos guardaron silencio mientras la observaban adentrarse en el castillo, dando unos cuantos pasos por el vestíbulo con un aire inconfundible de propietaria. El tap, tap, tap de sus botines de tacón alto arrancaba unos ecos inquietantes a las bóvedas.

Al mirarla de frente Lionel se percató de que unos llamativos lunares le cubrían las mejillas, cuatro en la derecha y tres en la izquierda. «Las Pléyades», se dijo a sí mismo sin saber muy bien por qué. Aquellas marcas, lejos de afear su rostro, parecían acrecentar su rara belleza.

—¡Ah, señorita Stirling! —oyeron decir a Rhiannon. Había aparecido en lo alto de la escalera acompañada por Alexander; Oliver y Ailish venían tras ellos—. ¡Cuánto me alegro de tenerla por fin en casa! ¡Empezaba a temer que su barco hubiera naufragado!

—Mala hierba nunca muere, señora O’Laoire. Aunque debo confesar que tampoco yo las tenía todas conmigo. Cuando nos acercábamos a la costa irlandesa nos sorprendió una tempestad que parecía sacada de una novela gótica de mala calidad. ¿Los demás ya están aquí?

—En efecto, el señor Delancey y el señor Archer, y su secretario, han llegado hace un par de horas. Creo que lo mejor será que nos acompañe para tomar algo caliente antes de la cena. Ah, permítame hacer las presentaciones: el profesor Quills y el señor Saunders…

Los dos inclinaron la cabeza ante la dama, que les respondió de la misma manera.

—El señor Lennox… Me pareció que estaban charlando, ¿verdad? ¿Ya se conocen?

—Hemos tenido un primer encuentro bastante breve, aunque prometedor —coincidió Lionel con una sonrisa que encontró un disimulado eco en el rostro de la joven.

—Y esta —siguió diciendo Rhiannon— es mi hija, la señorita O’Laoire.

—Un placer —saludó Ailish estrechando su mano enguantada.

Los ojos de la recién llegada se demoraron sobre su rostro más de lo que dictaba la buena educación, pero se limitó a responder a su apretón de manos. Rhiannon le hizo un apremiante gesto a Jemima, que se había quedado plantada en la puerta, para que metiera las cosas de la señorita Stirling en el vestíbulo antes de que pudieran mojarse aún más.

—Confío en que se encuentre a gusto en el castillo —prosiguió la anfitriona, a la que el nerviosismo hacía hablar más rápidamente de lo que era normal en ella—. He mandado preparar para usted uno de los cuartos situados en el segundo piso, la habitación con las vidrieras abiertas sobre el portón principal. En cuanto Jemima haya subido el equipaje…

—Yo la ayudaré —intervino Ailish, bajando la escalera para quitarle el sombrero de las manos—. No nos llevará más que unos minutos; enseguida podrá ponerse ropa seca.

A la señorita Stirling pareció sorprenderle un poco que la heredera de los O’Laoire se tomara tantas molestias. Oliver también le dirigió una mirada suspicaz cuando pasó por su lado con el sombrero apoyado contra el pecho, seguida por una Jemima que a duras penas podía cargar con tantos bultos. No pudo pasar por alto el detalle de que sus mejillas se habían ruborizado.

Rhiannon y la señorita Stirling subieron la escalera tras ellas. Lionel se acercó a sus amigos embriagado aún por la estela de perfume a sándalo que había dejado a su paso.

—Por todos los diablos, no puede ser humana. ¡Decidme que no es mi imaginación!

—No lo es —confirmó Alexander, siguiendo con los ojos a Rhiannon hasta que hubo desaparecido de la vista—. Tengo que admitir que resulta interesante, pero…

—¿Interesante? ¿Crees que eso es lo que los troyanos se limitaron a decir cuando Paris se presentó en la ciudad del brazo de Helena?

—Eres un exagerado —dijo Oliver en voz baja—. Tratándose de ti, lo raro sería que no te hubieras postrado a sus pies solamente por tratarse de una mujer. Helena de Troya…

—Por nuestro propio bien esperemos que las consecuencias de tenerla con nosotros no sean tan devastadoras —apuntó el profesor—. No querría ver Maor Cladaich en llamas.

Lionel sí que se sentía en llamas. Sacudió la cabeza como si quisiera quitarse de encima el hechizo que aquella extraña mujer le había lanzado sin siquiera proponérselo.

—¿Qué sabemos de ella, Alexander? ¿Has leído la carta que le envió a Rhiannon?

—Sí, me la enseñó la tarde en que la recibió. Pero la verdad es que no contaba gran cosa… No revelaba más que su nombre, Margaret Elizabeth Stirling, la ciudad desde la cual nos escribía, París, y lo mucho que le interesaba la propiedad, cosa que es de agradecer teniendo en cuenta que parece disfrutar de una prosperidad económica envidiable.

—Así que esta es la persona que nos lee en París —comentó Oliver. Todavía parecía preocupado por el comportamiento de Ailish—. No me ha parecido demasiado francesa.

—No es francesa. Me parece recordar que viene del este. De Hungría, o Rumanía…

No tenía mucho sentido quedarse de brazos cruzados en la entrada, así que Alexander propuso reunirse con los demás en la salita del primer piso para tratar de brindarle su apoyo a Rhiannon en unos momentos tan cruciales para ella.

Y aunque ninguno lo dijera en voz alta, a todos se les pasó por la mente la idea de que tal vez había sido Margaret Elizabeth Stirling quien había traído la inminente tormenta consigo.