6
Al día siguiente, cuando las campanas repicaban sobre los descoloridos gabletes de Oxford anunciando las ocho de la tarde, Alexander Quills empujó con un escalofrío la puerta de The Turf Tavern. Dejó escapar un suspiro de alivio al hallarse entre las paredes de piedra que tan bien conocía, agachando la cabeza para no golpearse con las vigas de madera excesivamente bajas que atravesaban el techo y de las cuales, encima del mostrador que había a mano izquierda, colgaba una hilera de jarras a las que uno de los camareros acababa de sacar brillo. Todo parecía impregnado por el olor de la cerveza, el fish & chips y los pasteles de carne recién hechos, y también por el aroma a rebeldía con el que las sucesivas generaciones de estudiantes habían perfumado el local.
Una repentina oleada de nostalgia le asaltó mientras se abría camino como podía hacia el reservado en el que siempre se sentaba con sus amigos. En él había citado por primera vez a Lionel y Oliver dos años antes para hacerles una propuesta que estaba convencido de que les interesaría, como efectivamente sucedió cuando les habló de su periódico en ciernes. Allí habían estampado su firma en una hoja de papel arrancada de uno de los cuadernos de apuntes de Veronica, que se les unió como ilustradora, además de August Westwood, el clérigo amigo de Alexander, dispuesto a colaborar con Dreaming Spires con las crónicas de sus sesiones de espiritismo. En aquel minúsculo habitáculo saturado de humo, en la mesa de madera a la que se le había saltado el barniz, al lado de la cristalera que los separaba de los remolinos de nieve en las veladas más crudas del invierno, se habían creído miembros de una suerte de Club Pickwick merecedor de la sagrada misión de iniciar a sus lectores en las nuevas ciencias. Por desgracia, no todas las reuniones habían estado presididas por el entusiasmo que caracterizó a las primeras. Los cinco amigos no tardaron en comprender que su periódico, aunque durante sus primeros meses de vida había atraído discretamente la atención de algunos centenares de estudiantes, no podía competir con publicaciones más convencionales. Las noticias que contenían sus páginas, aunque siempre contaran con una base científica, algo en lo que Alexander se había mostrado inflexible, no pasaban de ser a ojos de muchos un simple divertimento. Los claustros góticos de Oxford, con todo lo que habían presenciado a lo largo de los siglos, se habían cansado de entrever espíritus en la neblina que lamía las gastadas losas de sus pavimentos; lo que ahora resonaba en los corredores eran los ecos de los últimos tratados alcanzados entre los países europeos, de los avances tecnológicos que estaban produciéndose en el continente, de esta o aquella decisión alcanzada en la Cámara de los Lores. Casi nadie parecía tener tiempo para pasar las páginas de la publicación que con enormes esfuerzos conseguía salir a la calle cada dos semanas, abandonando en el mayor secretismo la imprenta prácticamente clandestina que Alexander había hecho instalar en el sótano de Caudwell’s Castle. Nadie había descubierto todavía cuáles eran los nombres de sus redactores dado que no solían firmar más que con sus iniciales, una precaución que les habría resultado tranquilizadora de no haber sabido que en realidad obedecía al desinterés de sus lectores.
Alexander no se engañaba; sabía que si las cosas no cambiaban Dreaming Spires no podría seguir agonizando por más tiempo. Necesitaban una historia distinta a cualquier cosa de la que hubieran hablado. Algo que atrajera la atención de los lectores, que se diera a conocer por todo Oxford gracias al boca a boca. Algo que, se repitió no por primera vez mientras dejaba atrás una amplia mesa en la que se reían estruendosamente un puñado de estudiantes, estaba al alcance de su mano gracias a aquella carta enviada desde Irlanda.
—¡August! —exclamó al reparar en el hombre que esperaba sentado en un rincón del reservado, contemplando la calle a través de los cristales empañados. El aludido sonrió y se puso en pie para darle un abrazo—. ¡Cuánto me alegro de tenerte de nuevo por aquí!
Alexander siempre pensaba que si había una persona en el mundo capaz de calmar los ánimos de los demás con su presencia, ese era sin duda August Westwood. No era de extrañar que sus feligreses de la parroquia londinense de Saint Michael le adoraran. Acababa de cumplir treinta y cinco años, aunque el cabello rizado y corto que había comenzado a escasear sobre su frente le hacía parecer mayor.
—¿Qué me dices del fantasma de Catherine Devore? —preguntó su amigo después de que Alexander hubiera tomado asiento frente a él y le hubiera preguntado por su hermana y las últimas novedades acontecidas en su casa—. Es una buena historia, ¿no crees?
—La verdad es que sí —asintió el profesor—. He ido esta mañana al Balliol College para darle a Oliver los papeles que me enviaste por correo. Tendrías que ver cómo se le ha iluminado la cara cuando ha leído la parte en la que la señorita Devore confesaba que había sido su propia hermana la que le enganchó el cabello a la máquina de la factoría por haberle robado a su prometido.
August sonrió mientras Alexander colgaba su levita de un perchero.
—Si has estado con Oliver supongo que ya le habrás contado lo que nos quieres comunicar a los demás. Eso es bastante injusto.
—En absoluto —respondió Alexander mientras encendía una pipa con calma—. Aún no lo sabe nadie, y no te haces una idea de lo que me ha costado mantener el secreto. Sobre todo con las complicaciones por las que ha pasado Dreaming Spires recientemente. —Una pequeña humareda blanca se esparció alrededor de su cabeza cuando dio la primera calada—. Tampoco es que considere que la muerte de Catherine Devore no sea un tema lo bastante interesante —añadió a continuación—, pero he dado con algo que lo es aún más.
—Bueno, en ese caso me alegro de no tener que esperar demasiado para que dejes de lado todo este secretismo —dijo August señalando algo por encima de su hombro.
Alexander se dio la vuelta. Tal como imaginaba, Oliver y Lionel acababan de entrar en el Turf. El profesor los observó mientras se acercaban: Oliver con su cabello castaño recogido en una coleta que le caía por la espalda, Lionel con el pelo negro desordenado por el viento y la cara sin afeitar. No le sorprendió darse cuenta de que discutían, algo que venían haciendo desde el momento en que Alexander los presentó. Nunca iba a encontrar a dos hombres menos parecidos que se cayeran mejor.
—Es demasiado buena contigo —oyó decir a Oliver mientras se acercaban a la mesa entre la multitud—. No sé cómo te aguanta sabiendo lo que sabe de ti. Me parece increíble que te siga haciendo caso, sobre todo teniendo en cuenta que tus intenciones…
—Calla —le dijo Lionel en tono de advertencia antes de sortear la última mesa. Algo le decía que a Alexander Quills no le agradaría demasiado enterarse de la conversación que mantenían sobre su sobrina—. ¡Por fin estamos aquí! ¡Hace un frío del demonio fuera!
Los dos se desprendieron de sus abrigos, dejándolos al lado de los de Alexander y August, y se dejaron caer en las sillas que habían acercado para ellos. Oliver suspiró con satisfacción mientras se quitaba una bufanda gris. Lionel hizo lo propio con sus guantes.
—Salaam aleikum —saludó juntando las manos en un gesto que pretendía parecer respetuoso… o por lo menos todo lo respetuoso que podía esperarse de Lionel Lennox.
—Aleikum issalaam —replicó Alexander—. Veo que has vuelto a Inglaterra con mucha nostalgia de lo que dejaste en tierras egipcias. Ha debido de ser toda una experiencia.
Su tono de voz contenía una pizca de ironía que Lionel no pareció captar, aunque no pasó desapercibida a Oliver. Ambos cruzaron una mirada mientras Lionel contestaba:
—Os lo puedo resumir en dos palabras: bailarinas egipcias. —Y movió las manos de arriba abajo, fingiendo delinear los contornos de un cuerpo femenino curvilíneo—. No sé a qué está esperando nuestro país para importar las delicias musicales de las que he podido disfrutar en un café de Esbekiya. ¡Os juro que no he visto nada igual en mi vida!
—Me alegro de que te haya fascinado tanto el color local. Pero no me refería a eso.
—Ah, entiendo. La comida tampoco estaba mal, aunque echaba de menos poder tomarme una cerveza negra de vez en cuando. —Lionel se volvió en su asiento para atraer la atención de un camarero—. Pero tenían una limonada de regaliz que creo que echaré mucho de menos. Y una especie de pasteles de habas, los ful medames, que realmente…
—Haz el favor de no disimular. Estás insultando a nuestra inteligencia —le dijo Alexander sin miramientos; Lionel se quedó callado. El profesor sacó del bolsillo de su chaleco el recorte de prensa de la Pall Mall Gazette que le había enviado Oliver y se lo puso delante de la cara—. ¿Un tiroteo en el Valle de las Reinas que según la prensa «habría acabado en tragedia de no ser por la rápida intervención de uno de los arqueólogos británicos»? ¿No tienes nada que decirnos sobre esto? ¿No es importante?
—Vaya. —Lionel cogió el recorte y lo desplegó sobre la mesa mientras August, a su lado, se inclinaba para leerlo también—. Puede que hayan… cargado un poco las tintas.
—Cargado no es la palabra más adecuada —intervino Oliver con seriedad.
—Cierra el pico, Twist —le espetó Lionel sin mirarle—. Nadie ha pedido tu opinión.
—Pero Oliver está en lo cierto: no puedo creerme que lo que dice la Pall Mall sea lo que realmente sucedió —intervino August—. ¿Aparecieron cientos de saqueadores de repente? ¿Cómo se supone que pudiste plantar cara a tantos?
—Bueno, puede que no fueran cientos. Sabéis de sobra que los periodistas suelen…
—¿De verdad hubo un tiroteo? —insistió Alexander, taladrando a Lionel con sus ojos azules a través de las gafas de montura dorada—. ¿Delante de la tumba de Meresamenti?
—¿A qué diantres viene este consejo de guerra, si se puede saber? —protestó Lionel.
—No creo que dispararan un solo tiro —sentenció Oliver—. Esto es pura propaganda.
Lionel agarró el recorte, hizo una pelota de papel con él y se la arrojó a la cara.
—Me estás hartando, Oliver. Me encanta regresar a casa después de pasar un calvario de un mes en una tierra de locos para encontrarme con tanta comprensión.
—Precisamente por eso te estamos hablando así —aclaró Alexander. El camarero del Turf apareció de repente para preguntarles qué querían beber, así que tuvo que guardar silencio hasta que se hubo marchado—. No hemos sabido nada de ti en todo este tiempo, y eso nos extrañaba muchísimo —siguió diciendo—. Cuando regresé a Oxford y me enteré por Oliver de que habías salido en la prensa por culpa de este ataque a la excavación me temí lo peor. Confiaba en que dieras señales de vida nada más poner un pie en la ciudad, pero si no te hubiera enviado a Veronica podríamos seguir esperando de brazos cruzados.
—He tenido algunos problemas con el conde de Newberry —murmuró Lionel, algo avergonzado. Alexander parecía tener el raro don de conseguir que se sintiera culpable con cierta periodicidad, algo que no le pasaba con ninguna otra persona—. El viejo buitre se ha negado a pagarme lo que acordamos. A su hijo y a él les ha dado exactamente igual que hubiera un intento de saqueo en su sepultura y que me jugara la vida por protegerla.
—Técnicamente no es «su sepultura» —precisó Alexander— sino la de Meresamenti.
—Lo sé. Una auténtica bruja, si os interesa saberlo. Estoy convencido de que la tuve pegada a la nuca durante todo el tiempo que pasé dentro de su maldita cámara funeraria.
August enarcó las cejas. Que el alma en pena de una princesa de la XVIII dinastía pudiera permanecer encerrada en su tumba durante más de tres mil doscientos años sin que su ectoplasma perdiera un ápice de su determinación parecía interesarle mucho, pero no tuvo oportunidad de preguntar nada. El camarero regresó con lo que le habían pedido para beber: una jarra de aromático mulled wine para Alexander, una tacita de Earl Grey con mucho azúcar para August, un café solo para Oliver y una pinta de cerveza negra para Lionel. Este aprovechó para ganar un poco de tiempo atrincherándose tras su bebida.
—¿Y qué le has hecho a tu amigo el conde para airarle tanto? —preguntó Alexander.
—Nada —rezongó Lionel—. No puede tener ninguna queja sobre mí. He hecho en el Valle de las Reinas todo lo que se esperaba que hiciera. Salvo… salvo por lo del tiroteo.
Se quedó callado de nuevo. Oliver depositó su taza de café sobre la mesa, mirando cómo Alexander se inclinaba hacia Lionel para preguntar en un tono de voz más quedo:
—¿Se ha perdido? El espejo de Meresamenti —añadió cuando Lionel alzó la cabeza con una interrogación plasmada en sus ojos—. ¿Se lo han llevado los saqueadores?
Lionel respiró hondo. August también le observaba en silencio. De repente el ruido que había en el Turf parecía haber disminuido, lo que hacía aún más incómodos aquellos momentos. Finalmente Lionel rebuscó en un bolsillo de su chaleco para sacar algo que mostró a sus compañeros en la palma de la mano. Relucía mórbidamente bajo la luz de las bujías.
—Esta bala estuvo a punto de acabar conmigo. Lo que decía la Pall Mall Gazette no era una exageración, al menos no todo. Hubo disparos en el Valle de las Reinas, pero yo fui el único al que dispararon. —Dejó rodar la bala sobre la restregada superficie de la mesa mientras Alexander, Oliver y August la miraban con los ojos muy abiertos—. Por suerte me la pudo extraer uno de los colaboradores de la excavación, un profesor de Anatomía de la Universidad Egipcia que había acudido para examinar la momia de Meresamenti en cuanto la sacaran de su sarcófago —siguió explicando—. Pero no eran saqueadores. No se llevaron nada más, ni tocaron ninguna de las joyas que había en la tumba. Lo único que les interesaba era el condenado espejo. Por eso esperaron a que lo sacara de su escondite.
—No parece un comportamiento habitual en unos vulgares profanadores —tuvo que reconocer Oliver en un susurro, sujetando la bala entre el índice y el pulgar con prevención.
—No lo eran —le aseguró Lionel—. No eran unos ladrones de tres al cuarto. Sabían lo que querían llevarse de allí. Puede que lo supieran desde hacía meses. Y… me conocían.
A Oliver se le cayó la bala sobre la mesa. Alexander arrugó un poco el entrecejo.
—Eso es imposible. Nadie en Egipto sabía lo que habías ido a hacer en el Valle de las Reinas, nadie más que nosotros y el conde de Newberry. ¿Cómo sabían lo del espejo?
Lionel se encogió de hombros, haciendo una mueca al sentir un tirón en la cicatriz provocada por el disparo.
—Los poderes que le dio a Meresamenti han formado parte de la mitología egipcia desde el momento en que murió. La cuestión no es cómo sabían lo del espejo, sino cómo sabían que sería yo quien se ocuparía de sacarlo a la luz. Aunque me hago una idea.
—Si tienes algún sospechoso, estoy deseando conocer su nombre —comentó Alexander.
—¿Recordáis lo que me ocurrió en Italia hace dos años, poco después de conoceros?
—Cómo no —suspiró Oliver—. Se lo contaste a todo el censo femenino de la ciudad.
—Refréscame la memoria, por favor —pidió August.
—Había asistido al descubrimiento de una de las tumbas etruscas más codiciadas de la necrópolis de Olmo Bello. Había oído hablar de ella desde que mi padre empezó a llevarme consigo a las primeras excavaciones en las que participó, cuentos fantásticos en los que se hablaba de una urna llena de anillos de oro sobre la que se había echado un poderoso embrujo antes de depositarla en la tierra. La verdad es que no creía demasiado en esta historia, no más que los arqueólogos que formaban parte de aquella campaña, pero me moría por ver la tumba en cuestión. Además uno de mis clientes me había encargado cierta minucia…
—Que le llevaras uno de los anillos antes de que enviaran los hallazgos al Museo Nazionale Etrusco —se adelantó Alexander—. Sí, esa historia la conocemos. Y también te hemos dicho varias veces lo que opinamos de tu manera de entender la arqueología.
Lionel prefirió hacer caso omiso de aquella pulla.
—La cuestión es que no pude acercarme a la urna por mucho que lo intenté. Cuando me dirigí en plena noche a la excavación para tratar de entrar en la tumba, igual que hice en el Valle de las Reinas, descubrí que alguien se me había adelantado. Una silueta negra envuelta en una capa y con un sombrero cubriéndole la cara, que echó a correr como alma que lleva el diablo cuando se dio cuenta de que lo había descubierto. No me costó adivinar lo que estaba haciendo allí, sobre todo porque nunca lo había visto.
—¿No formaba parte del equipo de arqueólogos? —preguntó August, muy interesado.
—Para nada. No vi más que sus ojos antes de que montara en un caballo que había atado a uno de los árboles más cercanos, pero sé que no era miembro de la excavación.
—¿Y lo perseguiste? —quiso saber Alexander—. Esa parte de la historia no me suena.
—Porque es demasiado vergonzosa —masculló Lionel, dando vueltas a la jarra de cerveza—. Y por supuesto que lo perseguí, aunque no sirvió de nada. Se acabó esfumando en medio de la marisma como si se tratara de un fantasma. Pero no me olvidé de lo que había ocurrido, y ahora sé por qué no lo hice. Tenía que reencontrarme con él.
Hubo un nuevo silencio. Oliver estuvo a punto de atragantarse con su café.
—¿Quieres decir —preguntó en un susurro, tosiendo— que estaba también en Egipto?
—Fue quien me robó el espejo de Meresamenti y me pegó un tiro cuando me disponía a hacerle lo mismo a él —afirmó Lionel—. Estoy absolutamente convencido.
—Lionel, eso no tiene ningún sentido. Lo más probable es que los saqueadores que se llevaron el espejo fueran egipcios. Puede que no unos profanadores de tumbas, pero…
—Te juro por mi vida que lo que estoy diciendo es cierto. Los dos ladrones eran una misma persona. Alguien con los ojos oscuros como dos pedazos de carbón…, los ojos que veré antes de morirme. —Tragó saliva, algo incómodo ante las miradas de sus amigos, antes de continuar—: Lleva años siguiendo mis pasos, que me cuelguen si comprendo el motivo. Fue más rápido que yo en Olmo Bello. Fue más listo en el Valle de las Reinas, y eso me obsesiona tanto que no logro quitármelo de la cabeza.
—Con la diferencia de que en esta ocasión ha tratado de matarte —comentó Oliver.
Nunca lo habría reconocido, sobre todo ante Lionel, pero se le había puesto un nudo en el estómago al comprender que podía haber sido la esquela de su amigo lo que encontrara en la Pall Mall Gazette. Lo vieron devolver la bala al bolsillo de su chaleco, esforzándose para que su expresión no revelara lo preocupado que se sentía realmente.
—Me da lo mismo lo mucho que proteste el conde de Newberry —siguió diciendo en un tono algo más calmado—. Con lo que me va a pagar, aunque sea mucho menos de lo que esperaba, tendré para salir adelante durante algunos meses. Pero os prometí que os dejaría investigar el espejo antes de entregárselo a él. —Sacudió la cabeza con pesar, desordenando aún más sus cabellos negros—. Habría sido un éxito para Dreaming Spires.
—Ah, bueno —se resignó Oliver—. Siempre nos quedará la historia de la desdichada Catherine Devore con la que su hermana acabó por atreverse a tocar lo que no era suyo.
August sonrió para sí. Dio unos golpecitos tranquilizadores en el brazo a Lionel.
—Lo único que importa es que has regresado de una pieza. Da gracias a Dios de que tu misterioso perseguidor no dio en el blanco, y no te preocupes de nada más por ahora.
—Eso es fácil de decir —soltó Lionel, que nunca se había llevado muy bien con Dios y además tenía serias dudas de que las tumbas egipcias de la XVIII dinastía entraran en su jurisdicción—. Sabes tan bien como yo que nuestro periódico no está atravesando su mejor momento, si es que alguna vez ha pasado por uno. Los tres lo sabéis —dijo mirando uno a uno a sus amigos—. Si no logramos vender más de un centenar de ejemplares cada dos semanas, este proyecto acabará en agua de borrajas…
—Me alegra que plantees esta cuestión, Lionel —contestó Alexander—. Me alegra mucho, porque tiene que ver con el motivo de que os haya reunido en el Turf esta noche. Quería haceros partícipes de un suceso del que me enteré ayer por la tarde: si lo convertimos en una noticia, si colaboramos todos para que sea un hecho sensacional, podría acabar de una vez con nuestros problemas.