8
A la derecha, las montañas cubiertas de niebla de las que solo podían percibirse las cimas; a la izquierda la oscura franja del mar de Irlanda que los había conducido a aquellas costas. Un arpegio de tonalidades con el que ninguno de ellos había soñado en Inglaterra porque hasta entonces no imaginaban que pudiera existir un verde tan verde.
Kilcurling se extendía ante sus ojos, esquivo y misterioso como solo podía serlo un pedazo de tierra arrancado a la ultratumba. Oliver se aclaró nerviosamente la garganta.
—Bien, la verdad es que se trata de un sitio bastante recogido y muy pintoresco…
—Un pueblo tranquilo que debe de estar pasando por momentos de gran tensión por culpa de la banshee —coincidió Alexander—. Me alegro de haber venido a echar una mano.
—Un agujero en el que nos moriremos de asco si no sucede algo emocionante —fue la desabrida réplica de Lionel—. En este lugar no ha pasado prácticamente nada desde el desembarco de las tropas normandas. Parece haberse quedado anclado en el tiempo.
No hacía ni cinco horas que habían puesto un pie en Irlanda, pero habían sido más que suficientes para darse cuenta de que se encontraban más lejos de Oxford de lo que dictaba la mera geografía. Habían viajado en tren hasta Liverpool, donde habían tomado un barco que los condujo al puerto de Dublín. Una vez allí consiguieron abrirse camino entre la muchedumbre que abarrotaba los muelles para montarse en una diligencia que recorría la costa oriental de la isla, parando en cada uno de los poblados del condado. Kilcurling era una de las últimas estaciones, y allí llegaron guiados por Oliver, el único capaz de comprender el gaélico, completamente indescifrable para Alexander y Lionel.
Mientras atravesaban los campos anegados por la lluvia, cargando con los bultos que habían llevado consigo, pues las máquinas del profesor serían empaquetadas en Caudwell’s Castle y enviadas en barco cuando supieran dónde iban a alojarse, Alexander los entretuvo poniéndoles en antecedentes sobre lo que se encontrarían en aquella región situada a medio camino entre el mar y las montañas. Les contó cómo con la invasión normanda del siglo XII los grandes clanes de los O’Toole, los O’Byrne y los O’Laoghaire habían sido desplazados hacia el sur después de su derrota ante el ejército de Enrique II, rey de Inglaterra, duque de Normandía y Aquitania y conde de Anjou. Habían conseguido hacerse fuertes entre las estribaciones de las montañas de Wicklow, aunque no por mucho tiempo; pronto la corona inglesa se alzó con la victoria convirtiendo a Irlanda en un señorío dependiente de sus monarcas.
—Es una tierra poderosa, abrumada por el peso de su propia historia, con la que nos hemos portado de un modo muy injusto —siguió explicándoles el profesor sin dejar de contemplar el paisaje—. No sé si estáis al tanto de la catástrofe que se produjo a mediados del siglo pasado cuando una plaga arruinó la cosecha de patata de la isla…
—En Italia conocí a una familia que tuvo que emigrar por ese motivo —contestó Lionel—. Aunque me parece que después se fueron a Canadá para empezar de cero allí.
—Muchos hicieron lo mismo —confirmó Alexander—. Se marcharon sobre todo a Estados Unidos para poder comenzar una nueva vida. También a Australia, donde por lo que tengo entendido se dedicaron sobre todo a la ganadería. Fue una auténtica desgracia que ocurriera algo semejante. Irlanda no se merecía una pobreza como la que aún puede percibirse en lugares alejados de la capital. Yo los considero unos supervivientes natos.
La llegada a Kilcurling no hizo más que confirmar sus palabras. El pueblo resultó ser mucho más pequeño de lo que habían imaginado, apenas un centenar de viviendas construidas con piedras toscamente cortadas, casi siempre desprovistas de cualquier tipo de enlucido, y con ocasionales huecos en las paredes que debían de servir como ventanas y al mismo tiempo como improvisadas chimeneas. Tenían empinados tejados cubiertos de paja en los que las constantes lluvias habían hecho germinar toda clase de malas hierbas y alguna que otra flor que se afanaba por abrirse camino hacia la luz. Mientras los tres amigos se encaminaban con su equipaje hacia el centro del pueblo, si es que contaba con algún lugar que se pudiera considerar como tal, dejaron atrás a unos vecinos que con ayuda de unas rudimentarias escaleras se encargaban de arreglar los desperfectos que la última tormenta había dejado a sus espaldas. Una muchacha se mantenía como podía en equilibrio con los pies apoyados en el último travesaño mientras un niño le alargaba un montón de paja tras otro, con los que trataba de cubrir los huecos que dejaban las vigas de madera del interior al descubierto. Al reparar en su presencia dejaron de hablar entre ellos en gaélico, y la chica tuvo que agarrarse a la escalera para no caerse por el miedo que le había causado la aparición de tres desconocidos. Realmente la señora Spillane no había exagerado: en los ojos de cada una de las personas con las que se cruzaron se leía el mismo miedo del que les había hablado en su carta, el temor de que en cualquier momento la delgada barrera que separaba el mundo de los vivos del de los muertos se hiciera añicos.
No tardaron en desembocar en un pequeño espacio abierto entre las casas, una plazoleta que olía mucho a pescado y salitre y que debía de servir como mercado. Unas cuantas personas desmontaban unas lonas precariamente colocadas sobre armazones de madera, detrás de los cuales distinguieron con alivio la enseña de lo que parecía ser un pub, tan pequeño que dentro de The Turf Tavern cabrían tres o cuatro como ese, pero un pub a fin de cuentas en el que podrían alojarse.
—No es que sea gran cosa, pero nos servirá durante unos días —comentó Alexander con optimismo. Sorteó unas cajas con verduras que se habían echado a perder para dirigirse hacia allí—. No tiene sentido que nos pongamos a llamar a las puertas para tratar de dar con la casa de los Spillane; dentro de un par de horas se hará de noche y aún tenemos que acercarnos al castillo de Maor Cladaich para conocer a sus propietarias.
«The Golden Pot», se leía en rizados caracteres de inspiración celta en la enseña deslucida por el tiempo. Cuando entraron con dificultad en el local, procurando no golpear el marco de la puerta con las maletas, se dieron cuenta de que el nombre resultaba un tanto presuntuoso. No había ninguna olla de oro, nada más que una habitación con el suelo cubierto de serrín, las paredes mustias decoradas con carteles de propaganda y un mostrador que ocupaba uno de los laterales hecho de la misma madera oscura que las mesas redondas destinadas a los parroquianos. En aquel momento no había ninguno; los únicos que se encontraban en el pub eran un hombre alto de mediana edad, con los hombros anchísimos y el cabello ralo de un tono entre rubio y rojizo, y una muchacha con toda la pinta de ser su hija. Ambos hablaban en voz baja mientras restregaban el mostrador, que apenas podía verse debajo de unos panzudos barriles de cerveza Beamish, Murphy’s y Smithwick’s que casi hicieron que Lionel comenzara a salivar. Llevaba muriéndose de sed desde que dejaron Dublín.
Los dos se quedaron tan perplejos ante la visión de aquellos hombres como los vecinos con los que se habían cruzado antes. Era evidente que los forasteros que se dejaban caer por Kircurling al cabo de un año podían contarse con los dedos de una mano. Padre e hija intercambiaron una mirada de extrañeza.
—Háigh! —saludó el dueño con cierta prevención—. An bhféadfainn cabhrú leat?
Alexander se volvió hacia Lionel, algo preocupado. Este se encogió de hombros.
—Tenemos un filólogo, ¿no? —Y le dio un golpecito en la espalda a Oliver para que se adelantara—. Vamos, haz lo que se te da mejor. Me muero de ganas de echar un trago.
Oliver dejó escapar un suspiro y soltó su remendada bolsa de viaje para acercarse.
—Tráthnóna mhaith duit. Is mise Oliver Saunders. Is iriseoirí muid, mé féin agus mo chairde. —Se volvió hacia sus dos amigos para señalarles con la mano—. Beidh muid ag fanacht sa bhaile seo ar feadh cúpla seachtaine. An bhfuil seomra le haghaidh dúinn?
A la chica se le abrió la boca mientras le escuchaba hablar. Su padre los observó con renovado interés.
—¿Ingleses? —preguntó al cabo de unos segundos—. ¿Periodistas, ha dicho?
—Pasaremos un par de semanas en el pueblo —repitió Oliver para que los demás lo pudieran comprender— y nos preguntábamos si les quedarían habitaciones para nosotros.
El hombre soltó el trapo encima del mostrador. «Lig dom pas a fháil», dijo en voz baja a su hija para que le dejara pasar. Ella se hizo a un lado, aunque sin apartar los ojos de Oliver, pues probablemente era la primera vez que veía a un hombre con el pelo tan largo.
«No está nada mal la muchacha», se dijo Lionel tratando de imaginar los encantos que se escondían debajo de aquel sencillo vestido de un color indefinible. No debía de tener más de dieciocho años, veinte como mucho, aunque en la dulzura de su mirada del color del mar se habían diluido ciertas gotas de la desconfianza propia de alguien que ha tenido que madurar detrás de un mostrador, aprendiendo cómo plantar cara a más de un cliente. Una gruesa trenza de la que se escapaban algunos mechones de un rubio rojizo caía sobre su hombro derecho, y parecía atrapar y devolver los reflejos del sol de la tarde que entraba por las ventanas.
—Mi hija Fiona —fue la presentación del dueño del pub. Ella se puso tan roja como un tomate maduro—. Yo soy Donnchadh Lawless. Sean bienvenidos a mi casa, aunque lo cierto es que hacía mucho que no hospedábamos a nadie. Casi toda nuestra clientela se limita a los parroquianos que vienen cada tarde a apurar unas pintas después del trabajo.
—Será un cambio muy agradable —dijo Fiona a media voz—. Padre, ¿podríamos…?
—Hay unos cuartos en el piso de arriba que nos servirán. No esperen ninguna de las comodidades que tendrían en un hotel, por supuesto; aquí somos personas sencillas. Por lo general los usamos como almacenes, pero en un par de horas pueden estar preparados para ustedes. Y tenemos unos cuantos colchones bastante cómodos. —Era evidente que aquel buen hombre se esforzaba por hacerse entender, pronunciando muy despacio cada palabra—. ¿Les apetecería tomar algo mientras? ¿Unas pintas de la mejor cerveza local?
Lionel no pudo contener un suspiro de infinito alivio, pero, antes de que pudieran aceptar, la muchacha se deslizó hacia su padre sin hacer más ruido que un gato. Le puso una mano en el brazo mientras le decía en voz baja, sin atreverse a abandonar el inglés:
—¡Un par de horas es muy poco tiempo! ¡Sabes que Jemima no vuelve hasta la noche y yo sola no seré capaz de adecentar los colchones mientras tú te ocupas de la clientela!
—No hace falta que se apuren tanto… —trató de intervenir Oliver, un poco incómodo.
—No se preocupen —le tranquilizó Donnchadh—. Nos las apañaremos para que tengan un sitio donde dejarse caer al final del día. Fiona se refería a mi otra hija, Jemima… Es la mayor, la única que no trabaja en el pub con nosotros. Sirve en Maor Cladaich, la antigua fortaleza situada en la cima de la colina. Nunca regresa a casa hasta que se ha hecho de noche…
—¿Maor Cladaich? —le interrumpió Alexander—. ¿El castillo de la familia O’Laoire?
Donnchadh parpadeó. Fiona los observaba de uno en uno con creciente curiosidad.
—Exactamente, caballero, a ese me refiero. Aunque no es que me haga muy feliz la idea de que mi niña pase tanto tiempo en aquella covacha. Cualquier día se vendrá abajo.
—Allí es donde nos dirigimos nosotros —le explicó Alexander—. Habíamos pensado entrevistarnos con la señora O’Laoire esta tarde. ¿Qué puede decirnos sobre ella? ¿Cree que accederá a recibirnos después de lo que sucedió en Kilcurling hace unas semanas?
—¿Se refiere a la muerte de Fearchar MacConnal la noche en que cenó en su casa?
Una extraña tensión parecía haberse instalado en el local. De repente parecían ser conscientes de que estaban hablando demasiado alto de asuntos bastante comprometidos.
—Han llegado a nuestra redacción ciertos rumores sobre lo ocurrido. Nadie parece explicarse cómo un hombre tan sano como una manzana pudo caer muerto en el acto…
—Tampoco aquí —respondió Donnchadh con aire sombrío—. Les aseguro que ha sido una gran pérdida para nosotros. Fearchar MacConnal era uno de nuestros parroquianos más queridos. Siempre solía sentarse en esa mesa de ahí —señaló con la cabeza hacia el extremo opuesto del local—, dispuesto a echar unas partidas de cartas antes de marcharse a su casa. No daba importancia a ser uno de los hombres más ricos de los alrededores. Era tan sencillo como un pescador. Tan amable como el que más. Solía invitar a una ronda cada vez que paría una de sus yeguas, lo que ocurría muy a menudo…
—Ahora comprendo por qué su muerte apenó tanto al vecindario —murmuró Oliver.
—No era para menos —rezongó Lionel. La perspectiva de que la prometida cerveza no llegara nunca empezaba a ponerle de mal humor—. Tenía dinero a espuertas para invitar a quien quisiera cogerse una buena con él. ¡Hasta la banshee debió alegrarse de conocerle!
A Fiona se le cayó uno de los vasos que estaba colgando sobre el mostrador. De su boca escapó un pequeño grito, que nada tenía que ver con las esquirlas de cristal que de repente saltaron en todas las direcciones. Se había quedado mirando a Lionel con los ojos abiertos de par en par. Oliver soltó un resoplido.
—Siempre tan discreto. Empiezo a pensar que deberías haberte quedado en Oxford.
—Le ruego que no le haga caso a mi amigo, señorita. —Alexander trató de dibujar en su rostro una sonrisa tranquilizadora—. Digamos que es un poco escéptico en cuanto a…
—¿Cómo saben lo de la banshee de los O’Laoire? —preguntó ella en un hilo de voz.
—Bueno… Realmente es eso lo que nos ha traído a este lugar. Somos periodistas, tal como les ha dicho el señor Saunders, y nos gustaría saber qué sucedió realmente aquella noche. —Alexander levantó las palmas de las manos—. Y arrojar un poco de luz sobre este asunto si conseguimos demostrar que no se trata de una leyenda. Que la banshee existe.
—Por supuesto que existe —susurró Donnchadh—. Por desgracia para todos nosotros.
Se había puesto tan blanco como la leche. Una fina película de sudor recubría su amplia frente, y el hombre se apresuró a secársela con una de las puntas de su delantal.
—Ya me imaginaba que no estarían interesados en averiguar nada sobre el precio de las patatas en el mercado. ¿Son unos periodistas especializados en las nuevas ciencias?
—Más o menos. —Ahora la sonrisa de Alexander era mucho más sincera, y al mismo tiempo más triste.
—¿Y están aquí para averiguar la causa de la muerte de Fearchar MacConnal? Eso es más propio de unos detectives, ¿no creen? ¿O lo que quieren es atrapar a la banshee?
—No creo que sea posible hacerlo —se apresuró a aclarar Oliver al darse cuenta de que Fiona temblaba como una hoja—. Tampoco pretendemos molestar a esa criatura, mo chara. Simplemente queremos comprender qué es, y cómo ha podido seguir existiendo durante tantos siglos. Les garantizo que nada de lo que hagamos les pondrá en peligro.
La muchacha se había hecho un corte en un dedo, y Oliver sacó su pañuelo para envolvérselo con él. Lionel puso los ojos en blanco: si alguna chica le mirara a él como Fiona miraba a Oliver, ya se las habría arreglado para conducirla al piso de arriba con cualquier excusa relacionada con la preparación de las camas. Pero Oliver nunca se daba cuenta de nada.
—Bien —comentó Alexander mientras se acercaba a una de las ventanas para mirar cómo las sombras se apoderaban poco a poco de la plaza del mercado—, supongo que lo mejor será que nos acerquemos a presentar nuestros respetos a la señora O’Laoire antes de que pase la hora del té. —Lionel dejó escapar una queja, aunque Alexander no le prestó la menor atención; ya tendría tiempo para beber—. Así no les molestaremos mientras nos preparan las habitaciones. Ha sido de lo más amable contándonos todo esto, amigo mío.
—No tienen que agradecérmelo. Lo que espero es que se anden con cuidado.
—Procuraremos no atraer la mala suerte sobre nosotros ni sobre ninguno de ustedes si podemos evitarlo. —Alexander le hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros para que le siguieran fuera del pub; Donnchadh les acompañó. Dejaron a Fiona enroscando silenciosamente el pañuelo de Oliver alrededor de su dedo y las maletas sobre las tablas cubiertas de serrín—. ¿Decía que la colina en la que se levanta Maor Cladaich está cerca?
—Demasiado cerca para mi gusto —murmuró el irlandés—. Miren hacia la izquierda.
Los tres amigos se volvieron al mismo tiempo en la dirección que el hombre les indicaba. Al principio no vieron más que una iglesia situada en un lado de la plaza, una construcción de piedra oscura que parecía haber sido restaurada en numerosas ocasiones aunque aún amenazara con derrumbarse. Tardaron un momento en comprender que la colina de la que les hablaba Donnchadh se encontraba detrás de aquel edificio…, una pronunciada pendiente recubierta de hierba de la que surgía cada medio metro una cruz de piedra con decoraciones celtas. La colina era el cementerio de Kilcurling, una franja de un profundo verde esmeralda que mediaba entre la tierra y el cielo. Y detrás del cementerio, en lo más alto de la colina, sobrevolando el acantilado que habían contemplado al acercarse por la carretera, asomaba una silueta…
—Son las almenas de Maor Cladaich. Los remates del antiguo castillo medieval que presenció tiempos mejores, aunque en el caso de los O’Laoire parece cierta la creencia de que cualquier tiempo pasado fue mejor —les explicó Donnchadh a media voz—. Tienen que dejar atrás una verja, aunque no se preocupen; mi hija Jemima siempre la suele dejar abierta. Nadie en su sano juicio se acercaría a hacer una visita, ni mucho menos a robar.
—Entonces nos recibirán con todos los honores —rezongó Lionel—. ¡Estamos de suerte!
Su mal humor parecía empeorar a cada momento, aunque ni Alexander ni Oliver le prestaron atención. El profesor se volvió hacia Donnchadh; acababa de recordar algo.
—Una cuestión más antes de marcharnos. ¿Conoce usted a una tal señora Spillane?
—¿Spillane? —se sorprendió Donnchadh—. Nunca he oído ese apellido.
—¿Está usted seguro? —preguntó Oliver tras cruzar con Alexander una mirada de desconcierto—. Pensábamos que en Kilcurling vivía una mujer llamada así. Lisa Spillane.
Pero el dueño del pub negó con la cabeza. No había sombra de duda en su rostro.
—Tienen que haberse confundido. Este pueblo es muy pequeño, caballeros; aquí todas las familias se conocen y les aseguro que no he oído hablar de ningún Spillane. De hecho me parece que tampoco hay ninguna mujer llamada Lisa. Debe de ser un error.
Alexander guardó silencio un instante, aunque acabó encogiéndose de hombros. Ya habría tiempo para tratar de aclarar aquel asunto. Se despidieron de Donnchadh y se dirigieron hacia la colina, subiendo por la pendiente del cementerio. Allí se encontraron con algunas ancianas que los miraron de reojo sin dejar de rezar arrodilladas ante las sepulturas de sus seres queridos. A través de las ventanas de la iglesia se escapaba un coro de voces cascadas entonando un himno, y las sentencias en latín los acompañaron hasta mucho después de haber dejado atrás el recinto funerario.
Una bandada de grajos pasó por encima de sus cabezas cuando se detuvieron ante la verja de la que les había hablado el dueño del pub. Se perdieron entre las ramas de los árboles que se apoderaban casi por completo de los jardines que rodeaban el castillo, tan invadidos por la maleza que desde allí era imposible reconocer las almenas mordisqueadas por el viento que soplaba del mar. En realidad, como comprobó Alexander tras inspeccionarla, lo que rodeaba el recinto no era tanto una verja como los restos de una antigua muralla construida en la misma época que el castillo. En algunas partes sus lienzos de piedra se habían derrumbado, dejando una acumulación de cascotes desordenados que la lluvia había tapizado de musgo a lo largo de los siglos, y en aquellos huecos se habían colocado algunos barrotes de hierro y una puerta desvencijada. Tal como les había advertido Donnchadh, no tuvieron que llamar a nadie para que acudiera a abrirles. La puerta giró ruidosamente sobre sus goznes cuando Oliver se apoyó en ella.
—Da escalofríos —dijo a media voz mientras se internaban en los jardines. El silencio había caído sobre los tres amigos como un manto que acompañara la llegada de la noche, un manto en el que cada sombra adquiría vida propia, con miles de ojos observándoles desde la espesura, o por lo menos eso les pareció—. Da auténticos escalofríos, de verdad —siguió diciendo Oliver—. ¿No tenéis la sensación de que algo está siguiéndonos desde que nos hemos acercado a la verja? ¿Algo… o más bien alguien?
—Es la misma sensación que me asaltó al entrar en la tumba de Meresamenti —dijo Lionel tras unos segundos de vacilación—. Ya tendríamos que estar acostumbrados a ella.
Los tres habían estado en unas cuantas casas a las que la imaginación popular consideraba encantadas, y que solo en algunos casos lo estaban realmente. Pero cruzar el umbral de Maor Cladaich les había hecho sentir algo muy distinto, como si en cada una de las partículas de polvo que danzaban alrededor de sus cabezas se condensara la agonía de un alma en pena cuyos días hubieran concluido en aquel lugar.
Siguieron avanzando en silencio en dirección a la fortaleza que cada vez podían distinguir mejor tras las ramas de los árboles. Los jardines concluían de una manera muy brusca a la derecha, en la parte donde el terreno descendía en una vertiginosa pendiente convirtiéndose en un acantilado. Allí no había muralla ni barrotes de hierro: lo único que impediría que alguien pudiera precipitarse sobre las afiladas rocas en las que rompía el oleaje sería la cordura. Oliver sintió cómo se le aceleraba el corazón cuando reparó en unos rostros de piedra que asomaban entre la espesura. Unas esculturas de mujeres diseminadas por los jardines parecían seguir atentamente sus pasos, con sus ojos carentes de pupila completamente abiertos en la penumbra. Alguna se encontraba a punto de desmoronarse y se inclinaba sobre la hierba mientras un par de grajos rozaban su nuca con las alas al dirigirse hacia el castillo. El muchacho, más emocionado a cada momento, se preguntó cómo era posible que aquel recinto pudiera resultar mucho más siniestro que el cementerio abarrotado de cruces y de lápidas que acababan de atravesar.
—¿Sabes algo sobre el castillo? —le preguntó a Alexander, apretando el paso para no quedarse atrás—. ¿Has dado con algún dato interesante sobre su construcción?
—No gran cosa —reconoció el profesor—. Estuve buscando algo de información en la Union Library antes de marcharnos de Oxford, pero lo único que averigüé era que en un principio había existido en este lugar una fortificación de madera encargada de proteger la costa de los ataques piratas. Creo que hubo un incendio y lo que se mandó construir sobre sus ruinas fue este segundo castillo de piedra…
—La vieja historia de siempre —comentó Lionel—. ¿Y Maor Cladaich significa algo?
—«Vigilante del mar» en gaélico —respondió Oliver de inmediato—. Lo pensé cuando Alexander nos habló por primera vez de este sitio, pero no me di cuenta de lo que quería decir realmente su nombre. No hasta que he visto lo cerca que se encuentra del acantilado.
Al doblar el último recodo del camino se encontraron con una panorámica mucho más completa de la casa. Los tejos que la rodeaban no les permitían contemplar sus detalles, pero aun así se dieron cuenta de que del antiguo complejo no quedaba en pie más que la torre de guardia en la que los O’Laoire se habían instalado, una pesada estructura cuadrada de piedra gris unida con argamasa que apenas contaba con un puñado de aspilleras. Los últimos resplandores del atardecer arrancaban destellos a las altas vidrieras situadas en la parte delantera, demasiado estrechas para poder reconocer sus motivos ornamentales.
—Muchos de los castillos de la isla fueron construidos después de la invasión de los normandos, pero en el caso de Maor Cladaich se trata de un edificio anterior —prosiguió Alexander agachando la cabeza para que las ramas más bajas de uno de los árboles no le dieran en la cara—. La estructura original cuenta con algunos añadidos realizados con una piedra más clara, como las almenas en las que han anidado todos esos grajos. De los siglos doce o trece, me atrevería a decir. La capilla construida en lo alto de la torre —dijo señalando su descolorido remate con un dedo— también debe de datar de esa época.
Ya podían distinguir a lo lejos el gran portón claveteado rodeado por una orla de enredaderas que habían crecido caprichosamente a su alrededor. La fascinación de Oliver no hacía más que aumentar mientras se encaminaba detrás de sus amigos en aquella dirección. Estaba a punto de preguntarle a Alexander si no habría habido un foso alrededor de Maor Cladaich en algún momento de su historia cuando le distrajo un repentino movimiento a su derecha, en la parte de la arboleda cercana al acantilado.
Al principio pensó que se trataría de alguno de los grajos que había descendido a los jardines de la casa. Le llevó un par de segundos darse cuenta de qué era lo que había llamado realmente su atención: algo de color blanco que se había deslizado sin hacer ruido entre los troncos de los árboles. Algo que se parecía demasiado a un vestido.
Oliver se detuvo en seco. Sus ojos ascendieron por los retazos de tela que podían entreverse al otro lado de la espesura, apartando una delgada rama para avanzar en su dirección, y después otra…, aunque cuando se dio cuenta de lo que era se quedó inmóvil.
Había una figura femenina de pie en medio de la arboleda. Una mujer de larguísimos cabellos rubios, con la piel tan blanca como la nieve, los ojos tan abiertos como los de una lechuza y la postura tan rígida como las de las esculturas de piedra que habían dejado atrás. Permanecía completamente quieta con las manos abandonadas a ambos lados, sin apartar su mirada de Oliver.
—Twist, ¿qué diantres estás haciendo? —oyó decir a Lionel desde lo que parecía ser una dimensión distinta, la que pertenecía a los vivos—. ¿Te ha comido la lengua el gato?
Oliver abrió la boca, pero no pudo articular ni una palabra. La sangre parecía haber huido de su cuerpo en cuanto puso los ojos sobre aquella aparición. Era tan blanca que casi hacía pensar en una extraña condensación de la niebla. La única nota de color la ponía la capa gris que arrastraba a sus espaldas.
—¿Oliver? —Esta vez era Alexander quien le llamaba. El ruido de las ramas caídas crujiendo bajo sus zapatos y los de Lionel le hizo comprender que habían desandado sus pasos para dar con él—. ¿Dónde te has metido, Oliver? ¿Has encontrado algo interesante?
Oliver tragó saliva ruidosamente. La aparición también debió darse cuenta de que se acercaban otros dos hombres, porque la vio levantar las manos, tan pequeñas como las de una niña, para echarse una capucha sobre la cabeza. El muchacho dio un par de pasos en su dirección, pero cuando quiso darse cuenta había desaparecido. El borde de su capa se había perdido entre los hambrientos matorrales como si nunca hubiera estado ahí. «Como si fuera un fantasma», pensó Oliver, aturdido.
Estuvo a punto de dar un salto cuando sintió la mano de Alexander en su hombro.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el profesor, frunciendo el ceño mientras le observaba—. ¡Estás tan pálido que parece que te hubieran aplicado unas sanguijuelas!
Oliver sacudió la cabeza, sobrecogido. Se llevó una mano temblorosa a la frente.
—Sé que vais a pensar que me he vuelto loco, completamente loco…
—Ya lo pensamos de vez en cuando —admitió Lionel arqueando las cejas—. Lo que pasa es que no te lo decimos para no meter el dedo en la llaga. ¿A qué viene todo esto?
—A que la acabo de ver. La banshee de los O’Laoire realmente existe, y… —Volvió a tragar saliva antes de añadir en un tono de voz más quedo—: Me ha mirado a los ojos.