12

La reacción de sus amigos fue exactamente la que Oliver había imaginado. A los dos les pareció que el hecho de haberse encontrado con las MacConnal nada más poner un pie fuera del pub era la mejor prueba de que aquel sería un día productivo, aunque todavía tenían mucho que hacer antes de dejarse caer por su casa.

Como no tenía sentido regresar a Maor Cladaich para que la señora O’Laoire les cerrara por segunda vez la puerta en las narices, decidieron dedicar la mañana a entrevistarse con el mayor número posible de vecinos, si es que lograban apartarles de sus actividades cotidianas el tiempo necesario para que les contaran lo que creían que le había pasado a Fearchar MacConnal.

Fue una mañana larga, y bastante frustrante para los tres, como comprobaron cuando se reunieron de nuevo en The Golden Pot para comer. Aunque la desconfianza de los parroquianos se hubiera atenuado un tanto, gracias en gran medida al apoyo que les habían brindado los Lawless, nadie parecía atreverse a compartir con los ingleses lo que realmente les preocupaba con respecto a la banshee. Como había dicho en voz baja aquel Seán al que Jemima había arrojado un zapato, era de mal fario llamar a esa clase de criaturas por su nombre. Lo único que encontraron en las casas por las que se dejaron caer fueron caras absolutamente herméticas, y como mucho alguna que otra anécdota murmurada en voz muy baja acerca de una silueta casi transparente a la que de vez en cuando se veía deslizarse por los jardines de Maor Cladaich.

El anciano Caoimhín fue el único que arrojó un poco de luz sobre el particular, aunque no pudiera decirse que su testimonio fuera muy preciso. Según le contó a un escéptico Lionel en su cabaña situada casi al borde del mar, la noche en que murieron en un naufragio los padres de Cormac O’Laoire la banshee rompió a sollozar como lo había hecho pocos días antes por Fearchar MacConnal. Había pasado casi medio siglo desde entonces, pero se acordaba muy bien de cómo sus amigos y él, mientras daban un paseo alrededor de la propiedad, habían distinguido entre la espesura algo de color blanco que solo con muchos esfuerzos consiguieron reconocer como una mujer. Cuando por fin salieron de su estupor, y superaron el miedo lo suficiente como para acercarse más a la verja, la criatura se internó en las sombras que se apoderaban de los jardines desapareciendo completamente de la vista. Evidentemente, cuando horas más tarde circuló por el pueblo la noticia de que los señores del castillo habían muerto en alta mar, se les quitaron las pocas ganas que pudieran quedarles de regresar a Maor Cladaich para encontrarse de nuevo con aquella aparición. Su sitio estaba en el infierno, siguió susurrando Caiomhín sin dejar de remendar las redes en las que estaba trabajando cuando Lionel se presentó en su casa, al igual que sucedía con los O’Laoire, tanto los que habían muerto como las que aún seguían viviendo en el castillo. Era una dinastía maldita y no había nada que se pudiera hacer por ella, y si a los periodistas ingleses les quedaba sentido común regresarían a su isla antes de que les contagiaran su mala suerte.

Por supuesto, nadie pudo aclararles nada sobre la misteriosa Lisa Spillane que se había puesto en contacto con Alexander. Bromeando sobre si también ella sería un espíritu, se despidieron de los Lawless después de comer y regresaron al frío exterior para hacer tiempo hasta que llegara la hora de reunirse con las MacConnal. La dirección que aparecía en su tarjeta correspondía a uno de los pocos inmuebles elegantes que habían visto la tarde anterior en el pueblo. Se encontraba situado en una plaza presidida por una cruz de piedra parecida a las que adornaban las sepulturas irlandesas. Aquella vivienda seguramente no habría llamado la atención en la capital, pero con sus tres pisos y su buhardilla no podía dejar de destacar entre las cochambrosas cabañas de Kilcurling.

—No está mal, no está nada mal. Desde luego, parece mucho más confortable que la comisaría. —Alexander señaló un pequeño edificio situado al otro extremo de la plaza, con lo que parecían ser unas caballerizas adosadas a uno de sus laterales—. A juzgar por lo que me contó Lawless antes de servirnos el desayuno, ese inspector Fitzwalter es un tipo bastante interesante. Espero que podamos hacerle una visita para conocerle más a fondo.

—Yo no tengo un particular interés en hacerlo —murmuró Lionel—. Te recuerdo que sigue siendo de la policía. Y no sabemos cómo se las gasta la Royal Irish Constabulary.

—La típica respuesta de alguien que no tiene la conciencia tranquila —opinó Oliver.

Lionel le dirigió una mirada aviesa. No obstante, eso no le impidió preguntar:

—¿Y por qué es interesante? ¿Has descubierto algún episodio oscuro de su pasado?

—En cierta manera —reconoció Alexander mientras se sentaban al pie de la cruz y aprovechaba para encender su pipa—. Aunque apuesto a que el asunto es de dominio público en Kilcurling. ¿Recordáis que nos dijo que procedía de Lismore, en Waterford?

—Sí, tengo entendido que está bastante lejos de aquí, al sur de la isla —dijo Oliver.

—Lawless me explicó que en Lismore se produjo hace unos quince años una de las revueltas más sangrientas de los fenianos. La Hermandad Republicana Irlandesa trató de orquestar desde las sombras una serie de levantamientos entre la población agraria con los que pretendía defender el derecho a la independencia. Esos conflictos causaron un gran número de víctimas entre el campesinado. Uno de los cabecillas del que tuvo lugar en Lismore se apellidaba Fitzwalter —les explicó el profesor, y tuvo que aclarar ante la estupefacción de Lionel y Oliver—: No era el inspector, sino un hermano suyo. Patrick.

—¿El inspector Fitzwalter tiene un hermano revolucionario? —se asombró Oliver.

—Tenía —aclaró Alexander sombríamente—. Por aquel entonces nuestro conocido ostentaba el cargo de teniente, así que no le quedó más remedio que detenerle. Sí, tuvo que meter en prisión a su propio hermano, con el que la ley no tuvo oportunidad de mostrar mucha, poca o ninguna clemencia. Lawless me contó que se ahorcó antes del juicio.

Oliver se quedó estupefacto. Lionel emitió un suave silbido. Cuando lo conocieron el inspector les había parecido la estampa viviente de la seguridad en uno mismo, de la satisfacción que produce el deber cumplido. Nunca habrían podido sospechar que en su pasado existiese un episodio tan doloroso como el que Alexander les acababa de contar.

—Es espantoso —susurró Oliver—. ¿Cómo pudo hacerlo? ¡Se trataba de su hermano!

—Total lealtad a su código, me imagino —suspiró Alexander—. Total fidelidad a una reina que gobernaba desde una isla distinta. Pero por muy consecuente que demostrara ser con sus principios, no le desearía ni a mi peor enemigo que pasara por algo parecido.

Esperaron en silencio a que Alexander terminara la pipa, todavía dando vueltas a lo que les acababa de contar. Cuando se disponía a devolverla a su bolsillo, la puerta de la casa de las MacConnal se abrió para que salieran dos mujeres, una de mediana edad y la otra visiblemente embarazada, acompañadas por un hombre que se apoyaba en un bastón aunque parecía demasiado joven para necesitarlo realmente. Los tres vestían de luto con una elegancia más propia del Dublín del que seguramente procedían que de un pueblecito costero. Una doncella ataviada de manera parecida a Jemima aguardó en la puerta a que subieran a un coche que les estaba esperando junto a la comisaría. Debía de estar sobre aviso de su llegada, porque cuando desaparecieron de la vista se volvió hacia los ingleses haciéndoles un gesto para que se acercaran. Luego los dejó pasar al recibidor, cogiendo sus abrigos y sombreros y guiándoles por unas empinadas escaleras adosadas a la pared.

La siguieron sin decir nada, bastante sorprendidos al encontrarse en un hogar que, aunque mucho más pequeño que Maor Cladaich, poseía un refinamiento del que carecía por completo el castillo de los O’Laoire. Allí no se veían rectángulos polvorientos en las paredes ni había que caminar sobre superficies desnudas; todo era acolchado, recargado y mullido, aunque podía percibirse en la decoración un aroma a tiempos pasados que le confería cierto carácter rancio. Algo muy acorde con Brianna MacConnal, pensó Oliver mientras eran introducidos en un salón cuyas altas ventanas daban a la plaza de la cruz.

Otra doncella acababa de levantar el mantel, y les dedicó una breve inclinación antes de marcharse. La dueña de la casa les estaba esperando en un amplio sillón de orejas con reminiscencias de trono, contemplando las nubes que el viento arrastraba por el cielo con las manos enlazadas sobre el regazo. Su hija también se encontraba en la estancia, y fue la primera en acercarse a ellos. Parecía tan nerviosa como por la mañana.

—Al final han venido —dijo, como si no se lo acabara de creer.

—Siéntense —les indicó Brianna MacConnal, señalando unas butacas dispuestas al otro lado de la mesa camilla—. Acabo de ver a través de los cristales cómo cruzaban la plaza.

Oliver hizo las presentaciones y, cuando hubieron tomado asiento, Brianna pidió que les trajeran un té recién hecho a sus invitados. Mientras lo servía en cuatro pequeñas y frágiles tazas de Limoges, tuvieron la oportunidad de observar discretamente el salón. También allí había quedado impreso el mismo aire anticuado; un fuego crepitaba en la chimenea, y de las paredes colgaban unos espejos de gran tamaño recubiertos con paños negros que avisaban a quien aún no lo supiera de la reciente muerte de uno de los miembros de la familia. Y entre esos espejos, detrás del sillón de Brianna, había un retrato del difunto Fearchar MacConnal. Era idéntico al hombre que aparecía con Cormac O’Laoire y Donnchadh Lawless en la fotografía que Jemima les había mostrado en The Golden Pot. Pequeño y enjuto, con la piel cetrina, el cabello todavía oscuro aunque muy ralo y una sonrisa bonachona que les llamó la atención. Su expresión no podía ser más distinta de la de su viuda, aunque tal vez se debiera a que el señor MacConnal había sido representado a punto de comenzar una cacería, a lomos de una de sus adoradas yeguas, y Brianna seguía sumida en los primeros estadios del luto.

—Nadie diría que era un hombre apuesto, ¿verdad? —la oyeron comentar de repente, y se volvieron al mismo tiempo hacia ella—. Pero tenía un corazón que valía su peso en oro. Cualquiera de nuestros vecinos podría decirles lo mismo.

—Tenemos entendido que era uno de los hombres más populares del pueblo —coincidió Alexander—. Puede estar orgullosa de su esposo, señora MacConnal. Dice mucho de una persona, sobre todo si gozaba de una posición privilegiada, que hasta los más humildes lamenten su pérdida. Hasta ahora no hemos oído más que cosas buenas de él.

Brianna asintió con la cabeza, conmovida a su pesar. Sus delgados dedos toqueteaban las cuentas del rosario que le colgaba del cuello.

—Los más humildes, es cierto…, pero también los más poderosos. Me atrevería a decir que en Maor Cladaich le lloraron casi tanto como aquí.

Oliver se detuvo cuando estaba a punto de mojarse los labios con el té.

—¿Se refiere a las O’Laoire? —preguntó sorprendido—. Sabíamos que su esposo se llevaba muy bien con el antiguo dueño del castillo, pero no que su buena relación se hiciera extensiva a su viuda y su hija. Lo dice como si le consideraran parte de la familia.

—Bueno, en cierto modo debía de serlo para ellas —comentó Lionel—. Recuerda que había cenado en su casa la noche en que murió. Como mínimo debían entenderse bien.

Brianna asintió de nuevo, aunque su mirada se había ensombrecido.

—Efectivamente, parece que han hecho bien su trabajo. Esa noche, esa maldita noche en la que no dejo de pensar, mi marido cenó con Rhiannon Bean Uí Laoire en el castillo de la colina. Pero estoy segura de que nadie les ha contado aún por qué lo hizo.

Todos se quedaron en silencio, una quietud teatral que Brianna rompió diciendo:

—Desde hace casi un año Maor Cladaich está a la venta. Sus propietarias no han podido dar todavía con nadie que se atreva a hacerse cargo de semejante ruina…

—No me extraña —resopló Lionel— teniendo en cuenta que quien compre Maor Cladaich comprará también la banshee de los O’Laoire.

—Sí, habría que ser muy incauto para querer hacerse cargo de algo así —dijo Oliver.

—Mi marido iba a ser ese incauto, señor Saunders. Él quería hacerse con el castillo.

Oliver estuvo a punto de dejar caer la taza. Sus ojos castaños se alzaron hacia la anciana mientras ella recolocaba con calma la peineta clavada en su moño.

—¿Su marido… quería el castillo? —consiguió decir—. ¿Por qué?

—Ah, eso no dejé de preguntárselo cada día —suspiró ella— desde el momento en que nos dijo lo mucho que le gustaría que lo adquiriéramos. Nos daba toda clase de razones a mi hija y a mí: la cantidad de ocasiones en las que lo había visitado, los buenos recuerdos que le traía de su amistad con O’Laoire, la generosidad que supondría que les echáramos una mano a Rhiannon y a Ailish cuando pasaban por momentos difíciles…

—Papá siempre me decía que no lo quería para sí mismo —intervino de repente la señorita MacConnal; su voz se parecía más que nunca al tímido piar de un gorrión—. Se le había metido entre ceja y ceja la idea de comprarlo para Liam. Para su nueva familia.

—Liam es mi nieto —les explicó Brianna—. Deben de haberle visto cuando salía de nuestra casa con su esposa Caitlin y mi otra hija, Eibhleaan. Caitlin no tardará en dar a la luz, un acontecimiento que mi esposo deseaba presenciar con toda su alma. Han vivido hasta ahora en Dublín, pero a Fearchar se le había antojado atraerles a Kilcurling con una nueva casa en la que nuestros bisnietos pudieran dar sus primeros pasos. Este pueblo se encuentra lo suficientemente cerca de Dublín para que Liam siguiera adelante con su carrera en las finanzas. Por desgracia, como ven, aquel proyecto quedó en nada…

—No estoy segura de que a Caitlin le convenciera la idea, aunque nunca nos llevara la contraria —matizó su hija—. Debía de causarle pavor tener que dar a luz en una casa tan siniestra. A mí me lo daría si estuviera en su lugar. Sería como tentar a la mala fortuna…

—Por suerte, querida, nunca te verás en esa tesitura, ni en Maor Cladaich ni aquí.

La señorita MacConnal se sonrojó, pero no dijo nada más. Alexander se había quedado pensativo. Removía su té con la mirada perdida en los arabescos de la alfombra.

—¿Y qué opinaba Rhiannon Bean Uí Laoire al respecto? —preguntó al fin—. ¿Estaba de acuerdo con que la herencia más valiosa del clan de su marido pasara a sus manos?

—Nunca supe lo que opinaba Rhiannon —respondió Brianna, y esta vez el rencor de su voz resultó más patente—. Fearchar estaba convencido de que acabaría aceptando, pero yo no las tenía todas conmigo. Esos grandes clanes siguen viviendo en la Edad Media; no se imagina hasta qué punto les duele tener que marcharse de las tierras conquistadas por sus antepasados. Fearchar creía que con ella las cosas serían distintas dado que no posee los mismos orígenes nobles que su esposo. ¿Nadie les ha contado de dónde la sacó O’Laoire? —Esbozó una ácida sonrisa cuando negaron con la cabeza—. Trabajaba en una librería dublinesa. Era librera, ahí donde la ven. Ni siquiera eso; era ayudante de otras libreras. —Y respiró hondo antes de seguir diciendo—: No debía tener más de veinte años cuando la trajo al pueblo. Tendrían que haber visto cómo era por entonces: rubia, dorada, preciosa. Y pese a todo, la mujer con el aspecto más desdichado que he visto en mi vida.

—Estoy segura de que si se sentía desdichada no era culpa de su marido —señaló la señorita MacConnal—. O’Laoire siempre me pareció encantador. Un caballero de los pies a la cabeza. Se comportaba con ella como si no existiera nada más valioso en el mundo.

—Bien, el hecho es que Rhiannon apareció en Kilcurling con su aire de mosquita muerta y en cuestión de unos meses se había hecho con las riendas del castillo. A O’Laoire no pareció importarle que desde entonces casi todas las decisiones importantes relacionadas con Maor Cladaich las tomara su mujer. Mary tenía razón al decirles que la había colocado en un altar, aunque su edad casi triplicara la de Rhiannon. Además, ella no tardó ni nueve meses en darle una heredera, así que nadie podría decir que no había cumplido con su parte del trato matrimonial. —La anciana guardó silencio, jugueteando con las brillantes cuentas de su rosario—. Recuerdo que hubo habladurías cuando nació la pequeña Ailish…

—Aunque no tantas como ahora —dijo su hija, acomodándose en uno de los brazos del sillón de Brianna—. Por aquel entonces era un bebé encantador. Nadie podía imaginar lo extraña que acabaría siendo años más tarde, ni los problemas que causaría en Kilcurling.

Oliver posó sonoramente la taza sobre la mesa camilla. Abrió la boca para exigir una explicación a las MacConnal, pero no le dio tiempo a hacerlo; Lionel se le adelantó.

—Todo eso me parece muy interesante, pero no nos ayuda a aclarar lo que pasó en Maor Cladaich. Por muy apegada que esté la señora O’Laoire al castillo, no puede seguir en sus trece intentando conservarlo. Todos aseguran que tienen problemas económicos.

—Y bastante graves, por lo que me dijo Fearchar —se mostró de acuerdo Brianna.

—¿Sabe si su marido firmó antes de morir algún documento en virtud del cual se comprometía a adquirir la propiedad? —inquirió Alexander—. ¿Algún contrato, algo…?

—No —respondió su viuda de inmediato—. Y ese es el único consuelo que me queda.

—¿Así que no vería usted con buenos ojos que las negociaciones siguieran adelante?

—¿Para comprar la casa de la colina? ¿La casa que todo el mundo dice que está tan maldita como sus propietarios? ¿La casa en la que murió mi Fearchar? —replicó Brianna fervientemente—. Ni que me prometieran que debajo de cada una de las esculturas de los jardines hay enterrado un tesoro. He jurado no poner un pie en ese lugar, señores, no mientras me quede aliento.

—Comprendo su decisión —le contestó Alexander—. Pero me gustaría saber si en su caso obedece a la, por decirlo de alguna manera, superstición que hace que los vecinos de Kilcurling siempre hablen de Maor Cladaich en susurros. ¿Usted teme a la banshee?

Era evidente que Brianna no esperaba esa pregunta, o al menos no esperaba que se la formularan con tanta franqueza. Se quedó mirando a Alexander con el ceño fruncido.

—Sí… y no —respondió pasados unos instantes—. Creo que la banshee existe, profesor Quills; solo un idiota negaría la evidencia después de haberla escuchado sollozar tantas veces al otro lado del pueblo. Pero también creo que esa clase de espíritus pertenecen a un clan, no al lugar en el que viven sus descendientes. No constituyen una herencia de la que alguien se pueda deshacer con unos cuantos papeles firmados y sellados. Si las dos O’Laoire que quedan con vida se marchan de Kilcurling, la banshee se irá tras ellas. Las seguirá al último rincón del mundo, porque son sus propietarias, su único enlace con el plano al que pertenecemos los seres vivos. No creo que se dejara comprar así como así.

—Y sin embargo, usted insiste en que no quiere el castillo ni regalado —dijo Lionel.

Brianna tardó unos segundos en contestarle, tantos que se preguntó si le habría escuchado o no. Había clavado los ojos en sus manos enlazadas, y cuando de nuevo los alzó hacia ellos les dio la sensación de que había envejecido diez años en un momento.

—Mi marido murió en… en medio de un sendero embarrado, con una expresión de pavor en su rostro de la que nunca me olvidaré —les dijo en voz tan baja que su hija se inclinó hacia ella, asustada ante el cambio—. Su médico me aseguró que se trataba de un paro cardíaco, pero yo sé que estaba muy equivocado. Fearchar nunca sufrió del corazón.

—Era un hombre bastante mayor, señora MacConnal. Pudo pasarle cualquier cosa…

—No —repitió la anciana—. No, profesor. Sé que pensarán que me he vuelto loca, pero estoy segura de lo que digo. La banshee no fue la que anunció su muerte. La banshee fue la que lo condujo al umbral de la muerte, la que acabó con su vida. Apareció ante él para matarle de puro miedo. —Y se pasó una mano por los cansados ojos antes de seguir susurrando—: No es un heraldo de la Muerte, sino la Muerte misma. Es un… demonio.

—Tienen que disculpar a mi madre —balbuceó la señorita MacConnal, que se había puesto un poco pálida—. Estos días están siendo una pesadilla. Demasiadas emociones…

Ninguno se movió mientras la mujer agarraba a Brianna por un brazo para que se levantara del sillón. Todas sus fuerzas parecían haberla abandonado cuando les susurró:

—Ustedes pueden hacer lo que les plazca, por supuesto. Pueden seguir adelante con su investigación, pero si aceptaran el consejo de una anciana que no tardará en seguir a su marido al sepulcro, harían bien marchándose de este pueblo. —Y los miró uno a uno con sus pequeños ojos rodeados de arrugas—. Ese castillo está maldito, cien veces maldito —repitió—. Si fuera propiedad mía araría los terrenos con sal para asegurarme de que nada vuelve a crecer dentro de sus límites, ni vivo ni muerto. Les juro que no dejaría una sola piedra intacta.

Y sin decir nada más permitió que la señorita MacConnal se la llevara lentamente del salón, dejando a sus invitados a solas con sus propios y enmarañados pensamientos.