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A miles de kilómetros hacia el este, cientos de reinas y princesas del Antiguo Egipto dormían arrulladas por la arena del desierto.

La luna que se elevaba aquella noche sobre el Valle de las Reinas cubría de plata unas dunas que aún conservaban parte del calor absorbido durante el día, a pesar del frío que traían consigo las tinieblas. Tres egipcios cuchicheaban acurrucados a unos cien metros de distancia de la más reciente de las excavaciones que se había emprendido en el valle. Se trataba de tres fellah, obreros que trabajaban a destajo apartando tierra para los arqueólogos occidentales y que por la noche hacían turnos para asegurarse de que ninguna persona ajena a la excavación se acercara a la sepultura. Se habían echado unas mantas raídas por encima de las galabiyas blancas, y hablaban sin desviar los ojos de la luz encendida ante la puerta de la tumba como si se tratara de esfinges de carne y hueso.

Había pasado ya la medianoche cuando a uno de ellos le llamó la atención un movimiento sobre la duna más cercana, una pequeña cascada de arena que resbalaba por la pendiente. El muchacho se apresuró a ponerse en pie y los demás le imitaron. Alguien se aproximaba procedente del río, azuzando al camello en el que iba montado con un Yalla! Yalla! que dejaba traslucir cierta impaciencia. No tuvieron que esperar más que unos segundos para reconocer la poderosa silueta masculina que se fue perfilando poco a poco en la cumbre de la duna. Los tres egipcios sabían perfectamente quién era por haber trabajado a sus órdenes durante casi un mes. Aquel hombre se llamaba Lionel Lennox, y era uno de los arqueólogos ingleses que el conde de Newberry, el caballero que corría con los gastos de la excavación, le había recomendado a Theodore M. Davis, el director de la misma.

Aunque no era egipcio, tenía los ojos casi tan negros como ellos, al igual que el espeso cabello cubierto por un sombrero de ala ancha. Debía de rondar los veintisiete años y era de complexión vigorosa, con unos labios carnosos y sensuales que resultaban algo extravagantes en un país como Inglaterra, donde había pasado buena parte de su vida. En aquel momento los apretaba en una mueca de mal humor, evidentemente contrariado por la presencia de los fellah. No había contado con que hubiera tanta gente en el Valle de las Reinas. «Esto va a ser una auténtica fiesta —se dijo resignadamente mientras detenía al camello al lado de los guardas—. Justo cuando necesito que no haya ojos cerca de mí…»

Masa el khayr, buenas noches —saludó al muchacho. Dejó en sus manos las riendas mientras desmontaba del animal con un suspiro de alivio. Nunca se acostumbraría a aquellos zarandeos—. ¿Hay gente montando guardia ante la sepultura?

Aiwa, mudir. Los mismos de siempre, señor —le respondió en voz baja el joven.

Lionel asintió con la cabeza. Se pasó las manos por las perneras del pantalón para limpiarse la arena que se le había adherido durante el trayecto, volviéndose hacia la luz que se distinguía a cien metros de distancia. Si eran los mismos de siempre la cosa resultaría mucho más sencilla. Lo único que hacía falta era que su historia les pareciera convincente, algo que no le preocupaba demasiado. Años de campañas amorosas le habían ayudado a desarrollar un considerable talento para la improvisación. Nada iba a salir mal aquella noche.

—No os mováis —les dijo a los guardas al cabo de unos instantes—. Dentro de un rato volveré para recoger mi camello. Debo ultimar algunos preparativos dentro de la tumba.

—Como quiera, mudir. Estaremos toda la noche de guardia en este mismo puesto.

Perfecto. Tampoco habría problemas por aquel lado; el temor supersticioso que los egipcios sentían por cualquier cosa relacionada con sus momias reales no les permitiría dar un paso más en la dirección que tomaría Lionel dentro de unos instantes.

Avanzó con deliberada calma hacia aquella luz que relucía como un faro sobre las dunas plateadas, detrás de los barrotes que Davis, el director de la excavación, había hecho colocar dos días antes a la entrada de la sepultura. Cuatro habitaciones repletas de ajuares funerarios y el cadáver de una princesa legendaria depositado dentro de unos sarcófagos recubiertos de láminas de oro debían de suponer una tentación para los saqueadores.

El joven se pasó una mano por la áspera barba de varios días mientras trataba de componer una expresión más relajada, saludando después con una sonrisa a los soldados que el director había puesto de guardia por si la presencia de los fellah no bastaba para alejar a ladronzuelos sin escrúpulos. Tres muchachos ingleses de pura cepa, ninguno mayor que Lionel, acurrucados alrededor de una pequeña lámpara de gas y de una rudimentaria cafetera de la que se escapaba el seductor aroma dulzón del ahwa mazboot recién hecho.

—Buenas noches, chicos —les saludó—. ¡Hace un frío de mil demonios!

—Y que lo diga, señor Lennox. Sabíamos que el desierto no tiene clemencia cuando se pone el sol, pero esto empieza a ser demasiado —corroboró uno de los soldados, tratando de arrebujarse más dentro de su manta y aferrando su taza de café—. ¿Le apetece un poco?

—Gracias, Davidson, pero no me lo puedo permitir. Tengo muchas cosas que hacer.

—¿Va a trabajar en plena noche? —se sorprendió otro de los jóvenes—. ¿A estas horas?

—Me temo que no tengo más remedio —rezongó Lionel—. Me envía el propio Davis después de darse cuenta de que esta tarde nos hemos dejado unas herramientas en la cámara del sarcófago. Y como mañana por la mañana llegarán las primeras autoridades que han solicitado asistir al descubrimiento, no podemos permitirnos dar una mala imagen. Sobre todo teniendo a Schiaparelli y los tipos de la Missione Archeologica Italiana merodeando todo el tiempo por aquí, tratando de descubrir lo que nos traemos entre manos antes de que aparezca publicado en los periódicos. Hay demasiado en juego.

—Me imagino que además de los del Times acudirán miembros del Servicio de Antigüedades —adivinó Davidson, el más avispado—. Y puede que gente del alto mando.

—Un puñado de políticos a los que les debe traer sin cuidado la arqueología, pero que considerarían una afrenta no ser invitados —coincidió Lionel—. Davis me ha contado hace unas horas que lo más probable es que acuda el gobernador de la zona en persona.

El joven dejó escapar un silbido, enarcando las cejas sobre sus grandes ojos claros.

—Entonces no hará falta preguntarle cómo está. Hecho un manojo de nervios, me imagino. ¡Al amanecer esto se habrá convertido en un hervidero de periodistas!

—Razón de más para que nos aseguremos de que hemos dejado las cosas en orden.

Los soldados asintieron, comprensivos. Davis no había tenido más remedio que permitir que acudiera a la sepultura cuando se lo pidió. «No pienso causar una mala impresión», le había dicho. «Avise a los soldados de que no dejen entrar a nadie más mientras recoge todo lo que hayamos olvidado. Y que sea la última vez que pasa algo así.» Lionel se había limitado a agachar la cabeza ante su superior. Sería la última vez que lo haría dado que, si todo salía como había previsto, en tres días estaría a bordo de un barco que lo conduciría del puerto de Alejandría al de Londres.

—Quédese un poco cuando acabe si no está cansado, señor Lennox —pidió Davidson.

—Sí, nos encanta escuchar sus historias. Hace que los demás arqueólogos parezcan tan tiesos como sus momias. Aún no ha acabado de contarnos la de la condesa recién casada…

Lionel no pudo contener la risa. Pobres muchachos, casi se avergonzaba de lo que se disponía a hacer a sus espaldas. Menos mal que con algo de suerte nadie se daría cuenta.

—Lo haré —prometió con su mejor sonrisa—. Pero lo mejor será que me ponga manos a la obra cuanto antes. ¿No tendréis por ahí alguna lámpara de repuesto para prestarme?

Uno de los soldados se incorporó para rebuscar en una de las bolsas de cuero que habían apoyado contra la reja. No tardó en dar con un pequeño candil, el mismo modelo que usaban ellos. Lo acercó a la otra lámpara para que prendiera y se lo alargó a Lionel.

—Buena suerte ahí dentro —le dijo después—. ¡Y tenga cuidado con las maldiciones!

Lionel se llevó una mano a la frente en un remedo de saludo militar. El viento del desierto soplaba con más fuerza que nunca cuando se adentró poco a poco en el sombrío corredor, caminando con la lámpara alzada para reconocer cada uno de los minúsculos accidentes del terreno. A sus espaldas seguía oyéndose el rumor de las voces de los soldados, pero no por mucho tiempo; tras doblar la primera esquina a la derecha el silencio imperó, como si las paredes construidas miles de años antes se negaran a devolver el eco de unas palabras que sin duda debían de considerar un sacrilegio.

Lionel se detuvo en seco, respirando hondo durante unos segundos. Estaba completamente solo. El aroma a cerrado aún no se había desvanecido pese a que habían pasado dos semanas desde que despejaron el paso a la sepultura. «Es el olor que deja la muerte a sus espaldas», reflexionó mientras reanudaba sus pasos en la penumbra. «Un olor que no tiene nada que ver con la descomposición. ¡Será mejor ponerse en marcha!»

Meresamenti, ese era el nombre que se repetía una y otra vez sobre las paredes de la sepultura. La princesa Meresamenti, la hija más famosa de Neferjeperura Amenhotep, más conocido como Akenatón, el faraón hereje, el maldito, el que había querido relegar al olvido durante su reinado al antiguo dios Amón sustituyéndolo por su propia deidad.

La historia de Akenatón había hecho correr ríos de tinta, y a la de su querida hija le había sucedido lo mismo. De Meresamenti se sabían seguramente más cosas que de las demás princesas que habían nacido en la tierra de Kemet juntas, aunque hasta entonces no se hubiera podido dar con su sepultura. Y no porque los arqueólogos no se esforzaran por conseguirlo desde el mismo momento en que comenzaron a realizarse excavaciones dentro de la necrópolis tebana. Para cualquier aficionado a la egiptología se trataba poco menos que de un personaje de leyenda. Decían las crónicas de Amarna que su rostro era como un engañoso espejismo del desierto, que su sonrisa hacía pensar en la sangre supurada de una herida mortal. Y realmente había sido una maldición para todos sus amantes, pues la pasión que habían sentido por aquella princesa los había llevado a matar y morir. Su mismo nombre parecía capturar la esencia de esa mujer. La Amada del Infierno, la hembra capaz de conducir a los hombres a la perdición.

La titilante llama de la lámpara parecía insuflar vida propia a las pinturas que cubrían los muros de la tumba. En una de ellas, tan impresionante que Lionel no pudo evitar detenerse unos instantes para admirarla, estaba representada Meresamenti, sentada y contemplándose en un espejo que sostenía en la mano derecha. El joven tuvo que levantar un poco la lámpara para apreciar la riqueza de una pintura que Davis había considerado «la mayor joya de la tumba». Como le sucedía cada vez que la observaba, no pudo evitar que una descarga de sensualidad le recorriera todo el cuerpo. Sus ojos oscuros se perdieron en las curvas que se insinuaban entre los pliegues de lino de color negro, una tonalidad muy poco habitual en las pinturas funerarias, y que a ella sin embargo parecía irle como anillo al dedo. Bajo un pesado collar de oro con cuentas de vidrio asomaban sus pechos desnudos, y sobre sus cabellos resplandecía una diadema adornada con plumas de buitre. «Una auténtica lástima no haberla conocido —pensó Lionel con malicia sin dejar de observar sus senos—. Creo que he nacido en el siglo equivocado.»

Algo agitó de repente la llama del candil. Lionel se volvió en la dirección en la que sabía que se encontraba el sarcófago. La misma corriente de aire gélido, surgida de las profundidades de la tumba, rozó un mechón de su cabello. El joven chasqueó la lengua con desdén.

—Vamos, no te andes con remilgos a estas alturas —dijo en voz baja, mientras reanudaba sus pasos con la lámpara firmemente asida en la mano—. Si lo que se dice de ti en las leyendas es cierto, no creo que haya existido un solo hombre en Egipto capaz de escandalizarte…

Lionel ya había supuesto que Meresamenti se encontraría encerrada en su tumba, y no solamente como una momia colocada dentro de cuatro sarcófagos recubiertos de gruesas láminas de oro. No necesitaba las máquinas del profesor Quills para comprender que había un alma en pena rondando por aquel lugar.

«Y me pregunto qué haría Alexander si se encontrara en mi situación», pensó. Requebrar a una princesa muerta no, desde luego; lo más probable sería que le echase en cara a él su absoluta falta de respeto hacia lo sagrado. Siempre lo hacía.

Dobló una segunda esquina, bajó por un nuevo tramo de escaleras y cuando quiso darse cuenta se encontraba en la cámara funeraria. Allí yacía Meresamenti, envuelta en sus apretadas vendas y protegida por cientos de amuletos escondidos en cada pliegue. Los almendrados ojos de obsidiana incrustados en la tapa del sarcófago parecieron sonreír con refinada maldad cuando Lionel pasó por su lado, dedicándole apenas una mirada de desconfianza. A diferencia de lo que cualquier erudito pudiera pensar, lo más interesante que había en aquella cámara no era la momia de la princesa, ni las incontables piezas de su magnífico ajuar. Muy al contrario, Lionel se detuvo delante de la pared más alejada de la puerta, en la que una minuciosa representación del Juicio de Osiris presidía la composición pictórica. Aquello era lo que estaba buscando.

El joven volvió a levantar la lámpara para que derramara su luz sobre hileras y más hileras de complicados jeroglíficos que carecían de cualquier sentido a sus ojos. «Puede que en el fondo Davis tenga razón; no me vendría mal aprender a descifrar este lenguaje —tuvo que reconocer a regañadientes—. Aunque ese es el campo de Oliver, no el mío; ese muchacho habla más idiomas de los que sus amigos podríamos aprender en todos nuestros años de vida juntos. De todas maneras no necesito descifrar ninguno de los signos de El Libro de los Muertos para encontrar lo que me han encargado.» Sus pupilas recorrieron la pared una y otra vez, escrutando la superficie de un blanco amarillento hasta que se detuvieron en un símbolo situado en la parte inferior del muro, a la altura de sus pies. Le costó ahogar una sonrisa de triunfo.

A simple vista parecía un instrumento de cuerda dotado de un mango más largo de lo normal, pero Lionel sabía que era mucho más que eso. Era la manera que tenían los egipcios de representar la esencia del ser humano, las entrañas de un cuerpo, un óvalo en la parte baja alusivo al corazón con una línea vertical que trataba de emular una tráquea.

Se leía como nefer, y nefer significaba «belleza». Un concepto que a la princesa Meresamenti debía de haberle parecido, en su modesta opinión, de lo más adecuado para referirse a su cuerpo. Tanto que según una crónica que no conocía más que un puñado de personas, y que le había sido transmitida a Lionel con la mayor confidencialidad, había ordenado a sus criados que ocultaran bajo aquel símbolo su posesión más preciada.

Ninguno de los arqueólogos de la campaña de Theodore M. Davis daba crédito a esos rumores, ni sospechaba que un jeroglífico de la tumba de Meresamenti escondiera un tesoro. Y por supuesto, así seguiría siendo después de que Lionel se hiciera con él. Al posar las manos en la pared de la cámara funeraria, procurando que no se desprendieran restos de pintura, no animaba su mirada el resplandor febril de los científicos ante un nuevo hallazgo, sino la luz de la codicia.

—Lo siento, preciosa. Lo siento de corazón. —Se puso de rodillas, colocando con el mayor cuidado la lámpara a su lado, y se abrió la chaqueta para sacar las herramientas que supuestamente había olvidado en la tumba y que en realidad traía consigo—. Es una pena que las cosas tengan que ser así —siguió diciendo—. No es nada personal, ya lo sabes.

Extendió una pequeña manta en el suelo, al pie de la pared, y escogió un escoplo y un mazo entre sus útiles. Sabía que tenía que ser silencioso además de rápido. Contuvo la respiración por un momento antes de descargar el primer golpe sobre el revestimiento de estuco. Pequeñas lascas blancas se desprendieron de la pared, seguidas por otras, cada vez de mayor tamaño. Lionel no pudo contener una gran sonrisa al darse cuenta de que no se había equivocado: la humedad que había estropeado algunas de las pinturas también había reblandecido las paredes, haciendo mucho más sencilla su tarea. En unos minutos el joven había abierto un agujero lo bastante grande para poder deslizar la mano en su interior. Cuando por fin lo hizo, se dio cuenta de que sus dedos tropezaban con algo.

—Aquí estás… —murmuró Lionel. Tuvo que ponerse de bruces para poder alcanzar un ángulo más adecuado, respirando hondo para tratar de tranquilizarse. Luego agarró un extremo de lo que parecía un bulto envuelto en piezas de lino para sacarlo lentamente de su escondite. No pudo evitar mirar por encima de su hombro, pero nadie había acudido alertado por los ruidos del mazo. Estaba a solas con su descubrimiento… y con Meresamenti.

Cuando por fin pudo sostenerlo entre sus manos, recordó por qué Alexander Quills le parecía el más inteligente de sus amigos. Allí estaba, justo donde el profesor había sugerido que podrían haberlo escondido, en el rincón más profundo de una tumba olvidada, esperando durante más de tres mil años a que alguien lo sacara de nuevo a la luz. El espejo que le había concedido a la princesa Meresamenti su hipnótica hermosura, el que según la leyenda siempre llevaba consigo. El que sostenía en la mano en aquella pintura que tanto había atraído la atención de los arqueólogos, incapaces de adivinar que pudiera haber algo cierto en las historias que le atribuían todo su poder.

Debía de medir unos veinte centímetros de largo, y a juzgar por el ruido que hacía al moverlo, se encontraba dentro de una caja de madera envuelta en capas y más capas de lino para impedir su deterioro. Lionel no tenía tiempo para contemplarlo con sus propios ojos. Ya lo miraría a gusto cuando lo llevara consigo a Inglaterra unos días más tarde. Sonriendo al pensar en la cara que pondrían Alexander y Oliver cuando por fin vieran el espejo, lo colocó con el mayor cuidado a su lado para proceder a tapar el agujero practicado en el muro con un poco de yeso. Todo había salido según su plan.

—Y de todas formas, no creo que lo necesites ahora mismo —siguió diciéndole al furibundo espíritu que estaba seguro de que seguía dando vueltas de un lado a otro de la cámara—. Ya has pasado a la historia como la mujer más hermosa que ha existido. ¿Qué más puedes pedir?

Al salir le costó adoptar la misma expresión relajada con la que había entrado en la tumba, pero no quería que los soldados se percataran de lo que había ocurrido minutos antes en su interior. Se aclaró la garganta mientras se dirigía a la entrada del sepulcro llevando la caja envuelta en lino dentro de su chaqueta. Al poner por fin un pie en el exterior anunció con desenfado:

—Bueno, me he entretenido más de lo que pensaba, pero me las he apañado para que todo quede inmaculado para mañana. Creo que ni siquiera Davis podrá poner un…

Iba a decir «reparo» pero la voz se le perdió en la garganta. Su pie acababa de chocar contra algo blando colocado delante de la abertura. Lionel dudó unos segundos antes de bajar un poco la lámpara que sostenía en alto. Cuando lo hizo no pudo acallar un grito.

El joven Davidson yacía boca abajo con una herida sangrante en la nuca. Parecía encontrarse aún con vida; de sus labios se escapaba un gemido tan quedo que costaba escucharlo. Sus dos compañeros habían sufrido la misma suerte, y permanecían medio recostados contra los barrotes de la entrada, la cabeza de uno reclinada en el hombro del otro. Lionel dejó escapar una maldición entre dientes. Se disponía a agacharse para tratar de auxiliar a Davidson cuando su sexto sentido le avisó de que alguien se acercaba a sus espaldas, así que se apresuró a darse la vuelta, soltando la lámpara sobre la arena.

Se quedó sin palabras al comprender que habían sido objeto de una emboscada. El muchacho al que había dejado encargado de cuidar de su camello le dirigió una mirada feroz, retrocediendo en el acto para ponerse lejos de su alcance. Sostenía una cuerda en sus manos morenas. Solo entonces reparó en que los soldados ingleses habían sido maniatados.

—¿Qué demonios significa esto? —profirió Lionel. La voz le temblaba un poco, más por la rabia que por el miedo a lo que pudiera pasar—. ¿Qué estabais tramando? ¿Ahora resulta que también trabajáis para otros?

—Me da la impresión de que ellos no son los únicos, Lennox. Ni muchísimo menos.

Lionel se volvió en el acto hacia el lugar del que procedía aquella voz, momento que aprovechó el fellah para agarrarle las muñecas. De nada sirvió que se revolviera entre sus brazos; cuando quiso darse cuenta los otros dos egipcios habían irrumpido en el charco de luz proyectado por las lámparas de gas delante de la sepultura para arrastrarle hacia el exterior. Lo empujaron hasta que cayó de rodillas sobre la arena, delante de un caballo oscuro que se había acercado poco a poco a Lionel. Al levantar la mirada se encontró con una figura ataviada de negro de los pies a la cabeza que le inspeccionaba desde lo alto de la montura. Iba envuelta en un caftán de los que solían emplear los hombres del desierto, y un pañuelo siroquero le tapaba casi por completo el rostro. Lo único que podía distinguir entre sus pliegues eran unos ojos del color de la noche clavados en los suyos.

No habría hecho falta que los fellah siguieran inmovilizándole los brazos detrás de la espalda. Lionel no habría sido capaz de moverse por mucho que lo hubiera intentado; la visión de aquel par de ojos almendrados lo había dejado reducido a la inmovilidad más absoluta por motivos que no conocía nadie más que él. La figura negra obligó a su caballo a detenerse tan cerca que el cálido aliento del animal le hizo torcer el gesto. Los pliegues del pañuelo se estremecieron por unos instantes; era evidente que se reía de él.

—No sabe cuánto lamento que tengamos que encontrarnos en unas circunstancias tan peculiares —le dijo con la mayor calma del mundo. Tenía un tono de voz curiosamente ronco, como el de alguien cuyas cuerdas vocales hubieran sido lastimadas—. Pero no me quedaba más remedio que esperar de brazos cruzados a que hiciera su parte del trabajo. Le felicito, amigo mío; doy por hecho que ha sido un éxito.

—Me temo que no tengo la menor idea de lo que está diciendo —le espetó Lionel, aparentando frialdad—. Lo único que estaba haciendo dentro de la tumba era recoger algunas…

—Algunas herramientas que había dejado olvidadas. Sí, eso es lo que les dijo a estos incautos. Es una pena que le aprecien tanto como para creer todo lo que les cuenta. Las paredes tienen oídos, incluso las que están decoradas con pinturas de miles de años de antigüedad. Sé lo que ha hecho ahí dentro.

—Entonces es que las piedras hablan, además de oír. ¿Qué rayos quiere?

Aquellos mismos ojos se estrecharon hasta quedar reducidos a dos rendijas negras.

—Ya sabe qué quiero, Lennox. Lo mismo que usted. Lo que le trajo a este lugar.

—¿El encanto milenario de la necrópolis tebana? —le contestó Lionel con ironía—. Si es así supongo que está de suerte. No tiene más que mirar a su alrededor para captar el…

Se mordió los labios cuando a una señal del jinete uno de los fellah le asestó un golpe en la nuca. Tuvo que limitarse a mirar de nuevo sus rodillas hundidas en la arena.

—No trate de jugar conmigo —le advirtió la silueta negra. Esta vez su tono de voz resultó más quedo, aunque igual de ronco—. Sé perfectamente lo que acaba de hacer dentro de la tumba de Meresamenti. No es tan estúpido como a menudo le gusta aparentar, Lennox. Ha esperado pacientemente hasta que Davis y sus hombres estuvieran totalmente embriagados por sus descubrimientos para sustraer la posesión más importante de Meresamenti. Y me trae sin cuidado quién haya podido hacerle este encargo, ni lo que le hayan ofrecido a cambio de llevarlo a Inglaterra. Yo también estoy aquí para reclamarlo como mío, y me temo que nada de lo que pueda hacer conseguirá que me vaya con las manos vacías.

Inmovilizado por los fellah, Lionel no pudo impedir que le abrieran la chaqueta y rebuscaran en su interior hasta dar con el bulto. Los ojos del jinete del desierto se encendieron como dos carbones al rojo vivo cuando se lo entregaron. Mientras el joven se revolvía inútilmente entre los brazos de sus sicarios, una mano enguantada retiró uno a uno los pedazos de lino descolorido para acabar revelando una caja de madera destinada a albergar la más preciada reliquia de Meresamenti. Tenía la forma de una cruz ansada recubierta de láminas de oro, exactamente igual que sus sarcófagos.

Cuando la mano abrió con cuidado la tapa, Lionel se sorprendió a sí mismo conteniendo la respiración. Algo relució de repente ante la luz de las lámparas de gas: un delgado disco de bronce que parecía atraer toda la claridad del lugar. La figurilla de la diosa Neftis que constituía el mango, con las grandes alas curvadas hacia arriba para adaptarse a la forma del espejo, resplandecía como si acabara de salir del taller en que había sido creada aquella magnífica pieza. Nada indicaba que hubieran transcurrido tres mil años desde el día en que la hicieron desaparecer tras la pared de la cámara funeraria de Meresamenti.

—Por fin… —susurró la voz ronca. A Lionel le pareció percibir un temblor reverencial en sus dedos cuando se curvaron alrededor del mango. Una dolorosa punzada de envidia atravesó su pecho; al final no había conseguido ser la primera persona que lo tocara tras sacarlo de nuevo a la luz—. Por fin estás aquí —siguió—. Tan hermoso como te describían en las leyendas. Y tan real como solo unos pocos sabíamos que eras.

Momentos después la caja de madera cayó en las manos del fellah que se la acababa de tender y la silueta misteriosa se guardó el espejo entre los pliegues del caftán.

—Ha sido muy amable por su parte, enormemente amable, señor Lennox. Se me ha ocurrido que tal vez le apetecería quedarse con la caja como premio de consolación. Podría servirle como una prueba de que realmente el espejo se encontraba dentro de la tumba, y además —añadió mientras alargaba un brazo como si quisiera abarcar toda la panorámica del Valle de las Reinas—, ninguna persona inteligente la dejaría tirada de cualquier manera por aquí. Le obligaría a dar una serie de explicaciones de lo más engorrosas a Davis sobre los motivos por los que no aparece en ningún inventario.

Los dos egipcios que sujetaban los brazos de Lionel le soltaron en el acto. Por fin pudo estirar los dedos, tratando de desentumecerlos con un gruñido mientras el misterioso jinete hacía una señal a los fellah para que desaparecieran cuanto antes en la noche después de dejar caer la caja sobre la arena. Pero Lionel no estaba dispuesto a quedarse de brazos cruzados; había llegado demasiado lejos para permitir que alguien le arrebatara su premio. Cuando la silueta hizo girar a su montura deslizó sigilosamente una mano hacia su bota derecha para sacar una pequeña pistola que solía llevar escondida dentro de la caña. La aferró con fuerza mientras la alzaba hacia el jinete, preguntándose por un momento qué demonios acabaría haciendo con su cuerpo si conseguía abatirle…

Ni siquiera le dio tiempo a encontrarse en aquella tesitura. El jinete debió de captar aquel movimiento con el rabillo del ojo, porque antes de que pudiera apretar el gatillo se volvió sobre su caballo para apuntarle con su propia pistola. El disparo se oyó en todo el valle, creando ecos extraños en las colinas que lo rodeaban, y el grito que dejó escapar Lionel cuando la bala impactó contra su hombro alarmó tanto al caballo de su atacante que lo hizo encabritarse sobre las patas traseras y soltar un prolongado relincho.

Tambaleándose, el joven cayó de espaldas contra los barrotes de la reja, llevándose una mano al hombro. Los dedos que apretaba contra la camisa no tardaron en teñirse de sangre. La bala se había incrustado a la derecha de su clavícula y aquel dolor que se extendía cada vez más por su cuerpo casi le hacía jadear, perplejo y sobrecogido.

Con los ojos abiertos de par en par, se quedó contemplando cómo la negra figura le devolvía la mirada, aún con la pistola humeante en la mano, antes de guardarla de nuevo.

—Muy poco prudente por su parte —le susurró—. Por su propia seguridad, Lennox, le recomiendo que no vuelva a hacer nada parecido en nuestro siguiente encuentro. La próxima vez que nos veamos no tendré tan mala puntería. Y no es una amenaza. Es una simple predicción.

Apretó con fuerza los talones contra los flancos de su caballo para que se diera la vuelta y en cuestión de unos segundos había desaparecido junto a los fellah. Se habían llevado consigo el camello en el que Lionel había ido al Valle de las Reinas, aunque ni siquiera reparó en ello. Gimiendo por el dolor, el joven se dejó caer poco a poco sobre la arena, reclinando la cabeza contra los barrotes y mordiéndose los labios con tanta rabia que casi le sangraban.

Oyó cómo los soldados ingleses se revolvían a sus espaldas, pero no se volvió para comprobar si los tres seguían vivos. Su camisa se estaba convirtiendo en una gran mancha de sangre que no tardó en extenderse por la chaqueta. Aquella no era la primera vez que le herían en una refriega, y sabía que no era probable que muriera por un disparo en el hombro. Ninguna de esas cuestiones le angustiaba tanto como saber que un miserable se marchaba rumbo al horizonte con lo que él había encontrado en la tumba. No pudo ahogar una maldición, apretando con fuerza los párpados. El espejo de Meresamenti había desaparecido. Nadie lo volvería a admirar; sería como si Lionel no hubiera dado con su escondrijo. Casi pudo oír cómo la suave brisa que arrancaba olas de arena a las dunas del desierto traía a sus oídos el rumor de una risa silenciosa. Alguien se carcajeaba de lo que acababa de ocurrir.

«Ya has pasado a la historia como un inútil —parecían susurrar los labios invisibles y muy cercanos de Meresamenti—. ¿Qué más puedes pedir?»