21

A Lionel le sirvió de alivio darse cuenta, durante la cena con la que las O’Laoire agasajaron aquella noche a sus invitados, de que no era el único incapaz de quitarle los ojos de encima a la señorita Stirling. El señor Delancey, el señor Archer y el señor Rivers apenas probaron bocado por su culpa; era como si su mera proximidad les impidiera reparar en la fragancia de las chuletas de cordero a la menta en las que Maud y sus pinches de cocina habían estado trabajando toda la tarde. La personalidad de aquella mujer actuaba como un imán. No le costaba ningún esfuerzo desplegar un magnetismo que cualquier otra dama tardaría años en controlar si es que tenía la suerte de poseerlo. Su sensualidad hacía que el menor de sus movimientos pareciera un paso de baile, y la coquetería que impregnaba su voz en todo momento, tanto si estaba hablando de lo que le había parecido el pueblo de Kilcurling como de las fragancias más de moda en París, se enroscaba en torno al cerebro masculino, lo moldeaba a su gusto y lo acababa colgando de su cinturón como se decía que había hecho su tocaya Margarita de Navarra con los corazones embalsamados de sus esposos.

Lionel tardó un poco más de lo esperado en salirse con la suya, pero finalmente se las ingenió para sentarse a su lado durante la cena, atraído como una polilla incapaz de reparar en que se está acercando demasiado a la llama. Después del primer plato consiguió arrancarla de la conversación general para llevarla hacia el tema de los viajes. El sabor del triunfo al darse cuenta de que la había impresionado con la emocionante historia de su excavación en Egipto le resultó más delicioso que el del vino que Rhiannon había descorchado para la ocasión. Estaba tan embriagado que ni se fijó en la mirada de rencor reconcentrado que le arrojó Jemima cuando le ofreció su brazo a la dama para abandonar el comedor, ni le preocupó que no se presentara esa noche en su dormitorio. Pasó buena parte de la vigilia tumbado en la cama con los brazos abiertos, dueño y señor de un colchón que por fin le pertenecía solo a él…, aunque no le hubiera importado compartirlo si a la mañana siguiente encontrara a su lado un rostro moreno tachonado de lunares en lugar de una desordenada melena rojiza.

Durante aquella noche no dejó de llover y las amoratadas nubes que cada vez se congregaban más sobre Kilcurling presagiaban un auténtico diluvio, de manera que dedicaron el siguiente día a recorrer con sus invitados el interior del castillo. Rhiannon los condujo desde los sótanos que en el pasado habían servido como mazmorras hasta la capilla que en el siglo XII se había construido en lo más alto, en la sala de vigilancia entre cuyas almenas se apostaban los arqueros durante la invasión normanda. Después de la comida continuaron con su recorrido por los jardines antes de que la tormenta pudiera dar al traste con sus planes.

El secretario del señor Archer caminaba a su lado para taparle con su paraguas, y Lionel hizo lo propio con la señorita Stirling, que se agarró a él con una mano mientras con la otra sujetaba el borde de su vestido para no ensuciarlo de barro. Alexander y Oliver cerraban la comitiva; ninguno había hablado demasiado desde el día anterior, lo que Lionel agradeció porque así le costaría menos trabajo llamar la atención de la joven.

Tal como imaginaba, el episodio del Valle de las Reinas había emocionado mucho a la señorita Stirling. Mientras rodeaban la fortaleza, con Rhiannon explicando delante de ellos hasta dónde se extendían los terrenos y la utilidad que se les podría dar, le pidió con su tono de voz más ronroneante que le contara más cosas. Lionel decidió que era un momento inmejorable para relatarle la versión de la Pall Mall Gazette de la escaramuza.

—No entiendo cómo pudieron echarse sobre nosotros sin que los oyéramos llegar —le dijo en lo que pretendía ser un susurro confidencial—. No podía creer lo que veían mis ojos cuando salí de la sepultura, se lo aseguro. Era una escena absolutamente dantesca.

—¡Debió de ser espantoso! —exclamó la señorita Stirling con los ojos muy abiertos.

—Sí, no se lo negaré. Pero hay momentos en los que a un hombre no le queda más remedio que pelear con uñas y dientes por su vida. Imagínese: yo no llevaba más que la pistola que los hombres de Davis me habían entregado para cualquier eventualidad…

—Pero una cosa es una eventualidad y otra un ataque contra un poblado entero de saqueadores, señor Lennox —profirió la señorita Stirling. Sus dedos apretaron el brazo de su compañero con un escalofrío de aprensión—. No sé cómo pudo tener tantas agallas.

—Si quiere que le diga la verdad, señorita, nosotros tampoco lo sabemos —intervino Alexander a sus espaldas. Nadie se había dado cuenta de lo cerca que estaba de ellos.

—Sí, cuesta creer que sigan existiendo héroes como Lionel en la actualidad —añadió la lejana voz de Oliver—. Uno a veces se para a pensarlo y no consigue entender por qué un hombre tan notable le honra con su amistad. Cuando me vaya a la tumba me sentiré orgulloso de afirmar que conocí en persona a Lionel Lennox, el defensor de los faraones.

Las comisuras de los labios pintados de rojo de la señorita Stirling se agitaron un momento, pero consiguió reprimir la risa. Lionel les lanzó a sus amigos una mirada feroz y continuó:

—Como le estaba contando, en cuanto puse un pie fuera de la tumba comenzaron a dispararme desde los cuatro puntos cardinales. Una de las balas de los saqueadores casi me atravesó el corazón. Durante los días que siguieron al ataque algunos de los médicos que formaban parte de la campaña arqueológica temieron por mi vida, sobre todo porque pensaban que al haberse alojado la bala al lado de la aurícula derecha no habría manera de sacármela sin dañar aún más al órgano. Pero supongo que mi voluntad de vivir era demasiado fuerte; nada resulta más revitalizante que la satisfacción del deber cumplido…

—Dios, si tuviera una pistola a mano sería yo quien le pegaría un tiro —le susurró Oliver al profesor—. Y creo que también sentiría la satisfacción del deber cumplido.

Un movimiento entre las ramas de los árboles atrajo su atención. Se detuvo en seco al darse cuenta de que Ailish acababa de salir por la puerta trasera del castillo. La vio lanzar una rápida mirada a su madre, que en aquel momento señalaba la capilla con un dedo mientras le detallaba al señor Delancey algo relacionado con su construcción, y arremangarse su amplio vestido azul para echar a correr entre los tejos. En un abrir y cerrar de ojos había desaparecido en la espesura sin que nadie pudiese reparar en ella.

Oliver frunció el ceño. Aún no había logrado quitarse de la cabeza lo que había descubierto en su cuarto, y aquella escapada no hizo más que acrecentar su inquietud.

—Seguid adelante sin mí —le dijo a Alexander mientras se apartaba del sendero.

—¿Adónde vas? —preguntó el profesor, extrañado—. Aún queda mucho por ver, y te recuerdo que Rhiannon quería que fueras tú quien les contara la leyenda de la banshee

—Lo siento, pero es importante. Tiene que ver con Ailish. Ya hablaremos más tarde.

Echó a correr en la misma dirección en la que había desaparecido ella. No le costó seguirla pese a que la mancha del color del mar que era su vestido se hubiera perdido entre los árboles; había tanto barro que las huellas de sus pequeños zapatos se habían quedado profundamente marcadas entre las raíces. Pero cuando abandonó la espesura y se encontró delante del acantilado se dio cuenta de que se había desvanecido. No había rastro de Ailish, aunque sabía que tenía que estar cerca. No podía haber desaparecido de repente como un fantasma. Durante un rato permaneció sin moverse, reflexionando bajo la lluvia, hasta que una idea acudió a su mente, algo que en un principio le pareció absurdo pero que acabó tomando cuerpo. Despacio, dio unos pasos hacia el acantilado para detenerse casi en el borde.

Las olas rompían con violencia muy por debajo de sus pies, y las largas lenguas de espuma casi le salpicaban la cara. En un principio no pudo distinguir nada fuera de lo normal hasta que, después de unos minutos de contemplación, se fijó en que las rocas contra las que golpeaba el mar habían sido dispuestas por la naturaleza de una manera caprichosa, como si formaran los peldaños de una escalera que descendiera hasta el agua. Aquellos peldaños estaban tan cubiertos de musgo y líquenes que tuvo que recurrir a todo su valor para poner un pie en la primera roca, y después en la segunda, y durante todo el descenso no hizo más que conjurar la sonrisa de Ailish para resistir la tentación de darse la vuelta antes de que una ola traicionera lo arrancara de su pedestal.

Avanzó agarrándose con una mano a la rugosa pared hasta que consiguió poner los pies en una parte más lisa en la que el agua le llegaba por encima de los tobillos. La inmensidad del mar se abría a su derecha, así que Ailish no se podría haber marchado en aquella dirección sin una barca… Estaba preguntándose si sería capaz de haber amarrado alguna al pie del acantilado cuando reparó en que había una gran abertura entre las rocas. Un hueco que no se distinguía desde lo alto, ni tampoco desde el mar. Las historias de piratas que les había contado Alexander regresaron a su memoria. ¿Sería una cueva natural de la que se hubieran servido para esconder su botín?

Y lo que más le preocupaba: ¿se habría cobijado Ailish en ella? ¿Qué podría haberla atraído hasta aquel lugar precisamente en una tarde tan desapacible?

—Se acabaron los secretos —susurró mientras se abría camino hacia la abertura que las rocas casi ocultaban por completo—. Es hora de saber la verdad.

Al agarrarse a la parte superior de los peñascos se hizo un corte en una mano, pero ni siquiera sintió el dolor. Escaló como pudo hasta el hueco y se encontró ante lo que efectivamente parecía ser una cueva, más pequeña de lo que había imaginado, puesto que no consistía más que en una oquedad cuyas paredes también rezumaban agua salada.

Y allí se encontraba la muchacha. Se había puesto en cuclillas junto a las rocas del fondo para encender una pequeña lámpara que Oliver supuso que guardaba dentro de la cueva. El sonido de sus pasos la asustó tanto que estuvo a punto de soltar un grito.

—¡Oliver! —Se puso en pie de un salto—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has…?

Oliver tardó en contestarle; se limitó a quedarse de pie al otro extremo de la cueva en medio de un creciente charco de agua.

—Lo siento mucho —le dijo por fin en voz baja—. Sé que he hecho mal siguiéndote a escondidas, pero no podía quedarme tranquilo hasta saber que estabas a salvo.

—Bueno… Ya ves que lo estoy —murmuró Ailish.

Dio un paso hacia la derecha, aunque no fue lo bastante discreta.

—¿Qué es eso? —preguntó Oliver al comprender que quería ocultar algo.

—¿A qué te refieres? No es más que una lámpara como las que tenemos por todo el castillo. Sé que puede parecer una tontería, pero cuando era pequeña me… me aficioné a venir a escondidas a esta cueva. Es como mi refugio personal. Mi madre no sospecha…

—Ailish, sabes de sobra a qué me refiero. ¿Qué estás tratando de ocultarme?

Acortó un poco la distancia que los separaba, sintiendo cómo sus pies se sumergían en los charcos en que se había convertido el interior de sus zapatos.

—Nada —murmuró Ailish, apoyando una mano enguantada en uno de sus hombros para tratar de detenerlo—. Es tan solo un… un estuche de pinturas…

—Este sitio resulta un tanto extraño para guardar unas pinturas.

Ailish no se atrevió a decir nada más. Se quedó mirando con ojos desencajados cómo Oliver se arrodillaba para levantar la tapa de madera reblandecida por el agua y descubrir lo que guardaba en el estuche. Cuando por fin lo supo se quedó sin palabras.

En un primer momento no le pareció más que una acumulación de cachivaches de lo más variopintos, como los que podría encontrar en un puesto de artículos de segunda mano. Una horquilla para el pelo, un pañuelo con las iniciales A. H. Q. bordadas en una esquina…, una cinta de sombrero con una hebilla, un lapicero que aún estaba afilado…

Aquel lapicero fue lo que más le llamó la atención. Oliver lo sacó del estuche.

—Esto es mío —dijo en voz baja—. Es uno de los que me traje de Oxford para poder tomar notas en la biblioteca. Si lo necesitabas podrías habérmelo pedido.

Ailish no contestó tampoco esta vez. Oliver regresó a su extraña inspección. Se quedó sin palabras al encontrar entre pedazos de papel, fragmentos de cadenas y sellos usados una insignia plateada. La tomó en la palma de la mano, alzándola hacia la luz de la lámpara. La reconoció enseguida: una guirnalda que cobijaba un arpa en su interior.

—Esta insignia pertenece a la Royal Irish Constabulary —dijo Oliver, esforzándose para que su voz sonara calmada—. No es tuya, Ailish; debe de ser del inspector Fitzwalter.

—¡Yo no se la robé! —protestó ella—. Es la que llevaba hace unos años en el casco; se le desprendió después de hacernos una visita a mi madre y a mí. La encontré en el sendero que conduce a la verja del castillo. —Y después de permanecer en silencio un instante añadió en voz baja—: Oliver, no soy una ladrona. Todo esto apareció sin más…

—¿También este pañuelo de Alexander? —le preguntó Oliver con una expresión cada vez más sombría. Lo levantó para que lo viera—. ¿Y la cinta del sombrero de Lionel? ¿Y mi propio lapicero? No entiendo lo que te traes entre manos, Ailish. No te entiendo.

—Nada nuevo, créeme. Puedes estar tranquilo; no eres el primero que me dice eso.

Oliver abrió la boca para responderle, pero cualquier reproche murió en sus labios cuando se dio cuenta de que se le habían humedecido los ojos. Y cuando de repente las piezas del rompecabezas parecieron acercarse unas a otras para comenzar a encajar…

—Lo que dicen en el pueblo que haces… es a través de estos objetos, ¿verdad?

Ailish dejó escapar un gemido. Quiso dirigirse hacia la entrada de la cueva, pero Oliver la agarró con suavidad por un hombro para que se detuviera.

—Por eso estás recogiendo estos… estos recuerdos que la gente de Kilcurling deja olvidados por ahí. Y por eso les pediste a Archer y a Delancey sus tarjetas de visita…

—Y por eso quise subir el sombrero de la señorita Stirling a su cuarto —susurró ella.

Hizo un gesto con la barbilla hacia las rocas en las que había apoyado el estuche, y Oliver reparó entonces en una pluma de rayas grises y negras que no había visto antes.

—Reconozco que en ese caso sí fue robar —dijo Ailish, un poco ruborizada—. Pero no pude evitarlo. Nunca he conocido a una mujer parecida. Ha estado en tantos sitios… ¡y yo podría haber aprendido tantas cosas gracias a algo tan insignificante como una pluma…!

—De manera que así es como lo haces —susurró Oliver; casi se sentía mareado ante aquel descubrimiento—. Manipulas los objetos para tener acceso a las sensaciones que sus dueños experimentaron en el pasado. Por eso sabías tantas cosas sobre nosotros… Lo siento, no pude evitar leer tu cuaderno —tuvo que admitir ante la mirada de profunda angustia que la muchacha le dirigió—. Te prometo que en ningún momento quise espiarte. Solamente…

—No importa —murmuró ella—. Debí de imaginar que esto acabaría pasando.

Fuera, en el mundo real, la tormenta no había hecho más que empeorar, y la lluvia zarandeaba con fuerza las olas cada vez más desbocadas. La entrada de la cueva casi se había inundado por completo, y unos cuantos dedos de agua avanzaban en su dirección.

Pero Oliver no podía prestarles atención; no podía atender más que a sus palabras.

—Era muy pequeña cuando todo empezó. No debía de tener más de seis años, como mucho siete… Fue unos meses después de que mi padre muriera de una neumonía.

—Por eso siempre llevas puestos unos guantes —adivinó el joven, sujetando la mano de Ailish entre las suyas. Hasta entonces había creído que sus guantes eran simplemente de encaje, pero al mirarlos con atención comprendió que en realidad poseían un forro de satén de color parecido al de la carne—. ¿Es solamente en las manos? ¿O toda tu piel…?

—Toda —murmuró Ailish. Su semblante resultaba aún más sombrío—. No hay ni un palmo de mi cuerpo que no padezca esta afección. Pero como comprenderás no es que la gente suela tocarle a una señorita más partes del cuerpo que las manos, así que con los guantes me las apaño bastante bien. Cuando alguien me toca sin que haya una tela entre nosotros… —Tragó saliva, sacudiendo la cabeza—. Es como si las líneas que recorren la piel de las personas fueran unos surcos parecidos a los de los discos que se colocan en los gramófonos, y yo tuviera una aguja con la que pudiera arrancarles notas musicales que creían olvidadas para siempre.

—Así que casi es como si pudieras leer el pensamiento —murmuró él, cada vez más maravillado—. Cuando tocas a una persona te asomas a una ventana abierta a su pasado.

Ailish asintió con la cabeza. Oliver la vio sonrojarse antes de decir en un susurro:

—Hace unos cuantos días me crucé con Lionel en los jardines y me… me quitó una pestaña que se me había quedado pegada a la cara. —Guardó silencio un momento antes de decir sofocadamente—: Vi mujeres, Oliver. Muchas mujeres… y casi todas desnudas…

Él no pudo evitar reírse. Parecía tan apurada que casi sintió deseos de estrecharla entre sus brazos como a una niña pequeña. Pero aquello la dejó totalmente descolocada.

—No comprendo qué te pasa. Debo de ser la persona más extraña que has conocido… ¿y aún sigues aquí conmigo?

—¿Por qué no debería hacerlo? —preguntó Oliver. El nudo que le había atenazado el estómago comenzaba a desaparecer ahora que sabía la verdad—. Ailish, me parece que has olvidado a qué me dedico. Dreaming Spires se especializa en sucesos sobrenaturales en los que casi nadie está dispuesto a creer. ¿Qué clase de periodista sería si me dejara atemorizar por un don como el tuyo solo por no poder comprenderlo?

—Lo llamas don —observó Ailish, aún perpleja— cuando en realidad es una maldición.

—No deberías verlo así. He leído cosas parecidas a lo que me acabas de contar, pero nunca pensé que conocería a alguien con este poder. Creo recordar que los estudiosos se refieren a él como psicoscopía. Seguro que has leído más de una historia en la que una médium es capaz de atraer a un alma en pena sirviéndose de un objeto que le perteneció cuando aún seguía con vida. Se lo he oído contar a August Westwood, un amigo mío que también posee el don de contactar con los muertos. En el fondo no resulta tan raro.

—Perdona, pero a mí me resulta más raro que a ninguna otra persona —protestó la joven—. Te aseguro que si fuera alguien normal no me atrevería a tocar a nadie como yo.

—Deja de ser tan dramática. —Oliver se permitió sonreír un poco—. La dimensión en la que nos encontramos aún sigue siendo un territorio prácticamente virgen. Te aseguro que si le habláramos a una persona de hace cincuenta años de los descubrimientos tan prodigiosos que se han realizado en los últimos tiempos nos tomaría por un par de locos.

Ailish seguía mirándole con expresión angustiada. Saltaba a la vista que se debatía entre la resignación y el desesperado deseo de creer en sus palabras. Oliver aprovechó la pequeña grieta abierta en su armadura para preguntarle por algo que hasta ese momento no se había atrevido a mencionar por miedo a incomodarla.

—Esas historias que circulan por Kilcurling sobre un chico del pueblo y sobre ti…

—Ah, debí imaginármelo —suspiró ella. Se pasó una mano cansadamente por la cara para apartar su cabello empapado, un gesto que le hizo pensar en Rhiannon—. Te lo ha contado Jemima, ¿verdad? ¿Por qué le gustará tanto airear por ahí mis trapos sucios?

—Lo único que me dijo es que hubo problemas cuando eras pequeña. Que acusaste a un muchacho de haber cometido un crimen por el que acabaron llevándole a prisión.

Ella asintió con la cabeza. En su rostro no había remordimientos. Solo cansancio.

—¿Quieres conocer toda la historia? Es muy fácil de resumir. Se llamaba Michael Ashe y debía de tener unos dieciocho años por entonces. Acostumbraba a embarcarse cada tarde con sus amigos en la parte de la playa situada cerca del cementerio; muchas veces les veía divertirse desde una de las ventanas de los pisos superiores de Maor Cladaich. A día de hoy sigo sin estar segura de lo que ocurrió, pero por lo que he deducido debió de haber una pelea entre su mejor amigo y él. Una pelea que acabó en tragedia. —Permaneció callada unos segundos, como si reviviera de nuevo aquel episodio de su pasado—. Debido a los forcejeos el otro chico cayó al agua y Michael no pudo hacer nada para rescatarle.

—¿No logró subirle de nuevo a la barca? —se asombró Oliver—. ¿O no quiso hacerlo?

—No tengo la menor idea. Ni siquiera entiendo por qué nadie del pueblo presenció aquella pelea. La cuestión es que Michael se asustó muchísimo cuando por fin arrastró el cuerpo de su amigo hasta la orilla y se dio cuenta de que no respiraba. Y para evitar posibles repercusiones prefirió hacerlo desaparecer. Cavó un agujero entre la espesura de la colina, más allá de los límites de la playa, y después se deshizo de la pala. Y adivina quién se la encontró cuando correteaba por los alrededores de la propiedad días después.

»Yo no sospechaba nada de lo que había sucedido; era demasiado pequeña para imaginar algo semejante. Pero cuando me tropecé con Michael en la plaza del mercado y le pregunté por qué seguía jugando con su amigo a enterrarse en la arena, me miró con una expresión… Había mucha gente alrededor, ¡todo Kilcurling, o eso me pareció!, y los padres del chico desaparecido también se encontraban allí. El resto supongo que puedes imaginártelo. El inspector Fitzwalter tuvo que llevarme a la comisaría, aunque fue muy amable conmigo. Me hicieron contar lo que sabía, y cuando siguieron las indicaciones que les había dado encontraron el cadáver exactamente en el lugar del que les hablé. A Michael se lo llevaron a la prisión de Dublín; por lo que tengo entendido lo ahorcaron a las pocas semanas de ser encerrado. Su familia me declaró odio eterno, y por solidaridad muchos parroquianos hicieron lo mismo. A mi madre casi le dio un ataque de nervios cuando se enteró de lo sucedido… Desde entonces me ha obligado a permanecer en Maor Cladaich todo el tiempo. Nada de poner un pie al otro lado de la verja, nada de dejarme ver por Kilcurling. Me convertí en la prisionera de mi propio castillo por culpa de mi inocencia, aunque supongo que era lo más prudente. Nunca he oído hablar de un pueblo al que le haga gracia contar con una bruja en su vecindario.

No pudo evitar estremecerse cuando pronunció la palabra «bruja». Aquella era la verdad que no habían contado a los jóvenes de Kilcurling y que desde entonces no había hecho más que crecer como una bola de nieve, adquiriendo proporciones desmesuradas en la imaginación de Jemima y los de su generación. A Oliver le hubiera gustado poder tranquilizarla, pero sabía que lo que le estaba diciendo no era más que la verdad. Aquel pueblo nunca podría ser como Londres, donde las sesiones espiritistas constituían una especie de pasatiempo. Aquel pueblo nunca dejaría de considerar a Ailish un monstruo.

—Tienes sangre en una mano —le dijo ella de repente, señalando su palma húmeda.

—Eso parece —contestó él—. No tiene importancia; me habré herido al escalar las rocas que ocultan la entrada de la cueva. Cuando volvamos a casa me pondré una venda.

Ailish se agachó para sujetar el borde de su vestido. Enjugó la sangre de Oliver con la tela empapada, sin atreverse a decir nada más, aunque los ojos del joven continuaban clavados en su rostro. Antes de que se apartara la agarró suavemente por las muñecas.

—Espera —le dijo en voz baja—. Deja que te demuestre que no hay nada que temer.

Los labios de Ailish se entreabrieron cuando Oliver tiró del guante derecho para desnudar su mano. Después hizo lo mismo con el izquierdo, dejándolos junto al estuche.

—Oliver, esto es muy… muy penoso para mí. Por favor, no me obligues a hacerlo.

—Lo único que quiero es que comprendas que no eres un monstruo, ni una bruja, ni una criatura del demonio. Eres una persona privilegiada a la que le fue concedido un don que muchas médiums se morirían por poseer. Tócame.

Ella se había quedado completamente paralizada. Oliver se le acercó un poco más.

—Tócame si quieres conocerme de verdad —le susurró—, tal como yo te he conocido por fin a ti. No hay nada de mí que quiera ocultarte. Y ahora nadie nos está observando.

Ailish tragó saliva. Oliver colocó las manos entre ambos, con las palmas vueltas hacia arriba. En su rostro no había ni una pizca de temor. Muy despacio, la muchacha alzó sus propias manos para posarlas sobre las suyas, permitiendo que sus pieles entraran en contacto durante unos segundos de expectación y silencio.

Con los ojos cerrados, Ailish respiró hondo antes de empezar a decir:

—Estoy viendo tu habitación del Balliol College, la misma que visualicé gracias a tu lapicero. El escritorio con tus diccionarios…, el patio al que se abre tu ventana…

—¿Puedes verme a mí también?

—Sí, tan real como si abriera los ojos para mirarte. Pero ahora no estás en Oxford, sino en otro lugar. Una especie de colegio. Hay muchas mesas puestas en hilera. Niños que juegan en el patio mientras los miras por una ventana antes de volver con tus libros.

Oliver asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra.

—Es… ¿es el orfanato de Reading del que me hablaste? —preguntó Ailish casi para sí misma—. Espera un momento, ahora… ahora he conseguido ir más allá —continuó más apresuradamente—. Ahora te estoy viendo nada más abrir los ojos por primera vez, y a tu lado hay una mujer que solloza mientras trata de impedir que te aparten de ella…

Dejó de hablar cuando sintió el calor de su respiración en su boca. Abrió los ojos de par en par. «¿Qué estás…?», acertó a murmurar, pero Oliver sujetó su cabeza con las manos y cuando Ailish quiso darse cuenta la estaba besando como si fuera a devorarla.

De su boca escapó un pequeño grito que se perdió dentro del beso. Podía sentirla temblar contra su cuerpo, sus dedos aferrándose a las solapas de su abrigo para tratar de encontrar un punto de apoyo ante aquel alud de sensaciones. Pero Oliver no era capaz de seguir conteniéndose; el tiempo del sentido común había quedado muy atrás. Sin dejar de apretarla contra su pecho, fue avanzando a ciegas hasta que la espalda de Ailish entró en contacto con la pared de la cueva. Sus manos abandonaron poco a poco su cabeza para descender por sus hombros empapados y temblorosos. Cuando se afianzaron a ambos lados de su cintura se dio cuenta de que ella también se había rendido; su rigidez por fin había dado paso a un titubeo, y el titubeo a la incredulidad, y la incredulidad al éxtasis, y al cabo de unos segundos sus brazos le habían rodeado el cuello. Dejó que la atrajera más hacia sí mientras sus bocas se movían al compás de un placer intenso y nuevo.

Cuando Ailish logró apartarle unos milímetros, casi jadeando por el impacto de lo que acababa de sentir, se dio cuenta de que sus grandes ojos grises parecían contener más agua que el propio mar de Irlanda. Estaba al borde de las lágrimas.

—No tenías por qué… no tenías por qué hacer esto, Oliver… Te agradezco que te esfuerces por hacerme sentir una persona como cualquier otra…, pero nunca…

—Esto no tiene nada que ver con lo que me acabas de contar sobre ti.

—Me cuesta creerte. Eres demasiado caballeroso. Oh, Dios, y yo soy tan patética…

—Lo habría hecho de cualquier modo —le aseguró él. Ailish le miró por encima de los dedos con los que trataba de secar sus lágrimas—. No imaginas hasta qué punto he intentado reprimir este impulso. He querido ahogarlo en mi interior, repitiéndome una y otra vez que nunca sería digno de tu amor, pero sabía que acabaría volviéndome loco si no te besaba de una vez. Me da exactamente igual lo que piensen los demás de nosotros.

—Todos te dirían que estás tan trastornado como yo. Puede que también crean que hay algo oscuro en ti. Y yo no puedo consentir que por mi culpa se te condene a…

—¿Crees que puede haber mayor condena para mí que no estar a tu lado? Hemos llegado demasiado lejos para retroceder, Ailish. Sabes que esta tormenta no durará para siempre, como tampoco la necesidad de ocultar lo que sucede entre nosotros. Cuando pronuncie tu nombre después de la lluvia tendrá una sonoridad especial…, como si todos estos años hubiera anidado entre mis labios esperando a ser proclamado en voz alta.

Ailish permaneció muy quieta mientras Oliver le hablaba.

—Podrías tener a la mujer que quisieras —le dijo luego en un hilo de voz—. A una que fuera… normal…

—Podría, pero no quiero —contestó Oliver en el mismo tono. Sus manos se posaron de nuevo en la cintura de Ailish para atraerla hacia sí—. Es a ti a quien quiero. Es a ti a quien siempre he querido, desde el primer momento en que te vi. Tan rara como te ves a ti misma, tan desconcertante como te han hecho creer que eres… Tan única y tan mía.

Quiso añadir algo más, pero la muchacha le cogió la cara con ambas manos, con sus manos desnudas por fin, para besarle una y otra vez, riendo y llorando al mismo tiempo como si la lluvia y el sol se mezclaran en su ánimo. Ninguno de los dos se percató de cómo el agua avanzaba cada vez más hacia el interior de la cueva ni de cómo los relámpagos se hundían en las olas, celebrando a su manera que ese amor extraño hubiera ganado su primera partida.