28
El inspector Fitzwalter no se había equivocado en su predicción. Lo ocurrido aquella noche en el castillo de las O’Laoire se convirtió en cuestión de unas horas en poco menos que un asunto de interés nacional. En los diez días que pasaron antes de que se celebrara el juicio en el que se decidiría la suerte de Ailish, fijado antes de lo que era usual por las crecientes presiones procedentes del otro lado del Atlántico, no quedó una sola persona en Dublín que no se hubiera enterado de lo que le había sucedido al magnate Reginald Archer durante su última visita a la isla. Pronto el apellido O’Laoire se convirtió en el más conocido de Irlanda, aunque no como habrían querido los antepasados de Ailish precisamente.
«El crimen más despiadado cometido en los últimos tiempos», publicó el Irish Times en primera plana. «Joven heredera irlandesa asesina a sangre fría al salvador de su clan», anunciaba el titular de un artículo del Daily Express que se extendía a lo largo de cinco páginas. «¿Irlanda declara la guerra a América?», se leía en enormes caracteres nada más abrir un ejemplar del Evening Echo. La opinión parecía ser bastante unánime en cuanto a las repercusiones que aquello podría tener si el gobierno de Estados Unidos tomaba una muerte aislada como una declaración de intenciones de los habitantes de la isla, en especial teniendo en cuenta que no había sido un asesinato producido durante un robo ni una pelea de taberna, ni la supuesta culpable pertenecía a las clases bajas. A aquello se había sumado la funesta casualidad de que la madre del juez Jeremiah Driscoll, que se encargaría de dictar sentencia sobre el particular, era oriunda de Boston, y al parecer se tuteaba con los Archer desde mucho antes de que naciera aquel magistrado al que todo Dublín conocía como «el Inclemente» por sus preferencias a la hora de impartir justicia.
Todos los que se encontraban en Maor Cladaich aquella noche maldita habían tenido que trasladarse a la capital para testificar en el juicio. El secretario del difunto señor Archer se había marchado con los abogados de su jefe sin despedirse de Rhiannon ni de los ingleses; parecía tener miedo de correr la misma suerte en cuanto bajara un poco la guardia. El señor Delancey, para quien todo aquello no debía de significar más que una pérdida de tiempo, y la señorita Stirling, al parecer muy afectada, habían decidido alojarse en el hotel Gresham, uno de los más lujosos de la ciudad. Los demás acabaron decantándose por un modesto hostal de Temple Bar en el que pudieran construir su base de operaciones durante los angustiosos días que aún estaban por llegar.
En cuanto a Ailish, no habían vuelto a verla desde que los policías le pusieron las esposas para conducirla a la comisaría de Kilcurling. Al día siguiente la trasladaron a la prisión de Kilmainham, un lúgubre mausoleo de piedra cuyo nombre hacía temblar a los criminales por considerarlo poco menos que una antesala de la muerte. Eran muy escasas las personas que se atrevían a acercarse a sus muros; la mayor parte de los dublineses prefería dar un rodeo para no tener que escuchar los alaridos de desesperación proferidos por los miles de hombres y mujeres hacinados allí. «Una Bastilla moderna —habían dicho los pocos afortunados que consiguieron escapar con vida del lugar, en su mayoría pertenecientes al movimiento feniano—. Nunca ha habido una mazmorra más infernal en la tierra que Kilmainham.»
Nadie sabía qué estaba haciendo Ailish, ni cómo la estaban tratando, ni si el horror por el que tenía que pasar cada día había acabado por trastornarla. No se le permitía recibir más visitas que las que tuvieran que ver con su defensa, ni escribir una sola carta para que se la enviaran a su madre. Era como si la hubieran enterrado en vida.
—Al menos ha tenido la suerte de que no la encerraran en el ala oeste, la destinada a las mujeres —les explicó el señor Moran, el abogado de las O’Laoire, tres días antes de que se celebrara el juicio en Green Street Court. Rhiannon, Alexander, Lionel, August y Oliver habían acudido a su despacho, situado en D’Olier Street, y permanecían apiñados como buenamente podían escuchando en silencio al abogado mientras este recorría la habitación de un lado a otro—. Por lo que tengo entendido lo han hecho a instancias del inspector Fitzwalter. Parece que tenía ciertos contactos de la Royal Irish Constabulary entre el personal de la prisión y se las ha ingeniado para convencerles de que la señorita Ailish no podía sufrir el mismo trato que las demás mujeres a las que a menudo obligan a compartir celdas minúsculas con otras cuatro o cinco criminales. —Se pasó una mano pensativamente por la barba—. No saben cómo me alegro de que por lo menos hayamos podido ahorrarle semejante humillación. Sospecho que en el fondo Fitzwalter se siente culpable, aunque no tuviera más remedio que arrestarla si quería cumplir con su deber.
Era un hombre de escasa estatura, bastante corpulento y con una barba tan espesa que costaba distinguir sus rasgos. A pesar de llevar más de treinta años haciéndose cargo de los asuntos de los O’Laoire, aquella situación parecía desbordarle por completo. Conocía a Ailish desde el día siguiente a su nacimiento; había cenado en tantas ocasiones con Cormac O’Laoire y más tarde con su viuda que había acabado pasando del estatus de profesional al de amigo de la familia. Que la última heredera del clan al que le había jurado lealtad eterna se encontrara al borde del abismo por un crimen que estaba más que seguro de que no había cometido hacía tambalearse por completo su universo.
—Además, me consta que no está sola todo el tiempo —siguió explicándoles—. Según me contó la propia señorita Ailish, un par de religiosas la visitan a diario, las Hermanas de la Caridad del convento de Saint Mary de Stanhope Street. Pasan un par de horas en su celda orando con ella y tratando de preparar su alma para la prueba que la espera. Creo que su historia las ha conmovido; la madre Agnes, la superiora, está convencida de su inocencia, y le ha prometido que en las próximas horas le hará llegar una carta al juez Driscoll suplicándole que se muestre clemente. ¡No todo está perdido, señora O’Laoire!
—Me gustaría creer que no —le contestó Rhiannon sin elevar casi la voz—. No se hace una idea de hasta qué punto me consolaría poder visitarla como lo está haciendo usted, señor Moran, o estar yo encerrada en su lugar…
Oliver no había abierto la boca en todo el día; estaba tan pálido como un muerto y se le habían dibujado unas profundas ojeras de color morado bajo los ojos. Parecía no haber conciliado el sueño desde la última noche en Maor Cladaich.
—¿Realmente podemos albergar la esperanza de que la indulten? —inquirió Lionel.
Moran se mordió nerviosamente el bigote antes de contestar con prudencia:
—No sé hasta qué punto tiene sentido esperar un indulto. Si en los próximos días no se descubre nada sobre lo que ocurrió en el castillo, nos quedaremos sin armas con las que probar su inocencia. Ahora bien, siempre podríamos recurrir a algo que, aunque no sea justo ni deseable, es una alternativa que deberíamos tener en cuenta. Es posible que Driscoll no dude a la hora de considerarla culpable, y tenemos que evitar como sea la pena capital…
—¿Y cuál es la alternativa que propone usted? —quiso saber Alexander.
—Hacer pasar a la señorita Ailish por una desequilibrada mental —contestó Moran, apoyándose en la mesa. Cruzó los brazos con gravedad—. Sé que les parecería tan injusta su reclusión en un asilo para alienados como su encarcelamiento en Kilmainham, pero se trataría de una manera de mantenerla a salvo. Y siempre cabría la posibilidad de que su buen comportamiento convenciera a los médicos de que su trastorno había desaparecido con el paso del tiempo. Puede que nos lleve años…, puede que una vida entera, aunque a mi juicio sería mejor que conformarnos con agachar la cabeza si la acaban condenando.
—Entonces… ¿existe realmente el riesgo de que la ahorquen? —exclamó Rhiannon.
—He dicho que es posible, señora O’Laoire —trató de matizar el abogado—, no que sea probable. Hay una gran diferencia entre ambas cosas. Es cierto que los ánimos están crispados en toda la isla por culpa de este tema, y que no nos beneficia tener a un juez de ascendencia norteamericana encargado de dictar sentencia…, pero las pruebas, como tantas veces les he repetido, no son concluyentes. Nadie condenaría a muerte a una muchacha de dieciocho años por estar en el momento menos adecuado en el lugar equivocado, por sospechosa que resultara su actitud cuando encontraron el cadáver. La señorita Ailish no tiene antecedentes penales de ninguna clase. Su historial está tan limpio como el suyo…
—No del todo —susurró su madre, sosteniendo la mirada de Moran mientras el abogado fruncía el ceño, confundido—. No se olvide de lo que ocurrió en Kilcurling cuando tenía ocho años. Sé que no fue culpa suya, pero desde entonces todos la señalan con el dedo.
Moran dejó escapar un resoplido de impaciencia. Alexander adivinó que Rhiannon se refería a la sospechosa muerte del amigo de Michael Ashe y su encarcelamiento por culpa del inocente testimonio de Ailish. No había remedio: el pasado siempre regresaba.
—¡Por Dios santo! ¡Han transcurrido diez años desde entonces! ¡Nadie en Green Street Court se acuerda de la implicación de su hija en aquel caso! A Michael Ashe lo ahorcaron mes y medio después de su detención, pero —añadió al ver que Rhiannon se ponía aún más pálida— era un asunto muy distinto del que nos ocupa. De hecho, de no haber sido por la señorita Ailish, puede que nunca se hubiera esclarecido aquel crimen.
—Y así es como se lo paga la justicia —espetó Lionel con rabia—. Bendito siglo veinte que nos ha hecho entrar por la puerta grande en la modernidad…
Aún siguieron hablando durante un rato sobre lo que podían esperar del inminente juicio, hasta que comprendieron que no harían más que perder el tiempo si se empeñaban en adelantarse a los acontecimientos. Al final optaron por marcharse del despacho para dejar que el abogado se enfrentara a solas a los preparativos de una defensa de la que no solamente dependía la vida de una inocente sino, como los periódicos se empeñaban en proclamar, el bienestar de unas relaciones internacionales que unas manchas de sangre sobre el camisón de una desdichada muchacha amenazaban con enturbiar para siempre.
El encuentro con Moran les había dejado con el ánimo por los suelos. Lionel dijo algo sobre acercarse al hotel Gresham para ver si la señorita Stirling necesitaba un poco de compañía dada la peculiar situación que estaban atravesando. Oliver empezaba a parecerse por momentos a un cadáver andante, así que August se encargó de llevárselo a su propio hostal. En cuanto a Rhiannon, tenía tan mal aspecto que Alexander le propuso tomar algo caliente en el primer local que encontraran. La pobre mujer se limitó a asentir con la cabeza, demasiado conmocionada para poder pensar por sí misma.
Había una curiosa cafetería situada en la esquina con Hawkins Street, un edificio tan alto que al haber sido construido en una encrucijada destacaba entre los demás como un pastor rodeado por su rebaño. Alexander casi tuvo que arrastrar a Rhiannon entre la algarabía de los paseantes para conducirla al primer piso del local, donde se sentaron en una mesa situada al lado de las ventanas que daban a la confluencia de las dos calles. Desde allí podían contemplar la extensa superficie de hierba de College Park, y más allá de sus terrenos los edificios que conformaban el Trinity College organizados en una gran cruz. El cielo estaba curiosamente despejado; no había ni una nube sobre sus cabezas.
—Qué día tan extraño para hablar de la muerte —murmuró Rhiannon, acomodándose en la silla que Alexander retiró hacia atrás para ella. Se desprendió poco a poco del chal de seda que llevaba alrededor de la garganta—. Sobre todo de la muerte de una inocente.
—No se angustie antes de tiempo —le recomendó Alexander—. Sabe perfectamente que hasta que se celebre el juicio, Ailish no es más culpable que usted o que yo. Y si finalmente la condenan, no tiene por qué pasarle lo que está temiendo. Moran ha sido muy claro al exponer los hechos: lo más probable es que la consideren una alienada, y si eso sucede no será la horca lo que dicte la sentencia, sino su internamiento en un asilo.
—Es un auténtico consuelo. Lo que cualquier madre ambiciona para su pequeña…
Un camarero vestido de blanco se acercó para preguntarles qué tomarían. Rhiannon pidió con esfuerzo un té de Assam con leche y Alexander un café. Mientras esperaban a que les sirvieran, ninguno de los dos dijo nada; tenían demasiadas cosas dando vueltas en sus cabezas. En la mesa de al lado, una pareja joven, seguramente unos recién casados, se miraban a los ojos por encima de sus tostadas con mantequilla y mermelada como si no pudieran concebir que hubiera problemas en el mundo. Por lo menos, no en el suyo.
Por alguna razón sus semblantes ilusionados hicieron que el profesor pensara una vez más en Oliver y en Ailish. «¿Qué habría sido de ellos si Rhiannon hubiera accedido a su compromiso?», se preguntó mientras el camarero les traía las bebidas. Ella procedió a servirse a la manera irlandesa, echando primero la leche en la taza y añadiendo a continuación el fuerte té negro, aunque era evidente que no se daba cuenta de lo que hacía. «¿Habrían sido felices juntos? ¿Se habrían casado en una iglesia católica o anglicana? ¿Dónde habrían ido a pasar su luna de miel? ¿Tardarían mucho en tener hijos? ¿Y cómo los llamarían?» No tenía sentido que se hiciera tantas preguntas; pertenecían a un plano de la realidad por el que por desgracia nunca más discurrirían sus existencias. La muerte de Reginald Archer había alterado por completo el hilo argumental de la historia que los dos muchachos se habían esforzado por escribir. La sangre prometía sustituir a la tinta.
—Me arde la cabeza por dentro —murmuró Rhiannon de repente. Alexander dejó de contemplar el cielo para prestarle atención—. Estos días me está dando tiempo a pensar toda clase de cosas. Nuestro encuentro con Moran me ha hecho darme cuenta de que lo que menos le debe de importar al abogado de los Archer es averiguar la razón por la que alguien querría acabar con su cliente. Si lo que necesita es un culpable, nada más que eso…, podría tratar de salvar a Ailish por mí misma si nos falla lo demás.
—¿A qué se refiere exactamente? —preguntó Alexander llevándose la taza de café a los labios con prevención. Le había resultado alarmante el tono en que lo había dicho.
—A entregarme personalmente al juez Driscoll. Jurarle que fui yo quien lo hizo…
—Lo único que conseguiría haciendo eso sería echar sobre sus hombros el delito de perjurio. Tiene demasiadas coartadas, Rhiannon. Lo mismo le expliqué a Oliver anoche.
Rhiannon había alzado su taza para dar un sorbo, pero detuvo la mano en el aire.
—¿Qué está diciendo? ¿El señor Saunders se ofreció a hacer lo mismo que yo?
—Estuve discutiendo con él durante casi una hora —contestó Alexander en un tono de voz agotado. Rhiannon no parecía poder apartar su mirada de él—. No sé ni cómo logré que entrara en razón. Está absolutamente desquiciado con este asunto, pero por lo menos me las ingenié para que me hiciera caso. Había planeado subirse al estrado en pleno juicio para contarle a Driscoll una retorcida historia de traiciones y venganzas que de alguna manera hiciera parecer creíble que quisiera asesinar a Archer. —Sacudió con tristeza la cabeza—. Nadie le habría creído; puede que sea un magnífico escritor, pero no tiene en absoluto madera de actor. Además de que todo el mundo en Maor Cladaich le vio salir del castillo después de que se encontrara el cadáver. Y casi no se mantenía en pie por culpa del vino que le hicimos beber para que se calmara aquella noche… ¿Cómo podría haberle golpeado tantas veces la cabeza a un hombre con una piedra tan pesada?
—Por extraño que le parezca, saber esto no me hace sentir mejor —murmuró Rhiannon. Sus dedos temblaron al dejar la taza sobre el plato—. No imagina… no imagina lo culpable que me siento por lo que ocurrió. Por las cosas que les dije a Ailish y a él. Y por cómo les traté a ustedes…, hasta el punto de ordenarles que se marcharan de mi casa…
—Ahora no tiene sentido darle vueltas a eso —la tranquilizó Alexander—. No es el momento de guardarnos rencor unos a otros.
Pero Rhiannon parecía estar demasiado perdida en su dolor para escucharle.
—Durante las semanas que pasaron en Maor Cladaich, el señor Saunders fue el que menos trato tuvo conmigo. Podría decirse que no sé prácticamente nada de él, mientras que del señor Lennox y de usted… ¿De verdad cree que se ha enamorado de mi Ailish?
—Me temo que sí. Me temo que está más enamorado de ella de lo que pueda usted imaginar —contestó Alexander con un suspiro—. Sé que nunca le había pasado algo parecido. Oliver no se había relacionado con chicas hasta que la conoció a ella…
—¿Siendo íntimo amigo del señor Lennox? Me cuesta creerlo, profesor, la verdad.
—Puede que se aprecien mucho, pero son tan distintos como la noche y del día —dijo Alexander sonriendo con tristeza. Después se puso serio de nuevo—. Si a su hija le acaba sucediendo algo… Oliver nunca se recuperará. Le creo capaz de cometer cualquier locura con tal de estar a su lado. Y es como un hermano para mí, lo más parecido que he tenido desde que Hector, el padre de mi sobrina Veronica, murió hace unos años. Sé que hace tiempo que Oliver es un adulto, pero me… me siento responsable de él. En el fondo fui yo quien le convenció de venir a Irlanda para investigar el asunto de su banshee. No soporto la idea de que la culpa de lo que está ocurriendo sea mía. ¡Si lo hubiera sabido…!
—No podía saberlo más de lo que lo sabía yo —murmuró Rhiannon poniéndole una mano en el brazo—. Somos como barcos a punto de naufragar, profesor, y el peor destino no será el de los que caigan…, sino el que nos espera a los supervivientes.
Apoyó los codos sobre la mesa y hundió la cara en sus manos. Alexander la oyó respirar una vez, dos veces, tres veces, en un intento por tranquilizarse. Cuando apartó los dedos su rostro parecía una mascarilla funeraria.
—No creo que el sentimiento de culpa me permitiera seguir adelante —le dijo en un tono de voz entrecortado—. Si por mi condenado orgullo mi pequeña, mi preciosa niña, acaba siendo ahorcada como una criminal… sin que nadie quiera creer en su inocencia…
—Comprendo cómo se siente. A veces el sentimiento de culpa resulta devastador…
—No, profesor Quills. No lo comprende. Usted me dijo que tenía una hija llamada Roxanne —siguió diciendo Rhiannon en susurros; Alexander levantó la cabeza de inmediato—. Trate de ponerse en mi lugar. ¿Podría mirar su propio reflejo cada mañana sabiendo que por su culpa su niña sucumbió a una muerte horrible? ¿Tendría valor para continuar con su vida mientras que a ella, por algo que usted hizo, le arrebataron la suya?
—Podría hacerlo… por inercia —repuso Alexander en un susurro casi inaudible—. Al fin y al cabo es lo que he estado haciendo los últimos tres años. Sobrevivir… y odiarme.
Rhiannon se había quedado contemplando sus dedos enlazados, pero cuando esas palabras calaron poco a poco en su cerebro no pudo evitar mirarle con sorpresa. El murmullo de los clientes de la cafetería seguía siendo el mismo, y las risas y las confidencias no se habían apagado, pero a los dos les dio la sensación de que acababan de quedarse solos. Al cabo de un instante se atrevió a decir:
—Su Roxanne… Lo que acabó con su niña no fue una enfermedad, ¿me equivoco?
—No —murmuró Alexander—. No murió de muerte natural. Fue un accidente.
Puso las palmas de las manos sobre la mesa. Rhiannon reparó por primera vez en que llevaba un anillo de oro en un dedo, tan fino que hasta entonces no lo había visto.
—El mismo accidente que acabó con su madre. Con mi Beatrix, mi esposa… —Tragó saliva antes de seguir diciendo, sin atreverse a levantar la voz—: Las perdí a las dos a la vez. Hubo un problema con una de mis máquinas. Un error de cálculo que provocó una espantosa explosión en el sótano de mi casa de Oxford, Caudwell’s Castle. Yo no estaba con ellas en ese momento; de ser así habría sufrido la misma suerte. Daba clase en el Magdalen College. Trabajaba como profesor de Física Energética; me había concedido el puesto el rector Claypole, el padre de Beatrix. Él fue quien nos presentó dos años más tarde. —Alexander se pasó una mano por la frente con cansancio, recorriendo los surcos que se habían dibujado sobre su piel—. Claypole nunca vio con buenos ojos mis investigaciones más allá del riguroso marco de la universidad. Le parecía interesante que quisiera dar un enfoque científico al espiritismo, pero al mismo tiempo era de la opinión de que no conviene tomarse ciertas cosas demasiado a la ligera. Por supuesto, lo que ocurrió con su hija y con su nieta no hizo más que reafirmar su odio inveterado hacia mis máquinas. Sé que a sus ojos soy el auténtico culpable de lo que pasó. Fui tan letal para ellas como el fuego que las devoró.
—Pero usted sabe perfectamente que no es cierto —susurró Rhiannon, agarrando una vez más el brazo de Alexander—. Usted mismo afirma que fue un accidente. Nadie podría haber adivinado que las cosas saldrían tan mal…
—¿Realmente está segura de eso? ¿Qué clase de científico no se daría cuenta de lo que está a punto de sucederle a una de sus máquinas? Especialmente a una en la que estuvo trabajando durante casi cinco años, pasando noches enteras en vela, solo acompañado de su esposa…, la única que creía en lo que estaba haciendo, que le apoyaba…
A Alexander se le quebró la voz de repente. Se obligó a desviar la mirada hacia las frondosas copas de los árboles de College Park que la brisa hacía balancearse al otro lado de los cristales. La visión de los estudiantes que atravesaban la hierba con sus bates de críquet le hacía acordarse de otro college, otra ciudad, otra vida. De su familia.
—A veces, cuando cierro los ojos, me parece oír sus voces de nuevo. Pero el recuerdo de las risas de Roxanne, de las confidencias de Beatrix, se ha apagado dentro de mi cabeza. Lo único que resuena ahora en mis oídos son sus gritos pidiendo auxilio.
—Alexander, basta —le suplicó Rhiannon, colocando las manos sobre las del profesor e inclinándose por encima de la mesa para mirarle a la cara—. Lo que les pasó fue terrible. Fue una desgracia que nadie podía prever…
—Un castigo más que merecido para alguien que pecó de soberbia. Pero no para una mujer que nunca en su vida le había hecho daño a nadie, ni para una niña de apenas diez años.
—Deje de torturarse por eso. Estoy segura de que ninguna de las dos pensaría que fue culpa suya. Si pudiera comunicarse con Beatrix y Roxanne se daría cuenta de que le perdonaron desde el primer momento, si es que realmente había algo que perdonarle…
—¿Usted cree? —preguntó Alexander en un susurro—. ¿Se atrevería a comprobarlo?
En sus ojos azules había anidado un extraño resplandor que por un momento dejó a Rhiannon sin palabras. La mujer arrugó el entrecejo, sin apartar la mirada de su rostro.
—No irá a decirme que lo ha intentado. ¿Ha conseguido con sus máquinas que…?
—Aún no —contestó él, haciendo especial hincapié en la palabra «aún»—. Pero ahora sabe el auténtico motivo de mi interés por el espiritismo. Algo que ha superado con mucho a la simple curiosidad que sentí en un primer momento por las nuevas ciencias.
—¿Se han quedado ancladas a esta dimensión? —exclamó Rhiannon—. Las… ¿las dos?
Algo frío pareció recorrer de repente los dedos con los que había aferrado los del profesor. Una especie de caricia helada que se deslizaba como agua entre sus pieles, tan desapacible como si de repente hubieran abierto de par en par las ventanas de la cafetería.
—¡Alexander, este frío es el mismo que he sentido en Maor Cladaich durante todo este tiempo! ¡Y los destellos azules que aparecían en su espintariscopio aquella primera tarde no se debían a ningún error en su construcción! ¡Había ectoplasmas a nuestro lado!
Conmocionada, Rhiannon paseó la vista a su alrededor sin conseguir distinguir nada, y después volvió a mirar a Alexander. Su expresión era de puro dolor.
—Vaya donde vaya… ellas me acompañan, Rhiannon. No se han quedado ancladas a esta dimensión. Están ancladas a mí. Porque mi culpa no me permite dejarlas marchar.
La abrumadora magnitud de lo que acababa de oír dejó a Rhiannon completamente paralizada en su asiento. Alexander se inclinó más hacia ella, sosteniéndole la cara con las manos.
—No puedo dejarlas ir —susurró. Sus iris parecían haberse convertido en agua—. Me han dicho cientos de veces que debo hacerlo. August, su amiga la señorita Lovelace, las médiums que he conocido en Londres…, todas las personas que han tratado en vano de hablar con ellas antes de darse cuenta de que su conexión conmigo es tan intensa que no les permite comunicarse con nadie más. Pero aunque se hayan quedado a medio camino entre dos mundos, aunque lo que les esté pasando sea cruel…, son lo único que me queda de mi familia. Son lo que le sigue dando sentido a mi existencia a pesar de que no pueda oír nada de lo que dicen. —La voz le temblaba cuando añadió quedamente—: Si a su Ailish le acaba pasando lo peor que podría pasarle, tiene que prometerme que no será tan cobarde como yo. No permita que el alma de su hija se condene por pensar que ha sido culpa suya.