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—Ailish… —balbuceó Rhiannon aferrándose a la mesa—. ¡Mi niña!

—¡Tenemos que bajar ahora mismo! —vociferó Lionel empujándolos a los dos hacia la puerta de la biblioteca—. ¡Si está en los jardines puede que consigamos hacerla entrar en razón! ¡Es la única que puede ayudarnos a descubrir quién mató a Archer!

Casi se precipitaron por las escaleras en su intento por alcanzar la entrada de Maor Cladaich; estuvieron a punto de arrollar a Maud, aunque nadie prestó atención a lo que les decía. Entre Alexander y Lionel abrieron el grueso portón de roble y los tres se adentraron en la oscuridad que inundaba los jardines.

Fionnuala seguía llorando. Su voz se arrastraba con el viento, como lo había hecho la noche en que Lionel trató de perseguirla por la propiedad, enroscándose alrededor de ellos como si tuviera vida propia. Aquello había sido lo que hizo perder el juicio a Ciarán O’Laoghaire, lo que había paralizado de pánico a sus descendientes. El don de la premonición que había acarreado a Fionnuala un espantoso castigo que no merecía no había muerto con ella entre las paredes de Maor Cladaich.

—Está llorando por mi pequeña —comenzó a sollozar Rhiannon de nuevo—. ¡Sabe que es imposible que la salvemos!

—Aún no se ha pronunciado la última palabra —le contestó Alexander, aunque no podía evitar que le temblara la voz—. Es cierto que está anunciando la muerte de alguien, pero no… no tiene por qué tratarse de Ailish. Ni siquiera tiene por qué ser un miembro del clan. Fearchar MacConnal no pertenecía a la familia. Reginald Archer no pertenecía tampoco a la familia. Fueron sentenciados por querer adquirir Maor Cladaich, pero…

—Basta de quedarse de brazos cruzados —le cortó Lionel—. Será mejor que nos separemos para no dejar ningún rincón sin inspeccionar. Si no somos capaces de verla nos guiaremos por su voz. Alexander, encárgate de la ladera de la colina. Rhiannon, haga lo mismo con la zona cercana al acantilado. Yo recorreré la que está detrás del castillo.

Los otros dos asintieron con la cabeza y se separaron como si el viento en el que cabalgaba la voz de la banshee los hubiera desperdigado por el aire. Alexander se ajustó las gafas antes de comenzar a bajar a zancadas el sendero que conducía a la verja de entrada de la propiedad. Un gimoteo aleteó sobre su cabeza, y al cabo de un segundo lo oyó de nuevo, aunque en esta ocasión parecía sonar un poco más adelante.

—Fionnuala —la llamó en voz baja, y al no notar la menor perturbación en su llanto lo repitió casi a gritos—: ¡Fionnuala, necesitamos hablar contigo! ¡Por favor!

Sus sollozos se detuvieron casi de inmediato. Alexander también lo hizo en medio del sendero, aunque no tardó más que unos segundos en volver a oírlos. Le costó ahogar una maldición al darse cuenta de que Fionnuala no estaba dispuesta a ayudarles. Continuó dando vueltas por los jardines durante casi media hora, pero no consiguió dar con la criatura. Ella seguía sollozando, intercalando sus gemidos de vez en cuando con palabras que el profesor no era capaz de entender, aunque suponía que sería gaélico. Finalmente, desmoralizado, tuvo que desandar sus pasos. Se encontró con Lionel en el mismo punto en que se habían separado. Maud asomaba la cabeza desde el vestíbulo iluminado, demasiado asustada para resignarse a estar a solas.

—¿Nada? —preguntó Alexander en voz baja. Lionel negó con la cabeza—. No sé por qué me lo imaginaba —suspiró el profesor—. Esta persecución no tiene ningún sentido.

—Supongo que era lo único que podíamos hacer —contestó Lionel—. Aunque casi me he roto la crisma por culpa de las ramas que la dichosa tormenta dejó tiradas por el suelo en la parte trasera del castillo.

Alexander no dijo nada. Maud retorcía nerviosamente una punta de su delantal, mirando primero a uno y después al otro, aunque no se atrevía a pedirles explicaciones.

—A lo mejor podríamos intentarlo una vez más con tus máquinas —comentó Lionel de repente—. Ya sé que hasta ahora no ha servido de mucho, pero Fionnuala parece estar realmente desesperada esta noche. ¿Por qué no vamos a buscarlas antes de que sea tarde?

—Si realmente crees que merece la pena intentarlo… —contestó el profesor con cansancio—. Aunque empiezo a pensar que esto ha sido una completa estupidez. ¿De qué nos ha servido descubrir la identidad de la banshee si no piensa ayudarnos?

—De nada —coincidió Lionel—. Y lo peor es que el asesino, sea quien sea, sigue estando libre…

Alexander pensó de nuevo en Ailish, completamente sola en su celda de Kilmainham, esperando que pasaran las horas para que acabaran de una vez sus sufrimientos, y casi le dieron ganas de ponerse a dar gritos. Oliver le había contado su visita a la cárcel, y le constaba que Ailish tampoco sabía quien era el asesino de Reginald Archer. Recordó también lo que le había dicho sobre las sensaciones que la embargaron al manejar los objetos de los invitados de su madre, y su convencimiento de que ninguno de ellos podía ser un asesino, pues no había notado nada oscuro ni amenazante…

Algo se encendió de repente dentro de la cabeza de Alexander. Un súbito destello de clarividencia que le hizo quedarse muy quieto. Era una idea absurda, pero quizá…

—Lionel, ¿te acuerdas de lo que Oliver nos contó que había sentido Ailish cuando puso los dedos por primera vez en las tarjetas de visita que le dieron Archer y Delancey?

—Pues… no estoy muy seguro —admitió su amigo—. Creo que nos dijo que no había sentido ninguna vibración negativa.

—Que en el caso de Archer no acudieron a su cabeza más que cifras, algo que tiene mucho sentido sabiendo cómo era aquel hombre. Pero también nos dijo que en el caso de Delancey había sentido algo muy distinto. Algo cálido parecido a un amor profundo.

—¿Y qué pasa con eso? —se extrañó Lionel—. El propio Delancey nos explicó que se había comprometido con una rica heredera irlandesa pero que no podría casarse con ella hasta haber demostrado a su clan que el de los Delancey no tenía nada que envidiarles.

—¿Y no te parece suficiente razón para tratar de eliminar del mapa a la persona que le impedía conseguir lo que más anhelaba? Un hombre loco de amor, dispuesto a hacer cualquier cosa, ¿habría retrocedido ante la oportunidad de acabar con un rival como Archer?

Lionel comprendió enseguida por dónde iban los tiros, aunque para frustración de Alexander no parecía estar tan convencido como él. Una arruga apareció entre sus cejas.

—Un hombre consecuente con sus principios… no se habría atrevido a acabar con la vida de un semejante. Pero no sabemos prácticamente nada de Delancey, ni de su moral.

—Pudo haberlo hecho, Lionel —insistió el profesor. Maud había desaparecido dentro de Maor Cladaich, por lo que siguió diciendo apresuradamente—: Cuando se presentó en el castillo nos llamó la atención lo fuerte que era pese a estar tan delgado. ¿No recuerdas cómo cargó con sus baúles por la escalera como si no pesaran nada? ¿No podría haber agarrado con las dos manos la cabeza de la estatua con la que golpearon a Archer?

—Y cuando encontramos a Ailish al lado del cadáver de Archer —continuó Lionel—, Delancey no estaba con nosotros; apareció al mismo tiempo que Oliver, y todos pensamos que había venido corriendo desde el castillo como él. ¿No se habría escondido en los jardines hasta estar seguro de que encontraban a otra persona en la escena del crimen, y contando con la lluvia para que borrara además cualquier huella dactilar?

El profesor asintió con la cabeza. Lionel, no obstante, aún no parecía convencido.

—Reconozco que todas esas teorías son plausibles, pero esto no es un juego de niños, Alexander. Estamos hablando de un asunto tan serio como denunciar a un hombre que puede no ser más culpable que nosotros. ¿Cómo vamos a presentarnos en Dublín con una acusación contra Delancey sin poder aportar pruebas de ningún tipo?

—Cualquier cosa será mejor que permanecer mano sobre mano durante las horas que faltan para que conduzcan a Ailish al cadalso. Tenemos que contárselo a Rhiannon.

Lionel apretó los labios, pero la expresión de su amigo no dejaba lugar a dudas; no había nada que pudiera decir para hacerle cambiar de opinión. Aunque volver a darle esperanzas a aquella pobre madre le resultaba increíblemente despiadado. Alexander dio unos cuantos pasos más allá del océano de luz que se derramaba sobre los escalones.

—¿Dónde se ha metido? ¿Has vuelto a verla desde que nos separamos?

—No —contestó Lionel, encogiéndose de hombros—. Habíamos decidido ocuparnos cada uno de una zona de los jardines. Se me ocurrió que la suya fuera la que se extiende al este de Maor Cladaich por ser la más despejada. Allí no debe de haber tantas ramas caídas.

—Vamos a buscarla ahora mismo. Aún estamos a tiempo de regresar a Dublín con la salida del sol. Y si logramos que nos reciban en Kilmainham, con un poco de suerte…

Lionel no tuvo más remedio que seguirle por entre los tejos que los separaban del acantilado, apartando las ramas a su paso y avanzando casi a la carrera por encima de los troncos más jóvenes que el vendaval había echado por tierra. El llanto de Fionnuala los seguía como una sombra, demorándose tras las maltratadas esculturas, enredándose en las columnas cubiertas de óxido del antiguo cenador. La hierba descuidada que crecía en las zonas de los jardines en las que Wyvern no había trabajado durante años parecía abrazarse a sus zapatos, pero en el momento en que dejaron atrás la frontera de los últimos árboles no encontraron más que vacío. Allí los sollozos de la mujer sin cuerpo casi quedaban eclipsados por el rugido de las olas estrellándose contra las rocas.

—Ahí está Rhiannon —dijo Lionel de repente, señalando con un dedo—. Parece que tampoco ha logrado dar con ella. Lo raro es que no haya vuelto con nosotros cuando…

Enmudeció. Lo mismo le pasó a Alexander. Los dos sintieron un idéntico vuelco en el estómago cuando se dieron cuenta de lo que se proponía hacer Rhiannon, que se había detenido de espaldas a ellos encima de las últimas piedras, totalmente perdida en sus pensamientos.

—No… —logró articular Alexander a duras penas, echando a correr de nuevo hacia ella con el corazón encogido—. ¡Rhiannon, aléjese de esa zona! ¡Es demasiado resbaladiza!

Apenas les separaban una decena de metros, pero sus palabras parecieron demorarse en alcanzar los oídos de la mujer. Cuando por fin lo hicieron, Rhiannon se dio la vuelta muy despacio. Su vestido negro se confundía con la noche, con la inmensidad del mar que se extendía a sus espaldas; lo único blanco que podían ver era su rostro y la espuma que salpicaba cada pocos segundos su ropa.

—Rhiannon… —repitió Alexander, deteniéndose poco a poco. No se atrevía a hacer nada demasiado precipitado; la mirada de ella, más desencajada que nunca, lo asustó—. Rhiannon, por favor, venga con nosotros… Tiene que regresar aquí…

—No puedo dejar de oírla —murmuró Rhiannon—. Ella lo sabe, profesor…

—Tranquila, Rhiannon. Le prometo que trataremos de salvar a su hija. Lionel y yo tenemos una teoría con la que podríamos sacarla de la cárcel. No haga ninguna locura…

—Usted mismo lo ha dicho —prosiguió Rhiannon—. La banshee está anunciando la muerte de alguien, pero… pero no tiene por qué ser la de mi Ailish…

—Claro que no —exclamó Lionel—. ¡Pero tampoco la suya, Rhiannon!

Ella dudó durante unos instantes, mientras la brisa cargada de sal que recogía los sollozos de Fionnuala se enredaba en los pliegues de su vestido y revolvía sus cabellos dorados.

—Roxanne —murmuró de repente. Había clavado sus ojos en los de Alexander—. Sé que usted me comprenderá. Que no me juzgará como los demás. Habría hecho lo mismo si se le hubiera presentado la posibilidad de salvarla. Su pequeña era lo mejor que tenía.

—¿Qué está…? —comenzó a decir Lionel, pero Alexander le apartó con su brazo sin dejar de sostenerle la mirada a Rhiannon. Algo recorrió de repente la cuerda invisible que unía sus ojos, la promesa de lo que podría haber sido, de un futuro que no existiría.

—Nada más que una muerte —repitió Rhiannon—. Adiós, profesor Quills.

Alexander se precipitó hacia ella al ver que echaba la cabeza atrás. Rhiannon se dejó caer de espaldas por el acantilado, con los ojos clavados en las estrellas como si quisiera despedirse de ellas. Al profesor le dio tiempo a rodear su cintura con los brazos, pero el peso muerto de ella pareció tirar de los dos hacia las profundidades, y los pies de Alexander dejaron de estar en contacto con las húmedas rocas del acantilado. Apretó los párpados con fuerza, con el viento silbando en sus oídos y el rugido de las olas taladrando su cabeza momentos antes de impactar contra el agua. Golpear la superficie del mar le dolió tanto como si se hubiera arrojado sobre una plancha de hierro. Sin atreverse a abrir los ojos, se agarró con fuerza a la cintura de Rhiannon para mantenerla apretada contra sí, aunque no pudo evitar que las olas que empezaron a zarandearles de un lado a otro acabaran apartándole de ella.

Alexander trató de impulsarse con los pies hacia arriba, pero su cabeza apenas había asomado por encima de la quebradiza frontera de agua cuando una nueva ola lo devolvió a las profundidades, y una segunda lo empujó aún más contra unas rocas que no se distinguían desde lo alto del acantilado. Luchó a brazo partido con las violentas corrientes que lo sacudían, y durante un instante le pareció que podía sentir a su izquierda el roce del vestido de Rhiannon, pero cuando alargó una mano para agarrarlo, no encontró más que vacío. «Aire —pensó el profesor, sintiendo una nueva punzada en los pulmones—. ¡Necesito aire!» ¿Pero dónde se encontraba la superficie del agua? ¿Por qué su sentido de la orientación no le permitía distinguir la dirección en la que estaba braceando?

No sirvió de nada que consiguiera ascender un par de metros; el mar había decidido tragárselos a los dos. La punzada que laceraba sus pulmones se acentuó aún más; las manos de Alexander se quedaron sin fuerzas para seguir moviéndose; sus piernas se detuvieron exhaustas. Cuando por fin abrió los ojos le sorprendió comprobar que el rugido del agua en plena efervescencia, con sus miles, millones, de minúsculas burbujas, no se oía por debajo de las olas. De repente el mundo se había quedado en silencio.

Alexander cerró suavemente los ojos. Ni siquiera se dio cuenta de cómo se abrían sus labios, dejando que el agua inundara sus pulmones para acallarle de una vez por todas.