38
A Alexander y Lionel les llevó casi un cuarto de hora escalar las empinadas rocas del acantilado, pero cuando por fin alcanzaron la cumbre no tuvieron tiempo de recuperar el aliento. Sin cruzar palabra echaron a correr colina abajo en la dirección en la que se hallaba la verja de Maor Cladaich. Querían llegar al pueblo lo más pronto posible, aunque se llevaron una sorpresa al tropezarse con alguien que en aquel mismo instante se disponía a entrar en la propiedad. En el caso de Lionel se trató de un tropiezo literal porque estuvo a punto de hacerle caer al suelo en su precipitada carrera.
—¡Dios mío, señor Lennox! ¡Debe de tener mucha prisa para ir arrollando así a la gente!
No habría necesitado escuchar su voz para reconocerla; le habría bastado con oler un segundo aquella familiar fragancia a sándalo que parecían exhalar sus cabellos.
—¡Señorita Stirling! ¿Qué significa…? ¿Qué está haciendo aquí?
—Creo que eso debería preguntárselo yo —comentó la joven—. ¿Ha pasado algo en el castillo? ¿Para qué bajan al pueblo?
—Ahora no tenemos tiempo para explicárselo —soltó Alexander antes de que Lionel pudiera abrir la boca—. Lamento ser grosero, pero se trata de un asunto de vida o muerte. Aunque tampoco entiendo qué la ha traído a usted a Kilcurling.
La señorita Stirling alzó la mano con la que sujetaba una pequeña maleta de piel negra.
—Me extrañó que desaparecieran tan precipitadamente de Green Street Court ayer por la tarde. Temí que les hubiera sucedido algo, así que esperé fuera de la sala de juicios pero no me encontré más que con el señor Saunders y el señor Westwood. Me contaron que ustedes habían regresado a Kilcurling porque habían dado con la manera de demostrar que la señorita O’Laoire es inocente… y decidí pasar por el hotel Gresham para recoger unas cuantas cosas antes de dirigirme de vuelta a Maor Cladaich. Supuse que mi ayuda podría serles útil. —Y se encogió de hombros—. Ya saben que estoy tan convencida como ustedes de que esa pobre niña no tuvo nada que ver con el asesinato de Reginald Archer.
—Se lo agradecemos mucho —contestó Lionel, conmovido en su fuero interno ante aquel arrebato—. ¿Pero cómo ha llegado hasta aquí? ¿Ha venido en una diligencia?
—Sí, en uno de esos coches medio destrozados que se van parando en cada uno de los pueblos de la costa. Por suerte no he hecho el viaje sola; el señor Delancey también ha venido conmigo.
—¿Qué está diciendo? —exclamó Alexander—. El señor Delancey… ¿El señor Delancey la ha acompañado?
—Es lo que acabo de decir, profesor. Pero no entiendo a qué viene tanta sorpresa.
—Este no es el mejor momento para contárselo, mi querida señorita Stirling, pero puede que haya corrido un grave peligro —dijo Lionel a media voz—. El profesor Quills tiene la teoría de que fue él quien asesinó a Archer.
Los labios de la señorita Stirling dibujaron un círculo perfecto.
—¿Qué tontería es esa? ¿Cómo creen ustedes que un caballero como Delancey…?
—¡Dejemos para más adelante esta charla! ¡Dentro de poco se hará de día y no nos quedará más tiempo! —estalló Alexander, dando un empujón a Lionel para que cruzara la verja del castillo—. Sentimos tener que dejarla sola en este momento, señorita, pero no podemos permitir que Delancey escape. Lo mejor será que vaya a Maor Cladaich; allí encontrará a Maud y podrá pedirle que le sirva algo caliente para recuperarse del viaje.
—Ni en sueños —se apresuró a contestar ella, soltando su maleta sin miramientos al lado de la verja y arremangándose el vestido para ir tras ellos—. No van a librarse de mí. Tres pares de ojos pueden hacer más que dos.
«Cuatro harían más aún», pensó Alexander, lamentando más que nunca no llevar puestas sus gafas. Lionel le dirigió una fugaz sonrisa a la señorita Stirling y la cogió de la mano mientras seguían al profesor a todo correr hacia el centro del pueblo. La joven les contó que Delancey se había dirigido a The Golden Pot después de que se separaran en la plaza del mercado, aunque no imaginaba qué se traía entre manos en aquel lugar.
Cuando Alexander empujó la puerta comprobó con sorpresa que no estaba cerrada pese a que aún no hubiera amanecido. Encontraron a Donnchadh y Fiona sentados en una de las mesas, hablando en susurros de asuntos bastantes graves a juzgar por sus ojeras y por el hecho de que se sobresaltaran al verles como si les hubieran pinchado con agujas.
—¡Profesor Quills! ¡Señor Lennox! ¡Vaya una coincidencia!
—Precisamente estábamos hablando en estos momentos de ustedes… y de la señorita O’Laoire —dijo Fiona en voz baja, anudándose la bata alrededor de la cintura—. ¿Es cierto que la han condenado por la muerte de Archer? No se habla de otra cosa en el pueblo…
—Delancey —dijo Alexander sin darle tiempo a acabar—. ¿Saben si un hombre llamado Delancey ha reservado una habitación?
La sorpresa de Donnchadh no hacía más que aumentar, pero aun así contestó:
—No lo ha hecho, profesor Quills. Yo también creí que estaría interesado en que le diéramos hospedaje…, pero no era una habitación lo que ese caballero buscaba. Quería hablar con mi hija Jemima lo antes posible. Ella también regresó anoche a Kilcurling —añadió ante la perplejidad de Alexander y Lionel—. La trajo un comerciante que se dirigía a Greystones con su carromato. No quiso contarnos nada del juicio, supongo que porque se sentiría bastante cansada después del viaje… Se encerró en su cuarto sin cenar siquiera.
—Pero cuando oyó que Delancey llamaba a nuestra puerta para hablar con ella se levantó de inmediato —siguió diciendo Fiona—. Le hizo subir a nuestra habitación y nos prohibió que les molestáramos, aunque eso nos pareció muy inapropiado. Sinceramente, no sé qué puede ser tan urgente para que un caballero nos saque de la cama a estas horas…
—Me temo que nos hacemos una idea —murmuró Lionel mirando a Alexander. No necesitaba oír nada más para darse cuenta de que su amigo tenía razón en lo concerniente a Delancey… ni para adivinar cuáles eran los asuntos que tenía que tratar con Jemima. Los ojos del profesor se desviaron hacia la escalera.
—Ya no están ahí arriba —se le adelantó Fiona—. Delancey bajó hace un rato a toda velocidad sin molestarse en pedirnos disculpas, y Jemima le siguió un minuto después, desmelenada y con un chal puesto por encima del camisón. No tenemos ni idea de adónde se dirigía, aunque no creo que haya ido muy lejos. Puede que Delancey quisiera algo que hubiera olvidado en Maor Cladaich antes de marcharse a testificar a Dublín…
—O puede que tuviera que cumplir con su parte del trato —dijo la señorita Stirling.
Los dos Lawless se la quedaron mirando, sorprendidos tanto por su extraño acento como por el tono que había empleado. También ella había conseguido atar cabos.
—Ahora todo encaja —dijo la señorita Stirling volviéndose hacia los ingleses—. Ahora resulta comprensible lo que hizo esa muchacha en Green Street Court. Si según ustedes fue cosa de Delancey, no tendría nada de particular que le hubiera prometido a Jemima una hermosa cantidad de dinero a cambio de que acusara a la señorita O’Laoire de cometer este crimen.
—¿Qué están insinuando? —se horrorizó Fiona—. ¿Creen que mi hermana habría sido capaz de…? ¿Piensan que podría traicionar a la familia a la que ha servido… declarando contra una inocente?
—Me temo que no se trata de que nosotros lo pensemos, señorita Lawless —le dijo Lionel mirándola tristemente—. Ayer lo hizo delante de todo el mundo. No tendrán que esperar mucho para enterarse de los detalles; estoy seguro de que todos los periódicos del día hablarán de este asunto. La de Delancey ha sido una jugada perfecta.
—No tan perfecta —le interrumpió Alexander— puesto que la verdad ha terminado saliendo a la luz. Sé que esto resulta espantoso para ustedes, pero necesitamos que nos echen una mano antes de que sea tarde. Puede que Jemima se encuentre en peligro, uno mucho más grave de lo que ella misma imagina. ¿Dónde creen que podrían estar?
—Yo…, cuando me asomé a la puerta después de que mi hermana se fuera… me dio la sensación de que se dirigía a Maor Cladaich —balbuceó la joven—. Me pareció que se adentraba en el cementerio para tomar un atajo por el sendero que desemboca al pie de la colina…
Alexander no necesitó oír más. Les hizo un gesto a Lionel y a la señorita Stirling para que le siguieran fuera de The Golden Pot, agradeciéndoles a los Lawless su ayuda, aunque ninguno de los dos pareció escuchar lo que les decían, pues se habían quedado completamente paralizados.
Los tres atravesaron de nuevo a todo correr la plaza del mercado. Cruzaron el arco de piedra que daba acceso al cementerio, y una vez traspasado el umbral, Alexander se detuvo. El recinto parecía estar desierto en aquel momento; la delgada franja anaranjada que habían distinguido al pie del acantilado se había ensanchado en los últimos instantes, pero los primeros rayos de sol aún no habían alcanzado el camposanto. La señorita Stirling se estremeció.
—No es que tenga nada en contra de los cementerios, pero una cosa es realizar una visita a plena luz del día y otra muy distinta recorrerlos casi a oscuras.
—Deme la mano —le pidió Lionel, aferrando de nuevo sus dedos enguantados. Sus palabras parecían rebotar contra las lápidas más cercanas, rompiendo aquel silencio de ultratumba con un eco inquietante—. Alexander, aquí no hay nadie. Fiona debe de haberse equivocado. No entiendo a santo de qué Delancey querría meterse en un lugar…
Se quedó callado cuando Alexander alzó una mano de repente. El profesor parecía haber reparado en algo a pesar de su miopía. Se llevó un dedo a los labios, haciéndoles un gesto para que le siguieran, y avanzaron en silencio por el sendero que atravesaba el cementerio colina arriba, en la dirección en que se encontraba Maor Cladaich. Cuando estaban a punto de doblar la esquina de la iglesia, Lionel fue a preguntar a Alexander qué demonios se suponía que había visto…, pero entonces lo vio él también, y a la señorita Stirling le sucedió lo mismo. Los tres se detuvieron, conteniendo el aliento.
Había alguien acurrucado detrás de uno de los cuatro panteones adosados a un lateral de la iglesia. Una forma negra de la que asomaban unas piernas que a simple vista podrían confundirse con las lápidas más cercanas.
—No hagáis ruido —les dijo Alexander sin mover casi los labios—. Si es Delancey aún tendremos la oportunidad de detenerle.
Pero no se trataba de Diarmuid Delancey. Casi estaban encima de aquel bulto cuando reconocieron unas curvas que se insinuaban por debajo de la tela de un camisón y una melena de un rubio rojizo enredada en unas briznas de hierba. Al rodear el panteón contra el que estaba recostada la figura se encontraron con el rostro de Jemima vuelto hacia lo alto. Tenía los ojos muy abiertos, al igual que los labios, incapaces ya de articular ningún sonido.
—¿Es… es Jemima? —preguntó la señorita Stirling en un susurro—. ¿Qué hace descansando precisamente ahora?
—Me temo que no está descansando —consiguió articular Lionel, pálido de repente—. Alexander, dime que solo se trata de un desmayo. No puedo creer que…
Se quedó callado cuando el profesor apartó una de las puntas del chal que cubría el pecho de Jemima. Los tres lo vieron al mismo tiempo a pesar de seguir en la penumbra: unas profundas marcas de color rojo rodeaban la garganta de la muchacha. Había sido estrangulada; alguien le había apretado el cuello y la había empujado de cualquier manera detrás del panteón para asegurarse de que nadie la encontrara hasta que los primeros fieles acudiesen a misa. La señorita Stirling se tapó la boca con un guante, y después miró a Lionel, cada vez más angustiado. Alexander rodeó a Jemima con un brazo para incorporarla, intentando localizarle el pulso con los dedos, aunque no tardó en cejar en su empeño con expresión derrotada.
—Supongo que tenía que quitarla de en medio —consiguió murmurar—. Parece que no se equivocaba, señorita Stirling: Jemima debía de haber llegado a alguna clase de acuerdo con Delancey antes de que se celebrara el juicio.
—No compró su silencio, sino lo contrario: compró su voz —corroboró la joven—. La persuadió para que acusara a la señorita O’Laoire en vez de a él, si es que Jemima sabía quién había sido el asesino. Pero seguramente se sintió tentada por la codicia, y cometió el error de pedirle a Delancey una recompensa mayor…
Lionel fue el único que no dijo nada. Tragó saliva, contemplando aquellos ojos azules que había visto entreabrirse tantas mañanas sobre los almohadones de su cama, aquellas pupilas congeladas para siempre en una mirada de horror dirigida a las estrellas que el rápido avance del amanecer comenzaba a apagar. Se agachó al lado de Alexander para cerrarle los ojos a Jemima, y estaba a punto de decirle algo al profesor cuando les sobresaltó un sonido metálico que se propagó por el cementerio.
—Viene del otro lado del recinto —anunció la señorita Stirling mientras los dos hombres se ponían de pie—. Me parece que… ¡me parece que Delancey está ahí!
—Quédese aquí —le ordenó Lionel, echando a correr detrás de Alexander en la dirección que les había indicado—. ¡Esto es asunto nuestro! ¡No se le ocurra acercarse!
Ascendieron la colina a la mayor velocidad hasta que, a una veintena de metros de la verja que cerraba aquella parte del recinto funerario, les llegó de nuevo el mismo sonido metálico. Y entonces comprendieron qué lo estaba provocando: Diarmuid Delancey se aferraba con ambas manos a la puerta por la que se salía del cementerio, justo enfrente de la entrada a Maor Cladaich. El irlandés la sacudía ansiosamente para tratar de hacer saltar el herrumbroso candado que solían echar cada noche; debía de haber oído cómo se acercaban por el extremo opuesto del cementerio y comprendido que no le quedaba más escapatoria que aquella.
—Es una hora curiosa para dar un paseo entre tumbas, señor Delancey —saludó Alexander mientras se detenían a escasa distancia de él. El aludido se dio la vuelta con un respingo; tenía los ojos desencajados y su rostro pálido estaba cubierto de sudor.
—Y aún más curiosa para aumentar el censo del cementerio —añadió Lionel—. Supongo que estará orgulloso de lo que ha hecho. ¿No le parecía suficiente un asesinato?
—No entiendo… no entiendo de qué me están hablando —balbuceó Delancey—. Si se refieren a la desdichada muerte de Archer…, bueno, todos asistimos hace unas horas al juicio contra la señorita O’Laoire, y me parece que quedó bastante claro que…
—Ailish Ní Laoire ha sido hallada culpable por un testimonio que usted compró de labios de una muchacha a la que los celos y la ambición hicieron perder el norte —espetó Alexander dando un paso hacia Delancey. El joven trató de retroceder, pero la verja le cortaba el paso—. Ha sido condenada a morir en la horca por el crimen que usted cometió. Pensaba permanecer de brazos cruzados mientras la ejecutaban solamente por su deseo desesperado de hacerse con Maor Cladaich. Aunque fuera asesinando a la persona que la señora O’Laoire había escogido como su futuro propietario.
Pronunciar el nombre de Rhiannon le provocó una punzada en el corazón, aunque se esforzó para que su semblante se mantuviera impasible. Delancey aún les sostuvo la mirada unos segundos, como si estuviera luchando a brazo partido con su inteligencia para darles una excusa que pareciera coherente, hasta que se acabó rindiendo. Una especie de jadeo escapó de sus labios, una carcajada en la que no pudieron percibir más que dolor.
—¿Piensan que he hecho todo esto por Maor Cladaich? —se lamentó casi en susurros—. ¿Que he matado por Maor Cladaich? ¿Por ese montón de piedras polvorientas —hizo un gesto con el mentón hacia lo alto de la colina— que en cualquier momento puede venirse abajo?
—Si quiere que seamos sinceros con usted, señor Delancey, los motivos que le han llevado a cometer estos asesinatos nos importan muy poco —contestó Lionel de malos modos.
—Pero a mí no —susurró el aludido—. No después de haber llegado tan lejos… ni de haberme convertido en la clase de persona a la que más he odiado durante toda mi vida.
No había rastro de la señorita Stirling; Lionel supuso que habría regresado lo más pronto posible a The Golden Pot para pedir ayuda a los Lawless. Dio un paso adelante para sujetar a Delancey, pero el irlandés gritó «¡Atrás!» y sacó de su pesado abrigo de pieles algo con lo que les apuntó. Los dos se detuvieron al encontrarse cara a cara con el cañón de una pistola. El arma temblaba en la mano de Delancey, pero seguía siendo capaz de matar…
—Atrás —repitió Delancey en el mismo tono de voz entrecortado, apuntando primero a Lionel y después a Alexander—. Si dan un paso más les juro que se arrepentirán. No me obliguen a añadir sus muertes a la lista de mis pecados. Ya he tenido más que suficiente.
—Idiota —le espetó Lionel en voz baja—. ¿No entiende que no hace más que empeorar su situación?
Delancey volvió a apuntarle con su pistola, menos temblorosa que antes.
—Son ustedes muy listos —siguió diciendo pasados unos instantes—. Supongo que se han demorado antes al encontrar el cuerpo de… de la sirvienta. Me dolió deshacerme de esa chica, pero les aseguro que no me dejaba otras opciones. Resultó ser más ambiciosa de lo que había imaginado al principio.
—Jemima sabía que fue usted quien asesinó a Archer —dijo Alexander.
—Me vio a través de una de las ventanas del primer piso del castillo. El testimonio que dio al juez Driscoll era cierto…, salvo por la identidad de la persona que seguía a Archer. Poco después de que la policía se llevara a la señorita O’Laoire, cuando acababa de regresar a mi dormitorio, llamó a mi puerta para contarme lo que había visto. Tendrían que haberla oído. —Delancey sacudió la cabeza con una curiosa expresión en su rostro, una mezcla de admiración y asco—. No le tembló la voz en ningún momento, ni temió que le pudiera pasar lo mismo que al norteamericano. Sabía lo que quería, y se daba cuenta de que nunca en su vida tendría una manera más rápida de hacerse con una buena cantidad de dinero. No era nada significativo para mí, pero supongo que le habría bastado para comenzar una nueva vida en otro lugar. Creo que quería marcharse de aquí como fuera.
Esta vez fue Lionel quien experimentó una punzada, el perverso aguijón de la culpabilidad. Nada de aquello habría sucedido si no le hubiera dicho a Jemima que no se la llevaría consigo a Oxford.
—Pero dado el éxito de su chantaje, la chica debió pensárselo mejor —comentó Alexander en voz baja y con todos los músculos en tensión—. Y esta noche, cuando usted acudió al pub de su padre para entregarle la suma convenida, se le ocurrió acosarle con una nueva exigencia. Una cantidad más suculenta, me imagino…
—Y un pasaje a Inglaterra —murmuró Delancey—. Si no lo hacía en doce horas prometía presentarse de nuevo en Green Street Court para desmentir su testimonio. Me parece que no se le pasaron por la cabeza las repercusiones que podría tener su denuncia, teniendo en cuenta que estaba sometida a un juramento. Le obsesionaba el dinero, pero yo no podía dejar que su codicia me hiciera perder más tiempo. Tuve que eliminarla antes de que con sus gritos empezara a alertar a todos los vecinos de lo que estaba sucediendo. Sé que no debí permitir que una cría con delirios de grandeza me enredara en semejante juego, pero así ha sido.
—Hay algo que no entiendo —dijo Lionel. Delancey volvió a posar sus ojos acuosos en él sin dejar de aferrar la pistola con unos dedos cada vez más enérgicos—. ¿Qué se le había perdido a Archer en los jardines del castillo aquella noche? ¿Qué pudo impulsarle a salir por una ventana de la planta baja, burlando la vigilancia de los dos hombres de la Royal Irish Constabulary, y ponerse a deambular por los alrededores de Maor Cladaich?
—Ah, de eso no tengo la menor idea —le contestó Delancey, y parecía hablar con toda sinceridad—. Lo único que puedo decir es que al asomarme a mi propia ventana le vi dando vueltas por ahí como si estuviera borracho, o puede que sonámbulo. —Guardó silencio unos instantes, cada vez más abrumado por la culpa—. Les juro que si las cosas hubieran sido distintas, si la señora O’Laoire me hubiera escogido a mí, nunca se me habría pasado por la mente la idea de acabar con un semejante. Me educaron como un buen cristiano, señores; y hasta aquella maldita noche nunca había puesto mi alma en peligro.
—¿Por qué lo hizo, Delancey? —le preguntó Alexander en voz baja. Aunque nunca lo habría reconocido, no podía dejar de sentir cierta lástima por aquel hombre que, ahora se daba cuenta, no estaba a la altura de sus pecados—. ¿Por qué tuvo que traicionarse a sí mismo de esa manera? Asesinar a alguien a sangre fría…
—Fue por… ella —logró articular el joven—. Por Méabh O’Brien. El amor de mi vida.
Ninguno pareció demasiado sorprendido; Delancey desvió la mirada de uno a otro.
—La tarde en que me citaron en la biblioteca para averiguar cuánto estaba dispuesto a ofrecer por Maor Cladaich, tendrían que haberse dado cuenta de que haría cualquier cosa, lo que fuera, absolutamente lo que fuera, por conseguir el castillo… y a la banshee. Porque era la única manera de convencer a los padres de Méabh de que la familia de los Delancey era digna de emparentar con la suya. Méabh se hallaba al tanto de lo que la criatura podría hacer por nuestra relación, y me hizo prometerle en la última ocasión en la que nos encontramos que no me detendría ante nada para conseguirla… ni ante nadie.
—Ni ante la vida de un hombre —murmuró Alexander.
—Ya veo que lo entiende, profesor. Sabía que usted lo haría —asintió el irlandés, y siguió diciendo—: Si lo eliminaba, lo suyo sería que la señora O’Laoire me escogiera como sucesor. Y en el supuesto de que prefiriera a la señorita Stirling, algo poco probable teniendo en cuenta lo que le dijo, no me habría quedado más remedio que añadir un crimen a mi lista, por mucho que me odiara a mí mismo el resto de mi vida…
—Hijo de mala madre —le espetó Lionel de repente. A Alexander no le dio tiempo a sujetarle antes de que se arrojara contra Delancey—. No puedo creer que se atreviera…
Calló al encontrarse con el cañón de la pistola apretado contra la frente: Delancey había acortado la distancia que los separaba.
—No trate de hacerse el héroe a estas alturas, señor Lennox. No pretenderá que me crea que siempre se ha comportado de una manera tan… abnegada con las mujeres. Le aseguro que no es lo que esa pobre chica, Jemima, me contó acerca de usted. —Y apoyó el dedo índice en el gatillo con renovada determinación—. Siento mucho que no pueda seguir comportándose como un héroe con esa dama que le ha sorbido el seso…
Lionel abrió la boca, pero no le dio tiempo a responderle. Antes de que Delancey acabara de hablar, un disparo resonó en el cementerio, un grito de dolor le siguió casi de inmediato y unas salpicaduras de sangre le mancharon de repente la frente y las mejillas.
Pero no era su sangre. Aturdido, Lionel observó cómo Delancey dejaba caer la pistola sobre la hierba. Una bala acababa de enterrarse en su mano, y el hombre había caído de rodillas, apretando los dedos destrozados contra su pecho. Solo al darse la vuelta entendió lo que había sucedido. El sol se había elevado poco a poco por encima del mar y los primeros resplandores le permitieron reconocer a la señorita Stirling acercándose a la verja del cementerio. Sostenía una hermosa pistola de cachas de carey en la mano, y parecía tan relajada como si acabara de abatir a un zorro en una cacería.
—¿Qué pasa? —preguntó extrañada ante sus miradas de estupefacción—. ¿Creen que Su Alteza Real me enviaría de viaje sin los medios necesarios para cuidar de mí misma?
Alexander no fue capaz de contestarle. Tampoco lo hizo Lionel, que se limitó a pasarse una mano temblorosa por la frente para enjugarse la sangre del hombre que en aquellos momentos se retorcía de agonía a sus pies. No necesitaba ser un experto para darse cuenta de que el disparo de la señorita Stirling había sido tan certero como para inutilizar sus falanges durante lo que le quedaba de vida…, el tiempo que transcurriera hasta que Delancey bailara su última contradanza al extremo de una soga.
Alexander y Lionel repararon entonces en las personas que se acercaban detrás de la señorita Stirling. Y reconocieron de inmediato al inspector Fitzwalter, que al oír el disparo se había apresurado a sacar su propia arma, y a los dos policías que se habían presentado con él en Maor Cladaich la noche del asesinato de Archer. Los tres jadeaban al detenerse a su lado; los muchachos se agacharon de inmediato junto a Delancey para inmovilizarle los brazos a la espalda, sin dejarse ablandar por sus gemidos de dolor.
—Así que era cierto —murmuró el inspector Fitzwalter—. Ya veo que no eran invenciones de la señorita Stirling. Tenemos ante nosotros al asesino de Reginald Archer.
—Supongo que tendrán que tomarle declaración cuanto antes —comentó Alexander.
—Aunque podemos adelantarles lo que les dirá: acaba de contárnoslo con pelos y señales cuando todavía pensaba que podría salir de esta. —Lionel se limpió las manos en el pantalón—. Me encanta que los criminales lo hagan. Es un detalle por su parte.
La señorita Stirling esbozó una sonrisa, guardándose la pistola de carey debajo del abrigo y acercándose a Lionel para pasarle por la frente su propio pañuelo de seda. Algo les distrajo de repente: un tumulto de voces y de sollozos procedente del otro extremo del cementerio. Fiona y su padre habían salido a todo correr de The Golden Pot al oír el estallido del arma, y al adentrarse en el recinto seguidos por algunos vecinos se habían encontrado con el cadáver de Jemima. Estaban demasiado lejos para darse cuenta de lo que hacían, pero les pareció observar cómo Fiona caía de rodillas sobre la hierba y Donnchadh se tambaleaba sin dejar de mirarla.
—Hay que ser miserable para hacer algo así —gruñó uno de los policías. Tiraron de Delancey para ponerlo en pie; el irlandés ni siquiera acertaba a defenderse—. Me parece que va a volver a Dublín antes de lo que esperaba. Aunque dudo que su dinero sea capaz de comprar a un abogado lo bastante hábil como para salvarle el pellejo.
—¿Qué hace, señor? —preguntó el otro policía. Fitzwalter se había dado la vuelta tan de repente que los había cogido por sorpresa—. ¿No quiere que lo llevemos a la comisaría?
—Por supuesto que sí. Ponedle las esposas y no lo dejéis moverse hasta que yo vuelva.
—Pero… ¿pero adónde se dirige usted?
Los muchachos intercambiaron una mirada confundida, pero el inspector no tenía tiempo para explicaciones. Simplemente les dijo:
—He cometido un error. Un terrible, un espantoso error. —Y comenzó a desandar el camino que conducía a la comisaría de Kilcurling—. Rezad todas las oraciones que sepáis para que me dé tiempo a remediarlo. No estoy dispuesto a pasar dos veces por lo mismo.
Echó a correr colina abajo lo más rápidamente que pudo. Pasó al lado de los dos Lawless, que habían roto a sollozar abrazando el cuerpo sin vida de la muchacha estrangulada. Pasó al lado de media docena de vecinos que le preguntaron a gritos algo que ni siquiera oyó. Dos minutos después el inspector salía de las caballerizas adosadas a la comisaría a lomos del más veloz de los animales con los que contaban sus hombres. Atravesó Kilcurling como una centella, golpeando con estrépito los adoquines mal cortados y haciendo que las ventanas se abrieran a su paso, y no tardó en tomar el sendero que conducía a Dublín. Eran cerca de las seis y media de la mañana y sabía que solo un milagro le permitiría llegar a la capital a mediodía.
«Patrick…». El nombre de su hermano no dejaba de aletear en sus labios. Espoleó más a su montura, y el animal dejó escapar un prolongado relincho. Su boca chorreaba espuma. «Si no llego a tiempo, si no consigo salvarla… será como si volviera a perderte de nuevo a ti…»
Pronto el sol se elevó en un cielo de un profundo azul y los campos que se sucedían a ambos lados del sendero se llenaron de campesinos que dejaban de lado lo que estaban haciendo para asistir con perplejidad al paso de aquel centauro ataviado con el uniforme de la Royal Irish Constabulary. El inspector Fitzwalter se mordió los labios cuando oyó repicar las campanas de la iglesia de Glenageary y comprendió que era demasiado tarde.
«No —se repitió de nuevo, inclinándose tanto sobre el cuello de su caballo que casi alcanzó la horizontal—. ¡Aún no está todo perdido! ¡No hasta que la vea en la horca!»
Para cuando el sol se encontraba casi sobre su cabeza los últimos pueblos habían quedado a sus espaldas y las torres y cúpulas de Dublín se recortaban en el horizonte. El inspector no pudo evitar que su respiración se convirtiera en un jadeo, dirigiendo su montura lo más rápido que pudo por las callejuelas que sabía que le acabarían llevando al barrio de Kilmainham. De la torre de una de las iglesias situadas en Dolphin’s Road se escapó una nueva cadena de campanadas; doce, comprobó con horror. Se dio cuenta en aquel preciso momento de que las personas que avanzaban en la misma dirección que él también compartían su meta.
Toda la ciudad parecía haberse echado a la calle. La aglomeración de carruajes y de bicicletas le había obligado a aminorar el ritmo, y el inspector Fitzwalter dejó escapar unos cuantos juramentos mientras hacía lo imposible por abrirse camino entre la multitud. Ya podía distinguir la verja que daba acceso a la entrada de la prisión, convertida en un asidero para cientos de personas que gritaban al mismo tiempo, con los ojos clavados en un mismo punto, justo encima de la puerta…
Fitzwalter pensó que se le pararía el corazón. Un par de mujeres se pusieron a dar chillidos cuando su caballo estuvo a punto de arrollarlas en su precipitación por alcanzar la verja de Kilmainham. Estaba planteándose si no sería mejor seguir a pie cuando el griterío se volvió más ensordecedor: el verdugo acababa de abrir la trampilla del balcón. Y una persona vestida de gris, una muchacha a la que el inspector Fitzwalter conocía muy bien, se había quedado suspendida en el aire, retorciéndose salvajemente al final de una cuerda que crujía con cada una de sus sacudidas.
Sabía que no podía esperar más. Indiferente a las miradas de estupefacción de los que le rodeaban, Fitzwalter se incorporó con los talones firmemente apoyados sobre los estribos. «Por ti, Patrick —pensó mientras sacaba su pistola del cinto—. Por lo que debería haber hecho para salvarte hace quince años.» Alargó el brazo, apuntó… y apretó el gatillo.
El primer disparo apenas rozó la cuerda, arrancando solo unas cuantas briznas antes de enterrarse en el muro de la prisión, con gran sobresalto del director y de los funcionarios que se habían quedado de pie en la parte interior del balcón. Pero el segundo acertó de lleno.
La bala destrozó las fibras de la soga, quebrándola en el acto. Y Ailish Ní Laoire se derrumbó sobre los adoquines, cayendo en el pequeño espacio que los guardas habían logrado despejar al pie del balcón mientras durara el ahorcamiento. Se precipitó como un fardo desde una altura de más de metro y medio, impactando tan ruidosamente contra el suelo que durante unos segundos los cientos de dublineses que abarrotaban el patio no pudieron pronunciar palabra. Después las primeras cabezas se volvieron hacia atrás, y aquel movimiento se repitió una y otra vez, como las olas del mar empujándose unas a otras, hasta que todos los ojos se posaron sobre el inspector. El director de Kilmainham había conseguido soltarse de sus hombres, que se habían apresurado a protegerle al oír los disparos, y se asomó al balcón navegando entre el estupor y la rabia.
—Mis disculpas, señor, pero ha habido una equivocación —proclamó el inspector a pleno pulmón. Todo el mundo seguía en silencio, pendiente de cada uno de sus gestos mientras se apartaban de su camino para que pudiera acercarse al edificio—. Esta muchacha a la que se disponían a ejecutar no es más culpable de la muerte de Reginald Archer que cualquiera de los presentes. La providencia me ha permitido llegar a tiempo.
La voz no le temblaba, aunque su cuerpo sí que lo hacía, tanto que se dejó caer de nuevo sobre la silla antes de que le fallaran las piernas. La reacción de la gente no se hizo esperar. Un clamor acogió sus palabras, y una salva de hurras se desató alrededor del jinete y de su montura mientras los guardas que se encontraban debajo del balcón se acercaban a todo correr a la joven maniatada, que aún no se había movido.
—Vaya, no hay duda de que la suya ha sido una aparición estelar —repuso el director sin dejar de contemplar cómo sus subordinados rompían filas para intentar reanimar a la muchacha. Uno sacó una navaja con la que trató de cortar precipitadamente la cuerda apretada alrededor de su garganta, y otro hizo lo propio con la que mantenía sus manos inmovilizadas a la espalda—. Pero me temo que todavía no tengo el gusto de conocerle…
Un nuevo griterío recorrió las primeras filas cuando uno de los hombres que habían luchado por acercarse al balcón derribó de un puñetazo a uno de los guardas que trataban de impedírselo.
Era Oliver, seguido por August. Las manos del muchacho temblaban al forcejear con el nudo que había estado a punto de acabar con Ailish. Ella continuaba completamente inmóvil, incapaz de reaccionar ni siquiera cuando la tomó en sus brazos y empezó a hablarle en voz muy baja.
—Mi nombre es James Fitzwalter, y soy el responsable de las fuerzas del orden del pueblo de Kilcurling —anunció el inspector mientras se detenía frente al balcón. Aunque se dirigía al director de la prisión, no dejaba de prestar atención a lo que estaba pasando a unos metros de distancia—. Yo fui quien detuvo a Ailish Ní Laoire al encontrarla junto al cuerpo sin vida del señor Archer en los jardines de Maor Cladaich. Algo que no debí hacer nunca, dado que acabamos de descubrir quién es el auténtico asesino.
Y entonces la misma muchedumbre hambrienta de espectáculo que durante el ahorcamiento había gritado en nombre de la justicia comenzó a aplaudir de entusiasmo. August había alcanzado a Oliver y a Ailish y se había arrodillado a su lado mientras el joven le levantaba la cabeza para tratar de hacerle la respiración asistida. Al principio no ocurrió nada, y lo mismo sucedió la segunda y la tercera vez, hasta que por fin los párpados de Ailish se estremecieron y sus labios temblaron debajo de los de Oliver. «¡Está viva!», le oyó gritar Fitzwalter entre lágrimas, apretándola contra su corazón mientras su pecho subía y bajaba a medida que el aire regresaba a sus pulmones. Sus ojos se abrieron de repente, llenos de miedo y confusión.
—Tranquila —le susurró Oliver, hundiendo el rostro en su cabello. Las manos de la muchacha se aferraron a sus muñecas en un arrebato de pánico—. Estás bien, mi amor —le siguió diciendo en voz baja—. Estás bien, y estás conmigo… Por fin todo ha terminado.
—Es… —logró articular Ailish, casi sin aliento—. ¿Es esto la muerte?
Sus pupilas no dejaban de agitarse, resbalando aterrorizadas por los semblantes de todo aquel gentío que hasta unos segundos antes la había abucheado.
—No —susurró Oliver sonriendo—. Es la vida.