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La reacción que provocaron las palabras de Alexander fue la que el profesor había imaginado. August se inclinó hacia delante sin dejar de sujetar su Earl Grey. Oliver no se movió, aunque sus ojos adquirieron un brillo que sus compañeros conocían muy bien. Lionel mostró cierto escepticismo, mientras hacía un gesto al camarero para que le trajera otra pinta de cerveza. Aún así Alexander estaba convencido de que su proverbial sentido de la aventura se había vuelto a poner en alerta. Sonriendo para sí, rebuscó en uno de sus bolsillos hasta que dio con un sobre que parecía haber sido manoseado a conciencia.
—Cuando llegué ayer a mi casa me encontré con una buena cantidad de cartas que la señora Hawkins había recogido para mí. Dos eran vuestras —señaló con la cabeza a August y a Oliver—, y las demás contenían las habituales invitaciones a actos sociales a los que nunca tengo tiempo de asistir… Menos esta que estáis viendo. —Levantó el sobre ante los ojos de sus amigos—. Viene de Irlanda.
August alargó la mano para cogerlo. Oliver se inclinó para inspeccionarlo a la vez.
—«Sra. Lisa Spillane. Kilcurling. Condado de Dublín. Irlanda» —leyó August en voz alta. La caligrafía llamaba la atención por lo redondeada y meticulosa que era, propia de una muchacha que acabara de salir de un colegio de monjas—. ¿Quién se supone que es?
—No tengo la menor idea —admitió Alexander—. Nunca he conocido a ningún Spillane.
—Es curioso —comentó Oliver— que no se atreviera a escribir la dirección de su casa.
—Querrá mantener el anonimato sin renunciar a contactar con Alexander —aventuró Lionel.
—¿Y cómo va a contestarle si no sabe dónde vive exactamente? Imagino que en un pueblo se conocen todos los vecinos, pero si quisiera responder a esta carta…
—La señora Spillane, sea quien sea, no espera que le responda —aclaró Alexander haciendo que sus compañeros guardaran silencio—. Lo que espera es que me traslade lo antes posible a Kilcurling para hacerme cargo de una investigación bastante peliaguda que no tiene que ver con ella, sino con algo muy extraño que está pasando en ese lugar.
August le pidió permiso con la mirada antes de abrir el sobre para extraer dos pliegos cubiertos por la misma caligrafía. Después se aclaró la garganta y empezó a leer:
Kilcurling
1 de febrero de 1903
Estimado profesor Quills:
Espero que sepa disculparme el atrevimiento de escribirle sin que nadie nos haya presentado. Recientemente ha caído en mis manos un ejemplar de la revista Light que contenía una crónica detallada de la conferencia que impartió hace algunos días en la sede londinense de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas. Debo decirle que lo que he leído acerca de sus teorías, y los aparatos tecnológicos con los que ha demostrado que realmente se puede establecer una comunicación con el Más Allá sin poseer las habilidades de un médium, ha llamado poderosamente mi atención, y me ha hecho pensar que usted debe de ser una de las pocas personas capaces de asesorarnos en estos momentos.
Me presentaré: me llamo Lisa Spillane y vivo con mi marido en el pequeño pueblo de Kilcurling, situado a unas veinticinco millas al sur de Dublín, a medio camino entre las poblaciones de Glenageary y de Ballybrack y muy cerca de las montañas de Wicklow. Como sin duda comprobará nada más poner un pie en este lugar, si acepta visitarnos cuando acabe de leer esta carta, el hecho de que nos encontremos tan cerca de la capital no ha impedido que nuestra tierra se haya erigido como una de las más misteriosas de la isla, con una gran proliferación de leyendas y supersticiones, sobre todo teniendo en cuenta el suceso que se ha producido hace un par de semanas y que, pese a no ser el primero de su clase del que hemos oído hablar, ha acabado adquiriendo proporciones realmente angustiosas.
En lo más alto de la colina que domina el pueblo, al borde mismo del acantilado que sobrevuela el mar que en nuestras tierras conocemos como Muir Éireann, se encuentra la fortaleza de Maor Cladaich. De este antiguo castillo medieval no se conserva más que la sombra de lo que fue en el pasado; en la actualidad no queda en pie más que una construcción en la que se han tenido que realizar toda clase de intervenciones en los últimos siglos para impedir que se viniera abajo. No obstante, aún sigue siendo el hogar de los O’Laoire, los descendientes del antiguo clan que se instaló en este lugar antes de la invasión de los normandos. Salta a la vista que la decadencia que se puede percibir en el castillo se ha hecho extensiva a la propia familia. En estos momentos solamente quedan con vida la esposa y la hija de Cormac O’Laoire, el último miembro varón de la dinastía, fallecido hace doce años a causa de una neumonía. Todo el mundo en Kilcurling está al tanto de los problemas económicos por los que están pasando, y que en última instancia las han obligado a poner en venta el castillo de Maor Cladaich para poder pagar todas sus deudas y, según se piensa en el pueblo, empezar una nueva vida en algún otro lugar donde sean capaces de olvidarse del esplendor de antaño y las estrecheces de ahora.
Mentiría si le dijera que las O’Laoire gozan de gran popularidad entre nosotros. Por diversos motivos no se han mezclado con el resto del vecindario desde los tiempos en que el amable señor Cormac seguía con vida. Me atrevería a decir que nadie las echará de menos cuando se marchen de aquí. Pero las O’Laoire tienen algo que quien adquiera Maor Cladaich también adquirirá sin remedio. Tienen una banshee desde tiempos inmemoriales, profesor Quills, una criatura sin la cual ninguna de las antiguas dinastías irlandesas que han llegado a nuestros tiempos puede considerarse de raigambre. Sé que muchos ingleses las consideran poco menos que unos personajes de cuento de hadas, pero le garantizo por Dios que en el caso que nos ocupa la banshee existe. Y lo que resulta más preocupante es que el paso del tiempo no la ha privado de la capacidad que se les ha atribuido de adivinar cuándo morirá algún miembro del clan.
Hace dos semanas la banshee anunció el inminente fallecimiento de alguien que se encontraba pasando la noche en Maor Cladaich. Pero, por injusto que pueda parecer, no se trataba de ninguna de las dos O’Laoire, sino de Fearchar MacConnal, uno de nuestros vecinos más queridos, un pobre anciano que cometió el error de querer hacerles una visita horas antes de que un infarto lo fulminara. Aquella noche se había dejado sentir en todo el condado una espantosa tormenta y a MacConnal no le quedó más remedio que pernoctar en el castillo de Maor Cladaich. Poco después de que amaneciera lo encontraron en el camino que conducía a la verja de entrada, tendido en medio de un charco de barro, con las manos alargadas hacia los barrotes de los que apenas le separaban un par de metros y los ojos abiertos, como si acabara de ver un fantasma… como sin duda alguna sucedió. Todo Kilcurling sabe que se trataba de un hombre sano, en plena posesión de sus facultades mentales, al que nunca habría intimidado un augurio de la Muerte de no haberse encontrado cara a cara con su portavoz.
¿Qué vio exactamente Fearchar MacConnal momentos antes de su fallecimiento? ¿Cómo podía saber la banshee de los O’Laoire que su corazón sufriría un ataque semejante si nunca había mostrado la menor señal de debilidad? Y lo más desconcertante de todo, lo que mantiene con el alma en vilo al vecindario, ¿por qué ha tenido que anunciar su muerte en vez de hacer lo propio con la familia a la que siempre ha pertenecido? Le aseguro que el miedo está causando todo tipo de estragos entre nosotros, profesor Quills. El miedo a que algo que hasta ahora había sido un privilegio de las familias poderosas, y al mismo tiempo su mayor condena, nos afecte a todos los demás sin que hayamos hecho nada para echarnos sobre los hombros esta carga.
En cuanto a las O’Laoire, no hará falta que le diga que no quieren hacer ninguna declaración al respecto. Se han eximido a sí mismas de cualquier responsabilidad relacionada con lo ocurrido a Fearchar MacConnal y tampoco han escuchado ninguna de las peticiones que les hemos hecho en los últimos días para que se pongan en contacto con algún especialista que pueda ayudarlas a controlar esta situación.
Kilcurling no será capaz de mantenerse mucho tiempo más en este estado de permanente tensión, esperando con cada puesta de sol que la banshee abandone los terrenos de Maor Cladaich para sollozar al pie de las ventanas de los enfermos, para acompañar con sus lamentos nuestras actividades cotidianas. Necesitamos que nos visite alguien como usted, profesor Quills, que pueda servirse de sus máquinas y su ciencia para dictaminar si nos encontramos en peligro o si por el contrario la banshee se conformará con ser una amenaza solo para las O’Laoire, como debería ser si hubiera justicia en este mundo.
Espero de corazón que lo que le he contado le llame lo suficiente la atención como para querer honrarnos con su visita. Si finalmente eso ocurre huelga decirle que podrá contar con toda la ayuda que precise por nuestra parte. En cierto modo estamos caminando por unas cañadas oscuras como las que mencionan los sagrados salmos y no vemos la hora de regresar de nuevo a la luz y la esperanza.
Reciba mis saludos más cordiales y mi mayor agradecimiento.
LISA SPILLANE
Un profundo silencio siguió a las últimas palabras de August. El clérigo se quedó pensativo durante unos segundos antes de doblar la carta para devolvérsela a Alexander junto con el sobre. Oliver, por su parte, parecía extasiado; sus ojos relucían de emoción.
—Ahora entiendo por qué has sido tan misterioso, Alexander —le susurró—. Esta carta ha sido como maná recién caído del cielo. ¡Es exactamente lo que necesitábamos!
Alexander asintió con la cabeza. Hacía un rato que se le había apagado la pipa sin que se diera cuenta. En las últimas veinticuatro horas había leído la carta de la señora Spillane media docena de veces, pero el efecto que le producía siempre era el mismo. Era el presentimiento de que el contenido de la carta era cierto y que, si se decidía a marcharse a Kilcurling, lo que descubriría allí sería lo más grande que se publicaría nunca en Dreaming Spires. La salvación del periódico estaba a su alcance.
Lionel carraspeó para atraer la atención de sus amigos. Era el único de los cuatro al que no parecía haber impresionado demasiado lo que acababan de escuchar.
—Sé que os vais a echar encima de mí, pero… ¿qué se supone que es una banshee?
—Un espíritu femenino —se apresuró a contestar Oliver antes de que los demás pudieran abrir la boca—. Una de las criaturas más conocidas del folclore irlandés. Me parece que su nombre procede del gaélico bean sídhe, que significa «mujer de los túmulos»…
—Ahórrame una explicación filológica. ¿Qué tienen de particular esas banshees?
—Que no son fantasmas. No se comportan como un alma en pena. Jamás se comunican con los vivos, ni pueden hablar por mediación de un médium. Cada una de las que según la tradición siguen existiendo en Irlanda pertenece a una de las grandes familias de la isla, a las que han servido desde hace siglos. Y solamente se manifiestan en los momentos previos a un duelo, anunciando con sus sollozos una muerte inminente…
—Tradicionalmente se ha considerado que las banshees son una especie de heraldos de la Muerte —le explicó Alexander a Lionel, que había enarcado las cejas—. Cuando uno se las encuentra puede dar por hecho que en cuestión de horas morirá alguien cercano.
—Recorren los campos neblinosos con el cabello suelto sobre los hombros, largo y enredado en las ramas de los árboles como las hadas de los cuentos —continuó Oliver con la mirada perdida y soñadora—. A veces se elevan en el aire para alcanzar la ventana de la habitación en la que está descansando un enfermo, que al oír sus sollozos sabe que no le queda mucho tiempo de vida. Por eso poseen tan mala fama, aunque en realidad son…
—Las más cenizas de las criaturas sobrenaturales, por lo que veo —comentó Lionel.
—A mí me parecen fascinantes —replicó Oliver con mala cara—. Ojalá pudiéramos contar en Inglaterra con unos espíritus tan extravagantes. Nuestras almas en pena no tienen nada que hacer al lado de una hermosa mujer de cabellos ondulantes, con una túnica evanescente…
August sonrió mientras alzaba de nuevo la taza para dar un sorbo a su té. Lionel se arrellanó en la silla, sacudiendo la cabeza mientras se balanceaba sobre las patas traseras.
—No me entra en la cabeza que creáis en cosas semejantes. Entiendo que Oliver lo haga, porque Oliver debe de creer todavía en todas las historias que cuentan las abuelas a sus nietos. —Oliver le dio un empujón que estuvo a punto de volcar la silla, aunque Lionel se recuperó a tiempo—. Pero vosotros dos —añadió mirando a Alexander y a August— sois hombres adultos que siempre preferís anteponer la ciencia al romanticismo. ¿Realmente pensáis que puede haber algo cierto en lo de las banshees?
—¿Por qué no podría haberlo? —contestó Alexander, cruzando los brazos encima de la mesa—. Los irlandeses están absolutamente convencidos de que existen. Y me atrevo a decir que son unas personas de lo más familiarizadas con los fenómenos sobrenaturales.
—Alexander, por favor. Esto no es más que una superchería. Un cuento de niños…
—Parece mentira que digas esas cosas —le criticó Oliver—. Dreaming Spires ha publicado docenas de artículos sobre almas en pena, casas encantadas, maldiciones, poltergeists… ¡Y nunca hasta ahora te había parecido que lo que hacíamos careciera de criterio! ¡Una banshee es igual de real!
—Tú mismo has dicho que estás convencido de que el espíritu de Meresamenti te acompañó mientras visitabas su tumba —añadió Alexander—. ¿No te resulta igual de raro?
—Estamos hablando de cosas muy distintas —protestó Lionel—. Todo el mundo sabe que los espíritus existen. Los fantasmas no son más que personas como cualquiera de nosotros que se han quedado ancladas a este mundo porque dejaron al morir cuestiones pendientes. La ciencia y la parapsicología han demostrado que existen, y también los médiums como August. Pero una criatura de ultratumba que decide someterse de manera voluntaria a unos mortales, por ricos que sean, para avisarles de cuándo pasarán a mejor vida… Lo siento, pero no le veo sentido.
—Recuerda las palabras de Shakespeare: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que sueña tu filosofía» —le dijo August en tono solemne—. Si tuviéramos que ver para creer, nada de lo que hacemos en Dreaming Spire tendría el sentido del que hablas.
Lionel tuvo que guardar silencio, aunque no relajó el ceño. Alexander lo miró por unos segundos antes de desviar su atención hacia Oliver. El muchacho había cogido la carta de la señora Spillane y la releía tan ávidamente que sus pupilas parecían bailar. «Se muere de ganas de poder escribir sobre esto —adivinó el profesor—. Lo del espejo de Meresamenti ha debido de suponer una gran decepción para él.»
—Bien, supongo que la mejor manera de averiguar si lo que nos cuenta esta mujer es cierto es marcharnos a Irlanda —declaró el profesor—. A mí me parece una historia que merece la pena investigar. Si ninguno de vosotros está dispuesto a acompañarme puede decirlo sin rodeos. Yo, desde luego, pienso embarcarme hacia allí.
—Y yo pienso ir contigo —se sumó Oliver sin dudarlo—. Cuenta conmigo, Alexander.
—¿No tendrás problemas con la gente del Balliol College? Puede que tardemos bastante en regresar a Oxford. Y si aún no has acabado con tu Diccionario de proverbios latinos…
—Haré horas extra a partir de esta noche —dijo Oliver con determinación—. Pero esto no me lo pierdo.
Alexander asintió con la cabeza. Apretó con una sonrisa el hombro de Oliver, que cada vez parecía más emocionado, y se volvió de nuevo hacia Lionel. El joven suspiró.
—Supongo que no me queda elección. No pienso consentir que os divirtáis sin mí…
—Así se habla —exclamó Oliver, dando un golpe entusiasta con su puño en la mesa.
—Pero esto no quiere decir que crea ni una palabra de lo que contáis —siguió Lionel sin inmutarse—. Vamos a cazar una historia, una buena historia que muy pocos creerán pero que hará que las ventas de Dreaming Spires se disparen. Eso es suficiente para mí.
—Cuando estemos en Irlanda te recordaré estas mismas palabras —le advirtió Oliver apuntándole con un dedo—. Apuesto lo que sea a que te implicarás más que nadie en este caso. Sobre todo cuando te encuentres cara a cara con la banshee de los O’Laoire.
—Si realmente es un espíritu, o un hada, o algo por el estilo, no creo que me sirva de mucho —comentó Lionel con una sonrisa pícara—. Prefiero a las mujeres de verdad.
—August, también necesitaremos tu ayuda —dijo Alexander al clérigo, que asintió.
—Me lo imaginaba. No os preocupéis, os mantendré informados de cualquier cosa que descubra sobre esos seres. Yo no puedo abandonar mi vicaría para marcharme con vosotros, pero cuando tengáis una dirección en Irlanda hacédmelo saber para escribiros.
—Estupendo. También será un desafío para ti tratar de comprender qué criatura es y cómo podríamos ponernos en contacto con ella. No estaría de más que hablaras con tus compañeros espiritistas para averiguar si alguno ha mantenido anteriormente encuentros con banshees. Como esa tal Annabel Lovelace que aparece tan a menudo en la prensa…
—Es una buena idea —asintió August, pensativo—. Ahora mismo es la médium más reputada que existe en Londres. Le escribiré para preguntarle qué opina sobre este caso.
—¿La pelirroja con la que nos cruzamos el otoño pasado en Piccadilly Circus? Yo que tú me presentaría directamente en su gabinete —le aconsejó Lionel con un brillo malicioso en los ojos.
—Lionel, deja de pensar en lo de siempre —le recriminó Oliver—. No todos los hombres nos comportamos como tú. Algunos no tenemos el cerebro situado debajo del cinturón.
—Qué sabrás del comportamiento de los hombres, Twist. Dime esto mismo cuando por fin hayas besado a una mujer y entonces puede que me tome en serio tus opiniones.
—Creo que con esto podemos dar por zanjada la reunión —dijo Alexander antes de que Oliver reaccionara a la pulla de su amigo. Se puso en pie alargando una mano para coger su levita—. Hay mucho por hacer si queremos que esta noticia sea nuestra. No podemos dejar que otros periódicos se hagan eco de lo que ha pasado antes que Dreaming Spires.
Sus compañeros también se levantaron. Lionel compuso un gesto de resignación mientras se calzaba los guantes, indiferente al rencor con que lo seguía mirando Oliver.
—Primero Egipto, ahora Irlanda… Este promete ser un año memorable. —Se dio la vuelta para abandonar el Turf, seguido por los demás. Todos se alegraron de salir del local, especialmente August, que detestaba el humo—. ¿Cuándo emprenderemos el viaje?
—Lo antes posible. La semana que viene, si a todos nos parece bien —contestó Alexander—. Creo que lo mejor será que nos reunamos mañana por la tarde en Caudwell’s Castle para hablar con calma de lo que hay que hacer. ¿Os apetecería quedaros a cenar?
August no podía porque tenía algunos asuntos pendientes que resolver, pero a los demás les pareció perfecto. Fuera hacía aún más frío que cuando entraron en el Turf, y se había levantado un viento tan fuerte que desde Hell’s Passage podía oírse cómo crujían los árboles del cercano cementerio de Hollywell.
—Esta noche el viento está cargado de lamentos —dijo August tras unos instantes de vacilación—. Me pregunto si la voz de la banshee de los O’Laoire sonará parecida a esto.
—Pronto saldremos de dudas. Aunque espero que si la oímos, su voz no sea un presagio de muerte para ninguno de nosotros —contestó Alexander, esbozando apenas una sonrisa—. Tenemos que volver vivos a Oxford para contar lo que hemos descubierto.
—Y para asegurarnos de que Dreaming Spires no se vaya a pique —añadió Lionel—. De lo contrario no me quedará más remedio que dedicarme a desenterrar cadáveres en el cementerio de Hollywell para los alumnos de Medicina de los colleges. La gente ya no sabe apreciar la ilustre tarea de los saqueadores de tesoros.
Les hizo un gesto de despedida con la mano y se alejó hacia su portal. Alexander, August y Oliver lo vieron rebuscar dentro del bolsillo hasta que pudo dar con la llave.
—Sabéis tan bien como yo —dijo Oliver una vez que Lionel hubo desaparecido— que no es el escepticismo lo que casi le hace renunciar a este viaje. Está más asustado que nunca.
—Sí, yo también me he dado cuenta de cómo cambiaba su expresión cuando nos ha oído hablar de presagios de muerte —comentó Alexander—. Lo del pistolero que le atacó en el Valle de las Reinas lo ha marcado más de lo que yo pensaba.
—¿Creéis que realmente puede tratarse de alguien que le persigue? —susurró August.
Oliver se encogió de hombros, aunque no pudo ocultar su preocupación. Alexander dudó mientras guardaba su pipa apagada dentro de un bolsillo de su chaleco.
—Quién sabe —respondió al cabo—. Lionel nunca ha sido como los demás. Nunca ha escogido los caminos fáciles y no descarto que tenga enemigos.
—En ese caso le vendrá mejor de lo que imagina marcharse con nosotros a Irlanda para poner tierra por medio —se mostró de acuerdo Oliver—. Cuando los tres estemos de vuelta con la historia de los O’Laoire se dará cuenta de que por fin se encuentra a salvo. Y entonces todo será diferente…