33

Bajaron a tientas los empinados peldaños, apoyándose con una mano en la pared como lo había hecho Alexander al subir, y fueron rápidamente hacia la biblioteca.

—Llevaba unos cuantos días dando vueltas a este asunto —admitió Lionel mientras dejaban atrás una pareja de armaduras—, pero con todo lo que ha pasado en Dublín en estas semanas no tuve tiempo para hacerme más preguntas. Ahora, por el contrario, lo veo tan claro que apostaría una mano a que…

—No lo digas muy alto —le advirtió Alexander, doblando una esquina con Rhiannon detrás de su amigo—. Por lo menos hasta que nos aclares de una vez a qué te refieres.

—La tarde en la que llegaron los tres invitados a Maor Cladaich, mientras esperabais a la señorita Stirling en la salita, me quedé en mi dormitorio estudiando un manual de heráldica que le había pedido a Ailish el día anterior. Quería tratar de averiguar alguna cosa relacionada con el pasado de los O’Laoire, pero me llevé una desagradable sorpresa al comprender que no serviría de nada. No aparecían mencionados en ningún momento.

—¿Qué está diciendo? —se extrañó Rhiannon—. ¿Cómo es posible que no aparecieran si el clan de los O’Laoire siempre se ha contado entre los más antiguos de Irlanda?

—Para mí tampoco tenía ni pies ni cabeza —reconoció Lionel—. Pero por mucho que leí y releí aquel manual, incluido el índice alfabético de apellidos de las últimas páginas, no conseguí sacar nada en claro. De los demás clanes, por supuesto, encontré una gran cantidad de información, además de grabados en los que se representaban sus escudos de armas. Uno de ellos me llamó la atención: tenía las figuras de un barco y un león…

Mientras hablaban habían alcanzado la puerta de la biblioteca. Lionel la abrió hacia dentro y se hizo a un lado para que Rhiannon y Alexander pudieran pasar. Toda la habitación se encontraba sumida en la oscuridad, con excepción de la mesa situada ante el ventanal sobre la cual la luna proyectaba unos cuantos rayos desvaídos. Lionel se acercó para encender los dos quinqués que había sobre su superficie mientras proseguía:

—Dos días después, a las tres de la madrugada, decidí dirigirme al dormitorio de la señorita Stirling, aunque no para lo que pensáis tanto vosotros como el juez Driscoll —se defendió al reparar en la mirada que le estaba lanzando el profesor—. Estuvimos hablando durante un rato, hasta que Ailish comenzó a gritar… y entonces me di cuenta de que las vidrieras de esa habitación tienen el mismo dibujo: un barco y un león.

—Y también los tiene el panteón de los O’Laoire —coincidió Alexander—. Al atravesar el cementerio me fijé que aparecen en el escudo situado encima de la verja.

—Eso es, Alexander. A eso me refería. A la relación con los O’Laoire. Pero lo que no entendía era por qué según ese manual pertenecían a los O’Laoghaire…

—Sencillamente, señor Lennox, porque el nombre de O’Laoghaire es el que tenía el clan de mi marido hace siglos —contestó Rhiannon, encogiéndose de hombros—. Se trata de la versión más antigua del apellido O’Laoire.

—¿Entonces los O’Laoghaire son los O’Laoire? —quiso saber Alexander.

—Claro que lo son, profesor. Pero no tiene mayor misterio.

Rhiannon apartó con cansancio una de las sillas que había en torno a la mesa para sentarse en ella.

—Siento que se haya llevado una decepción por mi culpa, señor Lennox, pero esto es lo que hay. Lamento que la genealogía de los O’Laoire no posea un mayor interés.

—Está muy equivocada —le contestó Lionel—. Aún no he terminado.

Rhiannon frunció un poco el ceño. Alexander y ella le siguieron con los ojos mientras daba unos cuantos pasos hacia la estantería más cercana, recorriendo las hileras de títulos en gaélico con las manos en la cintura.

—En las semanas que hemos pasado en Maor Cladaich me he encontrado en otra ocasión con el apellido O’Laoghaire. Aunque por entonces no fui capaz de reparar en lo que implicaba realmente esa conexión. ¿Se acuerda de la tarde en la que mandó acudir al castillo a Ros Wyvern, el antiguo jardinero de su marido, para que me aclarara unas cuantas dudas acerca del terreno sobre el que se había construido Maor Cladaich?

—Claro que me acuerdo —respondió Rhiannon, apoyando un codo en la mesa—. Por lo que me dijo días más tarde se puso de lo más pesado interrogándole sobre las esculturas.

—Ahí quería ir a parar: a las esculturas. Wyvern me dijo que su marido las había hecho colocar en los jardines cuando la trajo a vivir a Maor Cladaich, y que representaban a las heroínas de las principales leyendas irlandesas. —Rhiannon asintió con la cabeza, de modo que Lionel prosiguió—: Una de ellas llevaba una corona de flores sobre el pelo y parecía estar llorando. No recuerdo su nombre…, pero sí que era una especie de vidente.

—Debía de tratarse de Fionnuala —le aclaró la mujer—. Y sí, era una vidente, o por lo menos eso decían de ella en la leyenda de la que Wyvern le habló. ¿Por qué lo menciona?

—Haga memoria, Rhiannon. ¿Esa Fionnuala no tenía relación con los O’Laoghaire?

—Ahora que lo dice…, sí que me parece haber oído de labios de Cormac algo sobre un antepasado suyo que tuvo tratos con esa muchacha. —Rhiannon se pasó una mano por la frente en un gesto de cansancio—. Un caballero llamado Cian… o puede que Cillian, o Ciarán…

—Un momento —intervino Alexander con ojos brillantes—. ¿Qué quiere decir con eso de que era una vidente? ¿Era una mujer que poseía el don de la adivinación?

—Hay cientos de personajes parecidos en la mitología celta, profesor —le aseguró Rhiannon—. Tantos que ni siquiera me acordaba del nombre de esta mujer en concreto.

—Pero si hay una base real en la historia de la que habla Lionel…

—He olvidado casi todos los detalles. Lo único que me viene a la cabeza es que se trata de un episodio que tiene que ver con la invasión de las tropas normandas. ¿Pero por qué les interesa tanto una leyenda? ¿No ven que las tenemos a cientos en esta isla?

—Piense un poco —insistió Lionel dándose la vuelta para encararse con ella—. ¿De verdad cree que no tiene importancia que fuera una mujer capaz de adivinar el futuro?

Aquello era lo que había llamado la atención de Alexander. Los ojos de Rhiannon pasaron del cansancio a cierta curiosidad, y después a lo que sin duda era una gran conmoción. Casi pudieron oír cómo encajaban las piezas del rompecabezas.

—Dios mío —consiguió articular al cabo de unos segundos—. Dios mío, puede que en el fondo se encuentre en lo cierto. Una mujer capaz de adivinar cuál era el destino de las demás personas…, de saber qué les pasaría, hasta el momento en que morirían…

—Alguien que pagó muy caro haber anunciado a los O’Laoghaire lo que sucedería con su clan —concluyó Lionel por ella—. Tanto como para convertirse en un alma en pena.

Rhiannon se tapó la boca con una mano. Alexander se aproximó a ella.

—Ha dicho que su marido estaba al tanto de estas habladurías. ¿Sabe si alguna vez se le ocurrió poner por escrito lo que sabía acerca de la tal Fionnuala?

—Cualquier cosa nos sería de utilidad. Una carta, un diario privado…

—Creo que no hará falta que rebusquemos entre sus cosas —murmuró Rhiannon, incorporándose para acercarse a la estantería que Lionel había estado examinando—. Durante los años anteriores a nuestro matrimonio Cormac dedicó buena parte de su tiempo al estudio de la historia y el folclore del condado de Dublín. Por supuesto, le interesaban especialmente las crónicas antiguas en las que se hablaba del clan de los O’Laoire. Estoy segura de que sus tratados están por aquí; Ailish solía pasar horas enteras devorándolos.

Se puso de puntillas, con la respiración algo alterada, para recorrer con un dedo los lomos de los libros situados en la parte superior de la estantería.

—Eran una docena de libros encuadernados en tela roja…, ¡estos tienen que ser! —dijo de repente, deteniendo su dedo índice sobre una colección de volúmenes de pequeño tamaño que había en el penúltimo estante. Rhiannon se agachó para sacarlos de allí, y Alexander la ayudó a recogerlos—. Sí, estoy casi convencida de que son estos —continuó ella—. Será mejor que nos pongamos cómodos; tenemos para rato si queremos echarles un vistazo.

Llevaron los libros con cuidado hasta el charco de luz que se esparcía alrededor de los quinqués. Rhiannon regresó a la silla para abrir el primer volumen y no pudo evitar sentir una punzada en el corazón al reconocer la apretada caligrafía de Cormac O’Laoire.

—Mucho me temo que están en gaélico —dijo Alexander algo decepcionado.

—Sí, Cormac siempre solía escribir en esa lengua. Era un apasionado defensor de su tierra y sus tradiciones. No se preocupen; yo me encargaré de traducirlo para ustedes.

Rhiannon no tardó demasiado en encontrar lo que estaba buscando. En el tercero de los volúmenes, el que arrancaba con la ocupación de la isla por las tropas normandas, dio con el nombre que no había sido capaz de memorizar: Ciarán O’Laoghaire. Lionel y Alexander se sentaron con ella; Rhiannon se aclaró la garganta antes de empezar a leer:

De entre todas las hazañas realizadas por los O’Laoire a lo largo de la historia, ninguna ha sido menos honrosa que la protagonizada por Ciarán O’Laoghaire durante la invasión normanda de 1170. Este caballero pasaba por ser uno de los guerreros más poderosos de su época, y Maor Cladaich se convirtió mientras Ciarán vivía en uno de los principales baluartes de la costa. Su nombre era tan temido como respetado en toda la isla y su linaje solo era superado por el de otros clanes como los O’Toole o los O’Byrne, con los que mantenía buenas relaciones a pesar de la evidente rivalidad que existía entre ellos. Y la esposa de Ciarán, Étaín, del clan de los O’Brien, era considerada por todos los que la conocieron la mujer más deslumbrante de su tiempo.

Sin embargo, Ciarán no era feliz con Étaín. El suyo había sido un matrimonio por amor, pero sus sentimientos no tardaron en enfriarse con el paso de los años al comprender que su esposa no podría darle nunca un heredero. La frustración que le producía contemplar a los retoños de sus amigos le hizo volverse en su contra, relegándola a la retaguardia de su propia corte y afirmando que no quería saber nada de una mujer que no era capaz de darle lo que cualquier otra podría sin el menor esfuerzo. Étaín lloró y suplicó en vano, pero sus lágrimas no alcanzaron el corazón de su marido, que no tardó mucho en encontrar una nueva depositaria de los afectos que se sentía incapaz de seguir dedicando a su esposa.

Por aquel entonces vivía en el pequeño pueblo situado a los pies de Maor Cladaich una muchacha conocida con el nombre de Fionnuala, «la de los hombros blancos». Su padre y sus hermanos se dedicaban a la pesca y ella ayudaba a su madre con sus bordados, teniendo fama de ser una consumada tejedora. Cierto día, mientras Fionnuala permanecía de pie a la orilla del mar despidiendo con la mano a sus hermanos, Ciarán O’Laoghaire la vio desde una de las ventanas del castillo y se quedó prendado de la joven. Quiso saber de inmediato quién era y cómo se llamaba, y cuando comprendió que su familia era una de las más humildes del pueblo, resolvió acercarse a ella lo antes posible. Esa misma tarde, mientras Fionnuala cosía sentada delante de la puerta de su casa, el señor de Maor Cladaich apareció montado en un hermoso corcel de color negro. Su natural precaución no tardó en menguar ante las lisonjas que le dedicó Ciarán, quien se llevó una sorpresa al comprobar que además de hermosa la muchacha era dulce y encantadora. Realmente no podía decirse que las intenciones con las que había bajado la colina fueran puras, pero al final de la tarde se dio cuenta de que de alguna manera había encontrado en aquella mujer lo que durante muchos años había extrañado en sí mismo. Contra todos los pronósticos, y contra sus propios deseos, Ciarán se enamoró de ella.

Su felicidad fue inmensa al constatar con el paso de los días que ella sentía lo mismo por él. Pero había algo que Fionnuala no se atrevía a contarle por miedo a que pudiera dejar de quererla. Desde que era pequeña sabía que le había sido concedido el don de la adivinación y que las imágenes que aparecían en sus sueños siempre acababan correspondiéndose con la realidad. Cuando vio bajar a Ciarán a lomos de su corcel, lo reconoció de inmediato como el caballero al que sabía que se encontraba ligado su destino. Durante los meses siguientes se vieron a diario siempre que podían hacerlo, pero la muchacha seguía sin confesarle la verdad, demasiado amedrentada por la posibilidad de perder a aquel hombre que se había convertido en el centro de su existencia. La alegría de Ciarán fue absoluta al contarle ella en voz baja una noche, en la espesura que rodeaba el castillo, que no tardaría en darle un heredero, el mismo que su esposa Étaín debería haber engendrado cuando aún tenía la suerte de contar con su favor.

Ciarán determinó de inmediato que Fionnuala ocuparía su lugar en cuanto hubiera dado a luz. Si antes había sentido un sincero afecto por ella, la noticia la hizo amarla con locura. Pero de repente llegaron a Maor Cladaich las primeras noticias sobre el ejército que Enrique II, rey de Inglaterra, duque de Normandía y Aquitania y conde de Anjou, había enviado a la isla. Los O’Toole y los O’Byrne se habían puesto en pie de guerra, y Ciarán comprendió que no le quedaba más remedio que unir su espada a la de ellos para plantar cara a los invasores antes de que fuera demasiado tarde.

Resolvió marcharse con sus hombres a Dublín sin despedirse antes de Fionnuala. No estaba dispuesto a entristecerla con su partida, pero aquella mañana se llevó una sorpresa al encontrársela hecha un mar de lágrimas en medio del sendero que conducía a la ciudad. Cuando Ciarán detuvo su montura, y sus soldados hicieron otro tanto, ella se arrojó a sus pies para suplicarle que no los condujera a la batalla.

«¿Qué significa esto? —preguntó Ciarán elevando la voz sobre los murmullos de la tropa—. ¿Qué es este despropósito?»

«Mi señor, esta noche he tenido un sueño en el que lo he visto todo rojo. Era la sangre de vuestros soldados. Y también la vuestra…»

«Eso no tiene ningún sentido. Apártate antes de que podamos lastimarte.»

Pero Fionnuala no atendía a razones; estaba tan acongojada que no podía dejar de sollozar. Se aferró a una de las botas de su amado.

«Lo he visto todo rojo, mi señor. Sé lo que significa. ¡Por favor…!»

«Ya basta», gritó Ciarán mientras el pánico hacía presa de su ejército. Apartó a la llorosa muchacha a un lado, arrojándola sin contemplaciones al suelo para seguir adelante. «No quiero oír más insensateces. Vamos a librar esa batalla y nada de lo que digas conseguirá hacerme cambiar de opinión. Y por tu propio bien, espero que tus palabras no se conviertan en realidad. No podré ser compasivo contigo si tu comportamiento nos conduce a la derrota.»

Hoy en día seguimos sin saber si Ciarán O’Laoghaire fue vencido por la superioridad del ejército de Enrique II o por el terror que se apoderó del corazón de sus soldados al escuchar a Fionnuala. Cuando partió de Maor Cladaich llevaba consigo más de doscientos hombres; al regresar a su hogar no le acompañaban más que doce, todos con espantosas heridas de guerra y avergonzados por no haber caído a la vez que sus compañeros. La suerte quiso que pudiera conservar Maor Cladaich, a pesar de que los dominios de los O’Laoghaire se vieron tan mermados por el avance de las tropas invasoras como los de los O’Toole y los O’Byrne, a los que no les había quedado más remedio que replegarse hacia las montañas de Wicklow para salvarse.

Cuando llegó a oídos de Fionnuala la noticia de que Ciarán volvía con vida, la muchacha rompió a llorar, aunque en esta ocasión de alivio. Abandonó su casita al borde del mar a todo correr, deseosa de arrojarse en sus brazos, pero el recibimiento que le dispensó su enamorado resultó ser muy distinto del que había imaginado. Ciarán había hecho todo el camino de vuelta a Maor Cladaich con el alma ensombrecida por la humillación que acababan de infligirle. Cuando puso los ojos sobre la muchacha, ordenó a sus hombres que la apresaran de inmediato.

«Bruja, fueron tus palabras las que nos condenaron. Si no hubieras aparecido ante nosotros la mañana de nuestra partida, puede que el destino de los O’Laoghaire y de Irlanda fuera muy distinto. No habrá perdón para ti después de habernos causado un perjuicio semejante.»

«¡Lo único que hice fue contar lo que apareció en mis sueños!», trató de disculparse ella, atemorizada ante el cambio que parecían haber experimentado los sentimientos de Ciarán.

Pero el hombre no estaba dispuesto a escuchar. Hizo que llevaran a la muchacha a rastras a Maor Cladaich, donde ordenó que la encerraran con llave en una minúscula habitación, sin dejarse conmover por sus sollozos. El único contacto de Fionnuala con el mundo exterior sería un agujero en la puerta por el que podrían darle de comer y de beber.

«Te quedarás para siempre en este lugar —le espetó Ciarán desde fuera de la habitación—. Pagarás con tu propia vida la que hiciste perder a mis hombres, aunque antes me darás el hijo que me habías prometido. Pronto comprobaremos si tu sangre es tan roja como la que afirmaste haber visto en tus sueños la noche antes de la batalla.»

Cuatro meses más tarde, después de que Fionnuala pasara la noche entera gritando con todas sus fuerzas, una criada a la que permitieron acceder a su lúgubre habitación se presentó ante Ciarán con un bebé en brazos. Era un niño moreno como su madre, una criatura cuya energía no parecía haberse visto mermada por las torturas y el encierro a los que habían sometido a Fionnuala. El señor del castillo se lo quitó de las manos y, por primera vez en mucho tiempo, consiguió esbozar una sonrisa. Entonces se dirigió a los aposentos de su esposa Étaín, que había estado temblando toda la noche por la desventurada mujer a la que oía llorar a lo lejos, y se lo colocó en el regazo.

«Aquí lo tienes: el hijo que no has sido capaz de darme. Confío en que por lo menos sabrás cuidarlo. Desde este instante te ordeno que lo trates como se merece mi heredero y futuro propietario de mi castillo. Y que nadie, si en algo estima su vida, se atreva a hablarle jamás del demonio que lo llevó en su seno durante todo este tiempo.»

Para asegurarse de que su hijo no supiera nada de Fionnuala, Ciarán ordenó que la emparedaran en un rincón de aquella misma habitación donde había pasado los últimos meses. De nada sirvieron sus súplicas, de nada sirvió que sus hermanos acudieran a Maor Cladaich para pedirle explicaciones; tampoco ellos volvieron a ser vistos en el pueblo. Fionnuala desapareció de la faz de la tierra como si nunca hubiera existido, aunque en los últimos años de la vida de Ciarán, que por desgracia para él fue larga, debió de suceder algo en el castillo que consiguió remover su adormecida conciencia.

Los escasos parientes que por entonces seguían a su lado aseguraban que durante casi diez años se dedicó a deambular de noche por Maor Cladaich, con los ojos saliéndosele de las órbitas y la piel tan blanca como la de un muerto. «Sigue estando aquí —le oían mascullar entre dientes, sin atender a razones—. Sigue estando aquí y lo ve todo tan rojo como antes. Está viendo el rojo de su sangre en mis manos. ¡Era su sangre!»

Nadie supo nunca qué quería decir Ciarán con aquello. Lo último que hizo antes de morir fue ordenar que en lo alto de Maor Cladaich construyeran una capilla con la que poder expiar sus pecados. «Que Dios me proteja y me ampare, porque no habrá un solo descendiente de los O’Laoghaire que vaya a perdonarme por atraer a nuestra casa al mal de todos los males —fueron sus últimas palabras—. El miedo a la muerte puede ser un enemigo más poderoso que la misma muerte.»

Un profundo silencio se apoderó de la biblioteca cuando Rhiannon acabó de leer lo escrito por su marido. Un silencio que solamente Lionel pareció atreverse a romper.

—Así que Annabel Lovelace tenía razón apuntando en su carta a August que la banshee podía ser en realidad el alma en pena de una mujer que vivió en Maor Cladaich hace muchos años —dijo en voz muy baja—. Bueno, supongo que esto cambia las cosas. Aunque no hayamos avanzado nada en nuestros intentos de dar con ella, al menos sabemos quién es.

—Qué razón tienen esas palabras. «El miedo a la muerte puede ser un enemigo más poderoso que la misma muerte» —murmuró Rhiannon—. ¿Qué creen que pudo sucederle a Ciarán O’Laoghaire para arrepentirse tanto? ¿Piensan que vio al espíritu de Fionnuala?

—Debió de oírla, al menos —contestó Alexander, pensativo—. Son muy escasas las personas que se han encontrado con la banshee. Sé que uno de sus vecinos, el viejo Caoimhín, asegura que la vio con sus propios ojos la noche en que los padres de su marido murieron en un naufragio, pero no hay forma de saber si es cierto. Aunque, desde luego, si Fionnuala quisiera materializarse, es muy probable que acabara haciéndolo ante Ciarán.

—Mi marido no debía saber nada de esto —siguió diciendo Rhiannon—. Me refiero a la supuesta relación de esta pobre muchacha del siglo doce con la banshee sobre la que se escribieron tantos relatos. Cormac era un enamorado de las leyendas, las historias, los mitos. Si hubiera tenido la menor sospecha de que Fionnuala se había convertido en nuestra…

Antes de que Rhiannon acabara de hablar, un lamento procedente de los jardines les sobresaltó al mismo tiempo. Habían pasado diez días desde la última vez que lo oyeron, pero aún no habían olvidado cómo se les heló la sangre, exactamente igual que ahora. Durante unos instantes no pudieron hacer más que mirarse sin decir nada.

Al pie del castillo, Fionnuala había roto a llorar de nuevo. Aunque esta vez sabían qué miembro del clan de los O’Laoire estaba condenado a morir en las siguientes horas.