5

Cuatro anillos de cerámica azul. Una pesada pulsera de oro, lapislázuli, cuarzo y turquesa adornada con un escarabeo. Un delicado estuche con forma de ataúd que contenía, cuidadosamente enroscado en su interior, un largo mechón de pelo de la princesa Meresamenti. Tres pequeños ushabti de madera cubiertos de jeroglíficos, pequeñas esculturas mumiformes que solían dejarse por docenas dentro de las tumbas del Imperio Nuevo para que asistiesen a los difuntos en sus tareas, y que a la luz de las velas que ardían en la gran lámpara de araña parecían más bien de oro puro.

Lionel Lennox de repente tuvo la sensación de que se había apretado más de lo debido la corbata. No había tenido demasiados problemas a la hora de esconder todas aquellas piezas del ajuar funerario de Meresamenti entre sus propias pertenencias, en un momento en que la mayor preocupación de Theodore M. Davis y los demás miembros de su campaña era que se recuperara de su herida, pero al tenerlas extendidas ante sí en la majestuosa mesa de caoba que presidía la biblioteca del conde de Newberry se preguntó de repente cómo podía haber llegado tan lejos. No quería ni imaginar lo que se le vendría encima cuando los arqueólogos repararan en la ausencia de aquellos objetos.

En la expresión del anciano aristócrata, por el contrario, no podía percibirse la menor aprensión. Alargó una mano para coger una pieza.

—Es un estuche de oro con incrustaciones de pasta de vidrio —explicó Lionel cruzando los brazos en un gesto con el que pretendía aparentar confianza en sí mismo—. Empleado para guardar ungüentos, seguramente perfumes de Meresamenti. Si lo abre se dará cuenta de que aún puede percibirse el aroma de la resina.

El conde no hizo ningún caso a su sugerencia. Se ajustó las gafas colocadas sobre la delgada nariz, acercando la alhaja a su rostro para inspeccionarla con atención.

—Está decorado con una imagen sedente de una mujer —comentó.

—Una Gran Esposa Real —confirmó Lionel—. Es probable que se trate de Nefertiti, dado que su hija Meresamenti nunca llegó a ostentar ese cargo. Davis sostenía que debía ser una pieza procedente de la corte de Amarna. En la parte superior de la tapa se distingue el disco solar de Atón, con sus rayos terminados en manos que…

—Una simple fruslería —le interrumpió el conde, dejándolo en la mesa—. Un capricho de mujeres de los que pueden contemplarse por cientos en cualquier museo que se precie.

Lord Archibald Westbury, el heredero del conde de Newberry, dejó escapar un resoplido que podría haber pasado por una risa de no ser porque su expresión no era precisamente risueña. Permanecía de pie al lado de su padre, impecable en su atuendo oxoniense (traje de tweed de tres piezas, camisa blanca con cuello almidonado, corbata Ascot de seda gris pálido), y examinaba los objetos que Lionel había llevado aquella tarde a su mansión con una displicencia que no tenía nada que envidiar a la del conde. Los dos se parecían mucho, con rostros muy pálidos y ojos grises, y en el caso de lord Archibald, que todavía contaba con algo de cabello, una gran abundancia de brillantina que era cualquier cosa menos atractiva.

Lionel nunca había aguantado a aquel gallito de corral que se creía superior a los demás solamente por poder presentarse en Saint James cada temporada, pero los Westbury habían prometido pagarle más que bien si aceptaba trabajar para ellos en el Valle de las Reinas y aquello le había parecido un argumento de peso. No obstante, no podía evitar sentirse intimidado cada vez que los visitaba. La enorme biblioteca en la que siempre solían recibirle parecía diseñada para intimidar. Por todas partes podían contemplarse antigüedades que casi hacían que a Lionel le temblaran las piernas al pensar en cuánto le darían por ellas en el mercado negro. Y según le advertía su ojo experto, no era probable que todas las hubieran adquirido de manera legal. ¿Cuántos aristócratas podían contar con la cabeza de piedra de uno de los reyes del Antiguo Testamento que los revolucionarios franceses de 1793 habían arrancado de la fachada de Nuestra Señora de París?

—Señor Lennox, le confieso que su visita de esta tarde me sorprende desagradablemente —comentó lord Archibald mientras daba vueltas a uno de los ushabti de madera como lo podría haber hecho con un reloj de bolsillo que estuviera planteándose comprar—. Cuando nos informó de que acababa de llegar a Oxford, y manifestó su deseo de visitarnos lo más pronto posible, tanto mi padre como yo nos imaginamos que había regresado de Egipto con un cargamento sustancioso. ¿Esto es todo lo que nos ofrece?

—¿Qué es eso de ahí? —preguntó el conde de Newberry de repente, inclinándose con cierta dificultad en su asiento para agarrar uno de los objetos envueltos en pedazos de lino; Lionel creyó escuchar cómo crujían sus articulaciones—. Parece algún tipo de caja…

—Con la forma de una cruz ansada —corroboró lord Archibald—. La llave de la vida.

Ambos acercaron sus afiladas narices a la pieza en cuestión para examinarla.

—Efectivamente, se trata de un anj. El símbolo de la inmortalidad de los egipcios…

—Y los tres sabemos qué quiere decir esta forma —continuó lord Archibald como si no hubiera oído a Lionel—. Las cajas con forma de anj solían usarse para guardar espejos.

Su padre permaneció en silencio durante unos segundos antes de abrirla, y no movió ni una ceja al darse cuenta de que estaba vacía. A Lionel se le secó la garganta.

—Supongo que de alguna manera les habrán llegado rumores sobre lo que ocurrió…

—Por supuesto, señor Lennox. Sospechábamos que había sucedido algo parecido, pero no queríamos renunciar tan pronto al espejo. No hasta que usted nos lo confirmara.

—¿Se lo han arrebatado? —preguntó el conde a media voz—. ¿Los ladrones de Kurna?

Lionel asintió. La herida de su hombro pareció latir con más fuerza, ardiendo bajo las vendas.

—Debieron de ser muchos para poder plantarles cara a los soldados de Davis y a usted.

—Un poblado entero —confirmó Lionel, apretando las manos fuertemente detrás de la espalda—. Los dos saben que he pasado por situaciones peligrosas en mi vida, pero nunca me había encontrado en ninguna parecida. ¡Era como si toda la tribu se nos echara encima!

Los Westbury se le quedaron mirando durante un rato tan largo que le empezaron a arder los ojos. Por primera vez se le ocurrió pensar que tal vez había subestimado a los altruistas mecenas de la excavación. Había pensado que sería sencillo contentarles. Que un puñado de alhajas sustraídas de la cámara de los tesoros que Davis y su equipo no habrían descubierto sin su patronazgo sería suficiente para que pensaran que había cumplido con su parte del trato. Pero a juzgar por la mirada que cruzaron se había equivocado por completo. El conde de Newberry se quitó las gafas con un suspiro.

—Esto es un inconveniente con el que no contábamos, señor Lennox. No mentiré si le digo que me siento decepcionado, muy decepcionado. Nos habían dado muy buenas referencias de usted. Creíamos que su discreción y su buen hacer nos serían de gran utilidad. —Hizo un gesto con la mano para abarcar las piezas del ajuar—. Pero de repente nos enteramos de que no solo no ha podido traernos el espejo de Meresamenti, sino que además ha logrado que se pierda para siempre. Dígame, ¿para qué ha servido todo esto?

—¡No ha sido culpa mía, milord! —trató de defenderse Lionel—. ¡Yo no podía saber que esos saqueadores nos atacarían precisamente la noche en la que encontré el espejo!

—Pero podía haber hecho algo para impedirlo —comentó lord Archibald.

—Me dispararon un tiro. Me dieron en el hombro, pero podrían haberlo hecho unos centímetros más abajo. Y entonces ningún idiota habría robado para ustedes estas piezas.

Era consciente de que se estaba poniendo rojo de rabia. Lord Archibald se volvió con aire de resignación hacia uno de los grandes ventanales de la biblioteca, desde donde se distinguían las agujas de los colleges cercanos.

—En fin, supongo que no tiene sentido seguir dando vueltas a esto. No nos ha traído lo que le pedimos, así que no esperará que la suma que le demos sea la acordada.

Aquel era el momento que más había temido desde que puso un pie en Oxford.

—Por supuesto, correremos con los gastos de manutención y alojamiento —continuó diciendo el hijo del conde sin darse la vuelta—. Y con los que se hayan producido durante su convalecencia, que por fortuna ha sido bastante corta. Deduzco por lo tanto que su herida no reviste demasiada gravedad, así que en breve podrá proseguir con sus trabajos.

—De otra manera, esperemos —dijo el conde de Newberry con el ceño fruncido—. O se las acabará apañando para que los pocos tesoros ocultos que quedan en este mundo acaben en manos de unos maleantes que se desharán de ellos por un puñado de piastras.

—No me entra en la cabeza que alguien tenga tan poca vergüenza como ustedes dos.

El exabrupto de Lionel hizo que los Westbury lo miraran de nuevo, esta vez con un manifiesto desprecio. Se aproximó a la mesa para apoyar sus temblorosos puños en ella.

—De manera que organizan todo este simulacro de patronazgo, les dan a Davis y a su equipo unas cantidades indecentes para que excaven en el Valle de las Reinas, me piden que me infiltre entre los arqueólogos que ustedes mismos han reclutado para que ponga en sus manos de manera ilegal las piezas que desean quedarse… ¿y tienen la desfachatez de decir que no hago bien las cosas porque estuvieron a punto de matarme por su culpa?

—Basta de melodramas, señor Lennox. Usted no habría sido el primer extranjero en morir en Egipto a manos de una cuadrilla de ladronzuelos harapientos. En una semana el mundo civilizado se habría olvidado de su historia. ¡Ahora, en cambio, es un héroe!

—Debería estarnos agradecido —se mostró de acuerdo el conde con su hijo—. Esto no hará más que aumentar su clientela de ahora en adelante. Le hemos hecho un gran favor.

—Lo que han hecho es tocarme demasiado la moral. Por decirlo de una manera fina.

El conde de Newberry enarcó las cejas. Lord Archibald dejó escapar un resoplido.

—No entiendo cómo se nos pudo ocurrir que esto saldría bien —reconoció en un tono de voz casi hastiado—. Ni que podría sernos de utilidad un simple ladrón de tumbas.

—Puede que sea un ladrón de tumbas —le concedió Lionel—, pero le aseguro, milord, que no soy simple. Más les valdría prestar mayor atención a las decisiones que toman.

—¿Acaso nos está amenazando? —casi sonrió el conde—. ¿Un plebeyo como usted?

—Si consideran una amenaza los contactos que mantengo con las redacciones de cuatro periódicos de Oxford y media docena de coleccionistas privados que no tendrían ningún reparo en airear sus tejemanejes, me temo que sí, señores míos.

Al conde se le disolvió la sonrisa poco a poco. Había sujetado las gafas de nuevo para limpiarlas con un pañuelo, pero al oír esas palabras se quedó inmóvil como una estatua.

Los ojos de lord Archibald echaban chispas cuando advirtió:

—Tenga cuidado con lo que dice. Le pueden salir muy caras esas bravatas, Lennox.

—¡No me diga! —se sorprendió Lionel—. ¡Debería echarme a temblar, milord! ¡Sobre todo si esas amenazas vienen de un hombre como usted! ¿Cuánto tiempo le parece que aguantaría excavando en el desierto, a cuarenta grados a la sombra incluso en invierno?

—Eso no es problema mío. Como bien sabe me dedico a coleccionar, no a excavar.

—Y a otros menesteres también, aunque sin mucho éxito, parece…

Un tenue rubor se propagó por las mejillas de lord Archibald. Lionel se apartó de la mesa para dirigirse hacia la puerta de la biblioteca. No tenía nada más que hacer allí.

—Quédense por ahora con las chucherías de su querida princesa, si es que les queda alguna vitrina libre. Me pregunto cuánto tardará el equipo de Davis en darse cuenta de lo que ha ocurrido con el ajuar. Supongo que me dará tiempo de llegar a casa y buscar el documento que por suerte conseguí que me firmaran los dos para ratificar nuestro acuerdo.

—¡Lennox! —casi gritó el hijo del conde. Se había puesto aún más rojo, y cuando se dirigió hacia la puerta estuvo a punto de derribar una mesita y la silla más cercana—. ¡No se atreva a seguir amenazándonos! ¡Si aparece nuestro nombre en los periódicos…!

—Lord Archibald, me decepciona usted. Debería estar más que acostumbrado. Esta misma mañana ha aparecido su apellido y el de su excelso padre en tres de los rotativos de mayor tirada de la ciudad. Debería felicitarle: ha salido de lo más favorecido en el cuadro de Salomé que la señorita Veronica Quills ha tenido la ocurrencia de pintar.

Lord Archibald se quedó clavado en la alfombra mientras su padre los contemplaba alternativamente a Lionel y a él con ojos incrédulos.

—Aunque —añadió el joven antes de abandonar la estancia— debo reconocer que Veronica ha sido clemente: usted no tiene tanto pelo.

Diez segundos más tarde Lionel se encontraba delante del portón de madera claveteada que daba acceso a la mansión, pasando de largo delante de los criados de los Westbury que lo observaban con cierta alarma después de haber estado escuchando el crescendo de voces en la biblioteca. Fue el propio Lionel quien abrió las puertas para salir a la calle, y pronto estuvo caminando a toda prisa por Saint Aldate’s, dejando atrás los sombríos campos del Christ Church College que se perdían bajo el atardecer al otro lado de las verjas. Iba tan furioso que ni siquiera era capaz de reparar en dónde ponía los pies.

Aquel mundo de aristócratas, entradas para la ópera, carreras de caballos en Ascot y recepciones en Saint James le era tan ajeno, tan propio de una clase social por la que no sentía más que desprecio, que ni siquiera envidiaba a los hombres como lord Archibald Westbury. Nunca le había parecido que tuviera que avergonzarse de sus orígenes humildes. Para Lionel el auténtico peso de un ser humano se medía por sus conquistas, no por lo que le había sido regalado al nacer. «Solo los fuertes consiguen sobrevivir cuando se acerca el final», se repitió aquella noche mientras se abría camino entre la muchedumbre que abarrotaba High Street aprovechando para hacer sus compras de última hora: medicinas en Druce & Co, togas, sobrepellices y birretes en Shepherd & Woodward, libros antiguos y de segunda mano en Sanders. «Y si el mundo cambiara en los próximos años, a un lechuguino cualquiera como lord Archibald no le quedaría nada a lo que agarrarse. Ya le llegará el momento de encajar todos los golpes que se merece.»

Lionel se había llevado unos cuantos, y a una edad demasiado temprana. Su padre, un obrero escocés que se había marchado a Italia a hacer fortuna, se casó con una napolitana a la que la bebida acabó conduciendo a la tumba pocos meses después del nacimiento de su hijo. Al hombre no le quedó más remedio que hacerse cargo del niño sin poder contar con la ayuda de nadie, aunque a Lionel nunca le importó que tuviera que ser así. Admiraba a su padre de todo corazón, y se sintió la persona más feliz del mundo cuando empezó a permitir que le echara una mano cada vez que lo llamaban para excavar alguno de los túmulos de la antigua Etruria. Con él aprendió a leer los misterios que encerraba la tierra en sus ondulaciones, en cada uno de los minúsculos accidentes que los demás pasarían por alto. Ninguno de los dos era arqueólogo, pero poseían un conocimiento práctico muy por encima de los títulos que pudiera conceder cualquier universidad.

Por desgracia, aquella época de bonanza para los Lennox no duró demasiado. Cuando Lionel tenía dieciséis años, y excavaba con su padre una pequeña necrópolis cercana a Civitavecchia, una repentina epidemia de cólera diezmó casi por completo a la población, llevándose consigo tanto al arqueólogo italiano para quien trabajaban como a su cuadrilla de obreros… y también a su padre la noche en que se disponían a dejar la ciudad. Nunca supo qué hicieron con su cuerpo; lo más probable era que lo arrojaran con los demás a la fosa común que habían abierto en los terrenos del hospital, y que Lionel nunca se atrevió a contemplar con sus propios ojos.

Desde aquel momento tuvo que aprender a ganarse la vida por sí mismo, desempeñando toda clase de trabajos, algunos no del todo honrados aunque sí bastante lucrativos, y resignándose a convivir con la sensación de que vivía exiliado de su única patria: la infancia que había perdido.

Por eso Lionel se obligaba a sí mismo a apurar cada momento al máximo, a disfrutar de cada gota de lluvia que le caía en la cara, cada risotada que se escapaba de sus labios, cada comida que conseguía llevarse a la boca y cada mujer a la que hacía suya en su modesta habitación alquilada en Saint Helen’s Passage.

En el fondo, y esto Lionel nunca lo reconocería, ni siquiera ante sí mismo, le daba tanto miedo la muerte que lo único que podía hacer para plantarle cara era profanar los territorios que había conquistado. Lo había hecho arrebatándole a Meresamenti su más preciada posesión, aunque con eso se había encontrado con un problema que llevaba un par de años rondando por su cabeza, un enigma del que no podía hablar con nadie ya que lo más probable era que creyeran que se había vuelto loco. Una silueta con los ojos oscuros y el dedo inquieto sobre el gatillo de su arma a la que ya había visto en otra ocasión.

El recuerdo de su último encuentro en el Valle de las Reinas seguía hiriéndole por dentro mientras dejaba atrás los ventanales iluminados del All Souls College, de los que caían jirones de luz de todos los colores, y tomaba la curva que rodeaba la Radcliffe Camera. El joven no tardó en alejarse de los grandes espacios abiertos del Oxford más académico para encaminarse por un callejón tan estrecho que casi tenía que pasar de lado, rozando las paredes de ladrillo rezumantes de humedad. Saint Helen’s Passage, así se llamaba aquella callejuela que no aparecía señalada en casi ningún mapa de Oxford, y cuya sordidez había sido la causa de que muchos vecinos se refirieran a ella como Hell’s Passage, el Pasaje del Infierno. Un nombre, pensó Lionel con una sardónica sonrisa, que pondría los pelos de punta al conde de Newberry y a su hijo si algún día se vieran en la necesidad de pisar aquella parte de la ciudad tan distinta de su propio barrio.

No estaba dispuesto a admitirlo, pero al doblar cada una de las esquinas que tan bien conocía, su corazón latía con una fuerza inusitada. Cuando miraba a los mendigos que se apoyaban medio desmadejados en las paredes salpicadas de desconchones, con la mirada perdida y el aliento apestando a alcohol, casi temía encontrarse de nuevo con un par de ojos negros que le espiaban entre los oscuros pliegues de un pañuelo siroquero. Era tal su agitación que ni siquiera podía prestar atención al mal olor que salía de las letrinas de la callejuela y que siempre le obligaba a taparse la nariz con la mano al pasar por allí.

«Me estoy volviendo paranoico», pensó de repente, sacudiendo la cabeza. Dobló la última esquina que quedaba para alcanzar su portal… y se quedó completamente quieto al darse cuenta de que alguien le estaba esperando sentado en el deslustrado escalón.

Le costó contener un suspiro de alivio al darse cuenta de que no se trataba de la silueta que tanto lo obsesionaba. Los descascarillados faroles de vidrio que alumbraban Hell’s Passage le permitieron reconocer de inmediato a Veronica Quills. Parecía estar muy ocupada dando de comer algo en la palma de su mano al gran cuervo que a menudo la acompañaba en sus paseos por la ciudad, así que Lionel pudo demorarse para contemplarla a su gusto. Veronica siempre le arrancaba una sonrisa, aun cuando conseguía componer un atuendo más o menos coherente; estaba acostumbrado a verla con faldas que no pegaban nada con las camisas, conjuntando colores de un modo extravagante y sin prestar la menor atención a ciertas cuestiones que las demás muchachas de su edad nunca habrían pasado por alto. Era tan excéntrica en su manera de arreglarse como en su manera de pensar, aunque aquella tarde no parecía especialmente desaliñada. Se había puesto una larga falda de color azul oscuro (no había más que un pequeño goterón de pintura cerca del bajo, un auténtico logro tratándose de Veronica) y un abrigo largo de corte militar que le hizo pensar en la protagonista de Trilby, de la que la muchacha se declaraba gran admiradora; su cuervo Svengali podía dar buena cuenta de ello. El pequeño bonete no quedaba nada bien con el abrigo, pero al menos mantenía en su sitio la ingobernable melena rizada que cuando estaba en su ático solía recogerse con toda clase de pañuelos y cintas de colores. Lionel soltó un silbido, haciendo que Veronica alzara la vista. Sus gordezuelos labios se curvaron en una sonrisa cuando lo vio surgir de las sombras de Hell’s Passage.

—No creo que este sea un sitio adecuado para una señorita de buena cuna. —Se detuvo delante de Veronica, haciendo que Svengali se alejara soltando graznidos; hacía un par de años que le había declarado odio eterno—. Dios, cada vez que te veo tienes más pelo…

—Y tú cada vez eres menos caballeroso con las damas —se burló Veronica, arrojándose en sus brazos—. ¡No puedo creer que por fin hayas vuelto!

Le cogió la cara con las manos para estamparle un sonoro beso en la boca. Lionel se alegró lo indecible de que el profesor Quills no estuviera cerca. Veronica y él habían tenido que inventar toda clase de excusas para que no se enterara de los pormenores de su relación. Le habían jurado, por separado, que no había nada romántico entre ellos, y el profesor se había quedado tranquilo. La verdad era que no le habían mentido.

—¿Llevas mucho tiempo esperando? —preguntó Lionel cuando por fin se apartaron.

—Un par de horas. Quizá tres. —Veronica hizo una mueca—. Pero no me importa. Me he traído un cuaderno de apuntes por si necesitaba entretenerme, así que no ha sido una tarde perdida del todo. Ya me he enterado de lo del disparo…

Lionel dejó escapar un gruñido; realmente las noticias volaban. Rebuscó dentro de uno de los bolsillos para dar con la llave de su casa. Svengali saltó de un canalón a otro para acabar posándose sobre el alero del edificio con la dignidad propia de una gárgola.

—¿No pensabas contármelo? —preguntó la muchacha con una pizca de rencor en sus ojos castaños—. ¿No se te ocurrió que mi tío y yo podríamos estar preocupados por ti?

—Veronica, solo ha pasado un día desde que llegué a la ciudad. Tenía que resolver algunas cuestiones importantes, lo sabes perfectamente —dijo Lionel abriendo la puerta y haciéndose a un lado para dejarla pasar—. Además, estaba seguro de que te vería por aquí.

—Siempre das demasiadas cosas por descontadas —repuso Veronica sonriendo de nuevo.

Subió delante de Lionel las escaleras que conducían al primer piso del edificio. Él la siguió sin poder apartar los ojos de aquel cuerpo que conocía tan bien, pequeño como el de una niña que se hubiera desarrollado a una edad muy temprana. Al abrir la puerta de la vivienda, una diminuta habitación sin más muebles que una cama, un armario y una silla a la que le faltaba una pata, Veronica se desabrochó los botones del abrigo militar para dejarlo caer al suelo. Después se acercó a Lionel para hacer lo propio con su chaqueta y, cuando consiguió que se desprendiera de ella, con su chaleco.

—Vaya, sí que pareces haberme echado de menos. A esto lo llamo yo ir al grano…

—No seas tonto —se rio Veronica—. Solo quiero ver con mis propios ojos lo que te han hecho esos ladronzuelos. Me han llegado tantas versiones distintas que no sé cuál creer.

Le hizo sentarse en el borde de la cama, apenas un jergón de lana demasiado mullida en el que era imposible no hundirse, y aún más conciliar el sueño. A ella no le importaba la sordidez de sus aposentos («sobriedad», la había denominado en broma la primera vez que la llevó allí), y ese era uno de los rasgos del carácter de Veronica que más le agradaban. Le daría lo mismo vivir con su tío Alexander en Caudwell’s Castle, rodeada de comodidades y de lujos, que en aquella habitación oscura y con goteras en la que había pasado tantas horas desde que Lionel la conoció dos años antes en el museo Ashmolean. Desde aquel momento supo que Veronica acabaría convirtiéndose en su mejor amiga y amante, por no hablar de una estupenda aliada.

La observó en silencio mientras acababa de desabrocharle los botones de la camisa para inspeccionar sus vendajes. Al quitarse el bonete su espesa melena castaña rodó por encima de los hombros, haciéndole cosquillas a Lionel en el pecho. Realmente no se había equivocado: el pelo de Veronica se expandía cada día como si tuviera vida propia.

—Esta broma ha podido salirte muy cara —dijo la muchacha pasados unos minutos.

—¿Broma? ¿En serio puedes llamar broma a un tiroteo que casi me cuesta la vida?

—No te hagas la víctima ahora, Lionel. A mí no puedes engañarme. Si alguien te ha herido en Egipto ha sido porque te las has ingeniado, como siempre sueles hacer, para meterte en asuntos que no te conciernen. ¿Qué pasó realmente en el Valle de las Reinas?

No parecía haber escapatoria, y tampoco la necesitaba con Veronica. A Lionel no le quedó más remedio que confesar la auténtica versión de los hechos. Mientras le quitaba las vendas aún un poco manchadas de sangre seca, y se las cambiaba por otras que sacó de un improvisado botiquín que tenía Lionel al pie de la ventana, Veronica le escuchaba con el ceño fruncido, aunque no pudo evitar que se le dibujara una sonrisa al comprobar cómo el número de ladrones de Kurna se multiplicaba cada vez que hablaba del asunto.

—Es decir, que alguien esperó a que consiguieras sacar el espejo de Meresamenti de su escondrijo milenario para atacarte. El hecho de que no lo hicieran antes demuestra que no tenían la menor idea de cuál era su paradero. Si no hubiera sido por mi tío, y por su predisposición a creer que incluso las leyendas más fantasiosas esconden una verdad en su interior, el espejo seguiría desaparecido. Los arqueólogos del señor Davis nunca habrían podido dar con él. La verdad es que ha sido una lástima para nuestro periódico…

—No hace falta que sigas ahondando en la herida —replicó Lionel—. Y no me refiero a la de mi hombro. Además, creo que no soy el único que ha actuado como un tonto.

—¿A qué te refieres? —quiso saber Veronica, apretándole más los vendajes.

Lionel se mordió los labios. Veía las estrellas cada vez que algo le rozaba la herida. ¿Cuántos malditos días más necesitaría para cicatrizar?

—Lord Archibald. Precisamente lord Archibald. ¿En qué diablos estabas pensando?

A Veronica se le escapó una risita. Se llevó una mano a la cara para apartarse unos mechones de pelo, revelando dos pequeñas manchas de pintura que salpicaban su sien.

—Todos cometemos errores —le concedió—. Eso lo sabes tan bien como yo…

—Mis errores no tienen el pelo como si les hubiera caído encima una jarra de aceite.

—Claro que no. Tus errores tienen pechos grandes y cerebro pequeño. Y una curiosa tendencia a lloriquear delante de tu puerta cuando se dan cuenta de que te han aburrido.

—Eso no es cierto, querida. Tú tienes unos pechos maravillosos, pero tu cerebro no tiene nada que envidiar al de los hombres más agudos que he conocido en mi vida. Eres la excepción que confirma la regla, supongo. —Y apoyó maliciosamente las manos sobre las redondeces que Veronica le había colocado delante mientras le curaba. Ella rompió a reír de nuevo, sacudiendo la cabeza—. No, en serio… ¿qué pudiste ver en ese miserable?

—Me engañé al conocerle. Llámame romántica si quieres, pero hubo un tiempo en que me pregunté si no habría algo de héroe byroniano en Archibald. Una tiene la mala costumbre de emocionarse al pensar que un mal hábito puede hacer de un hombre aburrido un perfecto modelo de perversidad. ¿Cómo crees que podría resistirme a eso?

—A mí me parece más bien un modelo de estupidez —soltó Lionel—. Y de soberbia.

—Pero una noche me lo encontré en un fumadero de opio de las afueras al que me habían invitado unos colegas para que conociera «la vida bohemia de la ciudad» —le contó Veronica, manejando unas tijeras para cortar la venda que acababa de apretarle alrededor del hombro—. Allí estaba lord Archibald, delirando sobre una manta hecha jirones. ¿A que nunca habrías imaginado algo así de él?

«La verdad es que no», tuvo que reconocer Lionel para sí, sorprendido en su fuero interno. Había sido mala suerte no conocer aquel dato antes de acudir a la entrevista con el conde de Newberry y su heredero. El viejo carcamal se moriría del susto si lo supiera.

—Yo solo quería divertirme un poco, pero Archibald… no lo veía de la misma manera. Tuve que dejarle claro que nuestra relación no había sido más que un pasatiempo y aquello no le sentó nada bien. Así que pensé compensarle convirtiéndole en uno de mis modelos, aunque no me molesté en pedirle permiso primero…

Veronica volvió a reírse mientras se acercaba a la única ventana de la habitación para correr las cortinas. Cuando la luz de los faroles que iluminaban Hell’s Passage dejó de atravesar los cristales cubiertos de mugre todo se quedó sumergido en la penumbra.

—No me arrepiento —aseguró, y después añadió, mirando a Lionel a los ojos—: Con algo tenía que entretenerme mientras me dejabas desatendida…

Él ni siquiera le dio tiempo a acabar. Se levantó para rodearla con sus brazos y se volvió a arrojar sobre la cama con ella mientras Veronica, riendo de nuevo, daba patadas para fingir que trataba de soltarse de una manera muy poco convincente. Cuando Lionel se colocó sobre su cuerpo, inmovilizándole las muñecas sobre los almohadones, se dio cuenta de que sus pupilas relucían con un deseo que no tenía nada que envidiar al suyo. No hacía falta que se dijeran nada más; los dos habían echado demasiado de menos aquellos momentos de complicidad que solían compartir.

La boca de Lionel recorrió poco a poco el cuello de Veronica. No pudo disimular una sonrisa de satisfacción cuando la sintió arquearse contra su cuerpo pidiéndole más.

—Espera un momento. Acabo de acordarme de algo —la oyó susurrar de repente. La joven apoyó los codos sobre la cama para incorporarse un poco, y Lionel tuvo que alzar los ojos hacia ella—. Mi tío me había encargado que te hiciera llegar un mensaje. Quiere reunirse mañana por la tarde con August, con Oliver y contigo donde siempre.

—Ya me extrañaba no recibir noticias suyas —repuso él, agachando la cabeza para regresar a su escote.

—Por lo que me ha dicho se trata de algo bastante importante. Me pidió que viniera en persona a prohibirte que te escaquearas. Parece que para Dreaming Spires puede ser…

—Me importa muy poco lo que suceda con Dreaming Spires esta noche. He esperado demasiado para esto. —Y agarrando la nuca de Veronica tiró de su cabeza para atraerla más hacia sí, cerrando su boca con sus propios labios—. Hoy no quiero acordarme de nada más.

Su último pensamiento cuerdo fue para su herida, aunque el ardor que la bala del hombre del desierto había dejado en su piel no tardó en quedar eclipsado por otra clase de ardor con el que se hallaba más familiarizado. O eso quiso creer mientras se apretaba contra Veronica, odiándose por no querer reconocer hasta qué punto se sentía devorado por el miedo…