13
La retirada de Brianna los había cogido tan desprevenidos que por un momento no supieron cómo reaccionar. Se limitaron a mirarse unos a otros en un silencio expectante.
—Bueno —comenzó a decir Alexander por fin—. ¿Qué pensáis de lo que hemos oído?
—Que la historia de la señora MacConnal no tiene sentido —fue la tajante respuesta de Lionel, mientras alargaba la mano y cogía una de las pastas que la doncella había dejado en la mesa—. Supongo que tengo que aceptar la existencia de la banshee después de escuchar los testimonios que nos han dado los vecinos, ¡pero ese don que parece tener de asesinar con su presencia…!
Mordisqueó la pasta con los ojos clavados en el retrato de Fearchar MacConnal, que de repente no parecía tan risueño como antes. El resplandor de la chimenea desfiguraba sus facciones tanto como lo había hecho con las de Brianna; su sonrisa resultaba ahora mucho más forzada, casi antinatural. Alexander permaneció sin decir nada durante un buen rato, con la taza de Limoges descansando entre sus manos.
—Existen ciertas criaturas sobrenaturales que pueden matar con la mirada… como los basiliscos, por ejemplo; y la mitología griega también hablaba de Medusa y de cómo Perseo recurrió a un par de sandalias aladas y un casco de invisibilidad para derrotarla…
—Lo hizo con un escudo brillante que le prestó Atenea —aclaró Oliver en voz muy baja—. Sabía que si la miraba directamente a los ojos se acabaría convirtiendo en piedra.
—Gracias por la clase de mitología, pero no nos vamos a enfrentar a una criatura capaz de convertirnos en piedra —le cortó Lionel de mala manera—. Si lo que esa mujer nos ha contado fuera cierto lo que haría la banshee sería provocarnos un paro cardíaco.
«Más rápido que un disparo a bocajarro —pensó mientras sentía arder bajo su venda la herida que todavía no había cicatrizado del todo—. Y mucho más honroso.»
—Ya tendremos tiempo para pensar en cómo combatir a la criatura, si es que nos la encontramos alguna vez cara a cara —le tranquilizó Alexander. Dejó la taza sobre la mesa camilla—. Lo realmente importante es que las cosas cambian sabiendo que MacConnal pensaba adquirir el castillo. ¿No os llama la atención lo mucho que parece detestar a las O’Laoire su viuda? ¿Os disteis cuenta de la expresión con la que hablaba de Rhiannon?
—¿Celos? —aventuró Lionel—. ¿Podría haber extendido nuestro amigo Fearchar toda la intimidad que nos han asegurado que tenía con O’Laoire hasta la cama de su señora?
—No —respondió Alexander tan taxativamente que Lionel enarcó una ceja—. No creo que se trate de eso. Por mucho que te cueste creerlo existen más cosas aparte del sexo…
—Me llevan los demonios cada vez que se refieren a la señorita O’Laoire como una demente —intervino Oliver en un susurro—. Todos los vecinos de este condenado pueblo parecen decididos a enturbiar el recuerdo que me voy a llevar de ella.
—Sí, Oliver, sabemos que te mueres de ganas de meterte en los pololos de la señorita O’Laoire antes de regresar a Oxford —le aseguró Lionel, dirigiendo a Alexander la mirada más elocuente de su repertorio—. ¿Y qué más cosas dices que existen aparte del sexo?
Acababa de pronunciar aquellas palabras cuando la señorita MacConnal se detuvo en el umbral del salón. Parecía extenuada después de separarse de su madre, pero cuando oyó lo que estaban diciendo se puso muy roja. Alexander se levantó.
—¿Todo bien? —le preguntó, preocupado—. Espero que no fuera culpa nuestra que…
—No se inquieten por mi madre —les contestó la señorita MacConnal. Regresó muy despacio al sillón que había ocupado Brianna y se sentó de nuevo en uno de sus brazos como si nada hubiera cambiado, como si siguiera estando allí—. Ya les he dicho que está pasando por unos momentos complicados. Hemos tenido la casa abarrotada de personas. Creo que lo que realmente necesita es estar sola, ordenar sus pensamientos, aceptar de una vez que se ha marchado. Y llorar, llorar como lo hacemos los demás. De nada le servirá ponerse una coraza en la que no cree nadie más que ella. En el fondo es tan humana como yo.
Y permaneció callada durante unos instantes mientras apartaba con una mano las cortinas azul marino de la habitación. En cuestión de unos minutos se haría de noche.
—Recibieron mi carta —dijo de repente sin dejar de contemplar la plaza desierta.
Alexander tardó un momento en procesar lo que había dicho. Cuando por fin lo hizo se quedó mirándola estupefacto.
—¿Quiere decir que usted es…? —comenzó a decir.
—No puede ser —susurró Oliver, tan confundido como él—. Nuestra corresponsal se llama Lisa Spillane. ¡Su madre me la ha presentado esta mañana como Mary MacConnal!
—Y así es como me bautizaron —coincidió ella, poniéndose más roja todavía—. Pero no me atreví a firmar con mi auténtico nombre. No creía que mi madre aprobara que me carteara con un desconocido, y que le diera además tantos detalles sobre la muerte de mi padre. Lisa Spillane es el nombre que usaba de pequeña para firmar cada uno de los cuentos de hadas que escribía en secreto. Mi nom de plume, por decirlo de algún modo.
—Vaya, pues no hay duda de que tiene usted un gran talento para inventar historias creíbles —comentó Lionel—. ¡Si incluso aseguraba que vivía con su marido!
Mary MacConnal agachó la cabeza. «Esta es la postura que ha tenido durante toda su vida —adivinó Alexander—. Siempre agachando la cabeza, siempre en las sombras.»
—Espero que no piensen mal de mí por haberles engañado. Nunca pensé realmente que pudieran tomarse en serio mi historia. Pero no sabía qué más hacer para aliviar la pena de mi madre y acabar de una vez por todas con la obsesión que la banshee ejerce sobre nuestro vecindario. Leí la crónica de la revista Light acerca de usted con gran placer, profesor Quills. —Y por una vez se atrevió a mirarle a los ojos—. Era brillante. No se hace una idea de hasta qué punto admiro a los hombres como usted, que no dudan en llamar a las cosas por su nombre. Hasta cuando son cosas en las que poca gente cree.
—Le agradezco que se pusiera en contacto conmigo, señorita MacConnal. Más de lo que sin duda podía sospechar cuando escribió aquella carta —le aseguró Alexander.
Mary MacConnal sonrió. Su rostro pareció cambiar cuando lo hizo, dándole una apariencia casi luminosa.
—Bien… Supongo que es un poco prematuro que se lo pregunte, pero ¿han llegado ya a alguna conclusión sobre la naturaleza de la banshee? ¿Cómo podríamos detenerla?
—¿Detenerla? —se asombró Lionel. Miró a sus amigos—. ¿Es posible hacer eso?
—Lo dudo mucho —contestó Alexander despacio—, teniendo en cuenta que una banshee no es un espíritu convencional. Creo que primero tendríamos que descubrir cuáles son sus motivaciones, por qué decidió anunciar la muerte de Fearchar MacConnal, sin ni siquiera pertenecer a su clan, solamente por visitar Maor Cladaich…
—O por qué acabó con él, según la teoría de mi madre —apuntó Mary MacConnal.
—Si realmente lo hizo por estar en Maor Cladaich aquella noche, este asunto puede ser mucho más peliagudo de lo que imaginamos al principio —dijo Oliver en voz baja.
—¿Aún más peliagudo, Twist? ¿Qué quieres decir? —preguntó Lionel.
—Simplemente que… ¿no os parece inquietante que la primera persona cuya muerte fue anunciada por la banshee de los O’Laoire sin formar parte de la familia fuera la que había pensado hacerse con el castillo? ¿Qué deduciríais de esa decisión de la criatura?
Lionel comprendió de inmediato lo que quería darles a entender.
—Que para ella es una cuestión personal. Que no piensa consentir que el castillo de Maor Cladaich pase a otras manos, aunque sea cierto lo que decía la señora MacConnal sobre el vínculo que une a la banshee con sus propietarios de generación en generación.
Mary MacConnal se llevó una mano a la garganta en un gesto de aprensión.
—Si lo que dicen es verdad —dijo en un hilo de voz— la decisión de mi padre fue la que le llevó a la tumba. Y por mucho que me apetezca culpar a las O’Laoire de lo que le sucedió…, no puedo dejar de sentir lástima por ellas. Me temo que están condenadas a la ruina más absoluta si esto se da a conocer. ¡Nadie se atrevería a adquirir una casa maldita!
—Tal vez sí —dijo Alexander pensativamente. Lionel y Oliver dejaron de mirar a la señorita MacConnal para prestarle atención—. Tal vez esta sea su última carta, la única oportunidad con la que cuentan. Y también la nuestra.
Para sorpresa de sus amigos se levantó decididamente de su butaca, como si se dispusiera a librar una batalla. Había una nueva resolución en sus facciones.
—Creo que lo mejor será que nos dirijamos ahora mismo a Maor Cladaich.