39
Y así fue como Lionel volvió a demostrar a sus amigos que de vez en cuando, solo de vez en cuando, acertaba en sus predicciones: en los periódicos de los días siguientes apenas se pudo leer nada que no tuviera que ver con el caso O’Laoire. Por suerte habían logrado regresar a Kilcurling antes de que la noticia comenzara a correr como la pólvora entre los reporteros dublineses. Cuando quisieron acudir a la prisión para hacerse con la exclusiva de lo que acababa de suceder, Ailish se encontraba a resguardo de la metralla de sus preguntas en una diligencia que la conducía a su casa… o por lo menos a la que aún seguiría siendo su casa durante unos días.
Por desgracia la pobre muchacha no pudo disfrutar del descanso que se había ganado a pulso. Cuando Oliver y August la condujeron a las puertas de Maor Cladaich y Alexander le dio la noticia de la muerte de su madre, Ailish sufrió una crisis nerviosa que les obligó a meterla en la cama. Acudió el doctor Brown, el médico del pueblo, y el diagnóstico que les dio fue muy claro.
—Demasiadas emociones —dictaminó mientras se desprendía con parsimonia de su estetoscopio, inspeccionando aún el pálido semblante de la joven—. Su corazón se encuentra perfectamente, y tampoco parece tener fiebre. No ha sido más que un ataque de ansiedad del que se acabará recuperando en cuanto haya dormido unas cuantas horas.
Ailish murmuró algo incomprensible, girando la sudorosa cabeza sobre los almohadones. Oliver se había sentado a su izquierda, sujetándole una mano entre las suyas, mientras la señorita Stirling, al otro lado, le pasaba un paño mojado por la frente.
—¿Está seguro de que no será necesario que la ingresen? —preguntó la joven en voz baja—. Hace unos minutos deliraba…
—¿Ingresarla en un hospital? ¿Después de haber pasado diez días encerrada en una celda maloliente? —El doctor Brown sacudió la cabeza, guardando su instrumental dentro de un pequeño maletín de cuero—. Me parece que sería un error garrafal. Lo que esta pobre niña necesita ahora mismo es asimilar que se encuentra a salvo. Necesita aire puro, comida en abundancia y sentir que está de vuelta en casa. No la dejen levantarse a menos que sea absolutamente necesario. —Y se puso en pie añadiendo con una expresión algo más sombría—: Aunque me imagino que querrá asistir al entierro de su madre. Ya sé que va a ser algo difícil, pero procuren que no se altere demasiado. Alguien que ha pasado por una experiencia tan traumática no merece soportar más sufrimientos.
Habían subido el ataúd de Rhiannon a la capilla. Oliver decidió que lo mejor sería que Ailish no la viera, por lo menos hasta que se hubiera recuperado, y sus amigos se mostraron de acuerdo con él. En aquellos momentos Alexander era el único que estaba a su lado. De pie en el centro de la capilla, contemplaba en silencio el rostro de la mujer que tanto había significado para él en las últimas semanas, un rostro que por fin parecía haber encontrado la paz. El cabello le caía en ondas por encima de los hombros, llenando casi por completo la parte superior de la caja forrada de raso. El profesor se acercó sin hacer ruido a Rhiannon para apartar con los dedos un mechón que caía sobre su frente. Parecía dormida, simplemente eso…, como si en cualquier momento pudiera incorporarse para preguntar si era cierto lo que había oído sobre la liberación de su hija.
A sus oídos llegó de repente el eco de unos pasos acercándose por las espirales de la escalera. Unos segundos más tarde Lionel entró en la capilla, aunque al darse cuenta de lo que Alexander estaba haciendo se detuvo en el acto. El profesor le dijo en voz baja:
—Tranquilo, puedes quedarte. —Y apartó la mano, dando un paso atrás—. Solamente me estaba despidiendo de ella. Aún me cuesta creer que no vayamos a verla nunca más.
Lionel no le quitó los ojos de encima mientras se acercaba a él. Había pasado la última media hora rebuscando entre las cosas de Jemima hasta dar con el fajo de cartas que Veronica le había enviado, y que la chica se había dedicado a leer de cabo a rabo antes de esconderlas en una caja debajo de su cama. Se quedó mirando a Rhiannon tal como lo había hecho Alexander, sin atreverse a romper el silencio hasta que, transcurrido un rato, puso una mano en el hombro de su amigo. El sol había comenzado su rápido descenso tras las montañas, y la luz que hasta entonces había inundado la capilla se tornaba de un azul mortecino, desdibujando los contornos de los cirios encendidos en las cuatro esquinas del ataúd y del pequeño jarrón con violetas que Maud había recogido en la parte trasera del castillo para ponerlas a los pies de su señora.
—Creo que os habría ido bien juntos —dejó caer Lionel al fin—. Erais muy parecidos.
—No estoy seguro de entender lo que quieres decir —mintió Alexander.
—Claro que sí. Rhiannon y tú… Los dos teníais heridas muy profundas, pero puede que con el paso del tiempo hubierais podido sanaros el uno al otro. Si Delancey no hubiera asesinado a Archer… Si Rhiannon se hubiera deshecho de Maor Cladaich como era su intención, y si Ailish y ella nos hubieran acompañado a Oxford, es probable que…
—Lionel, no tiene sentido devanarse los sesos pensando en lo que podría o no podría haber sucedido entre nosotros —le contestó el profesor en voz queda—. La vida no es más que una sucesión de pequeñas pausas delante de las encrucijadas que se nos van presentando. Escoger el camino de la derecha o el de la izquierda tal vez cambiará el resto de nuestra existencia, aunque no podremos conocer las consecuencias de nuestra elección hasta que sea demasiado tarde para retroceder. —Guardó silencio unos instantes mientras contemplaba cómo los últimos rayos de sol se deslizaban por los cabellos de Rhiannon antes de apagarse definitivamente. Entonces sacudió la cabeza, cruzando los brazos—. En el fondo lo único que nos debería servir de consuelo es la certeza de haber hecho todo cuanto estaba en nuestras manos. Para mí, Rhiannon ha sido quien salvó a su hija aunque no pudiera imaginarlo cuando se arrojó desde el acantilado. Nunca dejará de sorprenderme lo que las mujeres pueden llegar a hacer por amor… ni lo fuertes que son en comparación con nosotros. En el fondo no se diferencia mucho de lo que Fionnuala ha estado haciendo durante todos estos siglos: velar por su descendencia desde las sombras.
Lionel, por una vez, no hizo el menor intento de interrumpirle. No abrió la boca hasta que oyeron dentro de la escalera de caracol las voces ahogadas de August y de Oliver y el eco de sus pasos subiendo hacia la capilla; solo entonces le dijo en voz baja:
—Pero a ti te gustaba. No intentes negarlo. Lo he leído en tus ojos todo el tiempo.
—Nunca podría querer a una mujer como quise a Beatrix, y Rhiannon nunca estuvo hecha para las medias tintas —fue la respuesta del profesor—. Se merecía algo mucho más hondo que lo que yo podría haberle dado. Algo mejor que la sombra de un amor anterior.
Los dos se volvieron hacia la puerta en el momento en que sus amigos aparecieron en lo alto de la escalera, jadeando un poco por lo empinado de aquellos peldaños.
—¿Cómo se encuentra Ailish? —le preguntó Alexander a Oliver.
—Mejorando —contestó el muchacho—. Espero que pueda cenar en condiciones; debe de haber acabado harta de las gachas de la prisión.
Parecía a punto de esbozar una sonrisa, aunque la presencia de Rhiannon dentro de su ataúd la apagó antes de que pudiera asomar a sus labios. A Alexander le alegró darse cuenta de que aunque sus ojos seguían marcados por unas profundas ojeras, la vida había vuelto a fluir por sus venas. Pronto sería de nuevo el Oliver de siempre.
—La hemos dejado con la señorita Stirling para que la ayudara a darse un baño —les explicó August—. Aún está demasiado débil para moverse por sí misma.
—Al pasar por delante de la habitación me pareció que estaba cantándole algo en húngaro —comentó Oliver—. Ha sido toda una sorpresa descubrir que Margaret Elizabeth Stirling posee un corazón debajo de su armadura de seda, encajes y granates de Bohemia. Aunque al fin ha conseguido lo que quería: Ailish ha accedido a que Maor Cladaich pase a estar en manos del príncipe Dragomirásky a partir de ahora. Supongo que está harta del castillo y los problemas que nos ha dado… y a fin de cuentas era el mejor candidato.
—Será una pena perderla de vista. Especialmente ahora que las dos parecen haberse hecho buenas amigas —comentó August, observando de reojo a Lionel mientras hablaba.
Él prefirió no pronunciarse al respecto. Desde luego, no estaba dispuesto a perder de vista a la señorita Stirling, aunque era demasiado pronto para hablarles a sus amigos de la propuesta que le había hecho unas semanas antes. Para desviar la atención comentó:
—¡Oliver Saunders, el hombre casado! —Y le dio una palmada en la espalda que le hizo inclinarse hacia delante—. Aún me cuesta creer que hayas sido tan idiota. Dejar que te cacen a los veintitrés años no tiene perdón. ¿Es que no has aprendido nada conmigo?
—Claro que sí —sonrió Oliver, frotándose la espalda—. Todo lo que un hombre nunca debería hacer si quiere que una mujer espléndida se enamore de él. Eres un gran maestro.
August se echó a reír y Alexander se apresuró a cambiar de tema antes de que Lionel pudiera vengarse de su amigo preguntándole si sabía lo que era una noche de bodas. «Aún tenemos trabajo pendiente. Esto no ha acabado.»
—Me alegra que todos nos encontremos de mejor humor, pero como os imaginaréis no os he convocado aquí arriba para que discutamos sobre la futura vida matrimonial de los Saunders. —Lionel chasqueó la lengua con fingida desilusión, pero Alexander siguió sin alterarse—: Hay una cuestión importante de la que aún no hemos hablado.
—¿Te refieres a lo que sucederá con Delancey? —inquirió August—. Hace un rato el inspector Fitzwalter pasó por aquí para comprobar cómo se encontraba Ailish. Por lo que nos dijo, la fecha del nuevo juicio ha sido fijada para la semana que viene. Supongo que no nos quedará más remedio que asistir, a pesar de que Delancey lo confesara todo en la comisaría. Sinceramente, veo muy poco probable que pueda salir con vida de esta.
—Y lo más triste de este asunto —comentó Oliver bajando el tono de voz— es que, según lo que os contó a vosotros…, lo ha hecho todo por amor. Por conseguir una banshee con la que pudiera hacer que los O’Brien le entregaran la mano de su heredera.
—Tristísimo —reconoció Lionel, aunque su expresión era bastante indiferente—. Pero creo que Alexander se refiere a lo que descubrimos sobre la banshee anoche. Ya hemos conseguido salvar a los vivos: ahora les toca el turno a los muertos.
Entre los dos les contaron lo que habían leído en la biblioteca del puño y letra de Cormac O’Laoire acerca de Fionnuala, de Ciarán O’Laoghaire y del hijo que este último le arrebató antes de encerrarla para siempre en un rincón de Maor Cladaich. Para cuando concluyeron con su explicación se había hecho completamente de noche y lo único que iluminaba el interior de la capilla era el tembloroso resplandor de los cirios.
—¿Queréis decir —susurró August tras unos segundos de silencio— que ese caballero emparedó a su antigua amante en este lugar? ¿En alguna de las habitaciones del castillo?
—Sí, si la narración del padre de Ailish se corresponde con la realidad —les recordó Lionel no demasiado convencido—. De ser cierto ese episodio, no me extraña nada que las máquinas de Alexander hayan registrado un altísimo índice de actividad paranormal. Si esa no es razón suficiente para que esta fortaleza esté encantada… no sé qué podría serlo.
Oliver no dijo nada al respecto. Alexander se dio cuenta de que se había quedado tan abstraído como cuando le asaltaba la inspiración en los momentos más inesperados.
—Un penique por tus pensamientos —le ofreció. Su amigo alzó la mirada, confuso al darse cuenta de que le observaban—. Será nuestra primera contribución a tu luna de miel.
Oliver sonrió tímidamente y contestó:
—Según lo que acabáis de contar, Ciarán O’Laoghaire ordenó que la emparedaran «en la misma habitación en la que había pasado los últimos meses». Y años más tarde dejó escrito en su testamento algo curioso…
—Dejó escrito «que en lo alto de Maor Cladaich construyeran una capilla con la que poder expiar sus pecados» —citó Alexander—. Demasiado dramático para poder olvidarlo.
Oliver asintió con la cabeza. Los ojos le relucían.
—Alexander, ¿no nos contaste en su momento que habías llegado a la conclusión de que en los pisos superiores se apreciaba más que ningún otro lugar la presencia de espíritus?
—En efecto —reconoció el profesor—. Aunque nunca entendí…
—También nos explicaste mientras subíamos la colina por primera vez que debían de haberse realizado algunos añadidos en la construcción original. Partes que databan de los siglos doce o trece… —Oliver abrió los brazos como si quisiera abarcar la estancia en la que se encontraban—. ¿Y si Ciarán O’Laoghaire no mandó construir esta capilla simplemente para expiar sus pecados? ¿Y si la mandó construir en el mismo lugar en que los cometió?
Un profundo silencio acogió sus palabras. August, Alexander y Lionel se miraron sin decir nada, aunque a Oliver no le costó comprender que lo que acababa de decir les había impactado de lleno; acto seguido se volvieron para examinar la estancia con aprensión.
—Dios mío —murmuró August. Se había puesto un poco pálido—. Lo que dices tiene sentido, tiene mucho sentido. Construir sobre lo destruido…, sobre lo que se aniquiló…
Antes de que pudieran añadir palabra, Lionel se acercó a toda velocidad a la parte de la capilla en la que se situaba el altar. Los tres se quedaron mirando cómo recorría con los ojos las paredes, prestando especial atención al suelo.
—Está cubierto de losas, pero no parecen lápidas funerarias —murmuró—. No hay ni una sola inscripción, ni escudos de armas. Y Ros Wyvern me dijo, mientras paseábamos por los jardines, que los O’Laoire se enterraban en la iglesia de Kilcurling…
—Nunca te había oído hablar solo —dijo August—. ¿Qué haces?
—Mi trabajo, señor reverendo. Tratar de arrancarle sus secretos a la tierra. Aunque en este caso sería mejor decir a las piedras —contestó Lionel, levantando la cabeza para continuar con su inspección a lo largo de los muros—. No tendría sentido que la hubieran sacado de su escondite para sepultarla debajo de estas losas —continuó—. Cuando se emparedaba a la gente, siempre se la colocaba de pie. Se la encerraba entre dos muros paralelos para que acabara falleciendo por falta de aire y de alimento. En este caso sería probable que…
Se dio la vuelta para golpear metódicamente con las dos manos el muro que había a sus espaldas. Al no obtener ningún resultado, siguió haciéndolo en el que se orientaba hacia el acantilado del este, y después regresó al lado de sus amigos, apartó a Oliver sin muchos miramientos y repitió el mismo proceso en el del oeste. Durante un buen rato deslizó las palmas de las manos por las piedras hasta que dejó escapar un «¡Ajá!».
—¿Qué has descubierto? —le preguntó Alexander en el acto—. ¿Hay algo raro aquí?
—Tiene que haberlo. Fijaos en esto. —Lionel dio tres golpes con la mano en el muro situado tras el altar—. Suena a macizo, ¿os dais cuenta? Por el contrario… —Se acercó una vez más al muro oeste y repitió el mismo gesto. Todos se dieron cuenta de lo que quería decir: era un sonido muy distinto—. Esta pared se ha levantado sobre un espacio hueco.
August se aflojó un poco el nudo del corbatín.
—¿Es… es lo que estoy pensando? ¿Creéis que aquí dentro está…?
—Solo hay una manera de averiguarlo —declaró Lionel, y se apartó de la pared para regresar junto al ataúd de Rhiannon. Para sorpresa de sus compañeros, en especial de Alexander, apagó de un soplo la llama que ardía en uno de los cirios y lo dejó caer sobre las losas del suelo, asiendo el candelero de plata como si fuera un arma.
—¿Qué rayos crees que estás haciendo, Lionel Lennox? —se escandalizó Alexander.
—Haz el favor de no maldecir ante un difunto —le recriminó el joven, pidiendo a August y a Oliver que se apartaran—. Es una pena que tengamos que hacerlo de un modo tan… poco delicado. Confiemos en que la señorita Stirling no vuelva a subir aquí para presentarle sus respetos a Rhiannon; a su patrón no le agradará este destrozo.
El primer golpe que descargó contra la pared resultó tan ensordecedor que August tuvo que taparse los oídos. Era una suerte que el dormitorio de Ailish se encontrara en el otro extremo de Maor Cladaich, varios pisos por debajo de ellos, y que tanto la señorita Stirling como Maud estuvieran a su lado en ese momento. Mordiéndose con fuerza los labios, Lionel asestó un segundo golpe, y un tercero, y siguió haciéndolo durante unos minutos ante la mirada expectante de los demás…, hasta que consiguió que el candelero se abriera camino entre los bloques de piedra destrozados por sus embestidas. Tal como había imaginado, la pared no era maciza: había un espacio vacío detrás. Oliver soltó una exclamación de entusiasmo mientras Lionel retrocedía unos pasos, contemplando con la respiración algo entrecortada el boquete que acababa de abrir.
—Voilà —dijo satisfecho. Sus amigos se acercaron un poco más, con los ojos muy abiertos—. Vamos, echadme una mano. ¡No puedo hacerlo todo yo solo!
Entre los cuatro comenzaron a sacar los sillares que los golpes de Lionel acababan de machacar. Los fueron dejando al pie de la pared, despejando cada vez más el agujero que había al otro lado y que apenas debía tener medio metro de profundidad. Al fin pudieron asomarse a la abertura, pero la penumbra de la capilla no les permitía distinguir nada. Entonces fue Alexander quien agarró otro de los cirios, no sin antes dirigirle una mirada a Rhiannon como pidiéndole disculpas por el alboroto que estaban causando, y lo acercó al agujero para contemplar el interior.
Todos contuvieron el aliento al mismo tiempo. Había alguien ahí dentro, apoyado contra el muro de la capilla. Cuando Alexander alargó el brazo para que la luz de la vela se derramara en el hueco existente entre las dos paredes, pudieron reconocer a una persona de la que no quedaban más que los huesos: un esqueleto polvoriento con los brazos en alto cuya calavera casi se había desprendido con el paso de los siglos, rozando su clavícula izquierda con los escasos mechones descoloridos que aún le quedaban.
Oliver no pudo evitar tragar saliva mientras Alexander y August guardaban silencio. Lionel, en cambio, introdujo su mano experta dentro del agujero para agarrar uno de los mechones de aquella melena que debía de haber sido oscura en su momento, y que aún se encontraba parcialmente recogida en una trenza. Nada más entrar en contacto con sus dedos, el cabello se deshizo como si se tratara de un diente de león.
—No me extraña: tiene casi ochocientos años de antigüedad —comentó—. Lo que no me explico es que a nadie se le hubiera ocurrido inspeccionar esta parte de la capilla hasta ahora. Estoy convencido de que alguno de los descendientes de Ciarán O’Laoghaire se habrá preguntado alguna vez dónde había sido emparedada Fionnuala.
—Aún no estamos seguros de que sea Fionnuala —les advirtió August.
—Es ella —les aseguró Alexander en voz baja. Hizo descender un poco la llama del cirio para que pudieran contemplar la parte inferior del cuerpo del esqueleto—. Fijaos en la forma de la pelvis. Es una mujer que dio a luz apenas unas horas antes de que construyeran la segunda pared. Y tiene los brazos en alto —volvió a levantar el cirio— porque la encadenaron con unos grilletes para que no golpeara el muro con los puños.
Algo lo dejó reducido al silencio poco a poco. Algo que estremeció las llamas que aún ardían en los cirios y que les hizo darse la vuelta sin atreverse a decir nada más. Tampoco en esta ocasión pudieron verla, aunque no fue necesario; la criatura a la que habían buscado durante semanas se encontraba con ellos. Había asistido en silencio al descubrimiento de su cadáver sin que ninguno reparara en lo cerca que la tenían. Y su voz era muy distinta de la que había sollozado por Rhiannon unas horas antes en los jardines. Casi parecía alegre…, como si se estuviera despidiendo. Como si se hubiera dado cuenta de que su misión en Maor Cladaich había tocado a su fin y ahora no tuviera más que caminar hacia la luz en la que la esperaban sus descendientes.
Antes de que se les ocurriera dirigirle la palabra, la voz de Fionnuala se apagó poco a poco hasta acabar enmudeciendo. Entonces hubo un repiqueteo a sus espaldas, y al darse la vuelta comprobaron que los huesos del esqueleto acababan de convertirse en polvo sin dejar tras de sí más que los grilletes que lo mantenían encadenado a la pared.