9

Durante unos segundos sus amigos no hicieron más que mirarle, tratando de leer en su rostro la verdad. Al final fue Lionel quien se decidió a hablar.

—Acabas de encontrarte cara a cara con la banshee. —Y no era una pregunta.

—Estaba ahí, Lionel… Justamente ahí, en medio de la arboleda —murmuró Oliver alargando una mano en esa dirección—. Me estaba mirando como si pudiera leer dentro de mi alma…, como si lo supiera todo sobre mí…, incluso la hora exacta de mi muerte…

Aquello dejó a Lionel tan perplejo que ni siquiera se le ocurrió reírse. Alexander tampoco lo hizo, aunque siguió sin apartar los ojos del pálido semblante del muchacho.

—Me parece que lo que te acaba de suceder —le dijo finalmente— es que estabas tan condicionado de antemano por la posibilidad de encontrarnos con una auténtica banshee irlandesa que has acabado viendo lo que más querías ver. No digo que se tratara de una alucinación, pero puede haber sido otra cosa… como un rayo de sol entre los árboles…

—Alexander, sabes tan bien como yo que eso no tiene ningún sentido. Siempre me habéis considerado el más fantasioso de los tres, pero te aseguro que en estos momentos no me dejaría engañar por algo tan simple como un rayo de sol. Te digo que estaba aquí.

Se adentró aún más en la arboleda, apartando las ramas que le salían al paso, y a Alexander y Lionel no les quedó más remedio que hacer lo mismo.

—Aquí. —Oliver se detuvo de repente—. En este lugar, bajo estos mismos árboles. Era como si se acercara a Maor Cladaich desde el extremo opuesto de los jardines… —Se dio la vuelta para escudriñar lo que se extendía más allá de los tejos, pero la espesura era tan densa que no había manera de distinguir casi nada a más de cinco metros de distancia—. Desde el acantilado.

—A lo mejor se dedica a pescar en sus ratos libres —aventuró Lionel con sorna.

Oliver le dirigió una mirada con la que podría haber partido en dos un diamante.

—¿Qué aspecto tenía esa supuesta banshee? —quiso saber Alexander, conciliador.

—El de una mujer rubia. Una especie de hada con el cabello muy largo y sedoso…

—¿Así que adopta la apariencia de una joven? Eso es curioso, realmente curioso. No sé por qué me la imaginaba como una anciana demacrada con un rostro esquelético.

—No, Alexander, no había nada macabro en ella. Tampoco iba envuelta en un sudario hecho jirones. Llevaba un vestido blanco y una capa gris con la que se cubrió la cabeza al oír vuestros pasos…

—Ah, así que no se manifiesta delante de todo el mundo. Ha resultado ser bastante selectiva con su público —comentó Lionel, más escéptico a cada instante, dándole unas palmaditas a Oliver en la espalda—. No sé si debemos felicitarte o compadecerte por esto.

—Yo tampoco lo sé —contestó Oliver en voz baja—. No sé cómo me siento en estos momentos. Se supone que tendría que estar aterrorizado por haberla visto, pero…

Se quedó callado. Alexander y Lionel se miraron, y el profesor insinuó:

—¿Quieres decir que has sentido algo más intenso que el terror? ¿A qué te refieres?

—A que era hermosa… de una extraña manera. Lo más hermoso que he visto nunca.

Lionel soltó un resoplido; era evidente que se le había acabado la paciencia. Las palmaditas que le estaba dando en la espalda se acabaron convirtiendo en un empujón.

—Esta ha sido la gota que ha colmado el vaso. Ni se te ocurra seguir adelante con eso que acabas de insinuar. Me parece estupendo que quieras hacer de la banshee una de tus musas particulares, pero de ningún modo —le soltó, dándole otro empujón para que regresara sobre sus pasos hacia Maor Cladaich— voy a permitir que te encapriches de un espíritu.

—¿De dónde has sacado esa idea? ¿Qué te hace pensar que yo…?

—Como si no nos conociéramos. Puedes enfadarte todo lo que quieras, pero los dos sabemos que se te hace la boca agua al pensarlo. Parece la trama de uno de tus relatos góticos. ¿De qué tratará el siguiente? ¿De una médium enamorada de un fantasma?

—Será mejor que llamemos a la puerta antes de que sea tarde —propuso Alexander.

Seguía mirando a Oliver con preocupación, pero el muchacho parecía tan incómodo y al mismo tiempo tan anhelante por lo que había visto, o por lo que había creído ver, que prefirió no hacerle más preguntas. Por lo menos hasta que se encontraran de regreso en The Golden Pot después de haberse entrevistado con la dueña del castillo.

Subieron los peldaños que los separaban del portón. Una gruesa aldaba de bronce colgaba de su centro, y Alexander la agarró para descargar dos golpes contra la madera.

—Ya sé cómo quitarte esta tontería de la cabeza —le oyó decir a Lionel a sus espaldas mientras aguardaban a que alguien acudiera a abrirles—. Lo que necesitas ahora mismo es conseguir intimar con una mujer de carne y hueso que te haga olvidar a esas criaturas sobrenaturales que te vuelven tan loco. Esta noche le pediré a la encantadora Fiona Lawless que te haga compañía cuando Alexander y yo nos retiremos a nuestros dormitorios. Estoy seguro de que con esos preciosos ojos azules logrará que entres en…

Lionel no llegó a acabar la frase. Unos ojos idénticos a los que estaba describiendo aparecieron de repente en la abertura que había dejado una de las pesadas hojas al apartarse unos centímetros. Por supuesto, los ojos formaban parte de un rostro, y el rostro de un cuerpo. Una joven de unos veinte años acababa de asomarse al exterior.

Cad ba mhaith leat? —preguntó sin poder ocultar su desconcierto.

—Buenas tardes —la saludó Alexander—. Me imagino que usted es Jemima Lawless.

Los ojos se entornaron hasta quedar reducidos a dos rendijas.

—Eso tengo entendido. ¿Cómo lo saben? ¿Y quiénes se supone que son ustedes?

—Huéspedes de The Golden Pot durante los próximos días —le explicó el profesor, inclinando la cabeza—. Su padre nos avisó de que la encontraríamos en Maor Cladaich.

Jemima Lawless permaneció unos segundos sin moverse hasta que acabó abriendo el portón para ellos. Iba vestida como la doncella de una rica casa señorial, con un uniforme azul oscuro, un delantal blanco y una cofia con encajes descoloridos.

Dia dhaoibh —les saludó—. Que Dios esté con ustedes. —Y al reparar por primera vez en Oliver, añadió mientras hacía una coqueta genuflexión—: ¡A su servicio!

Se parecía lo bastante a Fiona para adivinar su parentesco, aunque existían ciertas diferencias entre ambas. Jemima era más pequeña y compacta, de curvas más rotundas que se insinuaban tentadoras bajo su soso vestido; tenían el mismo cabello de un rubio rojizo, aunque el suyo era más rebelde, con los rizos a duras penas comprimidos por la cofia; sus ojos, aunque igual de claros, miraban de manera muy distinta, con los párpados velando las pupilas en un deje malicioso. Sus labios eran más carnosos y en cierto modo provocadores. Su barbilla era la misma, aunque siempre alzada un par de milímetros más que la de su hermana. En resumidas cuentas, podría haber sido tan bella como Fiona, pero en lugar de eso resultaba tan carnal que rozaba la vulgaridad.

Lionel la encontró de lo más apetecible. La aparición de aquella nada sutil ninfa en el quicio de la puerta le devolvió algo de su buen humor, sobre todo cuando se acordó de que Jemima solía regresar de noche a Kilcurling para dormir con su padre y su hermana.

—Confío en que no le parezcamos maleducados a su señora por presentarnos de esta manera en su casa, sin que nadie nos haya presentado —continuó Alexander mientras la chica les dejaba pasar al vestíbulo—. No hemos tenido tiempo; acabamos de llegar y…

—¿Quieren ver a Rhiannon, mi patrona? —preguntó Jemima, enarcando una ceja con escepticismo—. No estoy segura de que le apetezca recibirles, la verdad.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Oliver sin dejar de contemplar el vestíbulo.

Debía de haber sido en su momento el patio de armas del castillo, aunque más tarde lo habían cubierto con unas recargadas bóvedas góticas y habían construido en su muro septentrional una escalera doble que ascendía hasta el primer piso.

—Bueno, es que nunca recibe a nadie, pero porque nunca hay nadie que suba hasta aquí arriba para visitarla —dijo Jemima encogiéndose de hombros—. No es precisamente una persona muy popular. La verdad es que a mí también me gustaría saber a qué han venido.

—Me temo, señorita, que eso solamente concierne a su patrona —replicó Alexander.

—No hay por qué ser tan desagradable, hombre —exclamó Lionel mientras Jemima arrugaba la nariz—. No le haga ningún caso, señorita Lawless. Tiene usted tanto derecho a enterarse de lo que nos ha traído a Kilcurling como la señora O’Laoire. Si nos vamos a embarcar en esta investigación, conviene que tengamos en cuenta a todos los testigos…

—¡Ah! —Ahora los ojos de Jemima relucieron—. ¡Ustedes quieren averiguar qué le sucedió a MacConnal! ¡Vuelan rápido las noticias si han llegado hasta Inglaterra!

—Creo que será mejor que me dejes conducir esta entrevista —contestó Alexander dirigiéndole a Lionel una mirada de reproche—. Primero nos ocuparemos de la anfitriona del difunto señor MacConnal, y más tarde de las personas que lo vieron por última vez con vida en Maor Cladaich. Si no te gustan mis métodos más vale que guardes silencio.

Lionel sacudió la cabeza con aire de resignación. A Jemima se le escapó una risita, mirándole de reojo mientras los conducía por uno de los tramos de la escalera hacia el piso superior. No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que lo que Lisa Spillane le había contado a Alexander sobre los problemas económicos por los que estaban pasando los O’Laoire debía de ser cierto. El corredor por el que Jemima les precedió presentaba un aspecto desangelado, con los muros de piedra completamente desnudos, sin nada más que un par de tapices desvaídos por el paso del tiempo y unos rectángulos de color claro donde hasta hacía poco había habido cuadros.

«Apenas queda rastro del antiguo esplendor del clan», pensó el profesor mientras doblaban una esquina, con sus pasos amortiguados por una alfombra que discurría como el hilo de Ariadna por aquel laberinto medieval. «Debe de haber sido muy doloroso para esta familia asumir que los tiempos han cambiado para mal. Apuesto a que la mitad de su patrimonio ha acabado en los últimos años en manos de anticuarios sin escrúpulos.»

—Aquí es —anunció Jemima de repente, deteniéndose delante de una puerta—. Esta es la salita de la señora; aquí pasa la mayor parte del día. Creo que ahora está cosiendo.

Abrió la puerta sin molestarse en llamar primero para pedir permiso. Se trataba de una habitación pequeña pero acogedora, evidentemente más moderna que el vestíbulo. Las paredes estaban cubiertas por una seda verde agua y las cortinas eran de un tono algo más oscuro, recogidas con unas abrazaderas entretejidas con hilo de plata. En una esquina había un arpa, en otra una pequeña mesa sobre la que descansaba una escribanía de palo de rosa, y al lado de la chimenea encendida, unos sillones y un par de divanes.

La propietaria de Maor Cladaich estaba sentada en uno de ellos, zurciendo lo que Alexander creyó reconocer como un antiguo vestido de baile. No se molestó en apartar los ojos de su labor; aquellas interrupciones debían de ser habituales.

Cá mhéad uair a dúirt mé leat glaoch roimh dul isteach? —suspiró.

—Tiene visita, señora —anunció Jemima en inglés.

La señora O’Laoire alzó la cabeza. La aparición de aquellos tres desconocidos la dejó reducida al silencio, momento que aprovechó Jemima para escabullirse. Durante unos segundos la mujer no pudo hacer más que mirarles, hasta que dejó el vestido sobre el brazo del diván y la aguja en un alfiletero que tenía a sus pies, dentro de un cesto de costura.

—Vaya, esto sí que es una sorpresa —reconoció en voz baja, poniéndose en pie—. No esperaba recibir visitas esta tarde… ni en un considerable período de tiempo, la verdad.

Debía de tener unos cuarenta años, aunque seguía poseyendo una hermosura que muchas jóvenes de veinticinco querrían para sí. Llevaba el cabello rubio recogido en una redecilla sujeta a una diadema plateada, y sus ojos eran grises, tan fríos como dos pedazos de hielo y avivados por un resplandor de inteligencia que advirtió a Alexander de que aquella no era una mujer a la que conviniera tomar a la ligera. Vestía de una manera curiosamente sencilla, y sobre su pecho descansaba un único adorno: un pequeño guardapelo de plata de los que solían usar las viudas adineradas para llevar consigo reliquias de sus familiares muertos. Alexander inclinó la cabeza ante ella.

—Es un placer conocerla, señora. Soy el profesor Alexander Quills, y estos —señaló con la mano a sus compañeros— son el señor Lionel Lennox y el señor Oliver Saunders.

—Encantado —la saludó Lionel con su tono más formal mientras Oliver asentía con la cabeza, demasiado intimidado para atreverse a apartar los ojos de sus propios zapatos.

—El placer es mío —contestó ella. No tuvo más remedio que señalarles el otro diván para que dejaran sus abrigos en él, aunque su expresión dejaba claro que su presencia en Maor Cladaich le resultaba, cuando menos, inquietante—. Pero me temo que esta tarde no podré ser la mejor de las anfitrionas; como no me avisaron de su visita, no tengo preparado ningún refrigerio para ustedes. Sé que es muy descortés por mi parte, pero…

A Alexander le costó reprimir una sonrisa. El sentido de sus palabras no podía estar más claro, aunque no se dejó amedrentar.

—No se preocupe por eso. Comprendo que habría sido más educado ponernos en contacto con usted nada más llegar a Kilcurling, pero los asuntos que nos han traído a este lugar nos parecían demasiado delicados para tratarlos por escrito. Hemos oído tantas cosas sobre Maor Cladaich y sobre Rhiannon O’Laoire que estábamos deseando…

—Rhiannon Bean Uí Laoire —le interrumpió ella de repente. Alexander se quedó mirándola con tanta extrañeza que se vio obligada a aclarar—: Es mi nombre de casada, y también de viuda. El apellido de mi marido era O’Laoire, pero el mío es Bean Uí Laoire.

—Es lo que suele hacerse en Irlanda —les explicó Oliver en voz baja—. En el caso de las jóvenes sucede algo parecido. El apellido de una soltera suele empezar por «Ní» si…

No tuvo oportunidad de acabar la frase. Algo había llamado de repente su atención, algo blanco que acababa de aparecer en el límite de su campo visual. Cuando se volvió instintivamente en aquella dirección dio un respingo: allí se encontraba de nuevo la banshee. Ya no llevaba puesta la larga capa gris que arrastraba por los jardines, pero su vestido del color de la nieve seguía siendo el mismo, y también los cabellos dorados y los ojos claros que Oliver había considerado su irremediable pasaporte al Más Allá. Nadie había oído sus pasos; tal vez les había seguido de manera invisible cuando entraron en el castillo. Permanecía muy quieta en el umbral de la salita, con el mismo aspecto desubicado que había tenido en los jardines.

—Oliver —dijo Alexander en voz baja al darse cuenta de que el muchacho se había quedado paralizado—. ¿Qué te sucede? ¿No será de nuevo…? —Y entonces se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la misma aparición que había dejado a Oliver sin palabras.

Casi estuvo a punto de pasarle lo mismo. Lionel soltó:

—¡Por todos los diablos! —y eso fue lo único que pudo articular—. ¡Era… era verdad!

Durante unos segundos nadie supo qué hacer. Ciertamente, se habían embarcado rumbo a Irlanda para tratar de encontrarse con aquella criatura, pero nunca imaginaron que lo harían nada más poner un pie en la propiedad de los O’Laoire. No les dio tiempo a dirigirse a ella, no obstante; fue la propia dueña del castillo la que lo hizo.

—En fin, supongo que se acabó la perspectiva de disfrutar de una tarde tranquila. —Y entonces, para perplejidad de los tres, se acercó a la banshee rodeando los sillones colocados junto al fuego para coger su mano—. Caballeros, les presento a mi hija, Ailish O’Laoire, aunque como el señor Saunders acaba de explicar —añadió haciendo un gesto con la barbilla hacia él— su apellido sigue siendo Ní Laoire por su condición de soltera.

La madre le dijo algo en voz baja en gaélico y la muchacha a la que habían considerado una banshee asintió con la cabeza, dejándose guiar dócilmente hacia la chimenea. Cuando la tuvo más cerca, Oliver comprendió a qué se había debido su error. Ailish Ní Laoire podía ser una mujer de carne y hueso… pero, desde luego, no se parecía a ninguna que hubiera visto antes. Aquella impresión no se debía solamente a lo rubia y pálida que era, sino a la manera en que le miraban sus enormes ojos, dos discos plateados que parecían ser capaces de diseccionarle con un parpadeo. Había algo decididamente etéreo en ella, en los larguísimos cabellos que resbalaban en ondas hasta más allá de su cadera, con dos mechones retorcidos sobre las sienes para conformar una especie de diadema; en el vestido blanco que había reconocido minutos antes entre los árboles, claramente pasado de moda y casi medieval por la amplitud de la falda; en las diminutas manos escondidas dentro de unos guantes de encaje del mismo color que asomaban por las mangas.

Oliver sabía que Irlanda era la isla más mágica de Europa, pero nunca había sospechado que su gente pudiera parecerse tanto a las hadas, los duendes y los elfos que había admirado en los libros de cuentos de la biblioteca de su orfanato. Se sentía tan sobrecogido en aquellos momentos como Walter Hartright después de encontrarse cara a cara con la Dama de Blanco en un camino por el que antes no se extendían más que las sombras, incapaz de creer que lo que estaba viendo fuera real, que se tratara de algo más que un producto de su imaginación. Lionel le dio un codazo para que espabilara, pero Oliver no pudo dejar de mirarla con la boca casi abierta mientras su madre la sentaba a su lado.

—Disculpen la interrupción. —Y les hizo un gesto para que también tomaran asiento—. Debí suponer que el ruido de la puerta alarmaría a mi hija. No está acostumbrada a…

—Es usted el hombre al que acabo de ver en los jardines —dijo de repente la señorita O’Laoire en un tono tan quedo que apenas fueron capaces de entenderla—. El que se me quedó mirando como si fuera una aparición. Tal como lo está haciendo ahora mismo.

—Es… es cierto —logró responder Oliver cuando Lionel le dio otro codazo, esta vez directamente en las costillas—. Me imagino que le parecería un maleducado, pero pensé…

—¿Cómo? —preguntó la señora O’Laoire, sorprendida—. ¿Es que ya se conocen?

—Nada más que de vista —intervino Lionel al comprender que su amigo no estaba atravesando su momento de mayor locuacidad—. Justo cuando nos disponíamos a llamar a la puerta, el señor Saunders nos avisó de que había distinguido a alguien entre los árboles.

La señora O’Laoire miró a su hija con el ceño fruncido. Evidentemente no le hacía mucha gracia que se dedicara a dar vueltas por el exterior del castillo, pero la muchacha no parecía prestarle atención. Sus pupilas aún seguían clavadas en las de Oliver.

—¿Quién pensó que era? —quiso saber—. O mejor dicho… ¿qué pensó que era?

El joven se dio cuenta de que no tenía escapatoria. La señora O’Laoire seguía con el ceño fruncido, aunque había dejado de mirar a su hija para prestarle atención a él.

—Creí que… Me pareció que estaba delante de una criatura sobrenatural —consiguió decir por fin en un susurro—. De la banshee de la que no deja de hablar todo el mundo.

Lionel se rascó la nariz, visiblemente incómodo, pero para su sorpresa los labios de la muchacha se arquearon poco a poco en una sonrisa que inundó de luz su rostro.

—Es lo más romántico que me han dicho en toda mi vida.

«Dios mío, son tal para cual», pensó Lionel, aterrado. Luego se aclaró la garganta para tratar de reconducir aquella extraña conversación por el sendero planeado.

—Sí, bueno, todos nos alegramos de que la señorita O’Laoire haya acabado siendo de carne y hueso. Pero me da la sensación de que ese asunto no es…

—Al contrario —le cortó la señora O’Laoire—. Ese asunto, por mucho que traten de negarlo, es lo que les ha traído a mi casa. Es la banshee lo que les interesa, ¿verdad? —Se volvió hacia Alexander—. ¿Qué se traen entre manos relacionado con nuestro espíritu?

La señorita O’Laoire también se volvió hacia el profesor. Cuando sus ojos dejaron de atravesarle, Oliver sintió por fin cómo su cerebro volvía a funcionar como era debido.

—Bien… —comenzó Alexander—. No negaré que lo que nos ha llevado a hacer este viaje es la creencia de que hay algo cierto en lo que se cuenta acerca de esa criatura que, por lo que tenemos entendido, todo el mundo considera propiedad de su clan…

—Y así es —corroboró la señora O’Laoire—. Nuestra banshee existe, de eso no deberían tener ninguna duda. Somos muchos los que la hemos oído sollozar.

—También estamos al tanto de los poderes que le ha atribuido el folclore. Sabemos que tradicionalmente se ha pensado que esos sollozos anuncian la muerte de alguien…

—Habla por ti —murmuró Lionel—. Santo Tomás no era el único que necesitaba ver para creer.

La señora O’Laoire no le prestó atención. Enlazó las manos encima de su regazo.

—¿Y puedo preguntar, si no es mucho atrevimiento, a qué es debida tanta curiosidad? ¿Por qué tres ingleses se preocupan por lo que haga nuestra banshee?

—Estaba a punto de explicárselo cuando su hija se reunió con nosotros —admitió Alexander, y se inclinó hacia delante—. Desde hace un par de años mis amigos y yo nos hacemos cargo de Dreaming Spires, una publicación quincenal dedicada a las nuevas ciencias paranormales. Hace poco me fue remitida una carta, procedente de este pueblo, en la que una de sus vecinas me hablaba de la criatura que mora en su castillo. Nos pareció algo… absolutamente fascinante, distinto a cualquier cosa que hayamos conocido en Inglaterra. Y le aseguro que hemos visto cosas muy extrañas, señora O’Laoire. La historia de su banshee, y el misterio que la rodea, nos resultaba tan atractiva que decidimos coger un barco para visitar lo antes posible Maor Cladaich. Estamos seguros de que nuestros lectores se interesarán tanto por este misterio como nosotros mismos.

—Y por las circunstancias en las que falleció Fearchar MacConnal, por supuesto…

Las palabras de la señora O’Laoire rasgaron el aire que mediaba entre Alexander y ella como unos puñales lanzados por un artista circense. Por un momento el profesor no supo muy bien qué contestarle. Aquel tono tan desabrido le había dejado descolocado.

—Bueno…, sí, supongo que también sería un tema de interés… Por lo que tenemos entendido se trataba de un anciano que murió la misma noche en que estuvo cenando en el castillo con ustedes. Si es cierto que la banshee anunció su muerte…

—Ya veo detrás de qué andan. Muy hábil por su parte, profesor Quills, pero me temo que no tengo más remedio que rechazar su oferta. No necesitamos más publicidad.

Lo dijo en un tono tan terminante que durante los segundos que siguieron ninguno de los tres hombres supo cómo reaccionar. Lionel y Oliver acabaron dirigiéndose a Alexander, como dos niños confundidos pidiendo ayuda a su padre. A pesar de lo mucho que se esforzaba para que su rostro no mostrase sus auténticas emociones, el profesor estaba en apuros.

—Me parece que no me ha comprendido del todo, señora O’Laoire. Simplemente…

—Le he comprendido mejor de lo que cree. Lo he adivinado desde el momento en que les vi poner un pie en esta habitación. Hace muchos años que dejé de confiar en las buenas intenciones de los demás, y les aseguro que no voy a volver a hacerlo a mi edad.

—Mamá… —acertó a susurrar la señorita O’Laoire.

—He de reconocer que han sido originales, pero ¿piensan que por haber pasado toda la vida recluida en este lugar no me doy cuenta de cuándo tratan de aprovecharse de mí?

—Nadie trata de aprovecharse de usted —se defendió Lionel. Oliver parecía demasiado sorprendido para sumarse a la causa—. Por lo que más quiera, escúchenos. ¡Lo único que nos interesa es dar a conocer al mundo su historia!

—Bien, pues da la casualidad de que a mí no me interesa —le espetó ella—. Como tampoco me interesa que sus lectores acaben pensando lo mismo que cualquier irlandés: que todas las personas que cruzan el umbral de nuestra casa acaban muriendo.

—Todo el mundo acaba muriendo —dijo Oliver por fin en voz baja. Las O’Laoire se volvieron hacia él—. Nuestro destino está escrito desde que nacemos con caracteres que muy pocas personas son capaces de descifrar. Yo no creo que el hecho de que su banshee anuncie la muerte de alguien la convierta en la culpable de la misma. Y tampoco creo que nuestros lectores puedan pensarlo. Eso no tiene sentido; cualquiera diría lo mismo.

—Es lo que hacía mi padre —intervino de nuevo la señorita O’Laoire—. Cuando por las noches me presentaba en su biblioteca, descalza y en camisón, demasiado asustada por la banshee para poder dormir… solía sentarme sobre sus rodillas y me decía que el miedo a la muerte puede ser un enemigo más poderoso que la misma muerte. Claro que yo no entendía muy bien sus palabras. Me bastaba escuchar su voz para tranquilizarme.

Al darse cuenta de cómo la miraba su madre, la muchacha se quedó callada de inmediato, con la cabeza inclinada sobre los dedos que tironeaban nerviosamente del encaje de sus guantes.

—Realmente conmovedor, Ailish, querida, pero creo que lo más prudente será que te quedes al margen de esto —le contestó la señora O’Laoire, dándole una palmadita en un hombro. La muchacha se sonrojó un poco—. Ya hemos tenido demasiados problemas en las últimas semanas —siguió diciendo su madre—. No estoy dispuesta a sumar uno más.

—¿A qué se refiere con eso? —preguntó Alexander sin perder un instante—. ¿Insinúa que los vecinos de Kilcurling creen que lo que le sucedió a MacConnal fue culpa suya?

—Basta, profesor Quills. No tengo por qué darles explicaciones sobre este asunto.

—Lo único que queremos es ayudarla. Se lo digo de corazón, señora O’Laoire: no tienen nada que temer de nosotros. En ningún momento hemos acudido a ustedes para recabar información con la que redactar una crónica sensacionalista. Esa nunca ha sido la política de Dreaming Spires, y mientras me encuentre al frente de la publicación le aseguro que nunca lo será. —Alexander guardó silencio unos instantes mientras ella le seguía mirando con un ceño fruncido que revelaba las tenues arrugas de su frente—. No sé cómo convencerla de que nuestras intenciones son honestas. Si no está dispuesta a creerme…

—Basta —repitió la señora O’Laoire, alzando una mano—. Basta, he dicho.

Se puso en pie tan repentinamente que el vestido que había dejado en un brazo del diván resbaló hasta caer sobre la alfombra. Dio un tirón a una campanilla que colgaba junto a las cortinas y enseguida se oyó un ruido de pasos acercándose a la salita. Una mujer de mediana edad apareció en la puerta; era gruesa y tenía las mejillas salpicadas de harina, lo que unido al delantal en el que se limpiaba las manos les hizo adivinar que se trataba de la cocinera. Pareció confundida al encontrarse con ellos allí.

—Maud, lleva a la señorita O’Laoire a su cuarto —le ordenó su patrona—. Y haz el favor de decirle a Jemima que venga; era ella quien debía haber acudido a mi llamada.

—Lo haría de buena gana, señora, pero no sé dónde se ha metido. Hace un cuarto de hora que tendría que haber bajado a la cocina para echarme una mano con la cena, pero no aparece por ninguna parte. No he conocido nunca a una chica más vaga.

Se aproximó al diván en el que la señorita Laoire seguía sentada para incorporarla cuidadosamente, susurrándole algo en gaélico que la muchacha no pareció oír. Se había quedado paralizada al comprender que su madre se disponía a echarles del castillo.

—Supongo que entonces tendré que ser yo quien les acompañe a la puerta —comentó la señora O’Laoire. Hizo un gesto con la mano para que la siguieran, y a Alexander, Lionel y Oliver no les quedó más remedio que obedecer—. Les aseguro que para mí es realmente penoso tener que despacharles de una manera tan poco correcta, pero no tengo ánimos para escuchar nada más. Si seguimos hablando de la banshee acabaré volviéndome loca.

Tuvieron que seguirla fuera de la salita, aunque Oliver no pudo resistir la tentación de volverse una última vez para mirar a la señorita O’Laoire. Completamente quieta al lado del diván, tan pálida como un espectro, tan rubia como una reina de las hadas, les observaba con tanta tristeza que estuvo a punto de desandar sus pasos para regresar junto a ella. Pero Lionel le agarró por una solapa del abrigo para que no se quedara atrás, y Oliver le siguió.

La señora O’Laoire abrió el pesado portón de Maor Cladaich y después se hizo a un lado para que salieran al exterior. No parecía que pudieran hacer nada para que cambiara de opinión, pero Alexander no estaba dispuesto a irse de aquel modo. No después de haber percibido en sus ojos algo que no estaría dispuesta a admitir: el miedo.

—Creo que… en estos momentos sobran las palabras —dijo el profesor mientras sus amigos permanecían de pie a su lado, en lo alto de las escaleras—. Pero si por alguna razón acaba pensándolo mejor, recuerde que nos alojaremos en The Golden Pot durante los próximos días. Aún está a tiempo de reconsiderar nuestra propuesta.

—Y ustedes de coger el primer barco que regrese a Inglaterra —fue la respuesta de la señora O’Laoire, que parecía más cansada que nunca—. Les agradezco que hayan sido tan sinceros con nosotras, pero créanme cuando les digo que no tienen nada que hacer aquí.

Cuando apoyó las manos en las dos hojas de la puerta, Alexander se dio cuenta de lo mucho que le temblaban los dedos. Sus ojos grises parecían haber perdido su fulgor.

—Váyanse —dijo de repente en voz baja—. Váyanse mientras aún puedan hacerlo. No imaginan lo que daríamos mi pequeña y yo por conseguir escapar de este maldito lugar.

Antes de que pudieran preguntarle qué había querido decir con eso, la mujer desapareció en el interior del castillo, dejándolos completamente solos a la sombra de Maor Cladaich.