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Muy lejos de las riberas del Nilo, en el corazón del Balliol College de Oxford, un joven licenciado llamado Oliver Saunders se desesperaba delante de unos diccionarios de latín amontonados sobre la mesa de su dormitorio. En aquel momento los proverbios romanos le parecían una cuestión mucho más preocupante que un disparo en el hombro.
Llevaba más de cuatro horas sentado en aquella misma postura, lo que empezaba a dejarse sentir en sus cervicales. Los dedos de su mano izquierda jugueteaban de manera inconsciente con los mechones oscuros que le caían por encima del hombro, recogidos en una coleta tan larga que rozaba la superficie de la mesa. Con la otra mano sostenía un lapicero con el que daba golpecitos encima del papel. Labor omnia vincit improbus… «Un trabajo ímprobo todo lo vence.» Seguramente los romanos tuviesen razón, pero aquella frase no le hacía sentirse menos cansado. Le faltaba poco para cabecear de aburrimiento.
Recientemente la Sociedad Filológica de Gran Bretaña se había puesto en contacto con la Universidad de Oxford para establecer negociaciones acerca de un Diccionario de proverbios latinos que vería la luz un par de años más tarde. La universidad había aceptado colaborar en tan ambiciosa empresa, incorporando a aquel proyecto a los antiguos alumnos que hubieran conseguido las calificaciones más altas en su especialidad. A Oliver le había correspondido hacerse cargo de los proverbios de la F a la M, aunque desde hacía algunos días no dejaba de preguntarse si la posibilidad de participar en la redacción del diccionario sería una recompensa o más bien un castigo. Llevaba seis meses trabajando en ello, pero aún quedaba mucho por hacer. ¡Acababa de empezar los de la L!
Bostezó de forma tan desmesurada que sintió un chasquido en las mandíbulas. Los demás colaboradores del proyecto se habían apoderado a comienzos del curso de tres grandes mesas situadas en el primer piso de la biblioteca del Balliol College, pero Oliver prefería trabajar en su habitación. Tenía la mala costumbre de quedarse en las nubes de vez en cuando y sabía que sus compañeros lo mirarían con desdén si se percataban de su tendencia a fantasear. Allí al menos tenía la libertad de desconectar de vez en cuando, de relajarse escribiendo alguno de los relatos góticos que solía enviar a los periódicos para ganarse un dinero extra y de contemplar durante horas cómo los estudiantes deambulaban por el patio al que se abría su ventana. Era un cuarto muy pequeño, un cubículo en el que no había más que una cama contra una de las paredes, un armario casi vacío, una palangana para lavarse y, eso sí, una buena cantidad de estanterías, además de un escritorio en el que Oliver pasaba más tiempo que en ningún otro lugar del college. Y prácticamente no podía encontrarse un rincón en el que no hubiera montones de papeles manuscritos, cuadernos de anotaciones y novelas de hacía cien años que el muchacho sacaba casi a diario de la biblioteca. Debajo de su cama asomaban una docena de ejemplares del periódico Dreaming Spires, manoseados tantas veces por Oliver que daba la sensación de que su papel de mala calidad se convertiría en polvo al tocarlo.
El chico se pasó una mano por los ojos antes de seguir con lo que estaba haciendo. Litterae non dant panem. «Las letras no dan de comer.» Aquello, por mucho que les extrañase a sus profesores, no le hacía sentirse más tranquilo respecto a su futuro. «Además, esto es latín de la Edad Media —recordó mientras deslizaba el lapicero sobre el papel—. No había Virgilios ni Ovidios que pudieran romper una lanza por los poetas muertos de hambre.»
Al terminar de escribir el primer párrafo echó un vistazo al siguiente proverbio del que debía ocuparse. Litterarum radices amaras, fructus dulces. «Las raíces del estudio son amargas, pero sus frutos son dulces.» Pues ahí no había dulzura ninguna, al menos por el momento.
—Ya es suficiente por hoy —musitó Oliver, dejando el lapicero a un lado y cerrando los libros que tenía abiertos sobre la mesa—. A este paso me olvidaré de hablar inglés.
Eran poco más de las seis, pero fuera no tardaría en anochecer. Se incorporó para abrir la ventana, agradeciendo que la brisa que recorría los jardines del Balliol College le refrescase las mejillas y le revolviera el pelo. Su larga melena le había granjeado numerosas miradas de recelo por parte de algunos académicos y alguna que otra paternal reprimenda, pero Oliver no tenía tiempo ni ganas de ir a cortársela. Le gustaba el aspecto romántico que le daba, algo que también pensaban muchas de las chicas con las que se cruzaba cada día en los terrenos del colegio sin que él, siempre sumido en sus pensamientos, se percatara en ningún momento de cómo le miraban.
Todos solían decirle que pasaba más tiempo fantaseando que actuando, pero aquello le importaba tan poco como lo que pudieran pensar de su pelo. Hacía pocas semanas que había cumplido veintitrés años, aunque parecía más joven; quizá fuera la inocencia de sus cálidos ojos castaños, grandes y melancólicos, o su silueta de adolescente que aún no ha logrado convertirse en hombre. Era alto y delgado como un junco, con unas manos nerviosas que solo parecían serenarse cuando sostenía una pluma. A la izquierda de la nariz, quebrando la simetría de sus facciones, tenía un lunar, «una mancha de tinta que de pequeño se metió en mi sangre», le había dicho un día en broma a Alexander Quills.
Había algo en Oliver que siempre le hacía parecer desubicado, como si tuviera un pie puesto en una dimensión extravagante. Él tenía la teoría de que algo así debía de sucederles a todos los huérfanos. Cuando creces sin sentir que tus raíces se han enroscado en la tierra, sin tener a nadie en quien poder contemplarte para encontrar tu propio reflejo, te cuesta encariñarte con lo que te rodea. Oliver nunca había conocido a sus padres, a sus abuelos o a sus hermanos, si es que los había tenido, pero en cambio se había embarcado siendo un niño en la Hispaniola, había luchado al lado del Corsario Negro para vengar la muerte de los suyos y había remontado el Mississippi en compañía de Jim y Huckleberry Finn. Nadie podría decir que no había tenido la más feliz de las infancias.
Más tarde, Robert Johnson, el director del orfanato de Reading en el que siempre había vivido, al darse cuenta de que aquel muchachito de mirada soñadora poseía un potencial que nunca había encontrado en ninguno de sus alumnos, decidió intervenir para que recibiera una educación más completa. A Oliver le fue concedida entonces una modesta beca que le permitió acceder a la Universidad de Oxford con dieciséis años. Quiso cursar Estudios Clásicos, pese a los consejos de quienes le decían que le iría mucho mejor siendo abogado, y tres años más tarde consiguió licenciarse con un título de primera clase que le abrió las puertas al mundo de los académicos. Desde entonces había permanecido en el Balliol College, lo más parecido a una casa que había tenido después del orfanato. Y aunque nunca se lo dijera a nadie, ni siquiera a su amigo el profesor Quills, algo en su interior le advertía de que su vida acabaría en aquel lugar.
Oliver estiró los brazos por encima de la cabeza para relajar los músculos. Estaba realmente agotado aquella tarde, y no solo por las horas que había pasado trabajando en el diccionario. Lo que más le cansaba era el hecho de que se tratara de un diccionario, y no de una colaboración con Dreaming Spires. «Qué envidia me da Lionel a veces —pensó rascándose la cabeza—. A mí también me encantaría poder marcharme a Egipto para tratar de encontrar el espejo de una princesa legendaria, en lugar de pasarme las horas muertas en esta habitación sin más compañía que la de los proverbios latinos.»
Tal vez, en el fondo, pudiera hacerlo a su manera. Tal vez el portero se había olvidado de entregarle la carta de Lionel que llevaba días esperando. Sintiéndose algo más animado, apoyó las manos en la repisa de la ventana para prestar atención a lo que se veía a lo lejos. Las afiladas agujas de la ciudad de Oxford se perfilaban contra la puesta de sol como si un consumado siluetista de la época victoriana las acabara de recortar sobre un pliego de papel negro. Aquel había sido su horizonte durante los últimos siete años, y prometía serlo durante mucho tiempo más. Oxford, la ciudad de las agujas de ensueño. The City of Dreaming Spires. Pináculos incapaces de sostenerse en pie que aun así se empeñaban en desafiar a la gravedad, velando sin que nadie se diera cuenta sobre las casas y los colleges, sobre cada uno de sus escépticos habitantes…
Dreaming Spires. Se puso de puntillas para tratar de distinguir si Herbert, el portero del Balliol, merodeaba como solía hacer cada tarde junto al gran arco de entrada al complejo. Y efectivamente, no le llevó más que unos segundos localizarlo. Permanecía de pie al lado del parche de hierba ovalado que ocupaba el centro del patio por el que deambulaban los estudiantes, con un periódico en las manos y un cigarrillo colgando de los labios. Oliver respiró con alivio y se apartó de la ventana para coger su gastado abrigo negro antes de abandonar la habitación.
Bajó las escaleras lo más rápido que pudo, esquivando a su antiguo profesor de Derecho Romano y a otro de los licenciados que estaba participando en la redacción del diccionario, y atravesó el umbral del ala conocida como Brackenbury Buildings en la que se hallaba su dormitorio para sumergirse en una algarabía estudiantil que se encaminaba al comedor riéndose y dando voces. Oliver apartó hacia atrás su coleta para que la brisa no le echara el pelo por la cara mientras se acercaba al portero, que levantó la cabeza al oírle.
—Buenas tardes, Herbert. Le he visto desde la ventana y se me ocurrió que tal vez…
—No ha llegado nada para usted esta mañana —fue su brusca respuesta—. Si tuviera una carta la habría subido a su habitación después del desayuno. Se lo he dicho cientos de veces.
Oliver se esforzó para que no se notara su decepción. No debió de hacerlo bien del todo porque Herbert lo miró de reojo, pasando ruidosamente una página del periódico.
—Me pregunto a qué se deben estas prisas. ¿Qué se trae entre manos, Saunders?
—Nada —mintió Oliver—. Estoy… estoy esperando la respuesta de una asociación a la que me suscribí hace unos días. Dijeron que me contestarían en menos de una semana…
—¿Una asociación? ¿Qué clase de asociación? ¿Otra cosa relacionada con el latín?
—Un grupo de aficionados a la filatelia y la numismática. Desde hace unos días no dejo de pensar en lo fascinantes que son las monedas de los primeros años del Imperio romano. ¿Lo ha pensado, Herbert? ¿Esos perfiles tan regios? ¿Esas inscripciones tan…?
—Lo que me faltaba por oír. Si sigue usted así de aplicado, acabará convirtiéndose…
—¿En rector del Balliol College? —se adelantó Oliver, sonriendo a su pesar—. Espero que no esté en lo cierto porque sería muy desgraciado. Nunca me ha gustado la política.
—En un amargado —corrigió Herbert—. Cuando quiera darse cuenta se habrá hecho usted tan viejo como yo, empezará a tener achaques y no hará más que recordar lo poco que apuró la vida cuando tenía oportunidad de hacerlo.
El portero sacudió un poco las páginas del periódico para enderezarlas antes de proseguir con su lectura. Oliver meneó la cabeza, resignado. Estaba a punto de seguir a los estudiantes hacia el comedor cuando reparó en que Herbert estaba repasando la Pall Mall Gazette.
—¿Hay algo interesante en la prensa? —preguntó el joven como al descuido.
—No gran cosa —contestó el portero con un resoplido—. Siempre las mismas historias que estamos hartos de leer. El Imperio otomano ha decidido firmar un acuerdo con Alemania para construir una línea de ferrocarril que irá de Constantinopla a Bagdad. No pienso visitar ninguno de los dos sitios, así que me da lo mismo. —Pasó la página con gesto aburrido—. Hace tres días el Almirantazgo anunció que inaugurará una base naval en Rosyth. Como si no tuviéramos suficientes. Y fíjese en esto, la mejor noticia de todas: en Nueva York están construyendo el hotel Martha Washington, el primer hotel dedicado en exclusiva a las mujeres. ¡Es lo más emocionante que han publicado desde la esquela de la difunta reina Victoria, que Dios la tenga en su gloria!
—A lo mejor podríamos dejarnos caer por allí —propuso Oliver con ironía—. Quién sabe, con tantas mujeres a nuestro alrededor puede que me decidiera a apurar la vida como usted me ha aconsejado. Si quiere acompañarme, no tiene más que decírmelo antes de que vaya a sacar mi billete de barco.
Herbert lo miró con cara de sorna y luego continuó leyendo en voz alta:
—Aquí viene una crónica de la última sesión de espiritismo que la famosa Annabel Lovelace ha realizado en la mansión de la duquesa de Harley en Londres. Esta mujer ha aparecido tantas veces en la prensa que me tiene harto. Y lo más sorprendente es que la gente sigue creyendo en esas pamplinas… —Su voz se apagó poco a poco mientras recorría con los ojos otra de las columnas—. ¡Diablos!
—¿Ha pasado algo raro? —preguntó Oliver, cruzándose de brazos—. ¿Dónde ha sido?
—En Egipto. Esto sí que resulta emocionante. Échele un vistazo usted mismo…
Le tendió el periódico. A Oliver se le aceleró el corazón al fijarse en el titular que presidía la noticia: «Tiroteo en el Valle de las Reinas». Quizá aquella fuera la razón de que no hubiera llegado la carta que esperaba.
Se desplazó un poco hacia la derecha para que la luz de uno de los faroles del patio cayera sobre el periódico, y entonces pudo leer:
Recientemente han llegado a nuestra redacción algunas inquietantes noticias procedentes de las riberas del Nilo. Hemos sabido que hace cuatro días se produjo un enfrentamiento delante mismo de la tumba de la princesa Meresamenti Neferneferura, descubierta hace unas semanas en el Valle de las Reinas por el señor Theodore M. Davis y su equipo de arqueólogos británicos. Al parecer la noche del pasado lunes un centenar de saqueadores procedentes de las cercanas colinas de Kurna descendieron a la zona de las excavaciones para tratar de profanar la sepultura. Algunas fuentes locales aseguran que podrían ser miembros de la legendaria dinastía de Abd-el-Rasul, responsable de gran parte de los saqueos que se han producido en el valle desde tiempos inmemoriales. Estos ladrones debían de haber oído sin duda los rumores que circulan por la zona acerca de las riquezas halladas en la tumba, y decidieron actuar cerca de la medianoche creyendo que no quedarían en el Valle de las Reinas más que los guardas egipcios encargados de la vigilancia de la necrópolis. Por fortuna, el señor Davis tuvo la sensatez de colocar algunos soldados ingleses en la puerta, que al plantar cara a los saqueadores se vieron inmersos en una refriega que habría acabado en tragedia de no ser por la rápida intervención de uno de los arqueólogos británicos. El señor Lennox, miembro del equipo que ha conseguido sacar a la luz la sepultura de Meresamenti, se disponía a asegurarse de que todo se encontraba en orden en su interior cuando lo alertó el ruido de unos forcejeos. Haciendo gala de una sangre fría digna de la mayor admiración, no dudó a la hora de plantar cara a los ladrones sirviéndose del arma que llevaba consigo, con la cual consiguió que se replegaran hacia las colinas no sin antes recibir un disparo que a punto estuvo de acabar con su vida. Por suerte, la rápida intervención de uno de los médicos que formaban parte de la campaña del señor Davis logró detener la hemorragia de este arqueólogo al que a partir de este momento los amantes de la historia consideraremos un héroe…
Cuando acabó de leer la noticia Oliver tuvo que hacer un esfuerzo para que el temblor de sus manos no delatara su indignación. ¿Una sangre fría digna de la mayor admiración? ¿Un valiente héroe merecedor de los mayores honores? ¿Cómo se las apañaba Lionel para engatusar siempre a todo el mundo? «¡Si ni siquiera es arqueólogo!»
El joven dejó escapar un resoplido. Aquello trastocaba por completo todos sus planes. La Pall Mall Gazette no mencionaba en ningún momento el espejo de Meresamenti, pero a Oliver le había quedado todo demasiado claro. Más le valía despedirse de aquel hallazgo.
—Se lo cojo prestado, Herbert. —Y sin pedirle permiso arrancó la hoja del periódico que contenía la noticia para doblarla lo más rápido posible.
—¡Oiga usted! —protestó el portero, molesto—. ¡Aún no he terminado de leerlo!
—Le compraré otro ejemplar mañana por la mañana. O mejor aún, le prestaré algún ejemplar de Dreaming Spires. Estoy seguro de que encontrará algo interesante que leer.
Guardó el recorte de periódico en un bolsillo y echó a correr de vuelta a su habitación. Herbert suspiró mientras lo veía alejarse entre la muchedumbre de ruidosos estudiantes, sacudiendo el largo pelo castaño a sus espaldas.
—Lo único que encontraré dentro serán unas cuantas páginas con las que encender la chimenea —murmuró para sí el portero—. ¿Para qué otra cosa me serviría un periodicucho como ese?