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El mismo amanecer se deslizaba en aquellos momentos a través de los barrotes de su ventana, como unos dedos lúbricos que quisieran recorrer su cuerpo antes de que fuera entregado al verdugo.

La noche parecía haber durado un siglo. Ailish la había pasado sentada en la misma postura que tenía entonces, con la espalda reclinada contra la pared y los ojos clavados en la puerta de hierro que la separaba de su libertad. Durante las últimas horas había experimentado tantas emociones distintas que cuando llegó la mañana sentía el cerebro demasiado entumecido para pensar. Casi no pudo abrir la boca para devolver el saludo a la madre Agnes y la hermana Catherine cuando se presentaron en su celda a las nueve en punto, armadas con sendas biblias y con una expresión en sus rostros que trataba de ser reconfortante. Pero los ojos angustiados de la hermana Catherine no dejaron lugar para la esperanza. Le habría gustado echarse a llorar en sus brazos, pero no le quedaban fuerzas más que para preguntarse qué sucedería después, cuando todo hubiera acabado.

Ailish habría dado cualquier cosa por detener aquel torrente de imágenes que acudían a su dolorida cabeza. Los ojos le escocían por la falta de sueño, pero aun así no dejaba de representarse escenas espantosas en las que los guardas de Kilmainham la cogían en brazos, después de que la hubieran descolgado de la cuerda, para llevarla a un patio de la prisión en el que sabía que solía darse sepultura a los criminales después de que los ajusticiaran. Era extraño pensar en lo que le sucedería a su propio cuerpo, el mismo que aún obedecía sus órdenes, apenas unas horas más tarde.

La madre Agnes enlazaba en voz baja avemarías y padrenuestros, pero Ailish no era capaz de prestar atención. ¿Y si no pensaban enterrarla? ¿Y si entregaban su cadáver a la Facultad de Medicina para que lo diseccionaran, como ocurría en más de una de las novelas que solía leer? ¿Qué haría su madre si no pudiera llevársela consigo a Kilcurling para tener por lo menos un rincón del cementerio que regar con sus lágrimas?

No pudo evitar que un estremecimiento recorriera su cuerpo al imaginar cientos y cientos de caras de estudiantes inclinadas sobre ella mientras un doctor le hundía un escalpelo en el pecho. Nadie la había visto desnuda hasta entonces, ni siquiera Oliver…

Tragó saliva, tapándose la cara con las manos. Ya era suficiente; se volvería loca si no se obligaba a interrumpir aquella espantosa cadena de pensamientos. La hermana Catherine reparó en su reacción, y mientras la madre Agnes, tras un instante de vacilación, seguía adelante con sus monótonas oraciones, se levantó para sentarse a su lado y le rodeó los hombros con un brazo. Su mano derecha entró en contacto durante un segundo con la piel de su mejilla: días blancos, tocas sin mácula, pequeñas prendas bordadas para los huérfanos y el recuerdo lejano de un joven que había preferido a otra mujer y que Catherine había querido olvidar encerrándose en un convento. Ailish estaba a punto de reclinar la frente sobre el hombro de la religiosa cuando oyó un conocido repiqueteo de llaves al otro lado de la puerta antes de que abrieran los cerrojos.

La poderosa silueta de uno de los guardas se recortó contra la claridad. El corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que no venía solo; le acompañaban el director de la prisión, dos de los funcionarios que trabajaban en ella, el capellán que estaría a su lado durante la ejecución y otro hombre al que Ailish nunca había visto. ¿Sería el verdugo? ¿Serían aquellas manos las que apretarían la cuerda alrededor de su garganta?

—Ha llegado la hora —anunció el director mientras los funcionarios se acercaban a la muchacha—. Confío en que haya descansado, señorita O’Laoire. ¿Cómo se encuentra?

Lo dijo con la misma naturalidad que podría haber empleado al recogerla ante la puerta de su casa para llevarla al teatro. Seguramente sería una cuestión de rutina; ese hombre debía de haber hecho la misma pregunta a cientos de prisioneros. Ailish no sabía cómo había conseguido ponerse en pie pese a lo mucho que le temblaban las piernas, ni cómo le habían sujetado las manos para atraerlas hacia su espalda momentos antes de rodear sus muñecas con una cuerda. El áspero roce contra su piel la devolvió de repente a la realidad (una mujer que había asesinado a su propia hermana, otra que practicaba abortos en un sótano cerca del puerto, un muchacho que había robado un reloj), pero lo único que consiguió hacer fue dirigir una mirada de aprensión a las monjas. Las dos se habían puesto en pie a la vez que ella; la hermana Catherine lloraba silenciosamente y la madre Agnes le aseguraba en voz baja que irían a rezar por su alma a la capilla.

Cuando faltaba poco para que fueran las doce del mediodía, el director de la prisión se hizo a un lado para que pudieran sacarla de la celda. La muchacha comenzó a caminar muy despacio, escoltada por los funcionarios, mientras el guarda les precedía por el mismo pasillo por el que la habían conducido el día anterior para llevarla al tribunal. Pero para su sorpresa no siguieron el recorrido que Ailish recordaba. No bajaron la escalera de hierro que dominaba la gran herradura del ala este, sino que doblaron una esquina y avanzaron por otro pasillo más corto que desembocaba delante de una puerta doble. Allí la hicieron detenerse sus acompañantes, guardando silencio mientras ella se preguntaba qué estaría sucediendo. ¿No había sentenciado el juez Driscoll que fuera ajusticiada ante la prisión? ¿Por qué la hacían detenerse en lo que, si su sentido de la orientación no la confundía, seguía siendo el primer piso, el mismo en el que se hallaba su celda?

Lo supo en cuanto se abrieron las grandes puertas. Lo supo en cuanto la claridad del mediodía la deslumbró y Ailish se dio cuenta de que se hallaba de pie en el balcón que presidía la fachada principal de Kilmainham, justo encima del relieve de piedra de las cinco serpientes encadenadas que coronaba la entrada al recinto. Y el rumor que la había acompañado durante los últimos metros pertenecía a las miles de personas que se habían reunido a las puertas de la prisión para contemplar cómo ahorcaban a la asesina de Reginald Archer.

El gran patio se había convertido en un hervidero de hombres, mujeres y niños, y los barrotes de la verja que rodeaba Kilmainham apenas se podían distinguir por la gran cantidad de pilluelos desharrapados que se habían encaramado a ellos. Un clamor ensordecedor se desató a sus pies cuando el pueblo de Dublín contempló por fin a la criminal de la que hablaban todos los periódicos.

Ailish, aturdida, lo vio todo y no vio nada a la vez; sus ojos recorrieron en una fracción de segundo aquel mar de bocas abiertas que comenzaron a lanzarle insultos, dando palmas, anticipándose al espectáculo que no tardaría en producirse.

El atropellado hilo de sus emociones se rompió de repente. Sus ojos acababan de tropezar con dos rostros conocidos en medio de la barahúnda, y uno era precisamente el que Ailish menos deseaba encontrar. Oliver luchaba con todas sus fuerzas por abrirse camino hacia el balcón, pero por mucho que lo intentaba no podía apartar a la compacta masa de curiosos que se apretaba en el lugar. Alguien tiraba del joven para que no siquiera avanzando: su amigo August. El aire escapó de sus pulmones.

«No —pensó la muchacha, sintiendo crecer el pánico en su interior cuando sus miradas se encontraron—. No quiero que veas esto, Oliver. ¡Vete de aquí antes de que sea tarde!»

Algo la golpeó de repente en la cara, y Ailish soltó un grito mientras un nuevo clamor de alborozo se elevaba de la ruidosa multitud. Habían comenzado a lanzarle toda clase de objetos y uno de ellos, una piedra a juzgar por su contundencia, le había dado de lleno en una mejilla. Instintivamente se volvió en la dirección en que se encontraba su agresor, y enmudeció al reconocer a la madre de Michael Ashe a escasa distancia del balcón, con una sonrisa retorciendo sus apergaminados labios y un resplandor perverso en los ojos que no tardarían en contemplar su venganza. Uno de los funcionarios que se habían detenido a su lado les hizo una señal a los guardas que permanecían de pie ante las puertas de Kilmainham, que trataron de hacer retroceder a la muchedumbre para despejar un espacio abierto a los pies del balcón. Había lágrimas de rabia y de desesperación en los ojos de Oliver mientras su amigo acercaba la cabeza para decirle algo.

Las promesas que le había susurrado en la cueva regresaron de repente a sus oídos con tanta claridad como si las estuviera oyendo de nuevo. «Cuando pronuncie tu nombre después de la lluvia tendrá una sonoridad especial —le había dicho—, como si todos estos años hubiera anidado entre mis labios esperando a ser proclamado en voz alta.» Ahora sabía que no había sido más que un sueño: se había equivocado al decirle que la tormenta no duraría para siempre.

Entonces Ailish oyó cómo uno de los hombres que la escoltaban comenzaba a hablar casi a gritos, aunque no era capaz de procesar nada de lo que decía. Los demás sí lo hicieron a juzgar por el siseo general que recorrió a la multitud. Todos contuvieron el aliento mientras el verdugo agarraba el extremo de una soga que se balanceaba en la brisa para ceñirla alrededor de su garganta.

Las salvajes sensaciones que se precipitaron sobre ella en aquel momento casi le hicieron perder el conocimiento. Era como si todo el terror visceral que habían sentido las personas ahorcadas con aquella misma cuerda se hubiera concentrado en cada una de las partículas que la componían: el hombre que disparó a bocajarro al dueño de la casa que estaba desvalijando, el que violó en un callejón cercano al puerto a una niña de seis años… Paralizada por todo lo que estaba sintiendo a la vez, Ailish no pudo evitar buscar de nuevo a Oliver con los ojos mientras sentía resbalar unas gotas de sangre caliente de la herida que la señora Ashe le había infligido.

—Te quiero… —consiguió articular entre lágrimas. Un nuevo susurro recorrió aquel mar de cabezas, y unas cuantas personas, mujeres jóvenes al parecer, comenzaron a pedir clemencia en voz alta mientras muchos se volvían para tratar de localizar a la persona a quien iban dirigidas aquellas palabras.

El verdugo apretó poco a poco el nudo, y Ailish se encontró mirando de repente el cielo insultantemente despejado, sin poder agachar de nuevo la cabeza. Los siguientes segundos parecieron durar un siglo, un milenio entero, pero finalmente le llegó el sonido metálico de una trampilla abriéndose a sus pies antes de que su cuerpo cayera al vacío.

Tuvo la mala suerte de que no se le quebrara el cuello. Toda la sangre subió a su cabeza de repente, y sus dientes crujieron mientras ella caía, sin poder oír nada más que su pulso acelerado, sin poder distinguir más que una especie de nebulosa ante sus ojos. Trató desesperadamente de coger aire, pero sus pulmones parecían haberse comprimido como bolsas de papel. El mundo entero giraba a su alrededor, y lo último que consiguió distinguir antes de que aquel torbellino la engullera fue el rostro del Oliver que le sonreía en el castillo, que la besaba a orillas del mar, el que aún creía que iba a pronunciar su nombre después de tanta lluvia.

Una luz se acercó poco a poco en medio de la nebulosa. Ailish dejó de retorcerse cuando sintió cómo la alcanzaba, inundándola de una sensación de paz que nunca había conocido. Entonces las voces se acallaron por fin y no quedó más que el silencio.