15

Eran las once y media pasadas cuando Lionel abandonó lo más silenciosamente que pudo el dormitorio que Rhiannon le había adjudicado. Prestó atención para tratar de detectar algún sonido en las habitaciones de Alexander y de Oliver, pero al otro lado de sus puertas no había más que silencio. Más animado, se aventuró en las sombras que se apoderaban del corredor, aprovechando el resplandor esporádico de algunos rayos de luna que conseguían abrirse camino entre las nubes para no tropezar con ninguna de las armaduras que montaban guardia en cada rincón. Realmente el castillo era más siniestro de lo que había imaginado, y esa era una de las principales razones de que no pudiera dormir aquella noche. No debajo de un dosel descolorido que asociaba sin remedio a un lecho funerario, en una alcoba de paredes de piedra en la que resultaba imposible no temblar por mucho que uno se esforzara por avivar el fuego de la chimenea.

Al menos la decisión de Alexander de correr con los gastos de su manutención en las semanas que pasaran en Maor Cladaich les había permitido disfrutar de una cena suculenta. Dado que a partir de entonces habría tres personas más viviendo en el castillo, Rhiannon había pedido a Jemima que se quedara a pasar las noches en las habitaciones del servicio con Maud. Las dos se habían encerrado en la cocina para preparar un delicioso salmón ahumado con mantequilla que les fue servido a las ocho en punto en un desangelado comedor situado en el primer piso, bajo unas bóvedas góticas que parecían pesadas telarañas convertidas en piedra.

Curiosamente Oliver no parecía compartir la aprensión de Lionel y Alexander por las entrañas petrificadas de Maor Cladaich. Durante la cena no dejó de contemplarlo todo con ojos brillantes, y su fascinación aumentó cuando Rhiannon los condujo a la estancia de paredes verdes donde les había recibido el día anterior. Allí les sirvió una copa a cada uno y le pidió a su hija que tocara algo para sus invitados en la gran arpa dorada que habían visto en una esquina. Ailish apenas había pronunciado una palabra hasta entonces, así que cuando se desprendió de los guantes de encaje que siempre llevaba puestos y dejó que sus dedos vagaran por las cuerdas del instrumento antes de empezar a cantar, todos se mantuvieron pendientes de lo que hacía; hasta Lionel esperó a que terminara para apurar su bebida. La muchacha tenía un talento realmente notable, de eso no había duda; sus manos peinaban los cabellos del arpa con maestría; su voz, titubeante al principio, se elevó por encima del murmullo del viento como si los antiguos bardos celtas cantaran a través de ella. Recitaba el poema titulado Caioneadh Airt Uí Laoghaire en el que una esposa lloraba sobre el cadáver de su marido, asesinado en el condado de Cork a manos de un oficial inglés. Para alguien que no supiera una palabra de gaélico, como Alexander y Lionel, la experiencia de escuchar a Ailish no pasaría de un simple deleite sensorial, pero para Oliver supuso un punto de inflexión en su vida, el momento en que comprendió que, para bien o para mal, se había enamorado.

Lionel no podía dejar de recordar la expresión extasiada con la que su amigo se despidió de ellos aquella noche. «Pobre muchacho», pensó mientras doblaba una esquina al tiempo que un reloj anunciaba la medianoche al final de alguna de las arterias alfombradas que nacían del vestíbulo. Iba silbando calladamente mientras dejaba atrás las armaduras, las panoplias con escudos y espadas y las cornamentas de ciervo que adornaban las paredes. «No servirá de nada que le digamos que está perdiendo el tiempo. Esta aventura no le dejará buenos recuerdos. La va a tener siempre asociada al primer desamor de su vida.»

Por su parte tenía sus propios motivos para querer visitar el castillo a espaldas de los demás. Estaba seguro de que su anfitriona no vería con buenos ojos que se dedicara a pasar revista a las obras de arte adquiridas por el clan de su marido. Aquellos días en Kilcurling estaban siendo lo más parecido a unas vacaciones de lo que había disfrutado en mucho tiempo, pero no podía olvidar que cuando volviera a Oxford tendría que seguir haciendo lo que mejor se le daba… y ya no contaría con el conde de Newberry como protector. No estaría mal tratar de convencer a Rhiannon de que pusiera en sus manos aquello de lo que se quisiera desprender, entregándole una adecuada comisión a cambio.

Bajó un pequeño tramo de escalones, apoyando una mano en la pared para no resbalar, y de repente se encontró en la parte superior del vestíbulo. Los escasos cuadros de las paredes y los tapices que casi habían perdido su color le resultaron desalentadores. «Algo de valor tiene que haber en este lugar —se dijo mientras se dirigía al centro de la sala—. Rhiannon no puede haberlo vendido todo en los años que han pasado desde la muerte de su marido. Si su nombre se hubiera dado a conocer en las casas de subastas de Dublín me habría enterado de algún modo…»

Algo cortó el hilo de sus pensamientos. Lionel se quedó muy quieto, conteniendo el aliento en la penumbra: acababa de oír algo extraño. Algo parecido a un sollozo.

Tragó saliva, volviéndose en todas las direcciones para asegurarse de que aún se encontraba solo en el vestíbulo. No se veía a nadie, ni parecía que le hubieran seguido…

Pero no habían sido imaginaciones suyas. No tardó en oírlo de nuevo, esta vez mucho más cerca: el inconfundible lamento de una mujer arrastrándose de un lado a otro del castillo, un confuso murmullo que acarició sus oídos durante unos segundos en los que sintió cómo se le erizaba la piel. Había algo con él en aquella habitación, o por lo menos muy cerca de donde se acababa de detener. Lionel retrocedió hasta que su espalda chocó contra uno de los tapices. Sus manos, repentinamente cubiertas de sudor, se aferraron a los pesados pliegues como si pudieran ayudarle a mantenerse en pie. Sus planes para hacerse con las antigüedades de Rhiannon habían huido de su mente: lo que sentía ahora era un pánico terrible a algo que, curiosamente, no adquiría la forma de una banshee en su imaginación, sino la de un hombre ataviado con un caftán que apuntaba directamente a su corazón con una pistola. Un desconocido al que, ahora lo comprendía mejor que nunca, no conseguiría dar esquinazo por mucho que lo intentara. Estuvo a punto de dar un salto cuando la escuchó sollozar de nuevo, esta vez en los jardines. Lionel comprendió entonces que no podía esperar de brazos cruzados a que su misterioso enemigo concluyera lo que había comenzado en Italia y continuado en Egipto.

«No dejaré que me mate como a un cobarde. Si quiere meterme un tiro entre las cejas prefiero que lo haga mirándome a los ojos para que el recuerdo le persiga durante todos los días de su vida. Como me aseguraré de que haga mi fantasma cuando muera.»

Corrió para alcanzar el portón de la entrada, pero tal como imaginaba Rhiannon lo había cerrado antes de ir a acostarse; no hubo manera de mover las barras de hierro que lo cruzaban por dentro. Lionel dejó escapar una maldición mientras entraba en una pequeña habitación situada a la derecha del vestíbulo. Debía de haber sido en su momento la sala de estar del ama de llaves, a juzgar por la hilera de campanillas que colgaban de la pared del fondo. Allí, por suerte, había una ventana que demostró ser poco resistente; no le llevó ni un minuto forzar sus cerrojos para salir al exterior.

Al saltar desde la repisa se dio cuenta de que una espesa niebla había cubierto la colina mientras cenaban. Lionel se abrió camino como pudo por aquel océano vaporoso que se apartaba ante él y se cerraba a sus espaldas en cuanto pasaba de largo. La situación empezaba a hacerle sentir más rabioso que asustado.

—¿Dónde diablos te has metido, espíritu del demonio? ¿A qué estás esperando? ¡No tengo toda la noche! —Y al darse cuenta de que la voz se acallaba poco a poco, se detuvo en medio de uno de los senderos, casi jadeando por la carrera que le había conducido a la parte trasera del castillo—. ¿Sigues aquí? ¿Qué sucede, eres tan tímida que…?

Las palabras se deshicieron poco a poco en su boca. A Lionel le pareció que se le detenía el corazón cuando reconoció a escasos metros de distancia una silueta de mujer, erguida en medio de los retorcidos troncos de los tejos. Tuvo que agarrarse a una de las ramas que se balanceaban por encima de su cabeza para seguir manteniéndose en pie.

La banshee no se movió. Tampoco lo hizo cuando Lionel, después de unos segundos de increíble agonía, se atrevió a dirigirle la palabra. La densa niebla que mediaba entre ambos desdibujaba sus contornos, aunque le pareció que iba vestida de blanco, o de un gris muy pálido. Y al dar un paso hacia ella, y después otro más, comprobó con la más absoluta perplejidad que no le estaba prestando atención. Se había tapado la cara con las manos y sollozaba calladamente, con los dedos de la niebla resbalando por los lacios cabellos que cubrían sus hombros como un manto.

Y entonces sucedió algo que hizo que Lionel se detuviera en seco. Un gorrión que revoloteaba de una rama a otra, atontado por aquella blancura, se posó sobre lo que parecía ser una corona de flores que le rodeaba la cabeza. Dio un par de picotazos en su frente y echó a volar de nuevo hacia una de las repisas más cercanas de Maor Cladaich.

Lionel se sintió completamente estúpido. Lo que estaba contemplando no era la banshee de los O’Laoire sino una de las esculturas de los jardines. Era una maldita mujer de piedra que no podría contestar a ninguna de sus preguntas por mucho que le gritara.

«Esto me lo llevaré a la tumba —se dijo a sí mismo, sintiendo que se ponía rojo de vergüenza—. No me quiero imaginar lo mucho que se reirían Alexander y Oliver de mí.»

—Señor Lennox, ¿qué hace dando vueltas por ahí con este frío?

De nuevo notó cómo se le aceleraba el pulso, aunque al darse la vuelta comprobó que no le estaba hablando un espíritu. Se había detenido muy cerca de la puerta de la cocina, y allí se encontraba sentada Jemima, en camisón, con un chal sobre los hombros y un cigarrillo entre los dedos. Nunca pensó que se alegraría tanto de verla.

—¿Cómo puede estar tan tranquila? —le dijo Lionel; sentía las piernas temblorosas al acercarse a ella—. ¿Es que no la ha oído? ¡Lleva llorando casi un cuarto de hora!

—¿De quién me está hablando? —preguntó Jemima con el ceño fruncido.

—¿De quién va a ser? ¡De la banshee! ¡Le digo que la he oído! ¡Estaba en el vestíbulo cuando de repente comenzó a sollozar, y me pareció que se encontraba dentro de la casa conmigo, pero cuando volvió a hacerlo me di cuenta de que sonaba fuera y…!

—No estaba sollozando, señor Lennox —le dijo Jemima con la mayor tranquilidad.

Lionel se quedó mirándola con los ojos muy abiertos. ¿Estaría tomándole el pelo?

—Creo que no es momento para bromas, Jemima. Sé que la banshee estaba aquí.

—Claro que estaba aquí —confirmó la chica—, pero no sollozaba, o por lo menos no lo hacía como cada vez que ha anunciado la muerte de alguien. Puede estar tranquilo.

—Era un condenado sollozo. No irá a decirme que tienen catalogados sus gemidos…

—Tanto como eso no, pero una cosa son sus gemidos por las noches y otra muy distinta el lamento que suele preceder a una muerte. ¿No escuchó nada de lo que les conté ayer en el pub? —le preguntó con una pizca de reproche—. Siempre que me iba de Maor Cladaich, cuando todavía dormía con Fiona y mi padre en el pueblo, la oía lamentarse igual que hoy. Lloró de forma muy distinta cuando murió el señor MacConnal. Esos sí que eran sollozos. Tendría que haberlos oído. Escalofriantes.

Lionel aún dudó unos instantes, pero Jemima parecía tan convencida de lo que le estaba diciendo que por fin se permitió respirar. No dejaba de ser un alivio que nadie le hubiera anunciado que moriría en las siguientes horas, aunque eso no garantizaba que se encontrara a salvo de su perseguidor. Pero en aquel momento se sentía tan ligero que estuvo a punto de levantar a Jemima en brazos para dar vueltas con ella por los jardines.

Al prestarle atención, se dio cuenta de que realmente no tenía buena cara. O mejor dicho, tenía la misma cara que Lionel le había visto cuando se despidieron de Maud y de ella antes de retirarse con Rhiannon a la sala de estar. Por la tarde la había encontrado tan dicharachera como siempre, pero mientras servía la mesa durante la cena un cambio bastante curioso se había producido en su expresión. Lionel sospechaba a qué se debía.

—Ya sé que es tarde para andar deambulando entre la niebla, pero me sorprende que usted tampoco se haya ido a acostarse. Nos esperan unos días cargados de trabajo.

—No podía pegar ojo, y me apetecía un cigarrillo —contestó Jemima sujetándolo con los dedos apáticamente—. El viejo Caoimhín me dio unos cuantos la semana pasada, pero si mi patrona me pilla fumando dentro del castillo me desollará viva. No soporta el olor.

Mientras hablaba con Lionel la pequeña brasa se había extinguido, así que Jemima se levantó, aplastó el cigarrillo con un pie y le dio una patada para esconderlo entre los arbustos.

—Me da la impresión de que le pasa algo…

—He tenido días mejores —repuso Jemima, evitando su mirada—. No se preocupe por mí, ya se me pasará. Al menos aquí no tengo que aguantar cada noche la charla de Fiona.

Lionel no le quitó los ojos de encima mientras entraba en la cocina con los largos flecos del chal ondeando tras su espalda. La siguió procurando no hacer ruido.

—Se va a reír de mí, pero… por un momento pensé que lo que estaba oyendo no era el sollozo de una banshee sino el de una mujer de carne y hueso. Y cuando la vi en la puerta me pregunté si no sería usted la que lloraba, aunque ya veo que me equivoqué.

Tal como esperaba, la chica se quedó quieta cuando se disponía a cerrar la puerta.

—Han pasado años desde la última vez que lloré. ¿Por qué debería hacerlo ahora?

—Bueno, no creo que para ninguna mujer sea un plato de gusto contemplar cómo el hombre del que se ha enamorado cae rendido a los pies de una rival —aventuró Lionel.

Al escuchar aquello Jemima casi se puso tan roja como su pelo. Se aseguró de que la barra de hierro que trababa la puerta desde dentro se encontraba bien colocada, con una energía que realmente no era necesaria, y solamente entonces se acercó a Lionel echando chispas por los ojos. La cocina estaba casi completamente a oscuras; la única luz procedía de un candil que Jemima había dejado en la mesa antes de salir a los jardines.

—Para empezar, no estoy enamorada del señor Saunders, si es eso lo que insinúa. Lo único que he hecho estos días ha sido flirtear con él…

—Un flirteo de lo más descarado —comentó Lionel—. Calculo que no debe de haber un solo vecino de Kilcurling que no se diera cuenta de cómo le ponía los pechos delante de la cara anoche. —Y cuando Jemima abrió la boca, entre perpleja y furiosa, añadió con una sonrisa—: Un espectáculo delicioso, se lo aseguro; no me pareció que nadie se quejara.

—Es usted un miserable —profirió Jemima, agarrando una manzana estropeada que Maud había dejado en un aparador para tirársela a la cara. Él se echó a reír en voz baja, cazándola al vuelo—. Lo último que necesito esta noche es que meta el dedo en la llaga. Pero ahora que lo dice… ¿realmente piensa que el señor Saunders se ha enamorado de la señorita O’Laoire?

—Oh, ya lo creo —dijo Lionel, examinando la manzana para comprobar si todavía se podía aprovechar—. Por primera vez en su vida, me atrevería a decir. Le conozco muy bien.

—¿Pero por qué de ella? ¿Porque es de buena familia? ¿Porque la encuentra guapa?

—Por muchas cosas a la vez, Jemima —contestó Lionel devolviendo la manzana al aparador—. Oliver siempre ha sido un romántico, un idealista de tomo y lomo. Vive en un mundo que no se corresponde con sus conceptos sobre el bien y el mal, así que normalmente opta por encerrarse en sí mismo. Cree que si levanta una barrera invisible a su alrededor no habrá nada que pueda hacerle daño. Se dedica a soñar despierto, a fantasear… Por desgracia se ha dado cuenta de que en la vida real no existe el amor que suele aparecer en las novelas, así que hace unos cuantos años decidió dejar de buscarlo. Le bastaba con su escritura, con sus libros, con su arte. Hasta que de repente, al llegar a Maor Cladaich, se encontró con la señorita O’Laoire en los jardines y la confundió con una de las banshees a las que ha colocado en su particular altar dedicado a la belleza femenina. Con la diferencia de que la señorita O’Laoire ha acabado siendo… una mujer real. Tan real que parece sentir lo mismo por él, a juzgar por cómo le mira cuando su madre no presta atención. Y para colmo también adora a Oscar Wilde.

La expresión de Jemima recordaba tanto a la de una niña mustia que Lionel no pudo evitar sonreír. Rodeó la mesa para detenerse a su lado, apartando uno de los espesos rizos que le caían por la cara.

—Pero no se preocupe por eso —siguió diciendo con su voz más animosa—. No harán más que perder el tiempo. Dentro de un par de semanas regresaremos a Oxford con toda la información que necesitamos para escribir nuestro artículo… y será el fin del romance.

—¿Usted cree? —le preguntó Jemima con una chispa esperanzada en los ojos.

—Estoy completamente seguro. Es una relación que no irá a ninguna parte, y será lo mejor para Oliver. Volverá a su vida anterior y convertirá a la señorita O’Laoire en un ideal. Puede que la inmortalice en alguno de sus relatos góticos para Dreaming Spires. Se pondrá pesadísimo hablando de ella, pero no será nada que sus amigos no podamos soportar. No es tan estúpido como para creer que puede darle una vida como la que la señora O’Laoire querría para su hija. No es…, cómo decirlo…, un buen partido.

Jemima pareció confundida. Estaba tan pendiente de lo que Lionel decía que ni siquiera se dio cuenta de cómo se demoraba al colocarle el rizo detrás de la oreja.

—¿A qué se refiere con eso? ¿El señor Saunders no es un caballero?

—¡Por favor! —Lionel casi se echó a reír—. ¡Por supuesto que no! ¡Es un huérfano, Jemima! ¡Si la Sociedad Filológica de Gran Bretaña no hubiera confiado en él para que colaborara en la redacción de su dichoso diccionario de frases en latín, no tendría ni dónde caerse muerto! ¡Su habitación del Balliol College mide la cuarta parte que esta cocina! ¿De verdad piensa que ahora mismo podría permitirse casarse con ella?

Jemima no supo qué responder. Aquella revelación la había dejado tan paralizada que a Lionel se le ocurrió de repente que en los planes que había trazado para Oliver y para ella aparecían una casa burguesa, un gran coche de caballos y un puñado de criados.

—Me deja usted helada —tuvo que reconocer, aunque su expresión era muy distinta ahora, casi aliviada—. Lo siento mucho por el señor Saunders, por supuesto, si tiene ante sí unas perspectivas de futuro tan humildes, pero me alegro de que me lo haya contado. Espero que por lo menos consigan pasárselo bien juntos…, ya sabe a qué me refiero.

—Claro que lo sé —se rio Lionel, pícaro—. Pero tampoco creo que eso suceda.

—¿En serio? —Jemima cada vez parecía más animada—. ¿Piensa que ella no querrá?

—Pienso que él no querrá. ¿No le acabo de decir que Oliver es un idealista? ¿Para qué iba a acostarse con la señorita O’Laoire sabiendo que no podrá hacerlo nunca más?

Jemima guardó silencio unos instantes; aquello parecía escapar a su comprensión.

—Pues… pues para hacerlo una vez por lo menos. Para regresar a su casa sabiendo que ha conseguido clavar una bandera. —Y se rio ante la procacidad de aquella metáfora.

Lionel también se rio. Un suave ronquido les hizo acordarse de que Maud dormía muy cerca de la cocina, de modo que se acercó un poco más a Jemima para no tener que hablar en voz alta. No le pareció que aquella proximidad la incomodara precisamente.

—Por suerte para ti… Puedo tutearte llegados a este punto, ¿verdad? —le preguntó, y ella asintió sin dejar de sonreír—. Por suerte para ti, no todos los hombres somos como tu adorado Oliver. A algunos nos gusta disfrutar del presente… y clavar nuestras banderas.

—No me digas —contestó Jemima en el mismo tono malicioso—. Entonces debería alegrarme doblemente de que me hayas hecho entender lo distintos que sois Oliver y tú.

El viento seguía rugiendo alrededor del castillo, y los murmullos de la banshee se esparcían por los jardines como lo hacía la niebla, adhiriéndose a cada una de las plantas y las esculturas de piedra, pero Lionel ya no les prestaba atención. Su aprensión se había convertido en un alivio cada vez mayor, y su alivio en la necesidad de algo que le hiciera sentirse vivo de nuevo. Tan vivo como la última noche que había pasado con Veronica.

—La vida de un hombre es tan corta… que no creo que se deba perder el tiempo con… —comentó, pero no le dio tiempo a decir nada más; cuando quiso darse cuenta Jemima le había empujado hacia la esquina más cercana. Lionel aterrizó sobre unos sacos de harina que Maud y ella habían colocado en aquel lugar poco antes de preparar la cena. Sorprendido en su fuero interno, levantó los ojos hacia la muchacha, que sonreía entornando la mirada.

—No malgastes tu aliento con filosofía —dijo ella en voz baja, tirando el chal sobre la mesa que había a sus espaldas—. No tienes que recurrir a eso conmigo.

Lionel trató de contestarle, pero se quedó callado cuando Jemima se quitó poco a poco el camisón. Sus ojos se perdieron en los recovecos de su cuerpo desnudo, resbalaron por la piel que el candil coloreaba de naranja, derraparon por los contornos de los pechos, grandes, redondos y desafiantes, erguidos en un reto silencioso contra el que Lionel sabía que no tendría ninguna posibilidad. El aire escapó poco a poco de sus pulmones mientras la muchacha acortaba la distancia que los separaba. Había inclinado la cabeza y los rizos pelirrojos dejaban en sombra su cara.

—¿Crees realmente que podrás comportarte como espera mi patrona… teniéndome cerca mientras te encuentres aquí? ¿Serás capaz de mantenerte tan casto como Oliver?

—Jemima, no trates de ponerme a prueba —le advirtió Lionel a media voz. En aquel momento se sentía más excitado de lo que recordaba haber estado en mucho tiempo, pero no podía dejar de pensar en que no se encontraban solos en aquel piso del castillo y en que Rhiannon lo echaría de una patada si aquello llegaba a sus oídos—. No he puesto nunca en duda tu… tu talento para la seducción. Que Oliver no te haya hecho caso no tiene nada que ver contigo, sino con sus propios principios. Cualquier otro hombre en su lugar te habría arrancado la ropa a mordiscos. Yo mismo lo habría hecho si no estuviera…

—Por suerte para mí no tendré que ir muy lejos para dar con ese hombre —contestó Jemima en un susurro, y se agachó para sentarse a horcajadas sobre él—. Y por suerte para él no tendrá que arrancarme la ropa. No es que lleve demasiada encima ahora mismo.

Y Lionel acabó por comprender que se había dejado conducir más allá de cualquier titubeo. Las manos de Jemima acariciaron su cuello, descendieron por su pecho y se detuvieron sobre la hebilla de su cinturón. «¿Quién está usando a quién?», pensó mientras la atraía más hacia sí. Ella ronroneó de placer cuando hundió el rostro en su cuello, y forcejeó más rápido para hacer saltar la hebilla. Sus cuerpos comenzaban a exhalar un calor apremiante, un deseo que amenazaba con volver loco a Lionel si no daba rienda suelta a sus instintos. «Esto es lo que necesitaba ahora mismo. Lo único capaz de hacerme olvidar que aún me encuentro en peligro de muerte.»

Los húmedos labios de Jemima se apretaron contra los suyos, anulando definitivamente su capacidad de raciocinio. Por unos instantes, ahogado contra la piel de aquella chica de la que sabía que se olvidaría nada más poner un pie en Oxford, creyó que lo había logrado. Quiso pensar que por fin se había librado de la persecución de su particular heraldo de la Muerte, aquella figura de negro convertida en su sombra.

Pero ni siquiera sus gemidos cuando por fin pudo hacerla suya lograron imponerse al rumor de la voz que recorría los jardines, entonando un réquiem para Lionel Lennox.