14
Se despidieron de Mary MacConnal prometiéndole que volverían a reunirse con ella en su casa si Brianna lo aprobaba, o en The Golden Pot si tenía que ser a escondidas, y regresaron sobre sus pasos para atravesar Kilcurling de nuevo. Lionel y Oliver resoplaban detrás de Alexander, tratando de no quedarse rezagados.
—¿Podrías decirnos de una condenada vez qué te propones?
—Aún no estoy seguro de que funcione, Lionel —fue su respuesta mientras dejaban atrás el arco del cementerio, recorriendo el mismo camino que había seguido Oliver del brazo de Jemima, aunque en esta ocasión siguieron avanzando al alcanzar la puerta situada al otro extremo del camposanto y la verja que daba acceso a los terrenos del castillo—. Es una idea tan arriesgada que lo más probable es que el tiro me salga por la culata, pero tenemos que intentarlo. Tanto por nuestro periódico como por las O’Laoire.
Se había levantado un poderoso viento mientras permanecían en casa de las MacConnal, y la hiedra que se adhería como una costra a los troncos de los árboles y a las esculturas de los jardines parecía estremecerse de miedo. Oliver también lo hizo cuando reconoció aquellos rostros de piedra tan parecidos al que había contemplado en sueños.
—Creo recordar que habíamos decidido no regresar más a este lugar…
No estaba dispuesto a reconocerlo, pero la posibilidad de encontrarse con Ailish Ní Laoire una vez más le había puesto un nudo de emoción en el estómago.
—Retiro lo que dije ayer por la tarde —contestó Alexander. El castillo acababa de asomar al final del sendero, entre las ramas sacudidas por corrientes cada vez más salvajes—. No puedo prometeros nada, pero si a la señora O’Laoire le parece interesante la propuesta que voy a hacerle, estaremos más cerca que nunca de dar con nuestra historia.
Oliver y Lionel se miraron sin dejar de caminar. Habían comprendido que no serviría de nada seguir presionándole. Casi superaron a la carrera los últimos metros que los separaban del portón, y cuando lo alcanzaron Alexander llamó con dos aldabonazos.
Tuvieron que esperar durante casi cinco minutos a que les abrieran. Empezaban a preguntarse si no habría nadie en Maor Cladaich cuando una de las hojas rechinó sobre sus goznes y la regordeta cocinera a la que la señora O’Laoire se había referido como Maud se asomó al exterior. Pareció confundida al encontrarles de nuevo allí.
—Sentimos molestarla en una tarde tan desapacible —la saludó Alexander, respirando con cierta dificultad tras la carrera—. Querríamos hablar otra vez con su patrona.
—No está en casa en este momento —murmuró ella, atolondrada.
—¿No? —Alexander tardó unos segundos en reaccionar—. ¿Se ha ido de Kilcurling?
Maud negó con la cabeza. Descendió los escalones de la entrada para señalar con una mano hacia la derecha de la torre de guardia.
—Está en la trasera, con la señorita y con Jemima… Dijeron algo sobre las gallinas.
—Gracias —contestó Alexander de inmediato, y les hizo un gesto a Lionel y Oliver para que le siguieran. Dejaron a la cocinera aún confundida en el umbral, y avanzaron uno detrás de otro por un sendero casi abandonado que recorría la parte trasera de Maor Cladaich.
No tardaron en dar con lo que buscaban: una improvisada construcción con un tejado de paja muy parecido a los de las cabañas del pueblo, adosada como un forúnculo al muro del castillo. La puerta estaba abierta y las voces de las mujeres se escapaban hacia el exterior confundiéndose con el silbido del viento. Cuando entraron les recibió el olor reconcentrado de una docena de aves que en aquel momento daban vueltas alrededor de Rhiannon. Estaba de pie en medio del gallinero, revisando los ponederos mientras Jemima la seguía de cerca para recoger en un delantal los huevos que le iba pasando. La señorita O’Laoire, por su parte, se había sentado encima de una cerca, garabateando algo en un cuaderno que sostenía sobre los muslos sin preocuparle al parecer que su vestido gris pudiera ensuciarse por culpa de las ruidosas aves que se arremolinaban alrededor de sus pies. Cuando entraron Rhiannon y Jemima hablaban en gaélico, pero al reparar en su presencia la doncella soltó un «¡Mire quiénes han vuelto!» y las dos O’Laoire se volvieron a la vez hacia los recién llegados.
Rhiannon dejó caer la mano con la que rebuscaba en los ponederos. Unas manchas colorearon de rojo sus mejillas mientras los fulminaba con la mirada. A Alexander no le costó adivinar el motivo: para alguien como ella debía de ser un auténtico insulto que la vieran con el aspecto de una campesina, aunque ni siquiera el pañuelo con el que se había cubierto la cabeza conseguía arrebatarle su dramática serenidad de reina en el exilio.
—Bueno, esto es justo lo que necesitaba esta tarde. Estamos de suerte, Jemima. ¡Si han venido a echarnos una mano podemos ir ahora mismo a por tres delantales más!
Alexander no pudo evitar sonreír. Era la reacción que había estado esperando.
—Comprendo que no le haga muy feliz vernos de nuevo, señora O’Laoire…
—No, no me hace nada feliz —contestó Rhiannon desabridamente—. Me pareció que les había dejado claro que no eran bien recibidos en mi casa. ¿Para qué han regresado?
—Para lo mismo que ayer. Aunque en esta ocasión pienso plantearle el asunto de una manera que encontrará mucho más beneficiosa, tanto para su hija como para usted.
—¡Dios mío, pero qué considerado! ¡Me muero de ganas de escuchar su propuesta!
La señorita O’Laoire bajó muy despacio de la cerca. No estaba prestando atención a nada de lo que decían; al igual que la tarde anterior, sus ojos grises se habían encontrado con los de Oliver en una colisión tan intensa que lo dejó clavado en el suelo.
—Adelante, dígame de una vez qué quiere —insistió Rhiannon—, aunque me temo que veinticuatro horas no me han hecho cambiar de opinión si nuestro honor está en juego.
—Nadie ha dicho que lo que voy a proponerle ponga en peligro su honor. Más bien creo que sería la salvación que necesitan. La única a la que podrían optar ahora mismo.
Ella se ruborizó aún más que antes, frunciendo el ceño ante sus atrevidas palabras.
—Escúcheme —siguió diciendo Alexander sin más rodeos—. Sé que la ofendimos al presentarnos ante usted sin haber concertado ninguna cita ni haberle pedido su opinión sobre lo que queríamos hacer. Sé que piensa que si se diera a conocer fuera de Kilcurling lo que le sucedió a MacConnal cualquier posibilidad de deshacerse de la propiedad se vería frustrada por el temor que esto podría inculcar en sus posibles compradores. Pero lo que le propongo es que nos permita escribir un artículo sobre la banshee sin mencionar en ningún momento a su vecino. No hablaremos más que de lo que usted nos deje hablar.
Rhiannon permaneció sin moverse durante algunos segundos, hasta que contestó:
—Reconozco que sería un planteamiento bastante distinto de lo que me propusieron ayer por la tarde. Pero sigo sin tener muy claro qué conseguiríamos nosotras con eso.
—Sería propaganda —intervino Oliver, que había comprendido lo que se traía entre manos Alexander—. Pura propaganda que daría a conocer Maor Cladaich al otro lado del mar. Puede que en Irlanda su castillo posea mala fama y nadie se atreva a comprarlo, pero en Inglaterra las cosas serían muy distintas. ¡Piense en cuántas personas se sentirían atraídas por la romántica leyenda de un alma en pena que sigue rondando por la fortaleza!
—Técnicamente no es un alma en pena, ya lo saben —se creyó en la obligación de recordarles Rhiannon—. Y no sé qué clase de persona podría considerar romántico esto…
—A mí siempre me lo ha parecido —intervino Ailish de repente—. A muchos nos gusta pasar miedo leyendo novelas donde aparecen casas encantadas. ¿No te acuerdas de esa familia de norteamericanos que en El fantasma de Canterville se empeñaron en adquirir la mansión sin importarles lo mucho que el espíritu hubiera aterrorizado a los anteriores propietarios?
Oliver luchó contra el impulso de besarla. Rhiannon se pasó nerviosamente una mano por la cabeza para desprenderse del pañuelo mientras las gallinas cacareaban sin cesar a su alrededor.
—Si sigue teniendo dudas deje que le demostremos lo que somos capaces de hacer —intervino Lionel—. Podemos enviar una carta a la redacción de Dreaming Spires para que incluyan en el número de la siguiente semana una nota avisando de que próximamente publicaremos la historia de la casa más encantada de Irlanda. Una casa que, ¡mira tú por dónde!, está en venta en este momento. En un par de días se la quitarán de las manos, señora O’Laoire.
—Me parece que están demasiado seguros de sí mismos —repuso Rhiannon sin haber relajado aún el ceño—. Y me cuesta creer que su Dreaming Spires pueda atraer a tantos…
—Tenemos contactos en otros periódicos —la interrumpió Alexander—. Algunos son de tirada nacional, lo que no impide que nos deban ciertos favores por haber reimpreso nuestros artículos citándonos como la fuente original. Imagine por un momento lo que podría suceder si la Pall Mall Gazette se hiciera eco de esta historia. O el propio Times.
Los tendones de la garganta de Rhiannon se agitaron cuando tragó saliva. Antes de que pudieran añadir nada más, Ailish se le acercó tan sigilosamente como una sombra.
—Siempre dices que nos estamos ahogando en Kilcurling, que quieres que empecemos una nueva vida en otro lugar… ¿Por qué no apostamos fuerte por una vez?
Rhiannon le acarició pensativamente la rubia cabeza. Ambas se miraron por unos instantes, una comunicación silenciosa entre madre e hija de la que los tres hombres y Jemima quedaron totalmente excluidos. Al final Rhiannon rompió el silencio diciendo:
—Estoy segura de que me acabaré arrepintiendo de esto. Pero tienen razón al decir que no habrá salvación posible para nosotras si nos seguimos aferrando a la especie de cadáver de piedra en que se ha convertido Maor Cladaich. Los irlandeses, como sin duda habrán podido constatar, somos supersticiosos por naturaleza. No creo que después de lo sucedido con MacConnal ninguno se atreviera a poner un pie en esta propiedad. —Y exhaló un suspiro, doblando con parsimonia su pañuelo y guardándoselo en el bolsillo del delantal—. Será mejor que regresemos. Hemos alborotado demasiado a las gallinas.
Los tres sabían que aquello era lo más parecido a un «de acuerdo» que escucharían de sus labios, por lo que no pudieron evitar mirarse con una gran sonrisa a espaldas de Rhiannon. Ella les indicó que la siguieran mientras empujaba una tosca puerta de madera abierta en el muro trasero de Maor Cladaich, muy cerca del sitio en que se hallaba adosado el gallinero. Una hilera de gastados peldaños de piedra daba acceso a la que aún seguía siendo la cocina del castillo.
—Se quedarán con nosotras mientras preparan su investigación, por supuesto —dijo Rhiannon llevándose las manos a la espalda para desatarse el delantal. Lo dejó caer en un cesto de ropa sucia situado debajo de una gran mesa de madera que ocupaba casi toda la habitación, cubierta de ollas y cacerolas desportilladas—. Jemima, ve a casa de tu padre para hacer que les suban el equipaje. Le diré a Maud que vaya preparando sus cuartos.
—Señora O’Laoire, no hace falta que se tome tantas molestias —dijo Alexander; sus amigos parecían estar tan desconcertados como él—. Nunca entró en nuestros planes la posibilidad de alojarnos bajo su techo. Habíamos pensado permanecer en Kilcurling y…
—¿Y que cada noche los vecinos del pueblo les acribillen a preguntas? —le contestó Rhiannon fríamente—. ¿Que todo el mundo se mantenga al tanto de lo que ocurre en mi casa sin que pueda hacer nada por evitarlo? No, muchas gracias. No pienso pasar por eso.
—¿Así que nos hemos convertido en sus prisioneros? —preguntó Lionel, divertido.
—Es una manera de decirlo. Recuerden que van a trabajar para mí, así que tanto si les gusta como si no, yo dictaré las normas a partir de ahora. Y esta es mi última palabra.
A Oliver se le dibujo una sonrisa en los labios. Ailish se tapó los suyos con el cuaderno, aunque el resplandor que había anidado en sus ojos la delataba. Alexander asintió con la cabeza.
—De acuerdo, pero yo también quiero poner mi propia condición: mientras estemos aquí nos dejará ocuparnos de cualquier cosa relacionada con la manutención. No pienso consentir que por nuestra culpa tengan que hacerse cargo de tres bocas más que alimentar.
—Deje de decir tonterías, profesor Quills. Yo sola me basto y me sobro para poder…
—Usted está pasando por un momento complicado —le recordó Alexander—. Esto no supondrá ningún esfuerzo económico para mí, y estoy seguro de que mis compañeros se mostrarán de acuerdo en que así nos sentiremos mucho más cómodos. —Oliver asintió; Lionel, a quien nunca le había preocupado ser un aprovechado, se conformó con encogerse de hombros. Alexander se volvió hacia Jemima—. Señorita Lawless, tengo que encargarle una cosa más antes de que se marche. Hable con su padre para que junto con el equipaje nos suban una buena cantidad de provisiones. Carne sobre todo, y también algo de pescado y de fruta. Así daremos un poco de tregua a esas pobres gallinas.
—Y no hace falta que nos envíen patatas —añadió Lionel—. Sobreviviremos sin ellas.
Jemima, conteniendo como podía la risa, asintió mientras se echaba el chal sobre los hombros. Cuando se marchó de la cocina Alexander le alargó una mano a Rhiannon.
—¿Aliados? —preguntó. Ella dudó unos segundos antes de estrechársela.
—Aliados, pero solo durante unos días. No vayan a pensar que si sus planes salen como tienen previsto nos sentiremos en deuda con ustedes para lo que nos quede de vida.
—Una lástima —comentó Lionel, apoyándose con desenvoltura en la pared—. Ya nos habíamos hecho a la idea de convertirnos en sus caballeros protectores. ¡Sir Percival, sir Galahad y sir Bors de la Tabla Redonda velando por cuatro bellas damas desprotegidas!
—Cinco —corrigió Rhiannon con una triste sonrisa—. Creo que se olvida de alguien.
Y como si quisiera suscribir lo que había dicho, el vendaval que estremecía Maor Cladaich sacudió las ramas de los árboles más cercanos y su murmullo se asemejó a una voz femenina…, el susurro de una criatura que reclamaba su lugar tanto en el mundo de los vivos como en el de los muertos.