30

El día del juicio amaneció reluciente y soleado, aunque muy pocos dublineses aprovecharon aquel clima primaveral para hacer una escapada al campo con sus familias. Las tres cuartas partes de la población de la capital parecían haberse concentrado delante de la columnata blanca de Green Street Court. Era tal la aglomeración que a los cuatro ingleses y a Rhiannon les costó bastante abrirse camino hacia las puertas, sobre todo cuando la muchedumbre se dio cuenta de que accederían a la sala no como simples curiosos sino como testigos del crimen; fue necesario que acudieran en su ayuda cinco oficiales de la Royal Irish Constabulary para poder abrirles camino hasta el edificio.

Casi corrieron hacia el interior de la sala, aunque las piernas de Rhiannon parecían haberse convertido en gelatina. Cuando se encontraron dentro de la amplia estancia, y se percataron de los cientos de personas que la abarrotaban, sintieron una especie de vértigo. Alexander, Lionel y August consiguieron conducir a Rhiannon y a Oliver, que simplemente se dejaban llevar, hasta los asientos que les habían asignado para que se sentaran, esperando que les llegara el momento de declarar. Era la primera vez que veían a tantos abogados juntos; casi todos los estudiantes de Derecho de la universidad habían hecho cola para no perderse el acontecimiento, observando con cierta admiración a los magistrados de más edad acicalados con aparatosas pelucas empolvadas de crin de caballo. Pasados los primeros minutos de aturdimiento, distinguieron al señor Moran de pie al lado de la plataforma a la que conducirían a Ailish, situada por encima de los asientos pertenecientes a los miembros del jurado y rodeada por una barandilla para impedir que los prisioneros pudieran moverse demasiado. A un par de metros de distancia, enfrascado en una conversación con otros cuatro abogados, se encontraba un caballero que según les dijeron respondía al nombre de William Tyrell. Era el magistrado que se encargaría de defender los intereses de la familia Archer, un individuo pequeño de piel morena con un rictus sarcástico en los labios que no infundió confianza a los ingleses.

—Ahí está la señorita Stirling —dijo de repente Lionel en voz baja. En efecto, la dama acababa de entrar en la sala del brazo del señor Delancey; seguramente vendrían juntos del hotel.

El irlandés no reparó en su presencia, pero la señorita Stirling sí lo hizo. La vieron alzar una mano enguantada en su dirección y articular con los labios un «todo irá bien» dirigido a Rhiannon antes de que Delancey la condujera hacia sus respectivos asientos.

—Estoy convencido de que su declaración nos resultará de gran ayuda —le aseguró Alexander a Rhiannon para tratar de tranquilizarla—. La señorita Stirling es una mujer muy inteligente; sabrá desenvolverse de la mejor manera en este escenario. Y además le aseguró a Lionel hace unos días que cree en la inocencia de Ailish tanto como nosotros.

Le puso una mano en el codo para transmitirle su apoyo, y Rhiannon la rodeó con los dedos durante el tiempo que tardó en llenarse la sala. El calor que desprendían los cuerpos de todas aquellas personas hacinadas comenzaba a resultar realmente agobiante. Finalmente los susurros se acallaron cuando una voz proclamó desde los asientos de los miembros del jurado: «Toda la sala en pie».

El juez Jeremiah Driscoll hizo por fin su aparición, caminando con una expresión ceñuda en su abotargado semblante hacia su asiento, justo debajo de un gran retrato de la reina Victoria que hacía pareja con otro de Eduardo VII que colgaba de la pared opuesta. Después de pasear por unos segundos la mirada por la sala, constatando que apenas cabía un alfiler, asintió con la cabeza mientras recolocaba la pequeña balanza y el martillo que adornaban la tribuna.

—Traigan a la acusada Ailish Ní Laoire —anunció el mismo funcionario.

La aparición de la muchacha desató un nuevo murmullo general. Iba vestida con la misma ropa que llevaba en la prisión, pero no le habían puesto esposas; avanzó delante de dos policías que la escoltaron hasta la plataforma y que se quedaron después a sus espaldas. No había ninguna silla para los acusados, así que tuvo que permanecer de pie. No se atrevió a alzar la vista más que para buscar a su madre y a Oliver, y cuando por fin los localizó agachó la cabeza de nuevo, luchando por reprimir las lágrimas. «¡Qué pálida y qué delgada está!», se lamentó Rhiannon en voz baja. Oliver ni siquiera despegó los labios; el nudo de su estómago se había apretado aún más al darse cuenta de cómo Ailish temblaba al apoyar las manos desnudas sobre la barandilla. El pánico de los miles de criminales que habían ocupado aquel lugar antes que ella debía de haberla alcanzado en cuanto la tocó, golpeándola con saña.

—Los miembros de este jurado, representando a su majestad Eduardo Séptimo, exponen que usted, Ailish Ní Laoire, el seis de abril del año del Señor de mil novecientos tres, asesinó de forma intencionada y con premeditación a Reginald Harold Archer —proclamó el funcionario cuando la gente por fin guardó silencio—. ¿Cómo se declara usted, culpable o inocente?

Trescientos pares de ojos se posaron sobre ella. Por unos segundos lo único que se oyó en la sala fueron los rasgueos de las plumas de los escribanos y de unos reporteros que tomaban nota de todo lo que sucedía sentados debajo de los asientos de los ingleses.

—Inocente —contestó Ailish en un hilo de voz.

Uno de los escribanos se acercó para entregarle una Biblia.

—Juro ante Dios Todopoderoso que todo lo que diga ante este tribunal será la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. —Y levantó el libro con mano temblorosa para depositar un beso sobre la cubierta—. Que Dios me ampare —susurró.

Dio comienzo entonces el interrogatorio dirigido por el señor Tyrell. Durante la siguiente media hora el hombre ametralló a Ailish con una descarga continua de preguntas. Seguía estando mortalmente pálida, pero la voz dejó de temblarle poco a poco mientras repetía la misma versión de los hechos que les había contado a Oliver y a August. Reconoció que la noche anterior a la muerte de Archer había tenido un enfrentamiento con su madre, del que habían sido testigos casi todas las personas alojadas en Maor Cladaich, aunque dejó muy claro que el norteamericano no había tenido nada que ver en él. Había sido una pelea entre madre e hija provocada por la negativa de Rhiannon Bean Uí Laoire a aceptar su compromiso con uno de los periodistas ingleses que desde hacía unas semanas eran sus huéspedes. Unos cuantos miembros del jurado giraron sus pelucas en la dirección en que se encontraba la madre en cuestión, que agradeció más que nunca que Alexander estuviera agarrándola para darle su apoyo.

—Afirma usted, señorita O’Laoire, que muchas personas presenciaron cómo perdió el control de sí misma durante la pelea que nos ha referido —comenzó a decir el señor Tyrell, paseándose con calma a los pies de la plataforma—. ¿Puede asegurar que el estado de nervios en que se encontraba no la trastornó como para seguir al señor Archer a los jardines del castillo, fueran cuales fueran los motivos que le habían conducido allí, y golpearle repetidamente hasta acabar con él?

—Le juro que era completamente dueña de mis actos —contestó Ailish sin dudar—. Y no entiendo qué les hace sospechar que albergaba malos sentimientos hacia un caballero con el que apenas había hablado. El hecho de que me encontrara en los jardines a la vez que el señor Archer no fue más que una casualidad, y muy macabra, lo reconozco…

—¿No le siguió usted a través de la ventana de la habitación del ama de llaves?

—No, señor abogado. Yo… —Aquí la joven vaciló unos instantes mientras miraba fugazmente a Oliver, que asintió con la cabeza—. Yo salí al exterior a través de mi propia ventana. Mi madre había ordenado a los criados que me encerraran con llave. El señor Archer debió de salir antes que yo, porque cuando me encontré con él ya no se movía…

—¿Y puedo preguntar, señorita O’Laoire, qué le indujo a abandonar su dormitorio para recorrer los terrenos de Maor Cladaich en una noche tan tormentosa?

Alguien se aclaró la garganta en la parte alta de la sala. Ailish cerró los ojos un momento antes de responder, enlazando sus manos sobre la barandilla:

—Quería esconderme en el pueblo para huir con mi prometido.

—Una fuga, ¡qué conmovedor! —Tyrell se volvió hacia la tribuna del juez Driscoll con un revoloteo de su toga. Su señoría ni se inmutó; en su semblante se apreciaba el clásico desdén de los hombres que consagran su vida entera al estudio de las leyes sin prestar la menor atención a los asuntos del corazón—. Me pregunto, caballeros, si no estaremos asistiendo a una ópera en lugar de a un juicio por el asesinato más atroz que hemos presenciado en los últimos tiempos. No me gustaría estar en lo cierto, señorita O’Laoire, pero la conclusión a la que he llegado después de escuchar sus declaraciones es que el señor Archer se había convertido en un obstáculo para sus planes de boda. Su madre había decidido dejar el castillo en manos de un extraño sin tener en cuenta su opinión al respecto ni sus perspectivas de futuro…

—Le repito que el señor Archer no tenía nada que ver con eso —exclamó Ailish—. Es cierto que quería comenzar una nueva vida con el señor Saunders, pero lo más lejos posible de la propiedad. ¡Si de mí hubiera dependido me habría deshecho mucho antes de ella!

El señor Tyrell permaneció unos instantes en silencio antes de declarar:

—No tengo más preguntas para la acusada, señoría. Será mejor que comparezcan los testigos para ver si pueden arrojar algo más de luz sobre este asunto.

Un murmullo de voces hablando al mismo tiempo inundó la sala mientras Rhiannon se encaminaba hacia el estrado. Alexander estrechó fugazmente su mano antes de que abandonara el asiento, aunque realmente no habría necesitado que nadie le transmitiera más fuerzas que las que nacían de su amor de madre desesperada. Estuvo brillante en su declaración, y sus palabras resultaron tan certeras, y a la vez tan conmovedoras, que casi logró reducir al silencio al señor Tyrell. Ailish se permitió respirar con alivio cuando se dio cuenta de que un par de abogados acercaban las cabezas para hablar en voz baja y después asentían gravemente, volviendo a mirar a Rhiannon con admiración. El único que parecía mantenerse en sus trece era el juez Driscoll. No quiso intervenir en ningún momento para hacerle más preguntas a Rhiannon que las que le formuló Tyrell, y no lo hizo tampoco cuando llamaron al estrado a Alexander, August, Lionel y Oliver. En el caso de este último el interrogatorio se alargó un tanto porque Tyrell exigió que contara su propia versión del enfrentamiento que mantuvieron Rhiannon y Ailish, y además le pidió que contestara a una pregunta: ¿creía que su prometida podría asesinar a alguien?

—Si creyera algo así no me quedaría más fe en la humanidad —respondió Oliver con fervor—. Creo en la sensatez de los hombres, y también en la justicia. De todas las personas reunidas en esta sala, no habrá ninguna más inocente que la señorita O’Laoire. Sé que no sería capaz de asesinar a nadie ni aunque su propia vida estuviera en peligro.

El señor Tyrell rehusó preguntar nada más. No parecía estar muy satisfecho con las respuestas de los testigos; en cambio el señor Moran no cabía en sí de gozo. Cuando Delancey fue llamado al estrado corroboró lo mismo que habían dicho los demás pese a no haber estado presente en el momento en que encontraron el cadáver. Lo único que pudo aportar al respecto fue su total convencimiento de que la acusada no había tenido nada en contra del norteamericano, y lo mismo aseguró la señorita Stirling, añadiendo que en su opinión el aturdimiento en que se hallaba sumida cuando dieron con ella no se debía más que al hecho de haberse tropezado en plena noche con un cadáver ensangrentado.

—Además todos nos dimos cuenta de lo mucho que debía pesar la cabeza de piedra con la que golpearon al señor Archer —siguió diciendo detrás de la redecilla que resbalaba desde el ala de su sombrero adornado con rosas de terciopelo negro—. Yo misma me fijé en esa escultura cuando recorrí los jardines la tarde anterior del brazo del señor Lennox, y oí a Archer quejarse a su secretario de lo pesadas que parecían y de lo mucho que costaría sacarlas de la propiedad si la señora O’Laoire lo acababa eligiendo como futuro dueño de Maor Cladaich. ¡No habríamos conseguido levantar aquella cabeza ni aunque lo intentáramos entre las dos!

—Me resulta encantadora su manera de defender a la acusada, señorita Stirling —le contestó el señor Tyrell con la voz cargada de ironía—. ¿No se tratará en realidad de que su condición femenina las ha llevado a apoyarse la una a la otra? ¿Sobre todo sabiendo que corren el riesgo de que salgan a la luz ciertos detalles que las perjudicarían a ambas?

—¿Ciertos detalles? —preguntó la joven, extrañada—. Me temo que no le comprendo.

La señorita Stirling no parecía ser la única que no comprendía, aunque a la mayor parte de los miembros del jurado parecía darle lo mismo. Lionel se había percatado de que su aura de seducción no se había visto mermada por el hecho de estar en el estrado; aquellos hombres la contemplaban con la misma fascinación que podrían haberle manifestado en el comedor de un hotel de la cadena Archer o en una pista de baile.

El señor Tyrell pasó a su alrededor una mirada de superioridad antes de proseguir:

—Su relato de lo acontecido la noche del seis de abril resultaría bastante creíble de no ser por un detalle que el señor Rivers puso en mi conocimiento hace varios días. Según este caballero, cuando abandonó su dormitorio alarmado por los alaridos que la señorita O’Laoire estaba dando en los jardines, se encontró con usted en un pasillo del segundo piso de Maor Cladaich… en compañía del señor Lennox. Los dos salían en ese momento de su cuarto, señorita Stirling, y los dos parecían estar bastante alarmados. ¿Sería tan amable de explicar a los miembros de este jurado qué se supone que estaban haciendo allí a solas?

—Una interesante apreciación, señor Tyrell —intervino el juez Driscoll sin relajar en lo más mínimo su semblante ceñudo—. A mí también me gustaría que la testigo nos aclarara ese punto. Sobre todo porque al comienzo de su declaración ha jurado contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Puede que su mala conciencia le haya incitado a mentirnos porque en realidad también tuvo algo que ver con este crimen.

A Lionel le pareció que la garganta se le secaba de repente. Había pensado que su declaración no podría haber ido mejor, pero el murmullo de las voces de los abogados le hizo temer de repente por su vida. Por suerte la señorita Stirling poseía buenos reflejos.

—Dios mío, señor juez… Nunca pensé que tendría que reconocer esto delante de una multitud, pero lo que aquella noche sucedió entre el señor Lennox y yo… no tenía nada que ver con la muerte del señor Archer. El nuestro fue un encuentro mucho más… más…

—Más vicioso, me imagino —concluyó el juez con cara de pocos amigos mientras las voces se hacían más audibles—. Relacionado, cómo no, con el deplorable acto del fornicio.

Un par de abogados se rieron en los asientos más altos. Lionel vio aparecer con el rabillo del ojo las cabezas de Alexander y de August al otro lado de Rhiannon, pero no se atrevió a responder a sus atónitas miradas. Él mismo se había quedado perplejo por lo que la señorita Stirling acababa de hacer para que les tacharan a los dos de la lista de sospechosos.

—Debe de imaginarse el duro golpe que supone esto para mi buen nombre, señor juez —siguió diciendo la joven en un tono deliberadamente tembloroso—. Pero nunca me atrevería a mentir a un magistrado, sobre todo si estoy atada por un juramento. Lo que el señor Rivers dijo es… es completamente cierto, caballeros. —Se aclaró la garganta antes de añadir—: Me gustaría poder negarlo ante ustedes, enarbolar mi virtud como bandera y asegurarles que siempre me he comportado como una mujer decente. Pero todos saben que estamos muy lejos de ser perfectas. —Bajó los párpados de manera que sus espesas pestañas acariciaran sus mejillas—. No puede esperarse de nuestra naturaleza que seamos capaces de plantar cara a la insistencia de los hombres. Supongo que el reconocimiento de su superioridad ante nosotras acaba haciéndose extensivo también al ámbito carnal.

Casi todos los abogados sonreían con disimulo; unos cuantos miraban a Lionel con mal disimulada admiración. La explicación parecía haber satisfecho al juez Driscoll. Se inclinó sobre la tribuna para pasear una mirada de advertencia sobre la ruidosa multitud.

—Ahí lo tienen, caballeros: la declaración más sincera de una mujer. Cuídense de prestar atención a sus cantos de sirena. No han cambiado desde los tiempos de la manzana y la serpiente.

A juzgar por las expresiones de la mayor parte de los hombres reunidos en aquella sala, los cantos de sirena de la señorita Stirling resonarían como música celestial en sus oídos. El juez Driscoll le indicó que abandonara el estrado; dos policías se acercaron para ayudarla a bajar, y mientras regresaba a su asiento en las gradas, aún con la cabeza gacha, Alexander le dio unos golpecitos a Lionel en un hombro por detrás de Rhiannon.

—¿Qué demonios significa esto? —le preguntó en un susurro apresurado—. ¿Es cierto lo que ha dicho? ¿Realmente has intimado tanto con la señorita Stirling como para…?

—Creo que me acordaría de eso si realmente hubiera ocurrido —contestó Lionel en el mismo tono—. Pero si resulta que me dan la oportunidad de presumir de algo así…, no seré yo quien le lleve la contraria. Contar estas cosas a los demás hombres siempre supone la mitad del placer.

Alexander meneó la cabeza con hastío. Poco a poco los susurros se apagaron y el señor Moran se apresuró a pedir la palabra antes de que pudiera hacerlo el señor Tyrell.

—Bien, caballeros, creo que la opinión de la señorita Stirling sobre la incapacidad de la señorita O’Laoire de levantar la piedra con la que Reginald Archer fue asesinado debería constar como una prueba decididamente exculpatoria. —El abogado parecía más relajado ahora, y hasta se permitió dirigir una rápida sonrisa de aliento a Ailish, que no se atrevía a moverse—. Sugiero que prestemos atención asimismo a todos los testimonios que la han considerado una persona apacible, de buen carácter y una moral intachable, además de la ausencia absoluta de acusaciones realizadas hasta ahora en su…

—No vaya tan deprisa, señor Moran. Aún no han comparecido todos los testigos.

La sonrisa desapareció poco a poco del rostro de Moran. Dirigió una mirada al juez Driscoll, que permanecía impasible en las alturas, y volvió a mirar al señor Tyrell. Oliver frunció el ceño, inclinándose hacia delante en su asiento.

—Me temo que se equivoca, mi querido colega. Sabe tan bien como yo que acaban de desfilar por la sala todas las personas que asistieron al descubrimiento del cadáver…

—No me estoy refiriendo a los huéspedes de las O’Laoire, ni tampoco a quienes se habían trasladado a Maor Cladaich con intención de adquirir el castillo —le explicó Tyrell con deliberada calma—. El asunto, señor juez, es demasiado grave para que nos tengamos que conformar con los testimonios de aquellas personas que se encontraban en el lugar de los hechos la noche en cuestión. Usted nos acaba de recordar que la acusada siempre ha sido considerada una muchacha de moral intachable. Bien, me parece que lo mejor será que comprobemos si contaba con la misma reputación más allá de Maor Cladaich.

—Hagan pasar a la siguiente testigo, la señora MacConnal —ordenó el juez Driscoll.

Rhiannon se estremeció cuando se produjo un repentino movimiento entre la muchedumbre que abarrotaba la parte baja de la sala y Brianna MacConnal apareció como surgida de la nada. Ninguno de sus acompañantes se atrevió a pronunciar palabra mientras la viuda subía con ciertas dificultades al estrado. Se aposentó con la espalda tan derecha como un mástil, recolocando sobre su sombrero el velo que le cubría la cara.

—Buenos días, señora MacConnal —la saludó Tyrell. La anciana se limitó a inclinar unos milímetros la cabeza—. Le agradecemos que se encuentre con nosotros esta mañana teniendo en cuenta lo repentino de nuestra petición. Como sin duda se imaginará, lo que nos interesa que comparta con este jurado no es solamente su opinión sobre la señorita O’Laoire sino los dramáticos sucesos que ocurrieron en su familia hace algunos meses.

—La muerte de mi esposo Fearchar cuando se encontraba realizando una visita a la madre de la acusada —fue la seca respuesta de Brianna—. Un fallecimiento tan imprevisto como el del señor Reginald Archer, pero sobre el que nunca se hicieron investigaciones.

Su voz resonó en la sala cargada de resentimiento. La mayoría de los presentes conocían las circunstancias en que había sido encontrado el cadáver de MacConnal, pero aun así permanecieron atentos mientras Brianna repetía su historia. Coincidía punto por punto con lo que les había contado en Kilcurling a Alexander, Lionel y Oliver, aunque en esta ocasión su tono era más decidido, y el resplandor que animaba sus pequeños ojos no era el mismo. Entonces no mostraban más que resignación; ahora clamaban venganza.

Les dijo que la banshee había prorrumpido en sollozos aquella noche como lo había hecho la víspera de la muerte de Reginald Archer. Un estremecimiento general pareció recorrer la estancia cuando salió a relucir la misteriosa criatura. Casi todos los presentes se habían criado en Irlanda. Estaban más que familiarizados con su leyenda.

—Siempre consideré —siguió diciendo Brianna, indiferente a los murmullos— que la banshee de los O’Laoire había hecho algo más que augurar su muerte. Sospechaba que no se había limitado a anunciar su fallecimiento sino que lo había provocado ella misma.

—Con el debido respeto, señoría —trató de protestar Moran—, esa teoría carece de…

—¿Su esposo padecía del corazón antes de sufrir aquel ataque, señora MacConnal?

—Por Dios, se lo dicho cientos de veces a todo el mundo. Fearchar poseía una salud envidiable. Nunca tuvo ningún problema cardíaco. No, fue ella la que lo aterrorizó hasta el punto de matarle, fue ella la que apareció ante él en plena noche, helándole la sangre…

—¿A quién se está refiriendo exactamente, señora? ¿A la banshee?

Brianna no contestó de inmediato; primero clavó sus ojos en Ailish, que la miraba con aprensión, y después anunció:

—Fue ella. —Y la señaló con un dedo—. He estado equivocada todo este tiempo. Creía que se trataba de un espíritu, pero la mujer a la que todos los vecinos de Kilcurling hemos escuchado sollozar en la colina no tiene nada que ver con la que mató a mi querido Fearchar. Ahora sé que fue cosa de esta endiablada muchacha —la miró de nuevo, indiferente a los temblores de Ailish—, esta… esta desequilibrada que sería capaz de hacer cualquier cosa antes que dejar que su propiedad cayera en manos de extraños.

Se oyeron unas cuantas exclamaciones de perplejidad. Rhiannon dejó escapar un «¡Por todos los…!» que murió en su garganta cuando el señor Tyrell siguió diciendo:

—¿Insinúa usted que la señorita O’Laoire se hizo pasar por la banshee con el único fin de aterrorizar a su esposo? ¿Qué podría haberla impulsado a hacer algo así?

—¡Nada! —exclamó Ailish—. ¡Ella sabe de sobra lo mucho que yo apreciaba al señor MacConnal!

Brianna sacudió la cabeza sin prestarle atención.

—Lo mismo que la impulsaría a acabar con el señor Archer. La rabia de tener que contemplar cómo le eran arrebatados los terrenos que habían pertenecido a su familia desde la Edad Media. La ingratitud tiene muchas caras, señoría. La peor es la de la inocencia.

Ailish apretó una mano contra su boca. El señor Moran le hizo un gesto para que se tranquilizara, aunque también parecía preocupado por el giro de los acontecimientos.

Pero lo peor aún estaba por llegar. Cuando Brianna MacConnal bajó con asombrosa dignidad del estrado, el juez Driscoll dio un par de golpes con su martillo para que el silencio regresara a la sala antes de dar paso a la siguiente testigo. Los ingleses intercambiaron una mirada de confusión al darse cuenta de que no la conocían de nada; se trataba de una mujer de unos cincuenta años, pequeña y esmirriada, con una masa de cabello arratonado metida a presión en una cofia remendada. Rhiannon soltó un gemido.

—Es la señora Ashe —susurró a Alexander cuando se inclinó hacia ella—. La madre de Michael, el muchacho de Kilcurling al que ahorcaron por haber matado a su amigo.

Alexander comprendió de inmediato que su aparición no podía causarles más que problemas. Y en efecto, la señora Ashe se mostró tan inflexible como Brianna al acusar a Ailish de haber cometido el crimen por el que enviaron a prisión a su hijo. De poco sirvió que Moran recordara a la concurrencia que cuando se descubrió el cadáver de un chico junto a la playa de Kilcurling la señorita O’Laoire tenía tan solo ocho años. Su vecina estaba convencida de que era la culpable de aquella muerte, y también de la de su Michael.

—¿Cómo podría haber sabido dónde se encontraba el cuerpo —casi gritó, sin apartar sus ojos de los de Ailish— si no hubiera sido ella misma la que lo ahogó antes en el mar?

—Me parece que el inspector James Fitzwalter se encargó de que les quedara claro a todos ustedes que mi defendida no tuvo nada que ver con aquello —porfió Moran casi a la desesperada—. Es cierto que tuvo una… una revelación, por decirlo de algún modo.

—¿Cómo que una revelación? Eso no tiene ningún sentido, señor. ¡O es una bruja o es una asesina! ¡Incluso puede que sea las dos cosas a la vez! Si mató a sangre fría a un muchacho con el que no había hablado nunca cuando era una niña, ¿qué no sería capaz de hacer ahora?

Hubo unos cuantos murmullos de asentimiento entre los abogados. Alguien gritó «¡Bien dicho!» en la parte alta de la sala, pero cuando Alexander se dio la vuelta, con los ojos llameantes de rabia, no distinguió a nadie conocido. Era evidente que la opinión del jurado se encontraba en el filo de la navaja; habían pasado de cierta inseguridad al convencimiento de que Ailish había tenido algo que ver en aquellas muertes, a pesar de que no estuvieran seguros de cuál había sido exactamente su papel. La señora Ashe abandonó el estrado, no sin antes lanzarle una última mirada en la que parecía concentrarse todo el rencor del mundo, y el juez ordenó que condujeran a la sala a la última testigo.

Los ingleses notaron cómo Ailish se tensaba en la plataforma, pero no supieron el motivo hasta que repararon en un sombrero de paja que avanzaba entre la multitud hacia el estrado y reconocieron la melena de un rubio rojizo que asomaba debajo. Era Jemima.

Lionel dejó escapar una maldición. Un abogado le señaló el asiento que acababa de ocupar la señora Ashe, y la muchacha se sentó silenciosamente, sin mirar en ningún momento a Ailish. La quietud volvió a apoderarse poco a poco de la sala.

—Jemima Lawless, comparece usted ante nosotros por su propia voluntad y con la intención de aportar un testimonio concluyente sobre lo ocurrido a Reginald Archer en Maor Cladaich, ¿estoy en lo cierto? —preguntó el señor Tyrell.

—Así es, señor —contestó Jemima con sorprendente serenidad.

—Afirma ser miembro del servicio de los O’Laoire desde hace tiempo…

—Diez años —puntualizó ella—. Mi madre trabajó como cocinera en el castillo antes de morir. Desde entonces me he hecho cargo de numerosas tareas en Maor Cladaich, en especial del cuidado de la señorita O’Laoire. He sido algo parecido a su doncella.

—¿Se hallaba usted a gusto pasando tanto tiempo con la acusada, señorita Lawless?

—Virgen santa, por supuesto que no. Los cielos saben que acepté aquel trabajo para no defraudar las esperanzas que mi padre tenía puestas en mí. Necesitábamos el dinero.

—Comprensible —corroboró Tyrell—, y perfectamente honroso. Pero lo que queremos saber es lo que ocurrió exactamente la noche del seis de abril. Usted se encontraba…

—Muerta de miedo, señor abogado. La banshee se había puesto a sollozar con más fuerza que nunca y en las habitaciones del servicio no hacíamos más que preguntarnos si la persona que moriría sería uno de nosotros. A las tres menos cuarto me harté de dar vueltas en la cama sin poder dormir. Decidí levantarme para preparar un poco de té en la cocina, pero al salir de mi cuarto me llegó una corriente de aire frío. La seguí hasta el vestíbulo y entonces me di cuenta de que había una ventana abierta en la planta baja… Llovía tanto que no pude distinguir nada en el exterior, pero sabía que había sucedido algo en el castillo. La tormenta no podía haber abierto una ventana por sí sola, por intensa que fuera.

—¿Y qué hizo usted cuando se dio cuenta de que tal vez corrían peligro?

—Decidí buscar a uno de los policías. Había oído decir al inspector Fitzwalter que se dedicarían a patrullar por Maor Cladaich hasta que se hiciera de día, así que subí al primer piso para tratar de dar con alguno de los dos. Pero cuando estaba recorriendo el pasillo principal me pareció distinguir algo al otro lado de los cristales. Algo blanco.

Rhiannon se había puesto a temblar tanto que Alexander y Lionel tuvieron que agarrarla por los brazos. La sangre había huido por completo del semblante de Oliver.

—Algo blanco que sin duda le recordaría a un camisón, ¿no es así?

—¡Protesto, señoría! —Moran se puso en pie—. ¡Es completamente vergonzoso que un abogado dirija un interrogatorio como lo está haciendo mi colega! ¿Qué será lo próximo que haga? ¿Hablar en lugar de la señorita Lawless sirviéndose de la ventriloquía?

—Le aconsejo que guarde silencio, señor Moran —le contestó el juez Driscoll apuntándole con un dedo descarnado—. Haga el favor de no entorpecer mi labor ni la de Dios.

Driscoll se volvió de nuevo hacia Tyrell, le hizo una señal para que continuara, y este se la hizo a su vez a Jemima.

—Tardé un momento en comprender lo que estaba viendo. No entendía qué estaría haciendo alguien en los jardines en una noche como aquella, pero al abrir la ventana para asomarme al exterior me percaté de que no había una persona fuera… sino dos.

—¿Una era la señorita O’Laoire? —quiso saber Tyrell—. ¿La que iba vestida de blanco?

—Sí, señor abogado. Aunque la otra también iba de blanco, porque llevaba puesta una especie de camisa de dormir, o eso me pareció. —Jemima se mordió los gordezuelos labios un momento antes de decir—: Era el señor Archer. Lo vi con mis propios ojos.

En aquellos instantes no se oía nada más en la sala que la respiración expectante de trescientas personas pendientes de las palabras de la chica.

—También vi lo que ocurrió después. Aunque les aseguro que preferiría no haberlo visto, porque la escena no ha dejado de aparecer en mis sueños desde entonces…

—Tranquilícese, señorita Lawless. Ahora se encuentra a salvo. ¿Qué fue lo que vio?

Jemima abrió la boca, aunque aún tardó unos segundos en hablar.

—A la señorita O’Laoire, empujando la cabeza de una de las esculturas destrozadas por la tormenta para que cayera sobre la del señor Archer, que estaba echado a sus pies.

La estancia pareció venirse abajo debido al clamor de las voces. El juez Driscoll tuvo que dar de nuevo unos golpes con el martillo, diciendo cada vez más alto: «¡Orden en la sala!». Los únicos que se habían quedado sin palabras eran los cuatro ingleses y Rhiannon. No parecían capaces de reaccionar, y lo mismo le ocurría a Ailish.

—Gracias, señorita Lawless. Su testimonio, desde luego, ha sido… concluyente —dijo el señor Tyrell en un tono más suave. Se volvió hacia Driscoll—. Ya lo ha oído, señoría; todos lo han hecho. Nadie en esta sala puede seguir teniendo dudas sobre lo que sucedió.

—Desde luego que no —corroboró el juez—. La verdad siempre sale a la luz. Siempre.

Llegó el momento en que los miembros del jurado tuvieron que retirarse durante unos minutos para deliberar, aunque a nadie le sorprendió que tardaran tan poco. Ailish se puso tan pálida como una muerta cuando cinco minutos más tarde los vieron regresar uno a uno a la sala, con el juez Driscoll ocupando de nuevo su asiento. Jemima se había apresurado a abandonar el estrado en cuanto Tyrell anunció que no haría más preguntas.

—¿Han llegado a un veredicto, caballeros? —les preguntó un funcionario. El único miembro del jurado que se había quedado en pie afirmó que así era, de modo que siguió diciendo—: ¿Declaran a la acusada culpable o inocente del asesinato de Reginald Archer?

Un espasmo pareció recorrer el cuerpo de Rhiannon al escuchar el «culpable» que salió de los labios del representante del jurado, seguido de inmediato por una barahúnda de gritos que amenazó con derribar las columnas que sostenían el techo de la sala. Sin hacer el menor caso a la conmoción que se acababa de crear, el juez Driscoll aceptó el birrete negro que le tendía uno de los funcionarios para colocárselo encima de la peluca.

—Escuche la acusada. El jurado la ha condenado por un crimen atroz para el que no existe perdón posible ni en el cielo ni en la tierra. Demos gracias a Dios Nuestro Señor por habernos permitido esclarecer las circunstancias en las que llevó a cabo semejante acto de maldad. Y para que sirva de escarmiento público —añadió elevando aún más la voz por encima del rugido que se había desatado— la condeno a colgar de la horca hasta morir ante la prisión de Kilmainham mañana a las doce del mediodía. Que Dios se apiade, si puede, de su pobre alma.