25

Estaba completamente empapado y con el aspecto que podría haber tenido Noé al poner por fin un pie en tierra firme, pero su sonrisa seguía siendo tan cálida como siempre.

—¡August! —exclamó Lionel mientras se acercaba a grandes pasos al clérigo—. ¡Esto sí que es una auténtica sorpresa! ¡Realmente parece que tienes el don de la oportunidad!

—No me puedo creer lo que estoy viendo —murmuró Alexander—. ¿Cómo… cómo…?

Pasado el primer momento de confusión, se acercó también a su amigo para darle un abrazo mientras Lionel le hacía pasar al vestíbulo.

—Nos encontramos con el señor Westwood cuando acababa de bajarse del coche de caballos que le había traído desde Dublín —le explicó el inspector a una desconcertada Rhiannon—. Al oír que era la primera vez que visitaba Kilcurling, y que se dirigía precisamente a Maor Cladaich, nos ofrecimos a escoltarle hasta aquí. Me temo que esta no es la noche más adecuada para pasearse al aire libre en compañía de una banshee.

—¿De modo que ustedes también la han oído sollozar? —se lamentó Rhiannon.

—Todo el pueblo la ha oído, señora O’Laoire. Creo que no habrá ahora mismo una sola persona que se atreva a meterse en la cama por miedo a no despertarse nunca más.

—Le aseguro, inspector, que por mucho miedo que tengan… nadie está tan angustiado como yo. —Ante la mirada de extrañeza que Fitzwalter le dirigió, Rhiannon siguió susurrando—: Mi hija ha desaparecido. Hace horas que no sabemos nada de ella. La hemos buscado por todas partes, pero no ha servido de nada…

—¿Qué quiere decir con que ha desaparecido? ¿Cuándo la vieron por última vez?

—Creo que este mediodía, durante el almuerzo con mis invitados… —Rhiannon hizo un gesto en dirección a los señores Archer, Rivers y Delancey y a la señorita Stirling—. En ese momento no me pareció detectar nada raro en ella. Recuerdo que comentó algo sobre que quería dar un paseo por los jardines, pero lo hace tan a menudo que no se me ocurrió que pudiera resultar peligroso. ¡Aunque después de oír sollozar a la banshee empiezo a temer lo peor!

August se volvió hacia Rhiannon con preocupación. Alexander le puso una mano en el hombro para que le siguiera.

—Vamos, será mejor que descanses un rato. —Se apartaron un poco para dejar que Rhiannon hablara con los hombres de la Royal Irish Constabulary—. Estoy seguro de que el inspector Fitzwalter acabará dando con Ailish y todo se quedará en un susto.

—Si es que Ailish quiere que den con ella —dijo Lionel en voz baja.

—¿A qué te refieres con eso? ¿Por qué no iba a quererlo?

—Alexander, por favor, no seas ingenuo. Ailish se ha esfumado, pero Oliver… lo ha hecho a la vez que ella. Llevan desaparecidos exactamente las mismas horas, aunque la pobre Rhiannon está demasiado angustiada para reparar en su ausencia. Todos los indicios apuntan a que se han escapado aprovechando que estábamos pendientes de lo que ocurría con el castillo. No han podido tenerlo más fácil.

—¿Cómo? —susurró August, cada vez más confundido—. ¿Oliver y esa muchacha…?

El profesor respiró hondo sin dejar de sostenerle la mirada a Lionel.

—Puede que realmente hayan intimado en las últimas semanas, pero estoy seguro de que el Oliver que conocemos no se comportaría de una manera tan alocada.

—Tú lo has dicho: el Oliver que conocemos. ¿Cuándo le has visto tan emocionado como ahora? ¿Cuándo se le han ido los ojos detrás de una chica como le ocurre con ella?

Alexander guardó silencio. Lionel meneó la cabeza mientras prestaba atención de nuevo a Rhiannon, que seguía contándoles la historia a los policías.

—Apuesto lo que sea a que se habrán resguardado de la lluvia en algún hotelito de Dublín. Al final Oliver ha resultado ser más espabilado de lo que creía.

—Me parece que será mejor seguir con esta conversación en algún otro lugar —les advirtió el profesor al darse cuenta de que la señorita Stirling los observaba con cierta suspicacia—. No podemos dejar que recaiga sobre nuestro amigo ninguna acusación, y es lo único que conseguiremos si continuamos hablando de esto delante de todo el mundo.

Subieron al primer piso para dirigirse a la salita de Rhiannon, donde sabían que seguía ardiendo un buen fuego y no habría demasiadas posibilidades de que les molestaran. Fuera, en los jardines, la banshee había reanudado sus sollozos. August no pudo reprimir un escalofrío cuando la volvió a oír. Era mucho peor que hacerlo desde la distancia.

—Cielo santo, parece como si llevaran toda la eternidad torturándola. ¿Es la primera vez que la oís en todo el tiempo que habéis pasado con las O’Laoire?

—Efectivamente. La hemos oído dar vueltas por los jardines de noche, murmurando palabras que no lográbamos entender, pero no tenía nada que ver con esto. No me extraña que Rhiannon esté preocupada por su hija —reconoció Alexander abriendo la puerta de la salita. August suspiró ante la visión de la chimenea encendida—. No nos has dicho nada sobre tu decisión de escribir a esa joven médium, Annabel Lovelace, para preguntarle qué opinión le merece nuestro caso. ¿Te contó algo interesante acerca de las banshees?

—Por supuesto que lo hizo. Si hay alguien en Londres que lo conozca todo sobre la ultratumba no puede ser más que ella —contestó August en voz baja, acercándose a la chimenea para tratar de calentarse las manos—. En el fondo es la culpable de que me encuentre esta noche en Maor Cladaich con vosotros.

—¿Fue ella quien te convenció de que vinieras a Irlanda? —se asombró Lionel.

August asintió. Sacó del bolsillo de su chaleco un sobre que le tendió a Alexander.

—La semana pasada le hice saber todo lo que me habías contado en la carta que me enviaste a la vicaría. No tardó más de dos días en contestarme. Adelante, lee lo que dice —animó a su amigo al darse cuenta de que dudaba—. Estoy seguro de que te resultará tan inquietante como a mí.

Como aún seguía temblando el profesor dio un tirón a la campanilla que colgaba al lado de las cortinas para pedir una bebida caliente a uno de los criados. Después desdobló la carta de la señorita Lovelace y se aclaró la garganta antes de empezar a leer:

Mi querido señor Westwood:

No sabe cómo lamento tener que tratar cuestiones tan interesantes por escrito, pero me temo que en los próximos días me será imposible abandonar mi gabinete de Albemarle Street. Hace poco he sufrido una arritmia que estuvo a punto de conducirme a ese Otro Lado con el que ambos nos dedicamos a contactar; por suerte mi médico de cabecera pudo prestarme su auxilio y todo se quedó en un simple sobresalto. En las horas que he pasado confinada en cama he tenido oportunidad de regresar varias veces a su carta, y debo confesar que pocas veces me han preguntado mi parecer sobre un asunto más intrigante que el que usted me plantea.

Efectivamente, conozco bien la figura mitológica de la banshee irlandesa, aunque nunca me he encontrado cara a cara con ninguna. Lo que el profesor Quills le explicó sobre esas criaturas es absolutamente cierto: se han convertido en legendarias debido a la capacidad que la tradición les ha atribuido de anunciar con su llanto la inminente muerte de algún miembro del clan al que sirven. Pero lo que más me sorprende del caso concreto que les ocupa no es el hecho de que la banshee de los O’Laoire haya renunciado por una vez a su pacto de sangre para servir como heraldo a uno de sus vecinos, sino el absoluto convencimiento de su viuda, según sus propias palabras, de que fue esa criatura la que causó la muerte del señor MacConnal después de que manifestara su interés en adquirir el castillo. Y esto me desconcierta porque no existe ninguna leyenda que les atribuya a las banshees el don de acabar con la vida de un mortal mediante un paro cardíaco como el que aquejó al señor MacConnal. Se trata de un comportamiento, como bien sabrá, más propio de fantasmas, espíritus vengativos capaces de matar de miedo a los vivos apareciendo ante ellos.

No tendría nada de particular, señor Westwood, que la criatura que mora en Maor Cladaich no sea una banshee sino un alma en pena encadenada al castillo desde hace siglos. La huella de la que en el pasado fue una mujer, condenada a merodear sin rumbo a los pies de la fortaleza mientras los O’Laoire sigan viviendo en ella.

Cuando era pequeña cayó en mis manos un recopilatorio de cuentos de terror irlandeses de Sheridan Le Fanu, Charlotte Riddell, Rosa Mulholland y otros autores por el estilo. Uno de ellos hablaba de una banshee, la historia de la primera criatura conocida con ese nombre, aunque en realidad tenía uno propio: Aibhill. Al parecer servía a la familia real de los O’Brien y la noche anterior a la batalla de Clontarf se presentó al monarca Brian Boru para advertirle que no regresaría vivo de aquel enfrentamiento. La verdad es que me he preguntado en más de una ocasión cómo es posible que llegara a nuestros días su nombre; incluso en la actualidad los irlandeses se siguen refiriendo a Aibhill como tal y aseguran saber cuáles han sido siempre los rasgos de su carácter. Si fuera una auténtica banshee, con todas las características propias de esas criaturas, no tendría un nombre propio, ni sería nada más que una especie de elemental de la naturaleza. ¿Tan extraño sería que hubiera existido en algún momento una mujer de carne y hueso conocida como Aibhill que muriera de una forma particularmente dramática, convirtiéndose desde ese momento en un alma en pena? ¿Y si le hubiera sucedido lo mismo a la de los O’Laoire, aunque nadie conozca aún los motivos?

Continuaré dando vueltas en los próximos días a esta hipótesis, que cada vez me resulta más plausible si tenemos en cuenta los datos que sus amigos le han proporcionado. De ser cierto que Maor Cladaich no cuenta con una banshee sino con un alma en pena, y que hasta ahora nadie ha sido capaz de ayudarla a alcanzar la salvación eterna, me imagino que comprenderá tan bien como yo que lo más sensato será que se marche a Kilcurling lo más pronto posible. La obligación de cualquier médium es tender una mano a las almas perdidas como la de esa pobre mujer; y pese al interés que sin lugar a dudas despertará su historia entre los lectores de Dreaming Spires, mi sentido del deber me insta a recordarle que la prioridad ahora mismo es aliviar su sufrimiento, no llevar a cabo una investigación sobre ella para después abandonarla a su suerte como si nunca la hubieran conocido. Estoy segura de que el profesor Quills me dará la razón en cuanto le haga saber mi punto de vista. Siempre lo he tenido por un hombre cabal, y ningún caballero se aprovecharía de las desgracias de una dama sin sentir remordimientos…, pese a que hayan pasado siglos, tal vez un milenio entero, desde su fallecimiento.

Sea cual sea su decisión, le ruego que me mantenga al tanto de lo que suceda a partir de ahora con este caso tan particular. Ya sabe que Dreaming Spires tiene en mí una lectora asidua, pero siempre he preferido la información de primera mano.

Con todo mi afecto,

ANNABEL LOVELACE

P. D. Gracias por las flores. Las rosas rojas son mis preferidas.

Cuando terminó de leer la carta, Alexander no supo muy bien qué decir. Tampoco August se atrevió a romper el silencio; para variar fue Lionel quien acabó haciéndolo.

—¿«Gracias por las flores»? ¡Sí que te tomaste en serio mi consejo de intimar con esa señorita! ¡Debe de ser la primera ocasión en que alguno de vosotros me hace caso!

August se puso rojo, pero no le contestó. Alexander dobló pensativamente la carta.

—La verdad es que esto… no me lo esperaba para nada —dijo en voz muy baja, devolviendo la carta a su amigo—. ¿De manera que nuestra banshee no es más que un alma en pena?

—Esa es la opinión de la señorita Lovelace —contestó August, recuperando el sobre y guardándoselo de nuevo en el bolsillo—. Y si quieres que sea sincero contigo, cuantas más vueltas le doy a este asunto más convencido estoy de que está en lo cierto.

—A mí me parece una idea un tanto peregrina —reconoció Alexander—, aunque por lo que tenemos entendido tu amiga no se ha equivocado nunca en sus predicciones.

—No es una idea peregrina, Alexander; es absurda —repuso Lionel—. ¿Cuántas veces nos has contado que según las teorías desarrolladas por esos sabelotodos de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas la materia ectoplasmática se va degradando con el paso de los años? ¿Realmente pensáis que un espíritu que se ha pasado los últimos siglos dando vueltas por ahí —alargó un brazo hacia las ventanas que daban a los jardines— aún tendría la suficiente determinación como para aparecer ante MacConnal y matarlo de un susto?

Se quedó callado cuando la puerta que Alexander había dejado entornada se abrió del todo para dar paso a Jemima. Parecía estar igual de lívida que los demás criados.

—Ah, sí…, ¿podría traerle un poco de caldo al señor Westwood? —pidió Alexander.

—No hace falta, en serio —se disculpó August al darse cuenta de lo angustiada que estaba—. No quiero causarles más problemas de los que tienen ahora mismo.

—Una copa de coñac, entonces —le indicó Alexander a la doncella, que asintió—. Señorita Lawless —continuó antes de que se marchara—, ¿cómo van las cosas ahí abajo?

—El inspector Fitzwalter y sus hombres han salido hace un rato en busca de la señorita O’Laoire. Al fin y al cabo, la propiedad no es tan grande; supongo que si no se ha caído al mar serán capaces de encontrarla —fue la lacónica respuesta de la muchacha. Después se volvió hacia Lionel—. ¿Te importa que hablemos un momento?

August casi pareció tan sorprendido como el propio Lionel ante aquella confianza por parte de uno de los miembros del servicio. «Perdonadme —les dijo el joven a sus dos amigos—, enseguida vuelvo.» Siguió a Jemima fuera de la salita, doblaron una esquina del corredor y entonces la chica se dio por fin la vuelta para encararse con él.

—Bueno, ¿qué ocurre? —le preguntó Lionel—. ¿De qué quieres hablar?

—De lo que tenemos que hacer, ¿no es evidente? ¿De verdad piensas que por muy ocupada que esté ahora mismo no me ha dado tiempo a preparar mis cosas?

—Creo que no te sigo. ¿A qué cosas te refieres?

Jemima chasqueó la lengua. Un ruido de pasos al otro lado del corredor les avisó de que dos doncellas avanzaban hacia la escalera, y agarró a Lionel de un brazo para atraerle más hacia sí, hacia un rincón más discreto.

—Hablo de mi equipaje. Ya lo tengo todo listo; al final abulta menos de lo que creía, pero supongo que eso es bueno. No nos dará muchos problemas en el puerto.

Al oír aquello Lionel se quedó observándola como si Jemima le hablara en chino.

—Vamos, no me mires con esa cara; parece que te hubieras quedado tonto. Me niego a pasar una noche más en este castillo con la banshee rondando por ahí y anunciando la muerte de uno de nosotros. Es la ocasión perfecta para largarnos con viento fresco.

—Espera, espera, Jemima… Me parece que no comprendo nada de lo que me dices.

—Hablo de marcharnos de una vez de aquí. De irnos a Oxford, Lionel, tal como me prometiste. ¿No te das cuenta de que nunca lo tendremos más fácil para desaparecer?

Sus palabras fueron cayendo sobre Lionel con la misma contundencia con la que podría haberle aplastado una de las armaduras del corredor. Supo entonces que había llegado el momento de poner las cosas en claro:

—Jemima, me temo que estás muy equivocada. No vas a venir a Oxford conmigo.

Ella abrió tanto los ojos que casi parecieron a punto de escapársele de las órbitas.

—¿Qué? —fue lo único que pudo decir. Se había puesto aún más blanca—. ¿Qué…?

—De verdad que lo siento. Sé que tendría que habértelo dicho mucho antes, pero no pensé que estuvieras tomándotelo tan en serio. Me refiero a… nuestra relación.

—¿Que no pensaste…? —articuló Jemima—. ¿Cómo puedes ser tan miserable, Lionel? ¿Cómo puedes decirme de repente que no quieres…?

—¡Yo nunca te prometí que nos marcharíamos juntos! —se defendió él—. Fuiste tú quien comenzó a hablar de unos planes de futuro, de una vida en común, de una casa…

—¡Pues claro que hablaba de una casa! Siempre he dado por hecho que después de todo lo que hiciste para conquistarme no me dejarías escapar así como así. —Si su cara no hubiera resultado tan amenazadora Lionel se habría echado a reír, pero la situación no era la propicia para unas risas—. Me has estado utilizando durante todo este tiempo —siguió murmurando Jemima—. Solo te he servido para calentarte la cama. ¡Eres igual que los demás!

—Perdona, pero no me parece que haya sido el único que se lo ha pasado en grande durante nuestros encuentros —le echó en cara Lionel, empezando a hartarse—. ¡Que yo sepa no tuve que darte a oler ningún pañuelo con cloroformo para atraerte a mi cama!

Antes de que pudiera añadir más, Jemima le arreó una bofetada que resonó en todo el pasillo. Lionel no había imaginado nunca que pudiera tener tanta fuerza. Apenas le dio tiempo a agarrarle la muñeca cuando levantó la mano por segunda vez.

—Haz el favor de estarte quieta —le susurró—. No conseguirás nada poniéndote hecha un basilisco. Hace mucho que me he hartado de tenerte todo el tiempo a mi alrededor.

—Es por esa remilgada, ¿verdad? —le espetó la chica—. ¿Esa señoritinga a la que no eres capaz de dejar de mirar ni siquiera cuando estamos los tres en la misma habitación?

Lionel aflojó un poco la presión de los dedos alrededor de su muñeca.

—No metas a la señorita Stirling en esto. No tiene nada que ver contigo, Jemima…

—¿Entonces es por esa amiguita tuya a la que tanto pareces echar de menos? ¿Esa… Veronica Quills, tal vez? —Y dejó escapar una risa perversa al reparar en la sorpresa de Lionel—. ¿Preferirías que fuera ella quien acudiera cada noche a tu cama en mi lugar?

—¿Qué diantres estás diciendo? ¿Y cómo te has enterado de que Veronica y yo…?

Una pequeña luz se encendió de repente dentro de su cabeza. Una luz que no tardó en adquirir un resplandor cegador. A Lionel le pareció que el aire escapaba de su pecho.

—Fuiste tú —murmuró sin dejar de mirarla—. ¡Tú te has estado quedando con las cartas que me ha enviado! ¡Me las has robado simplemente porque la remitente era una mujer!

—Tenía mis motivos para revisar tu correspondencia. Creía que teníamos proyectos para una vida en común, Lionel. No podía haber secretos entre los dos. ¡No podía dejar que te cartearas con una mujer de la que nunca me habías hablado!

—Estás completamente loca —susurró Lionel—. ¿Qué derecho tenías a hacer algo así?

—¿Y qué derecho tenías tú a seguir escribiéndole mientras estabas conmigo? ¿Es que no soy lo bastante mujer como para saciarte por completo? ¿Para qué necesitabas a Veronica en tu vida? ¿Para que te hablara de los cuadros que se dedica a pintar, de los libros que lee en su tiempo libre, de las reuniones políticas de mujeres a las que acude?

Lionel cada vez podía dar menos crédito a lo que oía. Aquello era mucho peor de lo que había pensado, infinitamente peor. Abrió la boca para decirle a Jemima lo que pensaba exactamente de ella, pero el silencio que se apoderaba de aquella parte de Maor Cladaich se vio bruscamente interrumpido por un alboroto procedente de la planta baja de la fortaleza. Oyeron al inspector Fitzwalter decir algo en voz alta y a Rhiannon gritar de alegría mientras volvían a abrir el portón de la entrada. Casi al mismo tiempo, Alexander y August salieron de la salita, atraídos por aquel repentino bullicio, y Jemima se tuvo que conformar con soltarse de un tirón de la sujeción de Lionel. «Nár fheice tú an lá», le espetó entre dientes antes de desaparecer. Mientras se pasaba una mano por la áspera mejilla que había empezado a enrojecer, Lionel sintió cómo se le encogía el estómago al recordar algo que le había dicho su padre: de todas las fuerzas desatadas de la naturaleza no hay ninguna más devastadora que el despecho de una mujer engañada.