16

Al día siguiente, durante su primer desayuno en Maor Cladaich, se dedicaron a planificar los pasos que tendrían que dar a partir de entonces. Alexander propuso que cada uno se hiciera cargo de una parte de la investigación. Lionel, que parecía de un buen humor sorprendente aquella mañana, prometió ponerse manos a la obra para estudiar el terreno en que había sido erigido el castillo y averiguar así si en sus cimientos existía algo que pudiera haber anclado a la banshee a la construcción. El profesor había manifestado su deseo de escribir cuanto antes la nota divulgativa que le haría llegar a August para que la enviara a los demás periódicos, ocupándose de que apareciera también en el siguiente número de Dreaming Spires junto con los artículos que habían dejado preparados antes de marcharse a Irlanda. En cuanto a Oliver, lo que se esperaba que hiciera era precisamente lo que más le gustaba, así que no veía la hora de empezar con su parte del trabajo.

La biblioteca de los O’Laoire se encontraba situada en el segundo piso de la torre de guardia. Era casi tan grande como el comedor, con toda la pared del fondo ocupada por un moderno ventanal que se abría a los jardines por la parte del acantilado. El resto se encontraba cálidamente tapizado con estanterías cargadas de libros, algunos tan antiguos que permanecían encerrados dentro de una amplia vitrina cuya llave estaba en poder de Rhiannon. Oliver deshizo el nudo de su corbatín para ponerse cómodo, dejándolo en la mesa situada ante el ventanal, y apartó más las pesadas cortinas para poder admirar a sus anchas aquel paisaje tan embriagador.

No hacía falta abrir los cristales para respirar el aroma del mar. El alba había arrastrado los últimos jirones de la niebla que reptaba por los jardines y en aquel momento el cielo era tan límpido como el agua, dos franjas de azur que se miraban la una en la otra. Durante casi un cuarto de hora Oliver permaneció al lado del ventanal, dejando que unos atrevidos rayos de sol le calentaran la cara, hasta que un pequeño reloj de sobremesa anunció las diez de la mañana y comprendió que lo mejor sería que se pusiera manos a la obra cuanto antes.

¡Era fácil decirlo, pero no tenía ni idea de por dónde debía comenzar! Dejó sobre la mesa el cartapacio de cuero con papeles en blanco que había llevado consigo y cuatro lápices a los que acababa de sacar punta en su cuarto, y se acercó a la primera de las seis hileras de estanterías que ocupaban la parte de la biblioteca cercana a la puerta. Sus ojos vagaron por los títulos de siempre: las obras completas de Walter Scott, una antología de Dickens, el triunvirato de las Brontë, los dramas de Shakespeare encuadernados en seda color borgoña a juego con las cortinas de la habitación… También había mucha poesía irlandesa con la que no estaba familiarizado, al lado de un busto de mármol de Sheridan Le Fanu que parecía fruncir el ceño cada vez que Oliver lo miraba. Fue deslizando un índice por el canto de los libros hasta detenerlo sobre un recopilatorio de cuentos de Wilde, sacándolo para observarlo a la luz… y de pronto se encontró con unos ojos grises que lo observaban desde el otro lado de la estantería.

—¡Señorita O’Laoire! —Aquello le cogió tan desprevenido que el libro de Wilde se le escapó de las manos y tuvo que agacharse para recogerlo—. Perdóneme, no esperaba…

—Es usted quien debe perdonarme —dijo la muchacha en voz baja—. Debí avisarle de que estaba aquí.

Rodeó la estantería sin hacer más ruido que un fantasma. Oliver siguió sin poder moverse hasta que la tuvo ante sí. A la luz del día le pareció aún más embriagadora, con los rayos del sol enredándose en los interminables cabellos rubios que resbalaban por su espalda. Seguía siendo la misma que la noche anterior, pero al mismo tiempo… la encontró más humana, mucho más real. Era como si la claridad de la mañana la dotara de una cercanía de la que hasta entonces había carecido. Ahora aquella mujer había dejado de ser un sueño por fin; era tan tangible como podría serlo el libro de Wilde que devolvió en silencio a su hueco en la estantería sin apartar los ojos de ella. Perfecta precisamente por sus imperfecciones.

—Creí que… Mi madre me contó que pasaría la mañana en la biblioteca. Y pensé que a lo mejor necesitaba ayuda. Ya sabe, para encontrar lo que está buscando.

—Se lo agradezco mucho. La verdad es que cuentan con un catálogo espléndido.

—Sí. —Ailish sonrió un poco mientras frotaba las manos enguantadas; parecía tan azorada como él—. Siempre le digo a mi madre que esto es lo mejor que tenemos. Lo único que hace que merezca la pena seguir viviendo aquí.

—¿No se encuentra a gusto en Maor Cladaich? Comprendo que no estén tranquilas por culpa de la banshee, pero esto es tan hermoso… Parece sacado de un sueño.

—O de una pesadilla. ¿Quién podría decirlo?

La muchacha esquivó un enorme globo terráqueo que había junto a la estantería para acercarse más a él. Oliver pudo sentir cómo los pliegues de su vestido verde claro le rozaban una mano cuando se inclinó para examinar los títulos que había recorrido con el dedo.

—¿Busca algo en particular?

—Aún no estoy seguro. Cualquier cosa acerca de la banshee, tratados de mitología celta, libros sobre folclore irlandés… —Oliver se encogió de hombros—. He de tomar algunas notas sobre cómo han sido vistas esas criaturas a lo largo de los siglos y las descripciones recogidas en la literatura local. Puede que si acotamos un poco más nuestro campo de investigación nos resulte más sencillo aclararnos respecto a ella.

—¿Necesita obras de ficción? ¿O testimonios reales de las personas que la han visto?

—Creo que lo segundo, al menos por ahora. Como les contó el profesor Quills anoche, normalmente soy yo quien se encarga de poner por escrito las historias que se publican en Dreaming Spires. Se supone que la responsabilidad de lo que…

Ailish se incorporó con la mirada perdida. Se había quedado tan abstraída que por un momento Oliver recordó lo que Jemima le había contado en el cementerio acerca de su cordura, pero no tardó en comprobar con alivio que lo único que sucedía era que se estaba concentrando. Supuso que su propia expresión no sería muy diferente cuando trataba de recordar en qué obra concreta había encontrado cada dato almacenado en su cabeza. Finalmente ella se quitó los guantes, los dejó al lado de su corbatín y empezó a decir:

—Ni siquiera los irlandeses nos ponemos de acuerdo sobre la fisonomía que suelen tener esas criaturas, así que encontrará opiniones de toda clase. Aquí, por ejemplo, se la describe como una mujer joven y hermosa, envuelta en una sábana raída, que suele ser vista lavando ropa blanca manchada de sangre en una charca hasta que queda inundada completamente de rojo. —Sacó uno de los tomos más gruesos, poniéndolo en manos de Oliver—. En cambio, en uno de los cuentos que aparecen aquí hablan de ella como una anciana arrugada cubierta casi por entero con una capa negra. —Lo puso sobre el libro anterior, y Oliver tuvo que prestar atención para que no se le cayera al suelo—. En otras ocasiones la banshee ni siquiera se materializa como una mujer. Se cree que uno de los clanes del condado de Limerick cuenta con una aparición más o menos parecida, una carroza fantasmal que atraviesa los terrenos a toda velocidad cuando un enfermo está a punto de morir. Otros, como los Scanlan de Ballyknockane, aseguran que en su caso se trata de una alta columna de luz que parece proyectarse desde la tierra. Algunas veces es una bola de fuego que da vueltas por el suelo de una habitación, un espejo que se rompe sin ser golpeado, un cuco cantando en plena noche, una lechuza blanca, una campana…

Mientras hablaba había sacado tantos libros que los que quedaban en pie dentro de las estanterías amenazaban con perder el equilibrio. Ailish abrió la boca para decir algo más, pero se detuvo de repente y al volverse hacia Oliver se dio cuenta de que apenas podía sostener el peso de tantos tomos. Se apresuró a coger algunos antes de que se le cayeran.

—¡Lo siento! —Y se sonrojó de nuevo como una niña—. ¡Qué grosera soy!

—No se preocupe —le dijo Oliver, un poco aturdido—. Esto ha superado con mucho mis expectativas. —Y no se refería solo a los libros—. Me parece que voy a tener que pasar mucho tiempo en la biblioteca. ¡No sé ni qué hacer con todo esto!

—Vamos a sentarnos en la mesa para poder hojearlos con calma. Tenemos tiempo.

Durante la siguiente media hora permanecieron con las cabezas inclinadas sobre los libros que Ailish extendió encima del tablero, dejando que los rayos de sol que caían sobre la mesa calentaran unas páginas que habían pasado demasiado tiempo a oscuras en sus respectivas estanterías. La joven le iba leyendo en voz alta los fragmentos que le parecían más interesantes para que Oliver los apuntara, llenando página tras página de anotaciones. No tardó en darse cuenta de que si no fuera por ella aquella labor le habría llevado muchos días, puede que incluso semanas.

Supuso que habría heredado aquel amor por la literatura de Rhiannon, empleada en la librería dublinesa en la que había conocido a Cormac O’Laoire. Oliver había pasado más horas en bibliotecas que en ningún otro sitio, y sabía reconocer cuándo una persona se movía como pez en el agua en ellas; la delicadeza con la que volvía las páginas, el cuidado con que abría los volúmenes más antiguos para que la encuadernación no se diera de sí, los ratos que dedicaba sin darse cuenta a contemplar las marcas que el paso del tiempo dejaba sobre las letras profundamente grabadas de los títulos, las suaves aspiraciones de aquel característico aroma a tinta impresa con el que los dos habían crecido… Y el sol danzando en sus pestañas rubias, en su pequeña cara de porcelana que había conseguido salir incólume de cientos de batallas leídas y releídas en aquella misma habitación. La manera en que su boca se entreabría cuando daba con algo que le resultaba curioso, los movimientos que articulaban en silencio las palabras que sus ojos devoraban, el blanco de sus dientes asomando de vez en cuando entre sus pálidos labios…

—¿Cómo es? —preguntó la muchacha de repente, dando vueltas a uno de sus lápices sin dejar de recorrer con los ojos el libro que estaba leyendo—. El lugar del que proceden.

Oliver estaba tan ensimismado mirándola que tardó unos instantes en reaccionar.

—¿Oxford? —contestó por fin—. ¿No ha tenido la oportunidad de visitarlo?

—No he salido de esta isla en toda mi vida. —Había una sombra de resentimiento en su voz, aunque Oliver no sabía si estaba dirigido a Rhiannon o a las circunstancias que habían rodeado su adolescencia—. Cuando era pequeña mi madre habló algunas veces de lo bien que me sentaría cambiar de aires, pero… pero nunca lo hicimos. Nunca encontró el momento adecuado. A menudo le digo que si conseguimos vender Maor Cladaich no deberíamos marcharnos a Dublín, como es su intención. Estoy cansada de que mi horizonte siempre tenga que ser el mismo…, por muy hermoso que les parezca a ustedes.

Apoyó la barbilla en una mano mientras observaba las lenguas de espuma que se elevaban desde el acantilado. Unas cuantas gaviotas daban vueltas sobre los tejos de los jardines y las pupilas de Ailish seguían sus movimientos como si deseara irse con ellas.

—Creo que Oxford le gustaría —dijo Oliver después de unos instantes de silencio—. No es demasiado grande, así que no se sentiría desubicada. Y si le gustan los libros no tendría ocasión de aburrirse. Le encantaría visitar las bibliotecas de los colleges más antiguos. Y los paseos por los alrededores siempre son una maravilla, sobre todo cuando comienza la primavera.

—Estoy segura de que allí la primavera es el paraíso —contestó ella, sonriendo con tristeza—, pero en mi caso no creo que la necesitara para ser feliz. Me bastaría con conocer su Oxford en cualquier momento del año, tanto si hace sol como si llueve… —Y se echó hacia atrás en la silla mientras decía en un tono más soñador—: La nieve cayendo como azúcar glaseado sobre la cúpula de la Radcliffe Camera en pleno invierno debe de ser una estampa increíble. Es usted un privilegiado.

Oliver abrió la boca para darle la razón, aunque sus palabras se acallaron poco a poco. ¿Cómo sabía Ailish el aspecto que tenía Oxford en invierno si por lo que le acababa de decir nunca lo había visitado? ¿Habría libros sobre la ciudad en la biblioteca?

—Le envidio. —Ella levantó los ojos de repente para posarlos en los de Oliver—. Daría lo que fuera por haber nacido hombre como usted. Y no solo por las molestias del corsé.

—¿Qué le habría gustado hacer? —sonrió Oliver apoyando los codos sobre la mesa.

—Ir a la universidad. Aprender un poco de todo. Ser escritora. Hacer una acuarela de cada uno de los colleges de los que habla. Y que nadie se atreviera a echarme de allí.

—No creo que nadie lo hiciera —se rio Oliver, aunque no tardó en ponerse serio de nuevo—. Ayer por la tarde me dio la impresión de que la sorprendimos en pleno arrebato creativo. Cuando entramos en el gallinero estaba sujetando un cuaderno sobre su regazo.

—Nada más que ideas sueltas. —Ailish se encogió de hombros—. Nada comparable a lo que pueda hacer usted para Dreaming Spires. Pensamientos que acuden a mi cabeza durante mis paseos por los jardines, algún que otro poema…, malísimos, se lo advierto antes de que me pida permiso para leerlos —se apresuró a aclarar ante la creciente sonrisa de Oliver—. También me gusta escribir música para acompañarlos. Algunos no son míos sino de poetas conocidos. Como el «Caoineadh Airt Uí Laoghaire» que les toqué anoche…

—Me encantó —le aseguró Oliver en voz más baja—. No se imagina lo mucho que lo disfruté. Por un momento me pareció que me encontraba en presencia del mismo Ossian.

Ella se tapó la cara con las manos, avergonzada, y Oliver se echó a reír de nuevo.

—Estudiar en el conservatorio —dijo de repente mientras se inclinaba más hacia ella sobre la mesa—. Tocar el arpa en el Pembroke. O formar parte del coro mixto del Queen’s.

—¡Sí! —exclamó Ailish, emocionada—. ¡Y también aprender a tocar el piano por fin!

—No he visto ninguno en Maor Cladaich, y la verdad es que me ha sorprendido…

—Nunca hemos tenido. Creo que mi padre consideraba el arpa un instrumento más autóctono. —Y sonrió con ternura recordando a Cormac O’Laoire—. No sabe las ganas que tengo de poner mis dedos sobre las teclas de un piano. Solamente ha habido alguien en Kilcurling que tenía uno en su casa, la hermana soltera del señor Randall, el maestro del pueblo. Cuando era pequeña solía escaparme de Maor Cladaich para espiarla por las tardes a través de la ventana de su salita. Me encantaba escucharla durante horas. Creo que sentía debilidad por los nocturnos de Chopin. No sé si habrá ampliado su repertorio en los últimos años. Pasaron algunas cosas cuando era niña y no permitieron que…

Su voz se fue apagando poco a poco como una vela. A Oliver le vino de nuevo a la cabeza el recuerdo de lo que le había contado Jemima. Casi podía seguir escuchando su tono cargado de rencor: «Las personas que se enteraron de lo que ocurrió comenzaron a decir que estaba poseída por un demonio. Otros pensaban que ella misma era un demonio…».

Algo se había roto; la atmósfera de la biblioteca, desde luego, no era la misma, a pesar de que el sol siguiera inundando la habitación y las gaviotas no hubieran dejado de rizar las olas con sus patas. Ailish aún permaneció un rato sin moverse hasta que acabó poniéndose de pie. A lo lejos se oía a Rhiannon reñir a Jemima porque al parecer no había dejado de cantar en toda la mañana y le estaba dando un horrible dolor de cabeza.

—¿Se va a marchar tan pronto? —preguntó Oliver sin poder ocultar su desilusión.

—Será lo mejor —repuso Ailish sin atreverse a mirarle a la cara—. No me gustaría que mi madre me encontrara aquí. Ella es muy… tradicional en lo concerniente a las relaciones entre hombres y mujeres. Más vale que me vaya a mi habitación.

Aquella tristeza suya tan repentina le causó más dolor que si alguien le acabara de abofetear. Pero no podía hacer nada para retenerla, así que se limitó a observar cómo se ponía de nuevo sus guantes de encaje antes de tenderle una mano para que la estrechara.

—Me ha gustado hablar con usted, señor Saunders. Aunque creo que soy una muy mala influencia. Si no fuera por mí habría adelantado mucho más trabajo esta mañana.

—Eso no tiene importancia —respondió Oliver, reteniendo su pequeña mano durante unos segundos en los que no hicieron más que sostenerse la mirada. Finalmente dijo en un susurro—: ¿Volveremos a hablar pronto? ¿Aunque debamos hacerlo a escondidas?

—Claro que sí. Supongo. Siempre y cuando no le quite tiempo. Sus amigos…

—Me da lo mismo lo que piensen mis amigos. Ellos no se parecen tanto a mí como usted.

Los labios de Ailish se movieron un instante, aunque acabó sonriendo y asintiendo con la cabeza. «Hasta pronto», le dijo en voz baja antes de desaparecer por la puerta. Al cerrarla tras de sí el silencio se precipitó sobre la biblioteca como un alud, un silencio más parecido al de un cementerio que al que podría esperarse de una sala como aquella.

Oliver se quedó de pie donde estaba durante un largo rato. Oyó a Jemima quejarse a Maud del mal humor de su patrona, a Rhiannon ir y venir ordenando cosas por el piso de abajo, a Alexander preguntarle dónde podría echar una carta, pero nada le hizo salir de su ensimismamiento hasta que sus ojos captaron una mancha verde tras los cristales.

Ailish había salido por la puerta trasera del castillo. La vio arrastrar el borde de su vestido sobre los matorrales y las raíces de los tejos mientras se dirigía balanceando los brazos hacia el acantilado. Allí se quedó de pie, con el pelo ondeando como una bandera y los ojos tratando de atravesar el mar que la separaba de la ciudad de las agujas de ensueño. De la libertad que le habían negado toda la vida.

Oliver respiró hondo, apoyando los dedos sobre el cristal como si quisiera atrapar su imagen con la mano antes de que fuera tarde para ambos. Demasiado tarde.