22

Para cuando acabaron de recorrer los terrenos de la propiedad todos estaban tan empapados que Rhiannon pidió a los criados que colocaran más troncos dentro de la chimenea de la biblioteca. Habían acordado reunirse en aquella habitación con cada uno de los tres aspirantes a propietario de Maor Cladaich para tomar una decisión después de haber escuchado sus ofertas. Alexander y Lionel no pudieron reprimir un suspiro de alivio cuando se dejaron caer en dos de los asientos colocados alrededor de la mesa. La lluvia embestía con tanta fuerza contra el ventanal que tenían a sus espaldas que apenas podía distinguirse nada en los jardines, pero las llamas que ardían alegremente detrás de la rejilla de hierro, y los globos de cristal de dos quinqués colocados encima de la mesa, se esforzaban por mantener a raya a la tormenta creando un cálido ambiente hogareño.

—¿Dónde está el señor Saunders? —preguntó Rhiannon mientras Jemima se dirigía a la salita para acompañar al primero de los invitados a la biblioteca.

—Me parece que se ha quedado en su cuarto —mintió Alexander—. La última vez que hablé con él mencionó algo sobre unas notas que quería pasar a limpio sobre la banshee.

Rhiannon asintió distraídamente. Sacó de un pequeño armario lacado que había al lado del globo terráqueo una licorera con vino de Jerez y unos vasitos de cristal. Lionel aprovechó su ensimismamiento para acercar su cabeza a la de Alexander.

—Supongo que en realidad se habrá escondido con Ailish en algún rincón oscuro del castillo para recitarle poemas durante horas mientras nosotros dos nos encargamos de la parte más aburrida del negocio —le susurró—. Me encanta su concepto del apoyo gremial.

—Déjale —le contestó Alexander en el mismo tono—. Dentro de poco tendremos que marcharnos de aquí. Será mejor que aprovechen los momentos que puedan pasar a solas.

A Lionel le parecieron de muy mal agüero sus palabras, pero se limitó a encogerse de hombros mientras el señor Delancey llamaba a la puerta. Rhiannon le invitó a sentarse con ellos, y el irlandés aceptó el ofrecimiento con su habitual semblante impasible. La entrevista fue más breve de lo que habían imaginado; apenas duró unos diez minutos en los que Delancey les contó la opinión que le merecía el castillo —«anticuado, aunque muy prometedor, sobre todo por los terrenos»—, la cantidad que estaría dispuesto a pagar —«ocho mil quinientas libras con el mobiliario incluido»—, y lo que pensaba hacer con la propiedad si Rhiannon la dejaba en sus manos. Aquello fue lo que más les desconcertó.

—No creo que sea una sorpresa para ustedes saber que los asuntos financieros de los que me ocuparé a partir de ahora me obligarán a permanecer casi todo el tiempo en la capital. Maor Cladaich no contaría con la presencia constante de un amo como ha sucedido hasta ahora, señora O’Laoire.

—Lo que decida hacer con el castillo no es asunto nuestro —le respondió Rhiannon con discreción—. Aunque no acabo de entender para qué lo quiere si no piensa vivir aquí.

—Supongo que debe parecerles algo extraño. La razón de ser de esto es mi esposa…

—Vaya, no sabíamos que hubiera una señora Delancey —dijo Lionel con genuino asombro. ¿Qué clase de mujer aceptaría casarse con un hombre tan insulso como aquel?

—Aún no la hay —replicó el irlandés—. No hasta dentro de unos meses, si es que me sonríe la fortuna. Sí, Maor Cladaich tiene un papel importante en mis futuros planes de boda —se creyó en el deber de reconocer ante las miradas confundidas de Rhiannon y de los dos ingleses—. Ella es una O’Brien, descendiente de uno de los principales clanes de la isla, y en consecuencia una de las herederas más ricas de Irlanda. Nos conocimos en uno de los viajes que realicé a la capital en compañía de mi padre hace cinco años. Conectamos de inmediato; desde el primer momento supimos que haríamos lo imposible por estar juntos a pesar de los impedimentos que pudieran surgir. Ya les expliqué que mi familia se enriqueció de manera considerable en las últimas décadas gracias a nuestra ganadería australiana, pero me temo que eso… no es una razón de peso para los padres de mi enamorada. Me han dejado claro en más de una ocasión que aunque no tengan nada personal contra mí, no están dispuestos a entregar su mano a alguien que no sea noble…

—Ya entiendo —comentó Rhiannon tras unos segundos de silencio—. No le interesa el castillo en lo más mínimo, sino la banshee de mi familia. Porque sabe que solamente los clanes con muchos siglos de antigüedad pueden jactarse de tener una.

—Es una manera de decirlo —confirmó Delancey—. Aunque debo reconocer que en labios de otra persona suena un tanto interesado. Pero ya ve cómo somos los hombres, señora O’Laoire: unos regalan ramos de rosas a sus prometidas, otros les ponen anillos de oro y piedras preciosas en los dedos… Yo le ofreceré a la mía un espíritu de cientos de años de antigüedad, un heraldo de la Muerte que hará palidecer de envidia a Aibhill, la banshee que ha poseído mi futura familia política desde los tiempos del rey Brian Boru.

—Conmovedor —susurró Lionel para sí—. Lo más romántico que he oído en mi vida.

Desde luego, aquello no se correspondía con lo que habían planeado para Maor Cladaich cuando enviaron la nota divulgativa a los periódicos, pero ocho mil quinientas libras era una cantidad digna de ser tenida en cuenta. Rhiannon debía de pensar lo mismo, porque agradeció al señor Delancey su sinceridad con una sonrisa. Mientras se levantaba para marcharse de la biblioteca con su paso desgarbado de siempre, la dueña del castillo sacudió una campanilla para que Jemima fuera a buscar al señor Archer.

El norteamericano, por supuesto, se presentó acompañado por su fiel Rivers, que traía consigo un considerable montón de hojas manuscritas. El deseo que expresó de convertir el castillo en un hotel de lujo no les sorprendió tanto como el hecho de que tuviera tan claro lo que estaba dispuesto a ofrecerles. La noche anterior la habían pasado haciendo cuentas en las habitaciones de Archer, lo que se traducía en un renovado entusiasmo por parte del magnate y unas ojeras como capas de mosquetero por parte de su secretario.

—Antes de partir de Boston nos estuvimos informando sobre el precio por el que se han puesto en venta otros castillos irlandeses —les informó Rivers, cuadrando las hojas meticulosamente encima de la mesa—. Consideramos que el valor neto de Maor Cladaich rondaría las siete mil libras, atendiendo únicamente a la construcción sin los terrenos…

—La fábrica valdría mucho más si no hubiera que realizar tantas reformas —precisó Archer arrellanándose en su asiento—. Pero es inconcebible que un hotel no cuente con agua caliente en cada una de sus habitaciones, por no hablar de la instalación eléctrica que habría que disponer en su interior, además de los inevitables instrumentos modernos imprescindibles para nuestros clientes. Nadie se dejaría caer por aquí si supiera que aún no hay un solo teléfono entre estos muros de piedra, ni una conexión telegráfica que le permitiera mantenerse al tanto de lo que sucede a cada momento al otro lado del océano.

—Creía que sus hoteles presumían de ser escogidos como destinos vacacionales por la alta sociedad norteamericana, señor Archer —se atrevió a recordarle Alexander—. Para estar pendientes todo el tiempo de sus negocios les sería más práctico afincarse en el Strand.

El magnate no prestó más atención a sus palabras que a una mosca. Señaló con su grueso índice manchado de nicotina otra de las cantidades que Rivers había subrayado.

—En cuanto a los terrenos propiamente dichos, se extienden sobre ciento cincuenta acres valorados en aproximadamente unas tres mil libras. Casi todo el espacio que se encuentra detrás del castillo se ha echado a perder por haber servido durante demasiado tiempo como huerto privado, pero supongo que se podría construir algo decente allí…

—¿Tres mil libras? —protestó Rhiannon—. ¿Por una finca situada a la orilla del mar con la mejor panorámica de la costa que se puede contemplar desde aquí hasta Dublín?

—Señora mía, las vistas no lo son todo, por muy hermosas que puedan resultarles a las damas —fue la respuesta de Archer, tan condescendiente que Alexander sintió cómo Rhiannon se tensaba a su lado—. Debo advertirles que entiendo bastante de botánica, y la visita que hemos realizado esta tarde a los jardines de Maor Cladaich me ha permitido comprender que no habría manera de trasplantar a estos terrenos muchas de las especies florales más admiradas en Estados Unidos. Ni siquiera el jardinero más habilidoso podría convertirlos en el Edén que tenía en mente al emprender este viaje. Por no hablar de esas esculturas de piedra que habría que echar abajo lo antes posible. ¿Qué impresión cree que les causarían a mis clientes cuando abrieran por la mañana las cortinas de sus dormitorios? ¿No le parece que se sentirían espiados…, puede que incluso amedrentados?

«Decididamente, sus clientes tendrían que ser tontos de remate —pensó Lionel con los labios apretados para resistir la tentación de decirlo en voz alta—. Solo faltaría ponerle un precio también a la banshee.» Pero al parecer Archer y Rivers no habían sido capaces de encontrar ninguna cifra que les sirviera como referencia a ese respecto, por lo que se conformaron con sumar en presencia de Rhiannon cada una de las cantidades que habían enumerado para acabar ofreciendo un total de diez mil libras por Maor Cladaich.

—No hemos valorado, claro está, el mobiliario actual —le dejó claro Archer—. Eso pueden llevárselo con ustedes a su nueva residencia. No habría manera de crear un conjunto armónico con las escayolas con las que pienso recubrir todas estas bóvedas anticuadas.

Cuando los norteamericanos se marcharon de la biblioteca lo hicieron con la sonrisa de satisfacción de quien cree haberse salido con la suya. Alexander se masajeó la frente.

—Bien, ha sido una auténtica inmersión en Wall Street. ¿Qué opináis sobre esto?

—Que nuestro estimado Reginald Archer haría mejor comprando un terreno en el que pudiera levantar de cero su palacio de cuento de hadas —contestó Lionel, sacudiendo la cabeza con perplejidad—. ¿Para qué quiere hacerse con un castillo medieval si lo único que le interesa es convertirlo en una enseña de la modernidad? No tiene ningún sentido.

—Hoy en día la gente conoce el precio de todo, pero no sabe el valor de nada —dijo Rhiannon con expresión resignada—. Y eso lo escribió Oscar Wilde, que era irlandés.

La tarde había avanzado implacable; el pequeño reloj de sobremesa señalaba las siete y cuarto. Sintiéndose más cansada a cada segundo que pasaba, Rhiannon sacudió de nuevo la campanilla para que Jemima acompañara a la biblioteca a la señorita Stirling.

No tardaron en escuchar el conocido tap, tap, tap de sus tacones. Cuando abrió la puerta cualquier pensamiento coherente de Lionel se disolvió como una hoja de papel que hubieran dejado bajo la lluvia. La señorita Stirling se había cambiado de ropa después del incómodo paseo por los jardines que había llenado de barro la que llevaba antes. El vestido que acababa de ponerse, negro como el ala de un cuervo, se adhería a cada una de sus curvas antes de precipitarse por la pendiente de sus caderas para morir entre los pies. Unos aparatosos encajes negros cubrían sus brazos y su pecho, y unos pendientes, una gargantilla y una pulsera de granates de Bohemia completaban el atuendo, a juego con un prendedor en tremblant que se agitaba sobre su moño elegantemente deslavazado.

Mientras les saludaba con una sonrisa, tomando asiento al otro lado de la mesa y colocando sobre su regazo una pequeña carpeta de cuero cerrada con un broche, Lionel tuvo que luchar para que su expresión no revelara las ganas que tenía de arrancarle los encajes de un mordisco. Aquello empezaba a ser más de lo que cualquier hombre podría soportar.

—Bien, señorita Stirling, es usted la última —le dijo en un tono de voz que esperaba que sonase profesional—. Esto, por supuesto, tiene una parte buena y una mala. La buena es que podrá conocer la cantidad que los demás candidatos han ofrecido por el castillo e incrementarla si le sigue interesando la propiedad. La mala es que seguramente tenga que pagar por ella más de lo que haría si fuese la única que se hubiera reunido con nosotros…

—Se equivoca, señor Lennox. Yo no pienso pagar ni una libra por Maor Cladaich.

Su respuesta fue tan inesperada que Lionel perdió por completo el hilo de lo que le estaba diciendo. ¿Era una sonrisa divertida lo que había aparecido en sus labios?

—Me da la sensación, corríjanme si me equivoco, de que cuando les llegó mi carta creyeron que me interesaba adquirir el castillo para mi propio uso y disfrute…

—¿Y no es así? —preguntó Lionel cada vez más confundido.

—Por supuesto que no. Yo no soy ninguna aristócrata, señores. Por mis venas no corre sangre noble, y tampoco me he enriquecido como el señor Archer con sus casas de huéspedes o el señor Delancey con sus ovejas. No soy más que la emisaria de alguien que se encuentra situado muy por encima de esos dos caballeros y que cuando se enteró de que Maor Cladaich estaba en venta decidió enviarme a Kilcurling para que acordara los términos de la transacción. Podría decirse que soy… su hombre de confianza.

Fue inevitable; los ojos de Lionel resbalaron de nuevo por las suculentas curvas que se insinuaban bajo los encajes. Sus siete lunares se apretaban entre sí cuando sonreía.

—No creo que «hombre» sea la palabra adecuada —observó.

—¿Así que trabaja como secretaria para alguien importante? —preguntó Alexander.

—Más o menos, aunque mi contrato resulta un tanto… complicado de explicar —le contestó la señorita Stirling, y añadió con una sonrisa aún más risueña—: De hecho, bien mirado, ni siquiera existe como tal. La relación laboral que mantengo con mi patrón no se ajusta precisamente a los estándares habituales. Implica muchas más cosas.

Mientras hablaba abrió el broche de la carpeta que sostenía sobre su regazo y sacó del interior una pequeña fotografía que empujó por encima de la mesa hacia Rhiannon.

—Su nombre es Konstantin Dragomirásky. Procede de una de las ramificaciones bajomedievales de la casa de Luxemburgo, la familia que reinó sobre el Sacro Imperio Romano Germánico además de estar vinculada con Hungría, la tierra de la que procede mi patrón. No creo que hayan oído hablar de él; por lo que tengo entendido en este rincón de Europa no están demasiado familiarizados con las dinastías del este.

—Me temo que no nos suena de nada —reconoció Alexander.

—Comprensible. Los Dragomirásky sufrieron un importante revés con la batalla de Mohács de mil quinientos veintiséis; cuando el Imperio otomano, bajo el mando del sultán Solimán el Magnífico, derrotó a los ejércitos de Luis Segundo de Hungría, todas sus propiedades pasaron a manos turcas. Nunca fueron capaces de recuperar los territorios que habían poseído, y me atrevo a decir que hace tiempo que renunciaron a ello. Por lo menos a Su Alteza Real el Príncipe Konstantin no le interesa seguir perdiendo el tiempo escarbando en el pasado.

—Así que tuvieron que exiliarse —comentó Alexander. La señorita Stirling asintió con la cabeza—. Pero eso no les habrá impedido amasar una gran fortuna. ¿Me equivoco?

—Por supuesto que no. Una de las mayores de Europa, se lo aseguro. En Hungría se le considera el hombre más rico de la nación, mucho más de lo que podrían serlo los nobles magiares o los emperadores de la casa de Habsburgo. Tal vez un príncipe sin reino, a los ojos del Imperio británico, parezca en cierta manera digno de compasión, pero para nosotros el poder no tiene que ver necesariamente con un trono. El poder procede de la riqueza… y en ese sentido no han nacido muchas personas que puedan hacernos sombra.

A Lionel no le pasó inadvertido aquel empleo de la primera persona del plural por parte de una mujer que no debía de tener ni una gota de sangre húngara corriendo por sus venas. Cuando se inclinó hacia Rhiannon para observar a la vez que ella la fotografía se llevó una considerable sorpresa. El rostro que les devolvía la mirada desde la cartulina era el de un caballero más joven de lo que había imaginado…, un adolescente de cabello largo hasta los hombros, peinado hacia atrás desde una frente despejada y tan rubio que a simple vista podría pasar por canoso. Sus ojos también eran claros, de una tonalidad que en la fotografía daba la impresión de ser transparente. Los pómulos altos, el mentón afilado y los labios finos conformaban el paradigma de la raza eslava, que en aquel raro espécimen alcanzaba unas cotas tan altas de perfección que ni Alexander ni Rhiannon supieron qué decir. Los dos se sobresaltaron cuando Lionel se echó a reír de buena gana. ¿Ese era el rival del que Margaret Elizabeth Stirling hablaba con tanta devoción?

—¡Pero si es un muchacho! ¡Debe de tener la misma edad que la señorita O’Laoire!

—Cumplió diecisiete años el pasado treinta y uno de octubre —explicó la señorita Stirling, a la que no parecía haber ofendido su comentario—. Pero no se deje engañar por su juventud, señor Lennox; dudo que pueda encontrar una mente más aguda que la suya. Tiene las cosas muy claras en lo tocante a su patrimonio. Sabe exactamente en qué le interesa invertir ahora mismo… y esa es la razón de que me encuentre esta tarde con ustedes.

Ante las miradas interrogativas de Alexander, Lionel y Rhiannon la joven se llevó una mano a la garganta, recolocando su gargantilla de granates, antes de seguir diciendo:

—La familia Dragomirásky ha manifestado desde siempre un poderoso interés por las ciencias parapsicológicas. Sienten una gran debilidad por el espiritismo, el mundo de ultratumba, las criaturas sobrenaturales, las maldiciones milenarias, las casas encantadas y todas esas cuestiones de las que se suele ocupar Dreaming Spires. No les sorprenderá por tanto que les diga que Su Alteza Real y yo solemos leer con la mayor atención su periódico cada vez que nos trasladamos a Inglaterra. A veces, cuando permanecemos en el continente, encargamos a algún miembro del servicio que nos envíe a través del canal de la Mancha los últimos números publicados. Les felicito por su trabajo; es fascinante.

—¿Has oído eso, Alexander? —Lionel se volvió hacia el profesor con una ironía más que evidente—. ¡La propia realeza lee nuestro periódico, y ni siquiera lo sospechábamos!

La señorita Stirling dejó escapar una risita. Alexander no la coreó; llevaba un rato observando a Rhiannon, que se había puesto muy pálida. Las manos que apretaba sobre sus rodillas por debajo de la mesa se habían crispado tanto que casi parecían garras.

—Ya les he contado lo mucho que disfrutamos con estas cuestiones. Igual que los difuntos padres de Su Alteza Real, el Príncipe László Dragomirásky y su esposa lady Almina; ella era oriunda de Inglaterra, del condado de Sussex. Como imaginarán, la noticia de que en Irlanda se había puesto en venta un castillo del siglo diez que cuenta nada menos que con una banshee no pudo dejar de llamar nuestra atención. Espero no parecerles demasiado directa, señores —se disculpó la señorita Stirling, inclinándose un poco hacia delante—, pero preferiría no tener que andar con rodeos con ustedes. ¿Cuánto ofrecen el señor Archer y el señor Delancey por Maor Cladaich? ¿Podrían decirme eso?

—Hasta ahora la mayor cifra ha sido la de Archer. Doce mil libras —contestó Lionel.

Alexander le lanzó una mirada tan fulminante que Lionel pensó que si Rhiannon no estuviera sentada entre ellos le habría dado una patada. Aquello superaba con mucho la cantidad real que el norteamericano estaba dispuesto a pagar por el castillo, pero su instinto le decía que había llegado el momento de apostar fuerte. La señorita Stirling le observó unos segundos con sus grandes ojos negros antes de echarse a reír una vez más.

—¿Doce mil libras? ¿Solamente? No me lo puedo creer. —Sacudió la cabeza de una manera que dejaba traslucir su perplejidad—. Pensé que sería más ambicioso, la verdad…

—Usted… ¿usted está dispuesta a ofrecer aún más? —preguntó Alexander en voz baja.

—El príncipe Dragomirásky, a través de mí, está dispuesto a pagar la cantidad que a ustedes se les antoje. Me parecía que les había quedado claro. Pidan el doble, si quieren. Pidan el triple y multiplíquenlo por cuatro. Añadan los suplementos que deseen; no pensamos reparar en gastos. No me enviaron a Irlanda para pelearme por algo que los demás codician sino para reclamarlo.

Un largo silencio siguió a sus palabras. Rhiannon continuó sin moverse, con los ojos aún clavados en la fotografía. Los de Alexander fueron de la señorita Stirling, que parecía tan relajada como si se dispusiera a adquirir una docena de manzanas en el mercado, al rostro del príncipe Dragomirásky. Lionel abrió la boca para contestar pero un nuevo trueno les hizo dar un respingo. Al otro lado de los cristales la cortina de agua era tan densa que ni siquiera se podían distinguir las rocas que remataban el acantilado.

—Sinceramente, señorita, nos deja usted… sin palabras —consiguió articular cuando el ruido amainó poco a poco—. Ni en nuestros mejores sueños nos imaginábamos que…

—Entonces está hecho. Supongo que en los próximos días habrá que hablar con el abogado de su familia, señora O’Laoire, para firmar los documentos que hagan falta. No tengan miedo de poner un precio; ya les he dicho que no es nuestro estilo regatear por aquello que merece la pena. Les garantizo que Maor Cladaich estará en buenas manos.

—De eso no nos cabe la menor duda —le aseguró Lionel; le habría asegurado que en aquel momento era mediodía con tal de que no cambiara de opinión—. ¡Enhorabuena, Rhiannon! —Se volvió hacia ella para apretar su muñeca—. ¡Ha sido un gran negocio!

—Inmejorable —dijo Rhiannon en un susurro—. Ahora mismo estoy… estoy pletórica.

Para sorpresa de todos empujó hacia atrás su silla y se puso en pie. Alexander se apresuró a hacer lo mismo cuando se percató de lo mucho que le temblaban las piernas.

—Les ruego que me disculpen, pero creo que… debería retirarme un momento. Han sido demasiadas emociones. Aún no me lo puedo creer del todo. Necesito una bebida…

—Por nosotros no se preocupe, señora —sonrió la señorita Stirling.

—Aún queda un poco de jerez, Rhiannon —le advirtió Lionel, levantando la licorera para rellenarle el vaso. Ella no le prestó la menor atención; abandonó la biblioteca con unos andares que no tenían nada que envidiar a los de un alma en pena. Lionel se volvió hacia Alexander, algo preocupado—. ¿Qué le ocurre? ¿Se ha puesto enferma de repente?

—Me hago una idea de lo que puede ser —repuso el profesor antes de seguirla fuera de la biblioteca—. Le ruego que nos disculpe un momento; enseguida estaremos de vuelta.

Oyó a Lionel decir algo, pero Alexander no tenía tiempo para escucharle. Caminó lo más rápidamente que pudo por el pasillo, divisando a Rhiannon cuando se disponía a bajar por la escalera de servicio. Ella ni siquiera se volvió cuando la llamó por su nombre.

—Rhiannon, deténgase. —Alexander le puso una mano en el hombro. Logró que lo mirara, aunque su rostro permaneció impasible—. Creo que tendría que sentarse…

—Necesito una bebida —repitió Rhiannon como una autómata—. No hace falta que se inquiete por mí, profesor Quills; me encuentro de maravilla. Solo es un pequeño mareo.

«¿Realmente pretende engañarme con eso?», pensó Alexander, reparando en aquel momento en las diminutas perlas de sudor que habían aparecido en su frente. Rhiannon se apoyó en la barandilla para seguir bajando, así que no le quedó más remedio que acompañarla a la cocina si realmente quería asegurarse de que la alcanzaba sana y salva.

Al penetrar en el santuario de la servidumbre se encontraron con Maud y con una de las muchachitas de Ballybrack. Estaban inclinadas sobre la mesa, colocando con una precisión milimétrica unas hojas de lechuga alrededor de los entrantes que se servirían en el comedor en menos de una hora. Alexander les pidió que los dejaran un minuto a solas, y ellas obedecieron con mal disimulado desconcierto. Cuando se hubieron alejado el profesor cogió un vaso de un aparador, lo llenó con agua de una jarra y se lo puso en la mano a Rhiannon, que le contestó con un «gracias» tan quedo que apenas pudo oírlo.

Ambos permanecieron en silencio durante un buen rato, Rhiannon bebiendo a pequeños sorbos, Alexander mirándola hasta que devolvió el vaso a la mesa. Entonces le susurró:

—Puede darles a Lionel y a esa damisela con delirios de grandeza la explicación que se le antoje, pero los dos sabemos que esto ha sido algo más que un mareo. Rhiannon…

—No sé de qué me está hablando —respondió ella con la mirada perdida, extraviada.

Alexander dudó un instante antes de colocarle los dedos sobre las sienes doradas.

—Míreme a los ojos. Míreme, Rhiannon —le ordenó, y cuando logró que lo hiciera, el pánico que reconoció en sus pupilas confirmó cada una de sus suposiciones—. Lo supe desde el primer momento, desde que observé la fotografía. No tiene por qué mentirme.

—Insisto en que no sé de qué me está hablando. Le agradecería que me dejara sola…

—Ese príncipe Dragomirásky… es el vivo retrato de Ailish. —Ahora su voz apenas era un susurro—. Podrían pasar por gemelos. Por los hijos del hombre cuya imagen lleva siempre consigo aquí dentro. —Apoyó una mano en el guardapelo de plata que le colgaba del cuello—. Sé que no soy el único que ha reparado en el parecido; también la señorita Stirling se quedó mirando a Ailish con curiosidad cuando se la presentó. Pero si le sirve de consuelo, no creo que albergue la menor sospecha. Nunca lo sabrá, si usted…

Tuvo que quedarse callado cuando Rhiannon dejó escapar un gemido que parecía contener más dolor que el que pudiera proferir una banshee. Temblaba tanto que acabó rodeándola con sus brazos para que se mantuviera en pie. Mientras sus lágrimas le empapaban el chaleco acudió a su memoria el recuerdo de lo que les habían contado las MacConnal semanas antes. «Hubo habladurías cuando nació la pequeña Ailish», había dicho Brianna. «Aunque no tantas como ahora», había precisado su hija Mary. Era difícil que en un pueblo como Kilcurling nadie sospechara nada de una esposa que daba a luz antes de que pasaran nueve meses desde su matrimonio. Alexander suspiró mientras le acariciaba los hombros, estremecidos por unos sollozos que apenas era capaz de acallar.

—No soy quién para juzgarla, y no lo haría ni aun cuando tuviera ese derecho —le susurró al oído—. Y supongo que no hará falta que le diga que nadie sabrá la verdad si está en mi mano impedirlo. Nadie tiene por qué enterarse, Rhiannon, se lo garantizo…

—Usted se ha enterado de todo —consiguió articular la mujer. No parecía atreverse a mirar a la cara a Alexander—. Si la semejanza resulta tan obvia, tanto como para que…

—Ha sido obvia para mí porque he podido atar cabos —le aseguró el profesor—. No me atreví a decírselo en su momento, pero cuando se le abrió el guardapelo, la tarde en que estuvimos desembalando mis máquinas, comprendí que Cormac O’Laoire no podía ser el padre de su hija. Vi una fotografía suya en The Golden Pot en la que aparecía con Fearchar MacConnal y Donnchadh Lawless —aclaró cuando Rhiannon alzó unos ojos arrasados en lágrimas hacia él—. Aquel caballero era moreno y corpulento, y mayor que el que por la edad supongo que debió ser el padre del príncipe Konstantin…

—László —murmuró Rhiannon de repente, y aquel nombre sonó en sus labios como un puñal hundiéndose en una herida—. Príncipe László Dragomirásky; así es como se llamaba. Imagino que debo darle la enhorabuena, profesor Quills. —Y se pasó una mano por los ojos para tratar de secarse las lágrimas—. Me parece que le iría mucho mejor si pasara a engrosar las filas de Scotland Yard. Estará orgulloso de su poder de deducción.

Alexander no había estado menos orgulloso en su vida. Se disponía a contestarle cuando la puerta de la cocina se abrió para dejar paso a Jemima y a otra criada. Rhiannon enderezó la espalda, tratando de recomponerse ante sus miradas de extrañeza.

—Será mejor que regresemos con los demás. Tenía razón; por suerte no ha sido más que un pequeño desvanecimiento. —Ahora su voz trataba de ser firme, aunque no podía engañar a Alexander. La grieta diminuta que siempre había creído percibir en Rhiannon, el fallo en la porcelana debajo de una capa perfecta de esmalte, había salido por fin a la superficie—. ¿Me hará el favor de acompañarme?

Y lo único que él pudo hacer fue seguirla escaleras arriba en medio de un silencio en el que cada uno de los truenos resonaba como una amenaza.