18

Es probable que Alexander hubiera pecado de ingenuo al pensar que sería sencillo ganarse la confianza de la señora O’Laoire. Cuando la oyó decir que mientras durara la investigación podrían alojarse bajo su techo, cometió el error de creer que aquello equivalía por su parte a enterrar el hacha de guerra. No tardó en darse cuenta de que Rhiannon simplemente había firmado una especie de tregua con ellos: quería ponerlos a prueba antes de admitir que necesitaba su ayuda.

Discreto como solamente podía serlo un caballero oxoniense, Alexander decidió hacer caso omiso de las miradas de desconfianza que de vez en cuando le seguía lanzando, o al hecho de que cuando se dedicaba a recorrer Maor Cladaich, examinando con ojo crítico cada una de sus estancias, Rhiannon siempre se las ingeniaba para aparecer de la nada. Era bastante curioso que le trajera sin cuidado lo que pudieran hacer Lionel y Oliver por su cuenta; para ella no eran más que un par de jóvenes metomentodo que se divertían jugando a desentrañar misterios del Más Allá.

Con Alexander la situación era muy diferente. Ya fuera por una mayor afinidad debida a las edades de ambos, ya por el hecho de que ser un científico le concediera una mayor respetabilidad, Rhiannon parecía pensar que de sus tres huéspedes era el único que realmente sabía lo que se traía entre manos. Por eso no estaba dispuesta a quitarle los ojos de encima hasta estar absolutamente segura de que se trataba de un aliado y no de alguien que se hubiera presentado en su casa con la única intención de aprovecharse de su buena fe. Hasta que eso sucediera parecía decidida a seguir siendo la misma: fría como un témpano, recelosa ante cualquier pregunta que pudiera hacerle, y con las garras siempre preparadas para proteger su casa y a su cachorro de cualquier posible amenaza.

No obstante, las conversaciones que Alexander mantenía con ella le permitieron darse cuenta de que había un tema que casi conseguía aplacar del todo la suspicacia que latía en las pupilas de la mujer: Cormac O’Laoire. Las MacConnal no parecían haber exagerado al decirles que el difunto esposo de Rhiannon la había colocado en un altar. Curiosamente no hablaba nunca de él, ni pronunciaba siquiera su nombre, pero cuando alguien aludía a O’Laoire en su presencia, el silencio descendía sobre Rhiannon como lo hacía por las noches la niebla sobre la colina. Se quedaba callada durante largo rato, y cuando hablaba de nuevo siempre era para cambiar de tema, aunque el brillo de sus ojos la delataba.

—Hay algunos momentos, sobre todo cuando Ailish no está conmigo, en que ser la dueña de Maor Cladaich me parece una auténtica condena —le confesó al profesor una tarde cuando se encontraron en uno de los corredores del tercer piso. Se habían apoyado en un parapeto de piedra abierto a los jardines, y la brisa que soplaba desde el mar agitaba los cabellos dorados de Rhiannon alrededor de su rostro—. Sé que pensará que no tengo derecho a quejarme siendo la propietaria de un lugar como este, pero cuando me atrevo a volver la vista atrás… no me reconozco en este escenario. Es tan distinto de lo que tuve en mente durante mi juventud, tan desconocido incluso para mí misma…

También su voz cambiaba cuando hablaba de aquella manera; apenas era más que un susurro, como si no se atreviera a alzarla demasiado dentro de Maor Cladaich, como si temiera que las paredes pudieran escuchar lo que le decía y considerarla una traidora.

—Lo raro sería que no se sintiera así —le contestó Alexander—. Tener que plantar cara a problemas económicos como los que tienen ahora mismo sería duro para cualquiera.

—No me refería al dinero —replicó ella—. No hay nada que me preocupe menos que el dinero. Mis padres nunca lo tuvieron y los O’Laoire dejaron de nadar en la abundancia mucho antes de que me incluyeran en su árbol genealógico, así que nunca he sabido lo que sienten los poderosos. Lo cual es un consuelo teniendo en cuenta mi situación actual.

—Creo que no me ha entendido, señora O’Laoire. No estaba acusándola de ser una persona materialista. Simplemente pienso que su vida sería mucho más sencilla si no…

—¿Si no hubiera traicionado mis ideales? De eso me di cuenta hace mucho tiempo, profesor. Existen cosas más dolorosas que perder cada una de nuestras posesiones a manos de una jauría de acreedores. Perderse a una misma resulta mucho más devastador.

Cuando se apartó de Alexander, el eco de estas últimas palabras siguió resonando un buen rato dentro de su cabeza. Había creído atisbar algo durante unos instantes, algo que Rhiannon se esforzaba desesperadamente por ocultar; la sombra de una revelación, un destello detrás de las capas en las que había envuelto su alma, como una piedra preciosa que con sus centelleos traiciona desde las profundidades la quietud de un estanque cubierto de hielo.

Por deferencia a su anfitriona, Alexander le pidió que colaborara en la redacción de la nota divulgativa en la que darían a conocer la existencia de Maor Cladaich, y Rhiannon se tomó aquella tarea tan en serio como si fuera una redactora más de Dreaming Spires. Durante una mañana entera se dedicaron a darle forma como habían acordado, sin mencionar a Fearchar MacConnal ni su extraña muerte, y cuando estuvo lista el profesor se la dio a Lionel aprovechando que iba a bajar a la oficina de correos para enviarle una carta a Veronica. La nota de Alexander iba dentro de un sobre con la dirección londinense de August Westwood, que a su vez se encargaría de hacer llegar una copia a la redacción de los periódicos con los que mantenían contacto. También le dio una segunda carta para su sobrina en la que le pedía que le enviara a Maor Cladaich las máquinas de su invención, asegurándose de que viajaban perfectamente empaquetadas entre grandes balas de algodón para no sufrir desperfectos. Alexander puso especial énfasis en las últimas palabras: con Veronica cualquier precaución era poca y la conocía lo bastante como para saber cuál era su concepto de la meticulosidad.

Por suerte no tuvo que esperar demasiado. El envío llegó el 17 de marzo, el día en que Irlanda se vestía con todas las variaciones cromáticas del verde para celebrar la fiesta de San Patricio. Era evidente que al empleado de la oficina de correos no le había hecho ninguna gracia subir la colina con aquellos pesados baúles cuando podría estar empinando el codo en The Golden Pot. Alexander se aseguró de que recibiera una buena propina y después se quedó de pie en la entrada de Maor Cladaich mientras desplegaba la carta con la que Veronica había acompañado su envío. Era tan enrevesada como todas las de su puño y letra, con un boceto a carboncillo en una de las esquinas que representaba a la señora Hawkins llevándose las manos a la cabeza por algo que la artista acababa de hacer. También contenía una postdata para Lionel de la que su tío no pudo entender nada en absoluto. Debía de tratarse de un lenguaje en clave que escapaba a su comprensión, algo que le sorprendió bastante teniendo en cuenta que Veronica no se había molestado en contestar a su amigo. ¿Por qué le enviaba recuerdos a través de una carta dirigida a Alexander en lugar de escribirle como siempre solía hacer?

Supuso que no era asunto suyo; Veronica seguramente tendría sus razones para no dedicarle más tiempo a Lionel. Regresó al interior del castillo para rescatar a Rhiannon de Ailish y de Maud, que habían conseguido convencerla de que las ayudara a decorar la escalera del vestíbulo con cientos de pequeños tréboles que habían recogido entre las dos en los jardines. Pareció tan aliviada de que alguien la secuestrara durante el resto de la mañana que a Alexander le costó disimular una sonrisa mientras cerraban el portón de la entrada y tiraban entre los dos de los baúles para subirlos hasta lo alto de la escalera.

—Por el amor de Dios, pesan como si los hubiera llenado con bolas de plomo —jadeó Rhiannon cuando se detuvieron para descansar en el segundo piso—. ¿Vamos a tener que mover sus máquinas por todo Maor Cladaich para seguirle el rastro a nuestra banshee?

—No se preocupe por eso; es tarea mía —la tranquilizó él—. ¿Dónde podría dejarlas?

—Me parece que lo mejor será guardarlas bajo llave en una de las habitaciones de este piso. Están atestadas de trastos viejos y de polvo, pero así nos aseguraremos de que nadie caiga en la tentación de toquetearlas. Creo que el salón azul será el más adecuado.

Aquel salón no tenía de azul más que el nombre, o al menos esa fue la impresión que le dio a Alexander cuando Rhiannon abrió una de las puertas situadas al final del corredor en el que se habían detenido. Se trataba de una habitación bastante grande con ventanas que daban a la parte trasera de la propiedad; ciertamente el papel pintado que recubría las paredes debía de haber sido azul en algún momento, al igual que el tapizado de los muebles, pero el primero se encontraba tan descuidado que se había desprendido casi por completo en más de un lugar, y en cuanto a los segundos, habían sido tapados muchos años antes con unas sábanas que hacían pensar en una congregación de fantasmas aquejados de lumbalgia. Rhiannon tenía razón: era justo lo que necesitaban.

—Si quiere que le diga la verdad me siento bastante intrigada —reconoció mientras Alexander se agachaba para abrir los cerrojos del primer baúl—. Nunca imaginé que tendría la oportunidad de contemplar con mis propios ojos unos artefactos como estos.

—No se haga demasiadas ilusiones: a simple vista no tienen nada de espectacular —le advirtió el profesor. Acababa de comprobar con alivio cómo Veronica, por una vez, había seguido sus instrucciones. El interior del baúl estaba repleto de balas de algodón que tuvo que apartar para mostrarle a Rhiannon lo que había en el centro—. Aquí lo tiene.

—Me recuerda a uno de esos aparatos que suelen usarse para proyecciones cinematográficas —opinó ella, observando el curioso artilugio con atención.

—Bueno, en el fondo no se trata de un mecanismo demasiado diferente. Aunque en este caso no estaríamos hablando de un proyector sino de algo llamado espintariscopio.

Entre los dos levantaron la máquina de casi un metro de largo para colocarla sobre una mesa. Parecía una caja con revestimiento de placas metálicas, apoyada sobre cuatro pequeñas patas y con un visor en un extremo.

—Lo que está viendo es un artefacto que parte de los mismos principios de la física que han seguido otros científicos, como sir William Crookes, para poder contemplar las partículas luminosas producidas por la radiación. Si Oliver estuviera aquí, apuesto a que le explicaría que su nombre proviene del griego spintharis, que significa «centelleo»…

—¿Cómo funciona? —quiso saber Rhiannon, cada vez más interesada.

—De una manera muy sencilla. Dentro de la caja, en uno de los laterales, hay una pantalla fluorescente hecha de sulfuro de zinc dopado con plata. —Alexander le indicó a Rhiannon la parte de la máquina de la que hablaba—. Muy cerca de esta pantalla se coloca una diminuta cantidad de cierta sal de radio que reacciona ante una sustancia determinada… lo que los espiritistas denominan «ectoplasma», lo que en las últimas décadas se ha demostrado que constituye la esencia de las materializaciones espectrales.

—Quiere decir —adivinó Rhiannon, aproximándose un poco más— que cuando esta máquina se encuentra en un lugar en el que supuestamente hay un espíritu la sal de radio provoca alguna reacción en la pantalla. ¿Pero cómo puede comprobarse?

—Mediante esta lente —contestó Alexander señalando con un dedo el pequeño visor que había al otro lado del espintariscopio—. Ya le he dicho que no se diferencia mucho de la estructura de los proyectores cinematográficos. Lo que ocurre es que en este caso lo que podemos observar no es una imagen en movimiento, sino algo que a simple vista no reconoceríamos aunque lo tuviéramos delante. El ojo humano, por lo general, no es capaz de percibir esa especie de radiaciones producidas por los ectoplasmas; solo consiguen hacerlo los médiums de los que suele decirse que les fue concedido al nacer el don de interactuar con las almas en pena. —Alexander dio una palmadita en la parte superior de la caja—. Hay mucha charlatanería en torno al mundo de los espiritistas, pero en el fondo, muy en el fondo…, lo que hacen puede ser explicado mediante la ciencia. Lo he comprobado de primera mano gracias a August Westwood, un amigo mío que posee ese mismo don. Cuando acabé de construir mi espintariscopio lo transportamos entre los dos a una casa situada a las afueras de Oxford que tenía fama de estar encantada. Y, en efecto, había un alma en pena en ella; August lo supo nada más ponerle los ojos encima, y yo también pude hacerlo al darme cuenta de que, dentro de la máquina, se acababa de producir una gran descarga de luz. La sal de radio había reaccionado ante el ectoplasma.

—¿Y los espíritus…, los ectoplasmas, como usted dice…, podrían dejar tras ellos rastros de su presencia? —Rhiannon parecía tan fascinada que Alexander no pudo evitar sentir cierta satisfacción—. ¿Su máquina también detecta cuándo han estado en un lugar?

—Exactamente. Veo que no se le dan nada mal estas cosas.

—No creo que tenga alma de científica; lo mío son las letras. Siempre lo han sido, incluso antes de trabajar como librera. Los números nunca se me han dado bien.

Se agachó frente a la máquina para acercar la cara al visor que le había señalado.

—No le importará que eche un vistazo, ¿verdad? Solo durante unos segundos…

—Supongo… supongo que no hay ningún inconveniente —contestó Alexander con algo de alarma en la voz—. Aunque antes de que lo haga debería avisarla de que tal vez…

No le dio tiempo a concluir la frase. Rhiannon acababa de soltar una exclamación.

—Espere…, ¡estoy viendo algo ahora mismo, profesor! ¡Una luz azul centelleando!

—Ya me lo imaginaba —contestó Alexander con desaliento. Rhiannon se apartó en el acto del visor, recorriendo la habitación con los ojos; se había puesto un poco pálida.

—Es tal como lo ha descrito: una descarga luminosa de color azul que se movía de un lado a otro. Aunque no se trataba de un solo foco, sino de dos. Dos luces distintas.

—Lo sé —dijo el profesor en voz más baja—. Pero no se preocupe; no era su banshee.

—¿Qué quiere decir con eso de que no era mi banshee? ¿Qué espíritu puede estar ahora mismo en esta habitación, o haber estado en ella en algún otro momento?

—Ninguno, Rhiannon. No es necesario que le dé vueltas, de verdad. Sencillamente…

—¡Pero si esa sal de la que hablaba ha reaccionado significa que hay espíritus aquí!

Alexander respiró hondo. Para sorpresa de Rhiannon, la agarró delicadamente por el codo derecho para que se alejara de la máquina.

—Me temo que siempre se produce el mismo fenómeno. Ya sabe que este modelo sigue siendo un prototipo…, así que supongo que coloqué demasiada sal de radio al lado de la pantalla fluorescente cuando lo construí. Por eso siempre que alguien mira a través del visor piensa que se encuentra ante la materialización de un ectoplasma. Esas luces azules siempre van a aparecer dentro de la máquina, no importa en qué lugar la instale ni a qué hora del día realice mis experimentos. Simplemente conviene tenerlo en cuenta para captar cuándo una luz aún más intensa delata la presencia de un auténtico espíritu.

Rhiannon entornó los ojos con desconfianza. La explicación de Alexander no tenía ni pies ni cabeza. ¿Cómo podría haber cometido un error de cálculo tan absurdo alguien capaz de diseñar semejante artilugio? No obstante, comprendió que no serviría de nada tratar de presionarle, así que guardó silencio.

—Las demás máquinas que mi sobrina me ha enviado no son más que modelos de espintariscopios con características algo diferentes —se apresuró a cambiar de tema Alexander—. Los tipos de sales que emplean son distintos, y además no están tan perfeccionados como el que le acabo de mostrar. Pero se me ocurrió que tal vez podrían resultarnos de utilidad.

—Con cuantas más herramientas contemos, mejor —coincidió ella, aunque aún parecía recelosa—. Al fin y al cabo no sabemos qué clase de criatura es una banshee.

Rhiannon se miró los dedos mientras hablaba. Aquel salón azul tenía tanto polvo que se le habían puesto casi negros al apoyarlos en el suelo para arrodillarse.

—Me gustaría prestarle mi pañuelo, pero me temo que lo he perdido —comentó Alexander.

—No se preocupe —contestó Rhiannon con resignación—. En los últimos años no me ha quedado más remedio que acostumbrarme a que mis manos estén en ocasiones tan sucias como las de una campesina. Con todo el tiempo que paso en el huerto…

Sacudió las palmas de las manos sobre su vestido negro. Al hacerlo Alexander reparó en que durante la operación de desembalaje el guardapelo de plata que le colgaba del cuello debía de haberse enganchado en alguno de los remaches del baúl. Se le había abierto la pequeña tapa sujeta mediante una bisagra y ahora podía darse cuenta de que lo que guardaba en su interior no era un mechón de pelo sino un pequeño retrato a la acuarela. El rostro de un hombre de edad aproximada a la de Alexander, un caballero de piel muy pálida y cabello peinado con ondas engominadas de un rubio casi platino, de aspecto aristocrático. Alexander captó todos aquellos detalles en unos segundos, el tiempo que necesitó Rhiannon para limpiarse las manos, pero no pudo evitar quedarse un poco pensativo mientras devolvía al interior del baúl las balas de algodón que habían rodado por el suelo.

—¿Echa mucho de menos al padre de la señorita Ailish?

Al escuchar esto, Rhiannon se quedó completamente quieta.

—¿A qué viene esa pregunta? Por supuesto que le echo de menos. Todos los que le conocieron lo hacen. Fue una auténtica tragedia que tuviera que marcharse tan pronto.

—Supongo que debe de ser duro quedarse viuda a una edad como la que tenía usted en aquel momento. Aunque siempre le quedará el consuelo de que Ailish se parezca a su padre como una gota de agua a otra. Por lo menos es la sensación que me ha causado su retrato. —Hizo un gesto con la barbilla en dirección al guardapelo—. Se le debe de haber abierto mientras me ayudaba con el baúl. Espero que no se haya ensuciado la miniatura.

Los dedos de Rhiannon se curvaron instintivamente alrededor del guardapelo. No le dirigió ni una sola mirada; se conformó con cerrar la tapa con un «clic» apenas audible.

Tras unos segundos en los que los dos guardaron silencio reconoció a media voz:

—A veces… cuando me despierto en mi cama… me sigue pareciendo imposible que esto me esté sucediendo a mí. No acierto a comprender qué clase de dios cruel podría complacerse en arrojar los dados como lo ha hecho. En arrebatarme a mi único amor, mi compañero, cuando apenas había comenzado a conocerle. Sé que nunca seré capaz de recuperarme del todo de esta pérdida, por mucho que me esfuerce…

—Lo comprendo —le aseguró Alexander sin apartar los ojos de su rostro—. Cuando un matrimonio se construye sobre los cimientos del amor, la muerte de la persona con la que decidimos unirnos nos duele tanto como si sepultaran en la tierra una parte nuestra.

—Sí…, a eso me refería. Aunque existen muchos tipos de matrimonio. Tantos como tipos de amor —coincidió Rhiannon, y después añadió—: ¿Usted está casado, profesor?

—Lo estuve una vez, hace algunos años. No es una historia agradable de recordar.

Se había puesto de nuevo en pie, regresando junto a la máquina para que ella no le pudiera mirar a la cara. Sus pasos resultaban tan inseguros como los de un sonámbulo.

—Siento haber sido tan… indiscreta —repuso Rhiannon después del primer momento de extrañeza—. No trataba de inmiscuirme en sus asuntos privados. Nunca imaginé que…

—¿Que pudiera haber existido en mi vida algo aparte de mis investigaciones? —Esta vez Alexander casi sonrió, aunque la suya era la sonrisa más triste del mundo—. Existió en su momento, aunque me temo que se trata de una vida que ha quedado muy atrás. Si algo he aprendido en estos años es que nada de lo que hagamos podrá cambiar el pasado.

—Por mucho que lo deseemos —añadió Rhiannon en voz baja. Después de dudar un instante se aproximó a Alexander para apoyar una mano en su hombro—. ¿Qué pasó?

Los dedos del profesor se detuvieron poco a poco. Dejaron de acariciar la superficie del espintariscopio para caer a ambos lados de su cuerpo como si no le quedara energía.

—Me temo que es… demasiado complicado. Demasiado largo de contar. Creo que será mejor que lo dejemos para otra ocasión. Ya me he acostumbrado a cargar con esto.

—Como quiera —contestó Rhiannon. No obstante, su mano se demoró unos instantes más sobre el hombro de Alexander. Su sempiterna máscara de frialdad no conseguía ocultar lo mucho que le había conmovido aquella revelación—. Creo que en el fondo…, muy en el fondo…, tengo más cosas en común con usted de las que esperaba encontrar en un perfecto desconocido —siguió diciendo en un susurro—. El dolor de una pérdida es universal, ¿no le parece? No hay bálsamos que puedan paliarlo con la única excepción del paso del tiempo. Pero cuando eso tampoco sirve, cuando a uno no le queda nada que le recuerde que realmente existió un tiempo en que fue feliz…

—Usted aún tiene una hija, Rhiannon. Su preciosa Ailish sigue con vida.

Ella se quedó callada en el acto. Al profesor le temblaba un poco la voz al añadir:

—Mi Roxanne desapareció para siempre. Como también lo hizo su madre, como lo hicieron todas las cosas que algún día dieron sentido a mi existencia. —Y tragó saliva mientras se pasaba una mano por la frente—. Y ahora, si no le importa… ¿podríamos…?

Rhiannon acabó apartando los dedos de su hombro. Asintió con la cabeza, y en la siguiente media hora no volvió a preguntarle nada. Dejó que fuera él quien llevara las riendas de la conversación, desempaquetando los demás artefactos y explicándole detalladamente su funcionamiento con la misma desesperación con la que un animal herido se escondería en lo más profundo de una madriguera para asegurarse de que nadie le veía sufrir.