El Código francés ya no incluye la obediencia en el número de los deberes de la esposa, y cada ciudadana se ha convertido en electora; estas libertades cívicas siguen siendo abstractas cuando no van acompañadas de una autonomía económica; la mujer mantenida —esposa o cortesana— no se libera del varón por el hecho de que tenga en las manos una papeleta electoral; si las costumbres le imponen menos restricciones que antaño, esas licencias negativas no han modificado profundamente su situación: la mujer permanece encerrada en su condición de vasalla. Gracias al trabajo la mujer ha franqueado en gran parte la distancia que la separaba del varón; únicamente el trabajo es el que puede garantizarle una libertad concreta. Tan pronto como deja de ser un parásito, el sistema fundado sobre su dependencia se derrumba; entre ella y el Universo ya no hay necesidad de un mediador masculino. La maldición que pesa sobre la mujer vasalla consiste en que no le está permitido hacer nada: entonces se obstina en la imposible persecución del ser a través del narcisismo, el amor, la religión; productora y activa, reconquista su trascendencia; en sus proyectos, se afirma concretamente como sujeto; por su relación con el fin que persigue, con el dinero y con los derechos que se apropia, experimenta su responsabilidad. Multitud de mujeres tienen conciencia de esas ventajas, incluso entre aquellas que ejercen los oficios más modestos. A una mujer de la limpieza que estaba fregando el suelo del vestíbulo en un hotel le oí decir: «Nunca he pedido nada a nadie. He llegado yo sola.» Estaba tan orgullosa de bastarse a sí misma como un Rockefeller. Sin embargo, no hay que creer que la simple yuxtaposición del derecho a votar y de un oficio constituya una perfecta liberación: el trabajo hoy no es la libertad. Solamente en un mundo socialista, cuando la mujer acceda a aquel, se asegurará esta. La mayoría de los trabajadores son hoy día explotados. Por otra parte, la estructura social no ha sido profundamente modificada por la evolución de la condición femenina. Este mundo, que siempre ha pertenecido a los hombres, conserva todavía la fisonomía que le han dado ellos. No hay que perder de vista estos hechos, que constituyen la base de la complejidad de la cuestión del trabajo femenino. Una dama importante y bien intencionada ha efectuado recientemente una encuesta entre las obreras de la fábrica Renault; y afirma que estas preferirían quedarse en casa antes que trabajar en la fábrica. Sin duda, no alcanzan la independencia económica sino en el seno de una clase económica oprimida; y, por otro lado, las tareas ejecutadas en la fábrica no las dispensan de las servidumbres del hogar307. Si se les hubiera propuesto elegir entre cuarenta horas de trabajo semanal en la fábrica o en la casa, sin duda su respuesta habría sido muy otra; y tal vez incluso aceptarían alegremente el cúmulo si, en tanto que obreras, pudieran integrarse en un mundo que fuese su mundo, y en cuya elaboración participarían con gozo y orgullo. En la hora actual, y sin hablar de las campesinas308, la mayoría de las mujeres que trabajan no se evaden del mundo femenino tradicional; no reciben de la sociedad, ni de sus maridos, la ayuda que les sería necesaria para convertirse concretamente en iguales a los hombres. Únicamente las que tienen una fe política, militan en los sindicatos o tienen confianza en el porvenir pueden dar un sentido ético a las ingratas faenas cotidianas; pero, privadas de ocios y herederas de una tradición de sumisión, es normal que las mujeres empiecen solamente ahora a desarrollar un sentido político y social. Es normal que, al no recibir a cambio de su trabajo los beneficios morales y sociales a que tendrían derecho, sufran sin entusiasmo los inconvenientes. Se comprende igualmente que la modistilla, la empleada y la secretaria no quieran renunciar a las ventajas de un apoyo masculino. Ya he dicho que la existencia de una casta privilegiada a la cual le está permitido acceder única y exclusivamente si entrega su cuerpo, es para una mujer joven una tentación casi irresistible; está destinada a la galantería por el hecho de que su salario es mínimo, mientras el nivel de vida que la sociedad le exige es muy alto; si se contenta con lo que gana, no será más que una paria: mal alojada, mal vestida, le serán negadas todas las distracciones y hasta el amor mismo. Las gentes virtuosas le predican el ascetismo; en realidad, su régimen alimenticio es, con frecuencia, tan austero como el de una carmelita; pero no todo el mundo puede tomar a Dios por amante: necesita agradar a los hombres para cuajar su vida de mujer. De modo que se hará ayudar: con eso cuenta cínicamente el empresario que le asigna un salario de hambre. A veces, esa ayuda le permitirá mejorar su situación y conquistar una verdadera independencia; a veces, por el contrario, abandonará su oficio para convertirse en una entretenida. A menudo acumula esfuerzos; se libera de su amante por el trabajo, se evade del trabajo gracias al amante; pero también conoce la doble servidumbre de un oficio y de una protección masculina. Para la mujer casada, el salario no representa, en general, más que un complemento; para la «mujer que se hace ayudar», es la ayuda masculina la que aparece como inesencial; pero ni una ni otra compran con su esfuerzo personal una independencia total.

Sin embargo, existe hoy un elevado número de privilegiadas que encuentran en su profesión una autonomía económica y social. Es de ellas de quienes se trata cuando se plantea la interrogante sobre las posibilidades de la mujer y sobre su porvenir. Por eso, y aunque todavía no constituyan sino una minoría, resulta particularmente interesante estudiar de cerca su situación; los debates entre feministas y antifeministas se prolongan a causa de ellas. Los antifeministas afirman que las mujeres emancipadas de hoy no hacen en el mundo nada importante y que, por otra parte, se ven en apuros para encontrar su equilibrio interior. Los feministas exageran los resultados que las mujeres obtienen y cierran los ojos ante su desequilibrio. En verdad, nada autoriza a decir que han equivocado el camino; y, no obstante, es cierto que no están tranquilamente instaladas en su nueva condición: todavía no están más que a mitad de camino. La mujer que se libera económicamente del hombre no se encuentra por ello en una situación moral, social y psicológica idéntica a la del hombre. La forma en que aborda su profesión y el modo en que se consagra a la misma dependen del contexto constituido por la forma global de su vida. Ahora bien, cuando aborda su vida de mujer adulta, no tiene tras de sí el mismo pasado que un muchacho; no es mirada por la sociedad con los mismos ojos; el Universo se le presenta en una perspectiva diferente. El hecho de ser mujer plantea hoy a un ser humano autónomo problemas singulares.

El privilegio que el hombre ostenta y que se hace sentir desde su infancia consiste en que su vocación de ser humano no contraría su destino de varón. Por la asimilación del falo y de la trascendencia sucede que sus triunfos sociales o espirituales le dotan de un prestigio viril. El no está dividido. En cambio, a la mujer, para que realice su feminidad, se le exige que se haga objeto y presa, es decir, que renuncie a sus reivindicaciones de sujeto soberano. Ese conflicto es el que caracteriza singularmente la situación de la mujer liberada. Rehúsa acantonarse en su papel de hembra, porque no quiere mutilarse; pero también sería una mutilación repudiar su sexo. El hombre es un ser humano sexuado; la mujer solo es un individuo completo e igual al varón si también es un ser humano sexuado. Renunciar a su feminidad es renunciar a una parte de su humanidad. Los misóginos han reprochado frecuentemente a las mujeres intelectuales que «se abandonen»; pero también les han predicado: «Si queréis ser nuestras iguales, dejad de pintaros la cara y las uñas.» Este último consejo es absurdo. Precisamente porque la idea de feminidad es artificialmente definida por las costumbres y las modas, se impone desde fuera a cada mujer; ella puede evolucionar de manera que sus cánones se acerquen a los adoptados por los varones: en las playas, el pantalón se ha hecho femenino. Pero eso no cambia en nada el fondo de la cuestión: el individuo no es libre de moldearla a su guisa. La que no se adapta, se devalúa sexualmente y, por consiguiente, socialmente, puesto que la sociedad ha integrado los valores sexuales. Al rechazar los atributos femeninos, no se adquieren los atributos masculinos; ni siquiera la invertida logra hacerse hombre: es una invertida. Hemos visto que la homosexualidad constituye también una especificación: la neutralidad es imposible. No existe ninguna actitud negativa que no implique una contrapartida positiva. La adolescente cree a menudo que puede despreciar simplemente los convencionalismos; pero también de ese modo se manifiesta; crea una situación nueva que entraña consecuencias que tendrá que asumir. Desde el momento en que uno se sustrae a un código establecido, se convierte en insurgente. Una mujer que se viste de manera extravagante, miente cuando afirma, con aire de sencillez, que hace su gusto y nada más: sabe perfectamente que hacer su gusto es una extravagancia. A la inversa, la que no desea pasar por excéntrica, se amolda a las normas comunes. A menos que represente una acción positivamente eficaz, es un mal cálculo optar por el desafío: se consumen más tiempo y energías que los que se economizan. Una mujer que no quiera llamar la atención, que no desee desvalorizarse socialmente, debe vivir como mujer su condición de tal: muy a menudo, su éxito profesional incluso lo exige. Pero, mientras el conformismo es para el hombre completamente natural —puesto que la costumbre se ha acomodado a sus necesidades de individuo autónomo y activo—, será preciso que la mujer, que también es sujeto, actividad, se vacíe en un mundo que la ha destinado a la pasividad. Es una servidumbre tanto más pesada cuanto que las mujeres confinadas en la esfera femenina han hipertrofiado su importancia: del indumento, de las faenas domésticas, han hecho artes difíciles. El hombre apenas tiene que preocuparse por su ropa; es una ropa cómoda, adaptada a su vida activa, y no tiene que ser rebuscada; apenas forma parte de su personalidad. Además, nadie espera que se cuide él mismo de ella: cualquier mujer benévola o remunerada le descarga de ese cuidado. La mujer, por el contrario, sabe que, cuando la miran, no la distinguen de su apariencia: es juzgada, respetada y deseada a través de su indumentaria. Sus vestidos han sido primitivamente destinados a consagrarla a la impotencia, y han permanecido frágiles: las medias se desgarran, los tacones se tuercen, las blusas y los vestidos claros se manchan, los plisados se desplisan; sin embargo, tendrá que reparar por sí misma la mayor parte de tales accidentes; sus semejantes no acudirán benévolamente en su ayuda, y tendrá escrúpulos en gravar aún más su presupuesto con trabajos que puede ejecutar ella misma: las permanentes, el marcado, los afeites y los vestidos nuevos ya cuestan bastante caros. Cuando regresan a casa por la noche, la secretaria, la estudiante, siempre tienen que coger algún punto a una media, lavar una blusa o planchar una falda. La mujer que se gana ampliamente la vida, se ahorrará estas servidumbres; pero se verá obligada a una elegancia más complicada; perderá el tiempo en diligencias, pruebas, etc. La tradición impone también a la mujer, incluso a la soltera, cierto cuidado de su alojamiento; un funcionario a quien trasladan a otra población, vivirá fácilmente en un hotel; su colega femenina tratará de instalarse en una casa propia, y deberá cuidarla escrupulosamente, porque en ella no se excusaría una negligencia que en el hombre se encontraría natural. Por otro lado, no es solo la preocupación por la opinión ajena lo que la incita a consagrar tiempo y cuidados a su belleza, a su entorno. Desea ser una verdadera mujer para su propia satisfacción. No logra aprobarse a través del presente y el pasado más que acumulando la vida que se ha hecho ella misma con el destinó que su madre, sus juegos infantiles y sus fantasmas de adolescente le habían preparado. Ha alimentado sueños narcisistas; al orgullo fálico del varón, ella sigue oponiendo el culto de su imagen; quiere exhibirse, encantar. Su madre y sus mayores le han inculcado el gusto por el nido: una casa propia ha sido la forma primitiva de sus sueños de independencia; no piensa renunciar a ellos ni siquiera cuando haya encontrado la libertad por otros caminos. Y, en la medida en que todavía se siente mal asegurada en el universo masculino, conserva la necesidad de un retiro, símbolo de ese refugio interior que ha estado habituada a buscar en sí misma. Dócil a la tradición femenina, dará cera al suelo, guisará ella misma, en lugar de ir a comer a un restaurante como su colega. Quiere vivir a la vez como un hombre y como una mujer: de ese modo multiplica sus tareas y sus fatigas.

Si se propone seguir siendo plenamente mujer, es porque piensa abordar al otro sexo con el máximo de oportunidades. Será en el dominio sexual donde se plantearán los problemas más espinosos. Para ser un individuo completo, la igual del hombre, la mujer necesita tener acceso al mundo masculino, del mismo modo que el hombre lo tiene al mundo femenino, es decir, necesita tener acceso al otro; solo que las exigencias del otro no son simétricas en ambos casos. Una vez conquistadas, la fortuna, la celebridad, se presentan como virtudes inmanentes, pueden aumentar el atractivo sexual de la mujer; pero el hecho de ser una actividad autónoma contradice su feminidad, y ella lo sabe. La mujer independiente —y, sobre todo, la intelectual que reflexiona sobre su situación— sufrirá, en tanto que hembra, un complejo de inferioridad; no dispone de ratos libres para consagrar a su belleza los atentos cuidados que le dedica la coqueta, cuya única preocupación consiste en seducir; por mucho que se esfuerce en seguir los consejos de los especialistas, jamás será otra cosa que una aficionada en el dominio de la elegancia; el encanto femenino exige que la trascendencia, al degradarse en inmanencia, no aparezca ya sino como una sutil palpitación carnal; es preciso ser una presa espontáneamente ofrecida: la intelectual sabe que se ofrece, sabe que es una conciencia, un sujeto; no se consigue a voluntad apagar la mirada o transmutar los ojos en un trozo de cielo o de mar; no se detiene así como así el impulso de un cuerpo que se tiende hacia el mundo para metamorfosearlo en una estatua animada por sordas vibraciones. La intelectual se esforzará con tanto más celo cuanto más teme fracasar: pero ese celo consciente es todavía una actividad y yerra el blanco. Comete errores análogos a los que sugiere la menopausia: procura negar su cerebralismo lo mismo que la mujer que envejece procura negar su edad; se viste como una niña, se recarga de flores, de perifollos, de telas chillonas; adopta, exagerándola una mímica infantil y asombrada. Retoza, brinca, parlotea, se hace la desenvuelta, la aturdida, la espontánea. Pero se asemeja a esos actores que, al no experimentar la emoción que llevaría consigo la relajación de ciertos músculos, contraen por un esfuerzo de voluntad los antagónicos, y bajan forzadamente los párpados o las comisuras de la boca en lugar de dejarlos caer simplemente; de esta suerte, la mujer intelectual, para imitar el abandono, se crispa. Lo percibe, y se irrita por ello; el semblante anegado de ingenuidad es atravesado de pronto por un relámpago de inteligencia demasiado agudo; los labios prometedores se fruncen. Si le cuesta trabajo agradar, es porque no es una pura voluntad de agradar, como sus pequeñas hermanas esclavas; el deseo de seducir, por vivo que sea, no ha descendido hasta el fondo de sus huesos; como se siente torpe, se irrita por su servilismo; quiere desquitarse participando en el juego con armas masculinas: habla en lugar de escuchar, expone pensamientos sutiles, emociones inéditas; contradice a su interlocutor, en lugar de aprobarlo, y trata de imponerse a él. Madame de Staël mezclaba bastante hábilmente los dos métodos para obtener triunfos fulminantes: era raro que nadie la resistiese. Pero la actitud de desafío, tan frecuente, entre otras, en las norteamericanas, irrita a los hombres con más frecuencia que los domina; por lo demás, son ellos quienes la provocan con su desconfianza; si aceptasen amar a una semejante en vez de a una esclava —como hacen, por otra parte, aquellos que están desprovistos de arrogancia y de complejos de inferioridad—, las mujeres estarían mucho menos acosadas por la preocupación de su feminidad; ganarían en naturalidad, en sencillez, y se encontrarían mujeres sin tanto trabajo, porque, después de todo, lo son.

El hecho es que los hombres empiezan a sacar partido de la nueva condición de la mujer; al no sentirse ya condenada a priori, esta ha encontrado una gran soltura: hoy la mujer que trabaja no descuida por ello su feminidad, y no pierde su atractivo sexual. Este logro —que señala ya un progreso hacia el equilibrio— sigue siendo, no obstante, incompleto; todavía le es mucho más difícil a la mujer que al hombre establecer con el otro sexo las relaciones que desea. Su vida erótica y sentimental tropieza con numerosos obstáculos. En este aspecto, la mujer vasalla no disfruta del menor privilegio: sexual y sentimentalmente, la mayoría de las esposas y de las cortesanas son mujeres radicalmente frustradas. Si las dificultades son más evidentes en el caso de la mujer independiente, es porque no ha elegido la resignación, sino la lucha. Todos los problemas vivos hallan en la muerte una solución silenciosa; así, pues, una mujer que se dedique a vivir está más dividida que la que entierra su voluntad y sus deseos; pero no admitirá que le presenten a esta como ejemplo. Solo comparándose con el hombre, se estimará en desventaja.

Una mujer que se desvive, que tiene responsabilidades, que conoce la aspereza de la lucha contra las resistencias del mundo, necesita —igual que el hombre— no solo satisfacer sus deseos físicos, sino conocer la relación y la diversión que aportan unas aventuras sexuales felices. Ahora bien, todavía existen medios en los cuales no le es concretamente reconocida esa libertad; si hace uso de ella, se arriesga a comprometer su reputación, su carrera; al menos, se le exige una hipocresía que le pesa mucho. Cuanto más haya logrado imponerse socialmente, más harán los demás la vista gorda; pero, en provincias sobre todo, es severamente espiada en la mayoría de los casos. Incluso en las circunstancias más favorables —cuando el temor a la opinión ajena no cuenta para nada—, su situación no es aquí equivalente a la del hombre. Las diferencias provienen a la vez de la tradición y de los problemas que plantea la singular naturaleza del erotismo femenino.

El hombre puede conocer fácilmente abrazos sin mañana, que basten en rigor para calmar su carne y para relajarle moralmente. Ha habido mujeres —en pequeño número— que reclamaron que se abriesen burdeles para mujeres; en una novela titulada El número 17, una mujer proponía que se creasen casas adonde las mujeres pudieran acudir para «aliviarse sexualmente», mediante una especie de «taxiboys»309. Parece ser que un establecimiento de ese género existió en San Francisco; pero solamente lo frecuentaban prostitutas, a las cuales les divertía mucho pagar en lugar de ser pagadas: los chulos de estas hicieron que lo cerrasen. Aparte de que esta solución es utópica y poco deseable, sin duda tendría poco éxito: ya hemos visto que la mujer no obtiene un «alivio» de manera tan mecánica como el hombre; la mayor parte estimaría la situación poco propicia para un abandono voluptuoso. En todo caso, el hecho es que este recurso les está negado hoy. La solución que consiste en recoger en la calle un compañero de una noche o de una hora —suponiendo que la mujer esté dotada de un fuerte temperamento, haya superado todas sus inhibiciones y lo aborde sin desagrado— es mucho más peligrosa para ella que para el hombre. El riesgo de enfermedad venérea es más grave para ella, por el hecho de que es a él a quien corresponde adoptar precauciones para evitar la contaminación; y, por prudente que sea, nunca estará completamente segura contra la amenaza de quedar embarazada. Pero, sobre todo, en las relaciones entre desconocidos —relaciones que se sitúan en un plano brutal—, la diferencia de fuerza física tiene gran importancia. Un hombre no tiene gran cosa que temer de la mujer que lleva a su casa; basta con un poco de vigilancia. El caso es distinto para la mujer que introduce en la suya a un hombre. Me han hablado de dos mujeres jóvenes que, recién llegadas a París Y ávidas de «ver la vida», después de recorrer distintos lugares de diversión, invitaron a cenar a dos seductores macrós de Montmartre: a la mañana siguiente, se encontraron desvalijadas, maltratadas y amenazadas de chantaje. Un caso más significativo es el de aquella mujer de cuarenta años, divorciada, que trabajaba duramente todo el día para alimentar a tres hijos crecidos y a unos padres ancianos. Todavía bella y atractiva, no tenía tiempo para llevar una vida mundana, coquetear, llevar a cabo decentemente alguna empresa de seducción que, por lo demás, la habría aburrido. Sin embargo, sus sentidos eran muy exigentes, y consideró que tenía el mismo derecho que un hombre para apaciguarlos. Algunas noches se iba a deambular por las calles y se las arreglaba para atrapar a un hombre. Pero una noche, después de haber pasado una o dos horas en una espesura del Bois de Boulogne, su amante no consintió en dejarla marchar: quería saber su nombre, su dirección, quería volver a verla, amancebarse con ella; como ella rehusase, la golpeó violentamente y la dejó molida y aterrorizada. En cuanto a tomar un amante, como a menudo el hombre toma una querida, manteniéndola o ayudándola, no es posible sino a las mujeres que disponen de medios económicos. Hay quienes se acomodan a este trato: al pagar al varón, lo convierten en instrumento, lo cual les permite utilizarlo con desdeñoso abandono. Mas, por lo común, es preciso que se trate de mujeres de cierta edad para disociar tan crudamente erotismo y sentimiento, cuando hemos visto que en la adolescencia femenina la unión entre ambos es muy profunda. Hay muchos hombres, incluso, que no aceptan jamás esa división entre carne y conciencia. Con mayor razón, la mayoría de las mujeres no aceptaría tomarla en consideración. Además, hay en ello un engaño, al cual son más sensibles que el hombre: el cliente que paga es también un instrumento, su compañera se sirve de él para ganarse el pan. El orgullo viril enmascara a los ojos del varón los equívocos del drama erótico: se miente espontáneamente; más fácil de humillar, más susceptible, la mujer es también más lúcida; no conseguirá cegarse a sí misma sino al precio de una mala fe más ladina. Comprarse un macho, suponiendo que disponga de los medios necesarios para ello, no le parecerá generalmente satisfactorio.

Para la mayor parte de las mujeres, como también de los hombres, no se trata solo de satisfacer sus deseos, sino de conservar su dignidad de seres humanos al satisfacerlos. Cuando el hombre goza de la mujer, cuando la hace gozar, se plantea como el único sujeto: conquistador imperioso, generoso donante, o ambas cosas a la vez. Ella quiere afirmar recíprocamente que sirve a placer a su compañero y que lo colma con sus dones. Así, cuando se impone al hombre, ora por los beneficios que le promete, ora fiada en su cortesía, ora despertando su deseo en su pura generalidad mediante ciertas maniobras, se persuade de buen grado de que le colma plenamente. Así en Le blé en herbe, la «dama de blanco» que codicia las caricias de Phil le dice con altivez: «Yo solo amo a los mendigos y a los hambrientos.» En verdad, se las arregla hábilmente para que él adopte una actitud suplicante. Entonces, dice Colette, «ella se apresura hacia el angosto y oscuro reino donde su orgullo podía creer que el temor es la confesión de la aflicción y donde las pedigüeñas de su especie beben la ilusión de la liberalidad». La señora de Warens es el tipo de esas mujeres que eligen amantes jóvenes o desdichados, o de condición inferior, para dar a sus apetitos la apariencia de la generosidad. Pero también hay intrépidas que la emprenden con los varones más robustos, a quienes les encanta dejar satisfechos, cuando ellos solamente han cedido por cortesía o por temor. De manera inversa, si la mujer que coge al hombre en su trampa quiere imaginarse que da, la que se da pretende afirmar que toma. «Yo soy una mujer que toma», me decía un día una joven periodista. En realidad, en este asunto, salvo en el caso de una violación, nadie toma verdaderamente a nadie; pero la mujer se miente aquí doblemente. Porque el hecho es que el hombre seduce a menudo por su ardor, su agresividad, conquista activamente el consentimiento de su compañera. Salvo casos excepcionales —entre otros el de madame de Staël, que ya he citado—, no ocurre así con la mujer, que apenas puede hacer otra cosa que ofrecerse; porque la mayoría de los varones se muestran vehementemente celosos de su papel; ellos quieren despertar en la mujer una turbación singular, no ser elegidos para satisfacer su necesidad en su generalidad: elegidos, se sienten explotados310. «Una mujer que no tema a los hombres los atemoriza», me decía un joven. Y frecuentemente he oído declarar a hombres adultos: «Me espanta que una mujer tome la iniciativa.» Si la mujer se ofrece con excesiva osadía, el hombre se hurta: él pretende conquistar. De modo que la mujer solo puede tomar haciéndose presa: es preciso que se convierta en una cosa pasiva, una promesa de sumisión. Si lo consigue, pensará que ha efectuado voluntariamente esa conjuración mágica, se sentirá sujeto. Pero corre el riesgo de petrificarse en objeto inútil por el desdén del hombre. Por eso se siente tan profundamente humillada si él rechaza sus iniciativas. También el hombres monta a veces en cólera si estima que lo han utilizado; sin embargo, no ha hecho más que fracasar en una empresa, nada más. En cambio, la mujer ha consentido en hacerse carne en la turbación, la espera, la promesa; solo perdiéndose podía ganar: y sigue estando perdida. Preciso es estar groseramente ciega o ser excepcionalmente lúcida para sacar partido de semejante derrota. Y hasta cuando la seducción triunfa, la victoria sigue siendo equívoca; en efecto, según la opinión pública, es el hombre quien vence, quien tiene a la mujer. No se admite que ella pueda asumir sus deseos como el hombre, pues es presa del mismo. Se sobreentiende que el varón ha integrado en su individualidad las fuerzas específicas: en cambio, la mujer es la esclava de la especie311. Unas veces se la representa uno como pura pasividad: es una «fulana a la que solamente el autobús no le ha pasado por encima»; disponible, abierta, es un utensilio; cede suavemente al maleficio de la turbación, está fascinada por el varón, que la coge como una fruta madura. Otras veces se la considera como una actividad enajenada: hay un diablo que patalea en su matriz, y en el fondo de su vagina acecha una serpiente ávida por hartarse de esperma masculino. En todo caso, uno se niega a pensar que sea simplemente libre. En Francia, sobre todo, se confunde tercamente a la mujer libre con la mujer fácil; la idea de facilidad implica una ausencia de resistencia y de control, una falta, la negación misma de la libertad. La literatura femenina trata de combatir ese prejuicio: en Grisélidis, por ejemplo, Clara Malraux insiste sobre el hecho de que su heroína no cede a un arrebato, sino que ejecuta un acto que ella reivindica. En Norteamérica, se reconoce en la actividad sexual de la mujer una libertad, lo cual la favorece mucho. Sin embargo, el desdén que afectan en Francia por las «mujeres que se acuestan» los mismos hombres que se aprovechan de sus favores, paraliza a gran número de mujeres. Las horrorizan los comentarios y relatos a que darían lugar.

Incluso si la mujer desprecia los rumores anónimos, experimentará dificultades concretas en el comercio con su compañero; porque la opinión pública se encarna en él. Muy a menudo, considera el hombre la cama como el terreno donde debe afirmar su agresiva superioridad. Quiere tomar y no recibir; no intercambiar, sino maravillar. Trata de poseer a la mujer más allá de lo que ella le da; exige que su consentimiento sea una derrota, y las palabras que murmura, confesiones que él le arranca; si ella admite su placer, reconoce su esclavitud. Cuando Claudine desafía a Renaud por su presteza en someterse a él, este se adelanta: se apresura a violarla, precisamente cuando ella iba a ofrecerse; la obliga a mantener los ojos abiertos para que contemple su triunfo en aquel torneo. Así también, en La condition humaine, el autoritario Ferral se obstina en encender la lámpara que Valérie quería que estuviese apagada. Orgullosa, reivindicativa, la mujer aborda al varón como adversaria; en esa lucha, está mucho peor armada que él; en primer lugar, él tiene la fuerza física y le resulta más fácil imponer su voluntad; ya hemos visto también que tensión y actividad se armonizan con su erotismo, en tanto que la mujer, al rehusar la pasividad, destruye el hechizo que la lleva a la voluptuosidad; aunque en sus actitudes y sus movimientos imite la dominación, no alcanza el placer: la mayor parte de las mujeres que se sacrifican a su orgullo, se vuelven frígidas. Raros son los hombres que permiten a sus amantes satisfacer tendencias autoritarias o sádicas; y más raras todavía son las mujeres que extraen de esa docilidad una plena satisfacción erótica.

Hay un camino que parece mucho menos espinoso para la mujer: el del masoquismo. Cuando, durante el día, se trabaja, se lucha, se aceptan responsabilidades y riesgos, es un descanso entregarse por la noche a caprichos poderosos. Enamorada o ingenua, la mujer se complace a menudo, efectivamente, en aniquilarse en provecho de una voluntad tiránica. Pero es preciso que se sienta realmente dominada. A la que vive cotidianamente entre hombres no le resulta fácil creer en la incondicional supremacía de los varones. Me han hablado del caso de una mujer no genuinamente masoquista, pero muy «femenina», es decir, que gustaba profundamente el placer de la abdicación entre brazos masculinos; a partir de los diecisiete años, había tenido varios maridos y numerosos amantes, de todos los cuales había extraído gran placer; sin embargo, después de coronar felizmente una difícil empresa, en el curso de la cual tuvo que dar órdenes a hombres, se quejó de haberse vuelto frígida: se le había hecho imposible la plácida dimisión de su persona, porque se había habituado a dominar a los hombres, porque el prestigio de estos se habla desvanecido. Cuando la mujer empieza a dudar de la superioridad de los hombres, las pretensiones de estos no hacen más que disminuir la estima en que pudiera tenerles. En la cama, en los momentos en que el hombre se considera más vehementemente viril, por el hecho mismo de que remeda la virilidad, se presenta bajo una apariencia infantil a ojos advertidos: no hace sino conjurar el viejo complejo de castración, la sombra de su padre o cualquier otro fantasma. No siempre es por orgullo por lo que una mujer se niega a ceder a los caprichos de su amante: desea habérselas con un adulto que vive un momento real de su existencia, no con un muchacho que se relata un cuento. La masoquista es una mujer singularmente decepcionada: una complacencia maternal, exagerada o indulgente, no es la abdicación con que sueña. 0 deberá contentarse con juegos irrisorios, fingiendo creerse dominada y esclavizada, o correrá detrás de los hombres llamados «superiores» con la esperanza de encontrar un amo, o se volverá frígida.

Ya hemos visto que es posible escapar a las tentaciones del sadismo y del masoquismo cuando los dos componentes de la pareja se reconocen mutuamente como semejantes; si tanto en el hombre como en la mujer hay un poco de modestia y alguna generosidad, las ideas de victoria y de derrota quedan abolidas: el acto amoroso se convierte en un libre intercambio. Paradójicamente, sin embargo, le resulta mucho más difícil a la mujer que al hombre reconocer como semejante a un individuo del otro sexo. Precisamente porque la casta de los varones detenta la superioridad, el hombre puede dedicar una afectuosa estimación a multitud de mujeres singulares: una mujer es fácil de amar; en primer lugar, tiene el privilegio de introducir al amante en un mundo diferente del suyo y que él se complace en explorar a su lado; ella intriga y divierte, al menos durante algún tiempo; y luego, por el hecho de que su situación es limitada, subordinada, todas sus cualidades aparecen como conquistas, en tanto que sus errores son excusables; Stendhal admira a madame de Rênal y a madame de Chasteller, a pesar de sus detestables prejuicios; aunque una mujer sustente ideas falsas, sea poco inteligente, poco clarividente, poco animosa, el hombre no la considera responsable de ello: es una víctima, piensa (a menudo con razón), de su situación; sueña con lo que ella hubiera podido ser, con lo que tal vez será: se le puede conceder un crédito, se le puede prestar mucho, puesto que la mujer no es nada definido; esa ausencia será la causa de que el amante se canse pronto: pero de ella proviene el misterio, el encanto que le seduce y le inclina a una fácil ternura. Es mucho menos fácil experimentar amistad por un hombre: porque es lo que se ha hecho ser, sin recursos; hay que amarlo en su presencia y su verdad, no en promesas y posibilidades inciertas; él es responsable de sus actitudes, de sus ideas; no tiene excusa. Con él solo es posible la fraternidad si se aprueban sus actos, sus fines, sus opiniones; Julien puede amar a una legitimista; una Lamiel no podría querer a un hombre cuyas ideas despreciase. Incluso dispuesta a entrar en compromisos, a la mujer le será muy difícil adoptar una actitud indulgente. Como el hombre no le abre un verde paraíso de infancia, se lo encuentra en este mundo que es el mundo común de ambos: él no aporta otra cosa que sí mismo. Encerrado en sí mismo, definido, decidido, favorece poco los sueños; cuando habla hay que escucharlo; se toma muy en serio: si no logra interesar, aburre; su presencia pesa. Solamente los muy jóvenes se dejan adornar de fáciles maravillas, se puede buscar en ellos misterio y promesas, hallarles excusas, tomarlos a la ligera: esa es una de las razones que tan seductores los hace a los ojos de las mujeres maduras. Pero ellos prefieren casi siempre mujeres jóvenes. La mujer de treinta años es rechazada hacia los varones adultos. Y, sin duda, encontrará entre estos a quienes no desalentarán su estima y su amistad; pero tendrá suerte si no muestran entonces alguna arrogancia. Cuando desee un episodio, una aventura en donde comprometer su alma y su cuerpo, el problema consistirá en encontrar un hombre a quien pueda considerar como igual, sin que él se juzgue superior.

Se me dirá que las mujeres, en general, no se andan con tantas historias; aprovechan la ocasión sin hacerse demasiadas preguntas, y luego se las entienden con su orgullo y su sensualidad. Es cierto. Pero igualmente cierto es que sepultan en lo profundo de su corazón multitud de decepciones, humillaciones, pesares y rencores cuyo equivalente no se encuentra en general entre los hombres. En un asunto más o menos fallido, el hombre encuentra casi siempre el beneficio del placer; ella, en cambio, muy bien pudiera no extraer ningún beneficio; incluso indiferente, ella se presta amablemente al abrazo cuando llega el momento decisivo: a veces sucede que el amante se muestra impotente, y entonces ella sufrirá por haberse comprometido en una calaverada irrisoria; si no llega a saborear la voluptuosidad, entonces se siente «tomada», utilizada; si resulta satisfecha, deseará retener perdurablemente al amante. Raramente es sincera del todo cuando pretende que solo busca una aventura sin mañana, dando por descontado el placer, porque precisamente el placer, lejos de liberarla, la ata; una separación, aun de las que se dicen amistosas, la hiere. Es mucho más raro oír a una mujer hablar amistosamente de una antigua relación que a un hombre de sus amantes.

La naturaleza de su erotismo, las dificultades de una vida sexual libre, incitan a la mujer a la monogamia. No obstante, un enredo amoroso o el matrimonio se concilian mucho menos fácilmente con una carrera para ella que para el hombre. A veces sucede que el amante o el marido le exigen que renuncie a ella: entonces titubea, como la vagabunda de Colette, que desea ardientemente a su lado un calor viril, pero que teme las trabas conyugales; si cede, hela de nuevo vasalla; si rehúsa, se condena a una soledad estéril. Hoy el hombre acepta generalmente que su compañera conserve su oficio; las novelas de Colette Yver, que nos muestran a la joven reducida a sacrificar su profesión para conservar la paz del hogar, han quedado un tanto anticuadas; la vida en común de dos seres libres es para cada uno de ellos un enriquecimiento, y en las ocupaciones de su cónyuge encuentra el otro la garantía de su propia independencia; la mujer que se basta a sí misma, libera a su marido de la esclavitud conyugal que era rescate de la suya. Si el hombre es de una buena voluntad escrupulosa, amantes y esposos llegan a una perfecta igualdad con una generosidad sin exigencias312. Incluso es a veces el hombre quien desempeña el papel de servidor devoto; así creó Lewes para George Eliot esa atmósfera propicia que, por lo común, crea la esposa en torno al marido-soberano. Pero todavía es casi siempre la mujer quien hace el gasto para mantener la armonía del hogar. Al hombre le parece natural que sea ella quien lleve la casa y asegure el cuidado y la educación de los hijos. La mujer misma estima que, al casarse, ha asumido cargas de las cuales no la exime su vida personal; no quiere que su marido se vea privado de las ventajas que hubiera hallado asociándose con una «verdadera mujer»: quiere ser elegante, buena ama de casa y madre abnegada, como tradicionalmente son las esposas. Es una tarea que se vuelve fácilmente abrumadora. A veces la asume por consideración a su compañero y por fidelidad a sí misma: porque ya hemos visto que tiene a gala no faltar en nada a su destino de mujer. Será para su marido un doble al mismo tiempo que es ella misma; se hará cargo de sus preocupaciones, participará de sus éxitos tanto como se interesará por su propia suerte y, a veces, incluso más. Educada en el respeto a la superioridad masculina, puede ser que todavía considere que al hombre corresponde ocupar el primer lugar; también a veces teme que, si ella lo reivindica, arruinará su matrimonio; compartida por el deseo de afirmarse y el de eclipsarse, está dividida, desgarrada.

Hay, sin embargo, una ventaja que la mujer puede extraer de su misma inferioridad: puesto que, de partida, tiene menos oportunidades que el hombre, no se siente culpable a priori respecto a él; no le corresponde a ella compensar la injusticia social, y no se le pide que lo haga. Un hombre de buena voluntad se debe a sí mismo el tratar con miramientos a las mujeres, puesto que es más favorecido que ellas; se dejará encadenar por los escrúpulos, por la piedad; corre el riesgo de convertirse en presa de mujeres «pegajosas», «devoradoras», por el solo hecho de que están inermes. La mujer que conquista una independencia viril tiene el privilegio de habérselas sexualmente con individuos también autónomos y activos que, por lo general, no representarán en su vida un papel de parásitos y no la encadenarán con su debilidad ni con la exigencia de sus necesidades. Raras son en verdad las mujeres que saben crear con su compañero una relación libre; ellas mismas se forjan las cadenas con las que no desea él cargarlas: adoptan con él la actitud de la enamorada. Durante veinte años de espera, de sueños, de esperanzas, la muchacha ha acariciado el mito del héroe liberador y salvador: la independencia conquistada en el trabajo no basta para abolir su deseo de una abdicación gloriosa. Sería preciso que hubiera sido educada exactamente313 como un muchacho para que pudiera superar fácilmente el narcisismo de la adolescencia: pero ella perpetúa en su vida de adulta ese culto del yo, hacia el cual la ha inclinado toda su juventud; sus éxitos profesionales los convierte en méritos con los cuales enriquece su imagen; necesita que una mirada proveniente de lo alto revele y consagre su valor. Aunque sea severa respecto a los hombres cuya medida toma cotidianamente, no por ello soñará menos con el Hombre, y, si lo encuentra, está dispuesta a hincarse de rodillas ante él. Hacerse justificar por un Dios es más fácil que justificarse por el propio esfuerzo; el mundo la estimula a creer en la posibilidad de una salvación dada: ella opta por creerlo. A veces, renuncia por entero a su autonomía; ya no es más que una enamorada; lo más frecuente es que intente una conciliación; pero el amor idólatra, el amor abdicación, es devastador: ocupa todos los pensamientos, todos los instantes, es obsesivo, tiránico. En caso de sinsabores profesionales, la mujer busca apasionadamente un refugio en el amor: sus fracasos se traducen en escenas y exigencias de las que el amante paga los vidrios rotos. Pero sus penas del corazón están lejos de redoblar su celo profesional: por el contrario, generalmente se irrita contra el género de vida que le prohíbe el camino real de un gran amor. Una mujer que trabaja desde hace diez años en una revista política dirigida, por mujeres, me decía que en las oficinas raras veces se habla de política y constantemente de amor: esta se queja de que solamente la aman por su cuerpo y desconocen su espléndida inteligencia; aquella gime porque únicamente aprecian su espíritu y nunca se interesan por sus incentivos carnales. También aquí, para que la mujer pudiera enamorarse a la manera de un hombre, es decir, sin poner en tela de juicio su ser, en libertad, sería preciso que se considerase su igual, que lo fuese concretamente: tendría que abordar sus empresas con la misma decisión, lo cual, según vamos a ver, no es todavía frecuente.

Hay una función femenina que actualmente es imposible asumir con entera libertad: la de la maternidad; en Inglaterra o en Norteamérica, la mujer puede al menos rehusarla a voluntad, gracias a las prácticas del control de la natalidad; ya hemos visto que en Francia la mujer se ve a menudo forzada a recurrir a abortos penosos y costosos; a menudo se encuentra con la carga de un niño que no deseaba y que arruina su vida profesional. Si esa carga resulta pesada, es porque inversamente las costumbres no autorizan a la mujer a procrear cuando le plazca. La madre soltera escandaliza, y, para el hijo, un nacimiento ilegítimo es una tara; es raro que alguna pueda convertirse en madre sin aceptar las cadenas del matrimonio o sin perderse. Si la idea de la inseminación artificial interesa tanto a las mujeres, no es porque deseen evitar el abrazo masculino, sino porque esperan que la sociedad va a admitir, por fin, la maternidad libre. Preciso es añadir que, a falta de casas-cuna y guarderías infantiles convenientemente organizadas, basta un niño para paralizar enteramente la actividad de la mujer; solo puede continuar trabajando si lo deja en manos de sus padres, de unos amigos o de los sirvientes. Tiene que elegir entre la esterilidad, que a menudo la siente como una dolorosa frustración, y una serie de obligaciones difícilmente compatibles con el ejercicio de una carrera.

Así, pues, la mujer independiente está dividida hoy entre sus intereses profesionales y las preocupaciones de su vocación sexual; le cuesta trabajo hallar su equilibrio: si lo consigue, es a costa de concesiones, sacrificios y acrobacias que exigen de ella una perpetua tensión. Mucho más que en los datos fisiológicos, es ahí donde hay que buscar la razón de la nerviosidad y la fragilidad que frecuentemente se observa en ella. Resulta difícil decidir en qué medida la constitución física de la mujer representa en sí una desventaja. El obstáculo creado por la menstruación ha sido frecuente motivo de interrogación. Las mujeres que se han dado a conocer por sus trabajos o sus acciones, parecen haber concedido escasa importancia al fenómeno. ¿Este éxito se ha producido, quizá, por la benignidad de sus trastornos mensuales? Puede uno preguntarse si no es, por el contrario, la elección de una vida activa y ambiciosa la que les ha proporcionado ese privilegio: porque el interés que la mujer concede a sus trastornos los exaspera; las mujeres deportistas y de acción sufren menos que las otras a causa de ello, porque hacen caso omiso de sus sufrimientos. Seguramente, estos tienen también causas orgánicas; y yo he visto a mujeres de lo más enérgicas pasarse todos los meses veinticuatro horas en la cama, presas de implacables torturas; pero su actividad profesional jamás se ha visto entorpecida por ello. Estoy convencida de que la mayor parte de los malestares y enfermedades que abruman a las mujeres tienen causas psíquicas: eso es, por lo demás, lo que me han dicho también diversos ginecólogos.

A causa de la tensión moral de que he hablado, a causa de todas las tareas que asumen, de las contradicciones en que se debaten, las mujeres están incesantemente acosadas hasta el límite de sus fuerzas; esto no significa que sus males sean imaginarios: son reales y devoradores, como la situación a que dan expresión. Pero la situación no depende del cuerpo, es este el que depende de aquella. Así, la salud de la mujer no perjudicará su trabajo cuando la trabajadora ocupe en la sociedad el lugar que necesita; al contrario, el trabajo ayudará poderosamente a su equilibrio físico, al impedirle que se preocupe sin cesar de ello.

Cuando se juzgan las realizaciones profesionales de la mujer y, a partir de ahí, se pretende anticipar su porvenir, no hay que perder de vista este conjunto de hechos. Es en el seno de una situación atormentada, es todavía esclavizada a las cargas que implica tradicionalmente la feminidad, como la mujer aborda una carrera. Las circunstancias objetivas tampoco le son favorables. Siempre resulta duro ser un recién llegado que intenta abrirse camino en medio de una sociedad hostil o, al menos, recelosa. Richard Wright ha demostrado en Black Boy hasta qué punto las ambiciones de un joven negro de Norteamérica son obstaculizadas desde el principio y qué lucha debe sostener para elevarse, simplemente, hasta el nivel en que los problemas empiezan a planteárseles a los blancos; los negros que han venido a Francia desde África también conocen —en sí mismos y a su alrededor— dificultades análogas a las que encuentran las mujeres.

En primer lugar, durante el período de aprendizaje es cuando la mujer se halla en situación de inferioridad: ya lo he indicado a propósito de las muchachas; pero es preciso volver a ello con más precisión. Durante sus estudios, durante los primeros años, tan decisivos, de su carrera, es raro que la mujer aproveche francamente sus oportunidades: muchas se verán enseguida en desventaja a causa de un mal comienzo. En efecto, entre los dieciocho y los treinta años es cuando los conflictos de que he hablado alcanzan su máxima intensidad: y ese es el momento en que está en juego el porvenir profesional. Tanto si la mujer vive con su familia como si está casada, su entorno respetará raramente su esfuerzo como respeta el de un hombre; le impondrán servicios, servidumbres, se mermará su libertad; ella misma está todavía profundamente marcada por su educación, respetuosa con los valores que afirman sus mayores, acosada por sus sueños de niña y de adolescente; concilia mal la herencia de su pasado con el interés de su porvenir. A veces rechaza su feminidad, titubea entre la castidad, la homosexualidad o una provocativa actitud de marimacho, se viste mal o se disfraza: pierde mucho tiempo y muchas energías en desafíos, comedias y cóleras. Con mayor frecuencia quiere, por el contrario, afirmarla: es coqueta, sale, tiene devaneos, se enamora, oscila entre el masoquismo y la agresividad. De todas formas, se hace preguntas, se agita, se dispersa. Por el solo hecho de que es presa de preocupaciones extrañas, no se compromete por entero en su empresa, y, por tanto, obtiene menos provecho de ella, se siente más tentada de abandonarla. Lo que resulta en extremo desmoralizador para la mujer que trata de bastarse a sí misma es la existencia de otras mujeres pertenecientes a iguales categorías sociales, que han estado al principio en la misma situación y han tenido las mismas oportunidades que ella, y que viven como parásitos; el hombre puede experimentar resentimiento con respecto a los privilegiados: pero es solidario de su clase; en conjunto, todos los que parten en igualdad de oportunidades alcanzan, poco más o menos, el mismo nivel de vida; mientras que, por mediación del hombre, mujeres de la misma condición conocen fortunas muy diversas; la amiga casada o confortablemente entretenida es una tentación para aquella que debe asegurar por sí sola su éxito; le parece que se condena arbitrariamente a aventurarse por los caminos más difíciles: a cada obstáculo, se pregunta si no valdría más elegir otro camino. «¡Cuando pienso que todo tengo que sacarlo de mi cerebro!», me decía escandalizada una pequeña estudiante sin fortuna. El hombre obedece a una imperiosa necesidad: la mujer debe renovar incesantemente su decisión; no avanza fijándose rectamente un objetivo, sino dejando que su mirada vague a su alrededor; por eso su marcha es tímida e insegura. Tanto más cuanto que le parece —como ya he dicho— que cuanto más avanza, más renuncia a sus otras oportunidades; al convertirse en una mujer que usa su cerebro, desagradará a los hombres en general; o humillará a su marido, a su amante, en virtud de un éxito demasiado brillante. No solo se afana tanto más en mostrarse elegante, frívola, sino que frena sus impulsos. La esperanza de verse un día liberada del cuidado de sí misma, el temor de tener que renunciar a esa esperanza al asumir ese cuidado, se conjugan para impedirle dedicarse sin reticencias a sus estudios, a su carrera.

En tanto que la mujer se quiere mujer, su condición independiente crea en ella un complejo de inferioridad; a la inversa, su feminidad le hace dudar de sus oportunidades profesionales. Ese es uno de los puntos más importantes. Ya hemos visto cómo muchachas de catorce años declaraban en el curso de una encuesta: «Los chicos están mejor; tienen más facilidades para trabajar.» La muchacha está convencida de que su capacidad es limitada. Por el hecho de que padres y profesores admiten que el nivel de las chicas es inferior al de los chicos, las alumnas lo admiten también de buen grado; y, efectivamente, pese a la identidad de los programas, su cultura en los liceos es mucho menos extensa. Aparte de algunas excepciones, el conjunto de una clase femenina de filosofía, por ejemplo, está nítidamente por debajo de una clase de muchachos: un elevado número de alumnas no piensa proseguir sus estudios, unas trabajan muy superficialmente y otras padecen una falta de estímulo. En tanto se trate de exámenes relativamente fáciles, su insuficiencia no se notará demasiado; pero, cuando se aborden exámenes más serios, la estudiante adquirirá conciencia de sus insuficiencias, y las atribuirá, no a la mediocridad de su formación, sino a la injusta maldición que pesa sobre su feminidad; al resignarse a esa desigualdad, la agrava; se persuade de que sus posibilidades de éxito no pueden residir sino en su paciencia, en su aplicación; decide economizar avaramente sus fuerzas, lo cual tiene unos resultados detestables. Sobre todo en los estudios y las profesiones que exigen un poco de inventiva, de originalidad, donde también tienen importancia las pequeñas cosas que nos rodean, la actitud utilitaria es nefasta; unas conversaciones, algunas lecturas al margen de los programas, un paseo durante el cual bogue libremente el espíritu, pueden ser mucho más provechosos incluso para traducir un texto griego que la taciturna compilación de densas sintaxis. Aplastada por el respeto a las autoridades y el peso de la erudición, detenida la mirada por anteojeras, la estudiante demasiado concienzuda mata en ella el sentido crítico y hasta la misma inteligencia. Su metódico encarnizamiento engendra tensión y tedio: en las clases donde las alumnas preparan los exámenes para pasar a Sèvres, reina una atmósfera asfixiante que desanima a toda individualidad un poco viva. Creándose ella misma una cárcel, la candidata no desea otra cosa que evadirse; tan pronto como cierra los libros, piensa en cosas completamente diferentes. No conoce esos momentos fecundos en que el estudio y la diversión se confunden, en que las aventuras del espíritu adquieren un calor vivo. Abrumada por la ingratitud de sus tareas, se siente cada vez más inepta para llevarlas a feliz término. Recuerdo a una estudiante que preparaba oposiciones a cátedra y que, con ocasión de celebrarse unos exámenes de filosofía comunes a hombres y mujeres, decía: «Ellos pueden lograrlo en uno o dos años; nosotras necesitaremos cuatro, por lo menos.» Otra, a quien se le indicó la lectura de una obra sobre Kant, autor incluido en el programa, dijo: «Es un libro demasiado difícil: ¡es un libro para normalistas!» Parecía imaginarse que las mujeres podían aprobar los exámenes si les hacían una rebaja; al partir vencida de antemano, abandonaba efectivamente a los hombres todas las oportunidades de éxito.

Como consecuencia de ese derrotismo, la mujer se conforma fácilmente con un éxito mediocre; no se atreve a poner sus miras muy alto. Abordando su profesión con una formación superficial, pone rápidamente límites a sus ambiciones. A menudo el hecho de ganarse la vida por sí misma le parece ya un mérito bastante grande; como tantas otras, hubiera podido confiar su suerte a un hombre; para que siga deseando su independencia, necesita realizar un esfuerzo que la enorgullece, pero que también la agota. Le parece que ha hecho bastante desde el momento en que ha optado por hacer algo. «Para una mujer, no está mal», piensa. Una mujer que ejercía una profesión insólita, decía: «Si fuese hombre, me sentiría obligada a situarme en primera fila; pero soy la única mujer de Francia que ocupa semejante puesto: es suficiente para mí.» Hay mucha prudencia en esa modestia. La mujer teme romperse la cabeza si intenta llegar más lejos. Preciso es decir que se siente molesta, y con razón, por la idea de que no tienen confianza en ella. De una manera general, la casta superior es hostil a los advenedizos de la casta inferior: los blancos no irán a la consulta de un médico negro, ni los varones a la de una doctora; también los individuos de la casta inferior, imbuidos por el sentimiento de su inferioridad específica y a menudo llenos de rencor contra aquel que ha vencido al destino, preferirán volverse hacia los amos; en particular la mayoría de las mujeres, impregnadas en la adoración del hombre, lo buscan ávidamente en el médico, el abogado, el jefe de la oficina, etcétera. Ni a hombres ni a mujeres les gusta hallarse bajo las órdenes de una mujer. Sus superiores, aun cuando la estimen, siempre la mirarán con un poco de condescendencia; ser mujer, si no una tara, sí es al menos una singularidad. La mujer tiene que conquistar incesantemente una confianza que no se le ha concedido desde el primer momento: al principio, es sospechosa, tiene que pasar por ciertas pruebas. Si tiene valor, las pasará, se afirmará. Pero el valor no es una esencia dada: es la culminación de un feliz desarrollo. Sentir sobre sí el peso de un prejuicio desfavorable, no ayuda sino muy raramente a vencerlo. El complejo de inferioridad inicial comporta, como es generalmente el caso, una reacción de defensa que es una exagerada afectación de autoridad. La mayoría de las mujeres médicas, por ejemplo, la muestran en demasía o demasiado poco. Si se manifiestan de manera natural, no intimidan, porque el conjunto de su vida las predispone más bien a seducir que a mandar; el paciente a quien agrada que lo dominen, se sentirá decepcionado por unos consejos dados con sencillez; consciente de este hecho, la doctora adopta una voz grave, un tono tajante; pero entonces no tiene esa rotunda campechanía que seduce en el médico seguro de sí mismo. El hombre tiene la costumbre de imponerse; sus clientes creen en su competencia; puede actuar con naturalidad: está seguro de impresionar. La mujer no inspira el mismo sentimiento de seguridad; se muestra enfática, carga la mano, se excede. En los negocios, en la administración, se muestra escrupulosa, reparona y fácilmente agresiva. Al igual que en sus estudios, carece de desenvoltura, de elevación, de audacia. Para llegar, se crispa. Su acción es una serie de retos y afirmaciones abstractas de sí misma. He ahí el mayor defecto que engendra la falta de seguridad: el sujeto no puede olvidarse de si mismo. No se propone generosamente un fin: se esfuerza por dar esas pruebas de valor que le piden. Al arrojarse osadamente hacia unos fines, se arriesgan sinsabores y desengaños: pero también se obtienen resultados inesperados; la prudencia condena a la mediocridad. Raramente se encuentra en la mujer el gusto por la aventura, por la experiencia gratuita, o una curiosidad desinteresada; ella busca «hacer carrera» del mismo modo que otras se crean una dicha; permanece dominada, situada por el universo masculino, no tiene la audacia de romper el techo, no se pierde apasionadamente en sus proyectos; todavía considera su vida como una empresa inmanente: no se propone un objeto, sino, a través del objeto, su éxito subjetivo. Es una actitud sorprendente, entre otras, en las mujeres norteamericanas; les agrada tener un trabajo y demostrarse que son capaces de ejecutarlo correctamente: pero no se apasionan por el contenido de sus tareas. Al mismo tiempo, la mujer tiene tendencia a conceder demasiado valor a pequeños fracasos y éxitos modestos; alternativamente se desalienta o se hincha de vanidad; cuando se espera el éxito, se le acoge con sencillez: pero se convierte en un triunfo embriagador si su obtención era dudosa; esa es la excusa de las mujeres que se dan mucha importancia y exhiben con ostentación sus menores logros. Miran sin cesar hacia atrás para medir el camino recorrido, y eso frena su impulso. Por ese medio, podrán realizar carreras honorables, pero no llevar a cabo grandes acciones. Hay que añadir que muchos hombres tampoco saben elaborarse más que destinos mediocres. Es solamente con relación a los mejores de ellos como la mujer —salvo muy raras excepciones— nos parece que va todavía a remolque. Las razones que he expuesto lo explican suficientemente y no hipotecan para nada el porvenir. Para realizar grandes cosas, lo que esencialmente le falta a la mujer de hoy es el olvido de sí misma: mas, para olvidarse, necesita primero estar sólidamente segura de que ya se ha encontrado. Recién llegada al mundo de los hombres y pobremente sostenida por ellos, la mujer está todavía demasiado ocupada en buscarse.

Hay una categoría de mujeres a quienes no cuadran estas observaciones, porque su carrera, lejos de perjudicar la afirmación de su feminidad, la refuerza; son aquellas que tratan de superar el dato mismo que ellas constituyen, mediante la expresión artística: actrices, bailarinas, cantantes. Durante tres siglos, han sido casi las únicas que han ostentado una independencia concreta en el seno de la sociedad, y todavía ocupan hoy en ella un lugar privilegiado. En otro tiempo, las comediantas eran malditas de la Iglesia: el exceso mismo de esa severidad las autorizó siempre a una gran libertad de costumbres; a menudo bordean la galantería y como las cortesanas, pasan gran parte de sus jornadas en compañía de hombres: pero, ganándose la vida por sí mismas, hallando en su trabajo el sentido de su existencia, escapan al yugo de aquellos. La gran ventaja que disfrutan consiste en que sus éxitos profesionales contribuyen —como en el caso de los hombres— a su valoración sexual; al realizarse como seres humanos, se realizan como mujeres: no están desgarradas por aspiraciones contradictorias; al contrario, encuentran en su profesión una justificación a su narcisismo: vestidos, cuidados de belleza y encanto forman parte de sus deberes profesionales; para una mujer enamorada de su imagen, es una gran satisfacción hacer algo simplemente exhibiendo lo que es; y esa exhibición exige, al mismo tiempo, bastante artificio y estudio para aparecer, según frase de Georgette Leblanc, como un sucedáneo de la acción. Una gran actriz apuntará más alto cada vez: superará el dato por la forma en que lo exprese, será verdaderamente una artista, una creadora que da sentido a su vida al dárselo al mundo.

Pero estos raros privilegios esconden también trampas: en lugar de integrar en su vida artística sus complacencias narcisistas y la libertad sexual que le ha sido otorgada, la actriz naufraga con mucha frecuencia en el culto del yo o en la galantería; ya he hablado de esas seudo«artistas» que en el cine o en el teatro solo tratan de «hacerse un nombre», que represente un capital a explotar entre brazos masculinos; las comodidades de un apoyo viril son muy tentadoras, comparadas con los riesgos de una carrera y la severidad que implica todo trabajo verdadero. El deseo de un destino femenino —un marido, un hogar, unos hijos— y el hechizo del amor, no siempre se concilian fácilmente con la voluntad de llegar. Pero, sobre todo, la admiración que experimenta hacia su yo limita en muchos casos el talento de la actriz; esta se ilusiona con el valor de su simple presencia hasta el punto de que un trabajo serio le parece inútil; ante todo, le interesa poner de relieve su propia figura; y sacrifica a esta fanfarronada el personaje que interpreta; tampoco ella tiene la generosidad de olvidarse de sí misma, lo cual la priva de la posibilidad de superarse: raras son las Rachel o las Duse que salvan ese escollo y que hacen de su persona el instrumento de su arte, en vez de ver en el arte un servidor de su yo. En su vida privada, sin embargo, la mala actriz exagerará todos los defectos narcisistas: se mostrará vanidosa, susceptible, comedianta; considerará que el mundo entero es un escenario.

Hoy en día, las artes de expresión no son las únicas que se proponen a las mujeres; muchas de estas intentan actividades creadoras. La situación de la mujer la predispone a buscar un medio de salvación en la literatura y el arte. Viviendo al margen del mundo masculino, no lo aprehende bajo su figura universal, sino a través de una visión singular; no es para ella un conjunto de utensilios y de conceptos, sino una fuente de sensaciones y emociones; se interesa por las cualidades de las cosas en lo que tienen de gratuito y secreto; al adoptar una actitud de negación, de rechazo, no se sumerge en lo real: protesta contra ello, con palabras; busca a través de la Naturaleza la imagen de su alma, se entrega a sueños, quiere alcanzar su ser: está condenada al fracaso; solo puede lograr su rescate en la región de lo imaginario. Para no dejar zozobrar en la nada una vida interior que no sirve en absoluto, para afirmarse contra el dato que sufre en la revuelta, para crear un mundo distinto de aquel en el que ella no consigue lograrse, necesita expresarse. También es sabido que es charlatana y escritorzuela; se explaya en conversaciones, en cartas, en diarios íntimos. Basta con que tenga un poco de ambición para que se la vea redactando sus memorias, haciendo una novela de su biografía, exhalando sus sentimientos en poesías. Disfruta de muchos ocios que favorecen estas actividades.

Pero las mismas circunstancias que orientan a la mujer hacia la creación, constituyen también obstáculos que muy frecuentemente será incapaz de remontar. Cuando se decide a pintar o a escribir, con el solo objeto de llenar el vacío de sus jornadas, cuadros y ensayos serán tratados como «obras de mujer»; no les consagrará ni más tiempo ni más atención y tendrán poco más o menos el mismo valor. A menudo, es en el momento de la menopausia cuando la mujer, para compensar las fallas de su existencia, se lanza sobre el pincel o la pluma: es demasiado tarde; a falta de una formación seria, nunca será más que una aficionada. Incluso si empieza bastante joven, es raro que considere al arte como un trabajo serio; habituada a la ociosidad, sin haber experimentado nunca en el curso de su vida la austera necesidad de una disciplina, será incapaz de un esfuerzo sostenido y perseverante, no se obligará a adquirir una técnica sólida; le repugnan los tanteos ingratos y solitarios del trabajo que no se exhibe, que hay que destruir cien veces y cien veces reemprender; y como desde su infancia, al enseñarle a agradar, le han enseñado a hacer trampas, espera salir adelante con algunas tretas. Eso es lo que confiesa Marie Bashkirtseff: «En efecto, no me tomo la molestia de pintar. Me he observado hoy... Hago trampas...» De buen grado, la mujer juega a trabajar, pero no trabaja; cree en las virtudes mágicas de la pasividad, confunde conjuraciones y actos, gestos simbólicos y actitudes eficaces; se disfraza de alumna de Bellas Artes, se arma con un arsenal de pinceles; plantada delante de su caballete, su mirada vaga del lienzo a su espejito; pero el ramo de flores o el frutero con manzanas no vienen a inscribirse por sí solos en la tela. Sentada ante su escritorio, rumiando vagas historias, la mujer se asegura una apacible coartada, imaginándose que es una escritora: pero es preciso trazar signos sobre la blanca cuartilla, es preciso que tengan un sentido a los ojos de los demás. Entonces el engaño queda al descubierto. Para agradar, basta con crear espejismos: pero una obra de arte no es un espejismo, sino un objeto sólido; y para construirla hay que conocer el oficio. Colette no se ha convertido en una gran escritora gracias exclusivamente a sus dones o a su temperamento; su pluma ha sido a menudo su medio para ganarse el pan y le ha exigido el esmerado trabajo que el buen artesano reclama a su herramienta; de Claudine a La naissance du jour, la aficionada se ha convertido en profesional: el camino recorrido demuestra brillantemente los beneficios de un severo aprendizaje. La mayoría de las mujeres, sin embargo, no comprenden los problemas que plantea su deseo de comunicación: y eso es lo que en gran parte explica su pereza. Siempre se han considerado como algo que viene dado; creen que sus méritos provienen de una gracia que mora en ellas y no se imaginan que el valor se pueda adquirir; para seducir, solo saben manifestarse: su hechizo hace efecto o no lo hace; ellas no tienen el menor control sobre su éxito o su fracaso; suponen que, de una manera análoga, para expresarse basta con mostrar lo que se es; en lugar de elaborar su obra mediante un trabajo reflexivo, tienen confianza en su espontaneidad; escribir o sonreír, para ellas es todo uno: prueban suerte, y el éxito vendrá o no vendrá. Seguras de sí mismas, dan por descontado que el libro o el cuadro resultará un éxito sin necesidad de esfuerzo; tímidas, la menor crítica las desalienta; ignoran que el error puede abrir el camino al progreso, y lo tienen por una catástrofe irreparable, con la misma razón que una deformidad. Por eso se muestran frecuentemente de una susceptibilidad que les resulta nefasta: solo reconocen sus faltas con irritación y desaliento, en vez de extraer de ellas lecciones fecundas. Desgraciadamente, la espontaneidad no es una actitud tan sencilla como parece: la paradoja del lugar común —según explica Paulhan en Les fleurs de Tarbes— radica en que se confunde a menudo con la inmediata traducción de la impresión subjetiva; de modo y manera que, en el momento en que la mujer, al entregar la imagen que se forma en ella sin tener en cuenta a los demás, se cree la más singular, no hace más que reinventar un trivial clisé; si se le dice eso, se asombra, se despecha y arroja la pluma; no se percata de que el público lee en sus propios ojos y su propio pensamiento, y que un epíteto lozano puede despertar en su memoria multitud de recuerdos añosos; ciertamente, es un don precioso introducirse uno mismo para sacarlos a la superficie del lenguaje de las impresiones vivas; se admira en Colette una espontaneidad que no se encuentra en ningún escritor masculino; y —aunque ambos términos parezcan darse de cachetes— en ella se trata de una espontaneidad reflexiva: Colette rechaza algunas de sus aportaciones y solo acepta otras en momento oportuno; el aficionado, en vez de captar las palabras como una relación interindividual, un llamamiento al otro, ve en ellas la revelación directa de su sensibilidad; se le antoja que elegir, tachar, equivale a repudiar una parte de sí misma; no quiere sacrificar nada, tanto porque se complace en lo que es como porque no espera convertirse en otra. Su estéril vanidad proviene de que se mima sin osar construirse.

Así es como, de la legión de mujeres que picotean en las artes y las letras, muy pocas son las que perseveran; incluso aquellas que franquean este primer obstáculo, permanecerán muy a menudo compartidas entre su narcisismo y un complejo de inferioridad. No saber olvidarse es un defecto que pesará sobre ellas más que en cualquier otra carrera; si su fin esencial es una abstracta afirmación de sí mismas, la satisfacción formal del triunfo, no se abandonarán a la contemplación del mundo: serán incapaces de crearlo de nuevo. Marie Bashkirtseff decidió pintar, porque deseaba hacerse célebre; la obsesión de la gloria se interpone entre ella y la realidad; en verdad no le gusta pintar: el arte no es más que un medio; no serán sus sueños ambiciosos y hueros los que le descubrirán el sentido de un color o de un rostro. En lugar de entregarse generosamente a la obra que emprende, la mujer la considera demasiado frecuentemente como un simple ornamento de su vida; el libro y el cuadro no son más que intermediarios inesenciales que le permiten exhibir públicamente esa realidad esencial que es su propia persona. De modo que su persona es el tema principal, y a veces único, que le interesa: madame Vigée-Lebrun no se cansa de fijar en sus lienzos su sonriente maternidad. Incluso cuando habla de temas generales, la mujer escritora seguirá hablando de sí misma: no se pueden leer tales crónicas teatrales sin quedar enterados de la estatura y corpulencia de su autora, el color de sus cabellos y las peculiaridades de su carácter.

Ciertamente, no siempre es aborrecible el yo. Pocos libros son más apasionantes que ciertas confesiones: pero es preciso que sean sinceras y que el autor tenga algo que confesar. El narcisismo de la mujer, en vez de enriquecerla, la empobrece; a fuerza de no hacer nada más que contemplarse, se aniquila; el mismo amor que se tiene, termina por estereotiparse: en sus escritos no descubre su auténtica experiencia, sino un ídolo imaginario construido de clisés. No podría reprochársele que se proyecte en sus novelas como han hecho Benjamín Constant y Stendhal: pero la desgracia consiste en que, con excesiva frecuencia, ve su historia como un bobo cuento de hadas; la jovencita se oculta la realidad con grandes refuerzos de lo maravilloso, porque su crudeza la espanta: lástima que, una vez adulta, siga envolviendo el mundo, sus personajes y a sí misma en poéticas brumas. Cuando la verdad se abre paso a través de esos disfraces, se obtienen a veces resultados encantadores; pero también, al lado de Poussière o de La ninfa constante, ¡cuántas novelas de evasión insípidas y lánguidas!

Es natural que la mujer trate de escapar de este mundo, donde a menudo se siente desconocida e incomprendida; lo lamentable es que no se atreva entonces a los audaces vuelos de un Gérard de Nerval o de un Poe. Multitud de razones excusan su timidez. Agradar es su mayor preocupación; y frecuentemente ya tiene miedo, por el solo hecho de escribir, de desagradar en tanto que mujer: el calificativo de basbleu314, aunque un tanto trasnochado, todavía despierta desagradables resonancias; no tiene el coraje de desagradar, además, como escritora. El escritor original, en tanto no esté muerto, es siempre escandaloso; la novedad inquieta e indispone; la mujer todavía está asombrada y halagada por haber sido admitida en el mundo del pensamiento, del arte, que es un mundo masculino: se mantiene en el mismo con toda modestia; no se atreve a molestar, explorar, estallar; le parece que debe hacerse perdonar sus pretensiones literarias por su modestia y buen gusto; apuesta sobre los seguros valores del conformismo; introduce en la literatura justamente esa nota personal que de ella se espera: recuerda que es mujer con algunas gracias, zalamerías y culteranismos bien elegidos; así descollará en la composición de bestsellers; pero no hay que contar con ella para que se aventure por caminos inéditos. No es que las mujeres carezcan de originalidad en sus actitudes y sentimientos: las hay tan singulares, que sería preciso encerrarlas; en conjunto, muchas de entre ellas son más extravagantes, más excéntricas que los hombres, cuya disciplina rechazan. Pero es a su vida, a su conversación y a su correspondencia adonde ellas hacen pasar su genio extravagante; si intentan escribir, se sienten aplastadas por el universo de la cultura, ya que es un, universo de hombres: no hacen más que balbucear. A la inversa, la mujer que opte por razonar y expresarse según las técnicas masculinas, tendrá interés en ahogar una singularidad de la cual desconfía; al igual que la estudiante, será fácilmente aplicada y pedante; imitará el rigor y el vigor viriles. Podrá convertirse en excelente teórica, adquirir un sólido talento; pero se impondrá el repudiar todo cuanto en ella había de «diferente». Hay mujeres que son alocadas y hay mujeres de talento: ninguna tiene esa locura del talento que se llama genio.

Esta razonable modestia es la que ha definido hasta ahora, sobre todo, los límites del talento femenino. Muchas mujeres han desbaratado —y desbaratan cada vez más— las trampas del narcisismo y de lo falsamente maravilloso; pero ninguna ha pisoteado jamás toda prudencia para tratar de emerger más allá del mundo dado. En primer lugar, hay desde luego un gran número de ellas que aceptan la sociedad tal y como es; son las cantoras por excelencia de la burguesía, puesto que representan en esta clase amenazada el elemento más conservador; con adjetivos escogidos, evocan los refinamientos de una civilización llamada de la «calidad»; exaltan el ideal burgués de la felicidad y, con los colores de la poesía, disfrazan los intereses de su clase; orquestan la mistificación destinada a persuadir a las mujeres para que «sigan siendo mujeres»: antiguas mansiones, parques y jardines, abuelos pintorescos, niños revoltosos, coladas, compotas, fiestas familiares, vestidos, salones, bailes, esposas doloridas, pero ejemplares, belleza de la abnegación y el sacrificio, penas minúsculas y grandes alegrías del amor conyugal, sueños de juventud, resignación madura: he ahí los temas que las novelistas de Inglaterra, Francia, Norteamérica, Canadá y Escandinavia han explotado hasta la saciedad; con ello han ganado gloria y dinero, pero ciertamente no han enriquecido nuestra visión del mundo. Mucho más interesantes son las insurgentes que han acusado a esta sociedad injusta; una literatura de reivindicación puede engendrar obras fuertes y sinceras; George Eliot ha extraído de su rebeldía una visión a la vez minuciosa y dramática de la Inglaterra victoriana; sin embargo, como hace observar Virginia Woolf, escritoras como Jane Austen, las hermanas Bronte o George Eliot debieron de derrochar negativamente tantas energías para liberarse de las coacciones exteriores, que llegaron un poco sin aliento a ese estadio del cual parten los escritores masculinos de gran talla; de ese modo, no les queda fuerza suficiente para aprovecharse de su triunfo y romper todas sus amarras: por ejemplo, no se encuentra en ellas la ironía, la desenvoltura de un Stendhal, ni su tranquila sinceridad. Tampoco han tenido la riqueza de experiencias de un Dostoiewski, de un Tolstoi: por eso, el hermoso libro que es Middlemarch no iguala a Guerra y paz: y Cumbres borrascosas, a pesar de su grandeza, no tiene el alcance de Los hermanos Karamazov. Hoy en día les cuesta ya a las mujeres menos trabajo afirmarse; pero no han superado todavía por completo la especificación milenaria que las confina en su feminidad. La lucidez, por ejemplo, es una conquista de la cual están orgullosas con justicia, pero con la cual se satisfacen demasiado pronto. El hecho es que la mujer tradicional es una conciencia mistificada y un instrumento de mistificación; ella trata de disimularse su propia dependencia, lo cual es una manera de consentir en ella; denunciar esa dependencia es ya una liberación; es una defensa contra las humillaciones, la vergüenza y el cinismo: es el esbozo de una asunción. Al quererse lúcidas, las escritoras rinden el mayor servicio a la causa de la mujer; pero —sin darse cuenta generalmente de ello— permanecen demasiado apegadas al servicio de esa causa para adoptar ante el Universo esa actitud desinteresada que abre los más vastos horizontes. Cuando han descorrido los velos de la ilusión y las mentiras, creen haber hecho lo suficiente: esta audacia negativa, empero, sigue dejándonos ante un enigma; porque la verdad misma es ambigüedad, abismo, misterio: después de haber indicado su presencia, sería preciso pensarla, recrearla. Está muy bien no ser víctima; pero todo comienza a partir de ahí; la mujer agota su valor disipando espejismos y se detiene amedrentada ante el umbral de la realidad. Por eso es por lo que hay, por ejemplo, autobiografías femeninas tan sinceras e interesantes: pero ninguna puede compararse con las Confesiones, con los Souvenirs d'égotisme. Todavía estamos demasiado preocupadas por ver claro en ello para tratar de penetrar otras tinieblas más allá de esa claridad.

«Las mujeres no superan jamás el pretexto», me decía un escritor. Es bastante cierto. Todavía maravilladas por haber recibido permiso para explorar este mundo, hacen su inventario sin tratar de descubrir su sentido. En donde a veces sobresalen es en la observación de lo que está dado: constituyen notables periodistas; ningún periodista masculino ha superado los testimonios de Andrée Viollis sobre Indochina y la India. Ellas saben describir ambientes y personajes, indicar entre ellos sutiles relaciones, hacernos participar en los movimientos secretos de sus almas: Willa Cather, Edith Wharton, Dorothy Parker, Katherine Mansfield han evocado de manera aguda y matizada individuos, climas y civilizaciones. Es raro que logren crear héroes masculinos tan convincentes como Heathcliff: en el hombre, apenas captan otra cosa que al macho; pero, en cambio, han descrito a menudo y con acierto su vida interior, su experiencia, su universo; apegadas a la secreta sustancia de los objetos, fascinadas por la singularidad de sus propias sensaciones, entregan su experiencia palpitante a través de sabrosos adjetivos e imágenes carnales: por lo general, su vocabulario es más notable que su sintaxis, porque les interesan las cosas más que sus relaciones; no aspiran a una elegancia abstracta, pero en desquite sus palabras hablan a los sentidos. Uno de los dominios que han explorado con más amor es el de la Naturaleza; para la jovencita, para la mujer que no ha abdicado del todo, la Naturaleza representa lo que la propia mujer representa para el hombre: su yo y su negación, un reino y un lugar de destierro; lo es todo bajo la figura del otro. Al hablar de las landas o de las huertas, la novelista nos revelará de la manera más íntima su experiencia y sus sueños. Hay muchas que encierran los milagros de la savia y de las estaciones en potes, vasijas y arriates; otras, sin aprisionar plantas o animales, tratan, no obstante, de apropiárselos mediante el atento amor que les prodigan: como Colette o Katherine Mansfield; rarísimas son las que abordan la Naturaleza en su libertad inhumana, las que intentan descifrar sus extraños significados y se pierden con objeto de unirse a esa otra presencia: por esos caminos que inventó Rousseau apenas se aventuraron otras escritoras que Emily Brontë, Virginia Woolf y a veces Mary Webb. Con mayor razón pueden contarse con los dedos de una mano las mujeres que han atravesado lo dado, en busca de su dimensión secreta: Emily Bronte ha interrogado a la muerte; Virginia Woolf, a la vida, y Katherine Mansfield, a veces —no con mucha frecuencia— a la contingencia cotidiana y el sufrimiento. Ninguna mujer ha escrito El proceso, Moby Dick, Ulises o Las siete columnas de la sabiduría. No discuten la condición humana, porque apenas comienzan a poder asumirla por completo. Eso explica que sus obras carezcan generalmente de resonancias metafísicas y también de humor negro; no ponen al mundo entre paréntesis, no le plantean preguntas, no denuncian sus contradicciones: lo toman en serio. Por otra parte, el hecho es que la mayoría de los hombres conoce las mismas limitaciones; solo cuando se la compara con los raros artistas que merecen ser llamados «grandes», aparece la mujer como mediocre. No la limita un destino: se puede comprender fácilmente por qué no le ha sido dado —por qué no le será dado, quizá, antes que pase mucho tiempo— alcanzar las más altas cimas.

El arte, la literatura, la filosofía, son tentativas para fundar de nuevo el mundo sobre una libertad humana: la del creador; en primer lugar, es preciso plantearse uno mismo, sin equívocos y como una libertad para alimentar semejante pretensión. Las restricciones que la educación y la costumbre imponen a la mujer limitan su aprehensión del Universo; cuando el combate por hacerse un sitio en el mundo es demasiado duro, no puede plantearse la cuestión de eludirlo; ahora bien, hay que acceder al mismo en soberana soledad si se quiere intentar recuperarlo: lo que en primer lugar le falta a la mujer es hacer el aprendizaje de su abandono y trascendencia en la angustia y el orgullo.

Lo que envidio —escribe Marie Bashkirtseff— es la libertad de pasearse a solas, de ir y venir, de sentarse en los bancos del jardín de las Tullerías. He ahí la libertad sin la cual no se puede llegar a ser un verdadero artista. ¿Acaso creéis que aprovecha lo que se ve cuando se va en compañía, o cuando, para ir al Louvre, hay que esperar el coche, la dama de compañía, la familia?.. Esa es la libertad que falta y sin la cual no se puede llegar a ser algo seriamente. El pensamiento está encadenado como resultado de esas molestias estúpidas e incesantes... ¡Con eso hasta para que las alas caigan! He ahí una de las grandes razones por las cuales no hay artistas femeninos.

En efecto, para convertirse en creador, no basta con cultivarse, es decir, con integrar a la vida propia espectáculos y conocimientos; es preciso que la cultura sea aprehendida a través del libre movimiento de una trascendencia; es preciso que el espíritu, con todas sus riquezas, se lance hacia un cielo vacío y al cual le corresponde poblar; pero, si mil tenues lazos lo retienen en tierra, su impulso se quiebra. Sin duda, hoy, la joven sale sola y puede deambular por las Tullerías; pero ya he dicho hasta qué punto le es hostil la calle: por doquier hay ojos y manos en acecho; si vagabundea aturdidamente sumida en sus pensamientos, si enciende un cigarrillo en la terraza de un café, si va sola al cine, no tardará en producirse un incidente desagradable; es preciso que inspire respeto por su indumentaria, por su porte: semejante preocupación la clava en el suelo y en sí misma. «Las alas caen.»

A los dieciocho años, T. E. Lawrence realizó solo un vasto recorrido en bicicleta a través de Francia; a una muchacha no se le permitirá lanzarse a semejante empresa: y aún le será menos posible aventurarse a pie en un país semidesierto y peligroso como hizo Lawrence un año más tarde. Sin embargo, tales experiencias tienen un alcance incalculable: es entonces cuando el individuo, en la embriaguez de la libertad y el descubrimiento, aprende a considerar la Tierra entera como su propio feudo. La mujer ya ha sido privada naturalmente de las lecciones de la violencia: ya he dicho hasta qué punto la inclina a la pasividad su debilidad física; cuando un muchacho resuelve una pendencia a puñetazos, adquiere conciencia de que puede confiar en sí mismo para su propia defensa; al menos sería preciso que, en compensación, se le permitiese a la muchacha la iniciativa del deporte, de la aventura, el orgullo del obstáculo vencido. Pero no. Puede sentirse solitaria en el seno del mundo: jamás se alza frente a él, única y soberana. Todo la incita a dejarse sitiar y dominar por existencias extrañas: y, singularmente en el amor, se niega en vez de afirmarse. En este sentido, el infortunio o la desgracia son a menudo pruebas fecundas: fue su aislamiento lo que permitió a Emily Bronte escribir un libro poderoso y desmelenado; frente a la Naturaleza, la muerte, el destino, no esperaba ayuda más que de sí misma. Rosa Luxemburgo era fea; jamás sintió la tentación de sumergirse en el culto de su imagen, hacerse objeto, presa y trampa: desde su juventud, fue toda entera espíritu y libertad. Incluso entonces, es muy raro que la mujer asuma plenamente el angustioso diálogo con el mundo dado. Las coacciones de que está rodeada y toda la tradición que pesa sobre ella impiden que se sienta responsable del Universo: he ahí la profunda razón de su mediocridad.

Los hombres a quienes llamamos grandes son aquellos que —de una forma u otra— han cargado sobre sus espaldas el peso del mundo entero: han salido de la empresa mejor o peor, han logrado recrearlo o han naufragado; pero lo primero que han hecho ha sido asumir ese enorme fardo. Eso es lo que ninguna mujer ha hecho jamás. lo que ninguna ha podido hacer nunca. Para considerar al Universo como suyo, para juzgarse culpable de sus faltas y glorificarse con sus progresos, preciso es pertenecer a la casta de los privilegiados; exclusivamente a aquellos que poseen sus mandos les pertenece justificarlo modificándolo, pensándolo, descubriéndolo; solo ellos pueden reconocerse en él y tratar de imprimirle su sello. Solo en el hombre, y no en la mujer, ha podido encarnarse hasta ahora el hombre. Ahora bien, los individuos que nos parecen ejemplares, aquellos a quienes se adorna con el nombre de genios, son los que han pretendido representar en su existencia singular la suerte de toda la Humanidad. Ninguna mujer se ha creído autorizada para ello. ¿Cómo hubiera podido ser mujer un Van Gogh? A una mujer no la habrían enviado en misión al Borinage, no habría experimentado la miseria de los hombres como su propio crimen, no habría buscado una redención; por tanto, jamás hubiera pintado los tornasoles de Van Gogh. Sin contar con que el género de vida del pintor —la soledad de Aries, la frecuentación de cafés y burdeles, todo cuanto alimentaba al arte de Van Gogh al alimentar su sensibilidad— le habría estado vedado. Una mujer jamás hubiera podido convertirse en un Kafka: en medio de sus dudas e inquietudes, no habría reconocido la angustia del Hombre expulsado del Paraíso. Fuera de Santa Teresa, apenas hay quien haya vivido por su cuenta, en un total abandono, la condición humana: ya hemos visto por qué. Situándose más allá de las jerarquías terrestres, no sentía más que San Juan de la Cruz un techo tranquilizador encima de su cabeza. Para ambos era la misma noche, los mismos resplandores de luz, la misma nada en sí mismos, la misma plenitud en Dios. Cuando, por fin, le sea posible a todo ser humano colocar su orgullo más allá de la diferenciación sexual, en la difícil gloria de su libre existencia, solamente entonces podrá confundir la mujer su historia, sus problemas, sus dudas y sus esperanzas con los de la Humanidad; solo entonces podrá intentar descubrir en su vida y sus obras toda la realidad y no únicamente su persona. En tanto que tenga que seguir luchando para convertirse en un ser humano, no podrá ser una creadora.

De nuevo, para explicar sus limitaciones, hay que invocar, pues, su situación, y no una misteriosa esencia: el porvenir sigue ampliamente abierto. Se ha sostenido a porfía que las mujeres no poseían «genio creador», tesis que defendió, entre otras, la señora Marthe Borely, notoria antifeminista en otro tiempo: pero diríase que trató de ofrecer con sus libros la prueba viva de la falta de lógica y la bobería femeninas: hasta tal punto son contradictorias. Por lo demás, la idea de un «instinto» creador dado debe ser relegada, como la del «eterno femenino», al desván de los trastos viejos de las entidades periclitadas. Algunos misóginos, un poco más concretamente, afirman que la mujer, al ser una neurótica, no puede crear nada valioso: pero a menudo se trata de las mismas personas que declaran que el genio es una neurosis. En todo caso, el ejemplo de Proust demuestra lo suficiente que el desequilibrio psicofisiológico no significa ni impotencia ni mediocridad. En cuanto a los argumentos que se extraen del examen de la Historia, acabamos de ver lo que hay que pensar de ello; el hecho histórico no podría ser considerado como definidor de una verdad eterna; y no hace sino traducir una situación que precisamente se manifiesta como histórica, puesto que está en vías de cambio. ¿Cómo han podido las mujeres tener genio jamás, cuando les ha sido negada toda posibilidad de realizar una obra genial, o incluso una obra pura y simplemente? La vieja Europa abrumó en otro tiempo con su desprecio a los bárbaros americanos, que no poseían artistas ni escritores: «Dejadnos existir antes de exigirnos que justifiquemos nuestra existencia», replicó en sustancia Jefferson. Los negros dan la misma réplica a los racistas que les reprochan el no haber producido un Whitman o un Melville. El proletariado francés tampoco puede oponer ningún nombre a los de Racine y Mallarmé. La mujer libre solamente está en vías de nacer; una vez que se haya conquistado a sí misma, tal vez justifique la profecía de Rimbaud: «¡Habrá poetisas! Cuando se haya concluido la infinita esclavitud de la mujer, cuando viva para ella y por ella; cuando el hombre —hasta ahora abominable— le haya dado su libertad, ella también será poeta. ¡La mujer hallará lo desconocido! ¿Diferirán de los nuestros sus mundos de ideas? Ella encontrará cosas extrañas, insondables, repelentes, deliciosas, y nosotros las tomaremos, las comprenderemos»315. No es seguro que esos «mundos de ideas» sean diferentes de los de los hombres, puesto que la mujer se liberará asimilándose a ellos; para saber en qué medida seguirá siendo singular y en qué medida esas singularidades tendrán importancia, sería preciso arriesgarse a anticipaciones muy audaces. Lo que sí es seguro es que, hasta ahora, las posibilidades de la mujer se han ahogado y perdido para la Humanidad y que hora es ya, en su interés y en el de todos, que se le deje aprovechar por fin todas sus oportunidades.

El segundo sexo
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016_split_000.xhtml
sec_0016_split_001.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019_split_000.xhtml
sec_0019_split_001.xhtml
sec_0019_split_002.xhtml
sec_0019_split_003.xhtml
sec_0019_split_004.xhtml
sec_0019_split_005.xhtml
sec_0019_split_006.xhtml
sec_0020_split_000.xhtml
sec_0020_split_001.xhtml
sec_0020_split_002.xhtml
sec_0020_split_003.xhtml
sec_0020_split_004.xhtml
sec_0020_split_005.xhtml
sec_0020_split_006.xhtml
sec_0020_split_007.xhtml
sec_0020_split_008.xhtml
sec_0020_split_009.xhtml
sec_0020_split_010.xhtml
sec_0021_split_000.xhtml
sec_0021_split_001.xhtml
sec_0021_split_002.xhtml
sec_0021_split_003.xhtml
sec_0021_split_004.xhtml
sec_0022_split_000.xhtml
sec_0022_split_001.xhtml
sec_0022_split_002.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026_split_000.xhtml
sec_0026_split_001.xhtml
sec_0026_split_002.xhtml
sec_0026_split_003.xhtml
sec_0026_split_004.xhtml
sec_0026_split_005.xhtml
sec_0027_split_000.xhtml
sec_0027_split_001.xhtml
sec_0027_split_002.xhtml
sec_0027_split_003.xhtml
sec_0027_split_004.xhtml
sec_0027_split_005.xhtml
sec_0028_split_000.xhtml
sec_0028_split_001.xhtml
sec_0029_split_000.xhtml
sec_0029_split_001.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034_split_000.xhtml
sec_0034_split_001.xhtml
sec_0034_split_002.xhtml
sec_0034_split_003.xhtml
sec_0034_split_004.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_063.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_065.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_066.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_067.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_068.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_071.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_072.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_074.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_075.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_076.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_077.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_078.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_079.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_080.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_081.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_082.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_083.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_084.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_085.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_086.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_087.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_088.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_089.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_090.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_091.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_092.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_093.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_094.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_095.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_096.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_097.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_098.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_099.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_100.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_101.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_102.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_103.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_104.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_105.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_106.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_107.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_108.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_109.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_110.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_111.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_112.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_113.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_114.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_115.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_116.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_117.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_118.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_119.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_120.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_121.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_122.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_123.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_124.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_125.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_126.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_127.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_128.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_129.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_130.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_131.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_132.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_133.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_134.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_135.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_136.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_137.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_138.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_139.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_140.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_141.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_142.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_143.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_144.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_145.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_146.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_147.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_148.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_149.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_150.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_151.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_152.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_153.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_154.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_155.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_156.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_157.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_158.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_159.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_160.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_161.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_162.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_163.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_164.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_165.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_166.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_167.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_168.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_169.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_170.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_171.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_172.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_173.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_174.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_175.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_176.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_177.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_178.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_179.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_180.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_181.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_182.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_183.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_184.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_185.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_186.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_187.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_188.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_189.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_190.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_191.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_192.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_193.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_194.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_195.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_196.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_197.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_198.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_199.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_200.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_201.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_202.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_203.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_204.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_205.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_206.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_207.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_208.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_209.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_210.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_211.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_212.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_213.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_214.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_215.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_216.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_217.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_218.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_219.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_220.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_221.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_222.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_223.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_224.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_225.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_226.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_227.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_228.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_229.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_230.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_231.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_232.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_233.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_234.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_235.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_236.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_237.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_238.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_239.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_240.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_241.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_242.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_243.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_244.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_245.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_246.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_247.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_248.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_249.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_250.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_251.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_252.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_253.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_254.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_255.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_256.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_257.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_258.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_259.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_260.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_261.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_262.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_263.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_264.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_265.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_266.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_267.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_268.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_269.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_270.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_271.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_272.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_273.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_274.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_275.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_276.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_277.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_278.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_279.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_280.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_281.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_282.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_283.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_284.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_285.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_286.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_287.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_288.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_289.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_290.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_291.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_292.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_293.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_294.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_295.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_296.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_297.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_298.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_299.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_300.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_301.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_302.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_303.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_304.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_305.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_306.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_307.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_308.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_309.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_310.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_311.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_312.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_313.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_314.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_315.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_316.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_317.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_318.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_319.xhtml