Destronada por el advenimiento de la propiedad privada, es a la propiedad privada a la que está ligada la suerte de la mujer en el curso de los siglos: su historia se confunde en gran parte con la historia de la herencia. Se comprende la importancia fundamental de esta institución si se tiene presente que el propietario aliena su existencia en la propiedad, a la que aprecia más que su vida misma; esa propiedad desborda los estrechos límites de esta vida temporal, subsiste más allá de la destrucción del cuerpo, encarnación terrestre y sensible del alma inmortal; pero esta supervivencia solo se realiza si la propiedad permanece en manos del poseedor: más allá de la muerte no podría ser suya sino perteneciendo a individuos en quienes se prolongue y se reconozca, que sean suyos. Cultivar el dominio paterno, rendir culto a los manes del padre, he ahí para el heredero una sola y misma obligación: asegura así la supervivencia de los antepasados en la tierra y en el mundo subterráneo. De modo que el hombre no aceptará compartir con la mujer ni sus bienes ni sus hijos. No logrará imponer sus pretensiones totalmente ni para siempre. Pero, tan pronto como el patriarcado se ha hecho potente, arrebata a la mujer todos sus derechos sobre la tenencia y transmisión de bienes.
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Es el conflicto entre la familia y el Estado lo que define la historia de la mujer romana. Los etruscos constituían una sociedad de filiación uterina, y es probable que, en tiempos de la realeza, Roma conociese todavía la exogamia vinculada al régimen de derecho materno: los reyes latinos no se transmitían hereditariamente el poder. Lo cierto es que, después de la muerte de Tarquino, se afirma el derecho patriarcal: la propiedad agrícola, el dominio privado y, por tanto, la familia, constituyen la célula de la sociedad. La mujer va a quedar estrechamente sometida al patrimonio y, por consiguiente, al grupo familiar: las leyes la privan incluso de todas las garantías que les eran reconocidas a las mujeres griegas; su existencia transcurre en la incapacidad y la servidumbre. Bien entendido, está excluida de los asuntos públicos, todo «oficio viril» le está rigurosamente prohibido; y en su vida civil es una eterna menor. No se le niega directamente su parte en la herencia paterna, pero le impiden disponer de ella por un medio indirecto: se la somete a la autoridad de un tutor. «La tutela ha sido establecida en interés de los mismos tutores —dice Gayo—, con objeto de que la mujer de la cual son presuntos herederos no pueda arrebatarles su herencia por medio de testamento, ni empobrecerla mediante enajenaciones o deudas.» El primer tutor de la mujer es su padre; en su defecto, los agnados paternos cumplen esa función. Cuando la mujer se casa, pasa «a manos» de su esposo; hay tres formas de matrimonio: la conferratio, en la cual los esposos ofrecen a Júpiter Capitolino un pastel de espelta en presencia del flamen dial; la coemptio, venta ficticia por medio de la cual el padre plebeyo «mancipaba» su hija al marido, y el usus, que resultaba de la cohabitación durante un año; las tres formas son con «manu», es decir, que el esposo sustituye al padre o a los tutores agnados; su mujer es asimilada a una de sus hijas, y es él quien desde entonces tiene todo poder sobre su persona y sus bienes. Sin embargo, desde la época de la ley de las XII Tablas, el hecho de que la romana perteneciese a la vez a la gens paterna y a la gens conyugal dio nacimiento a conflictos que están en el origen de su emancipación legal. En efecto, el matrimonio con «manu» despoja a los tutores agnados. Para defender los intereses de los parientes paternos aparece entonces el matrimonio sine manu; en este caso, los bienes de la mujer permanecen bajo la dependencia de los tutores, el marido sólo tiene derechos sobre su persona; e incluso ese poder lo comparte con el pater familias, que conserva sobre su hija una autoridad absoluta. El tribunal doméstico está encargado de solventar los desacuerdos que puedan surgir entre padre y marido: semejante institución permite a la mujer recurrir al marido frente al padre y al padre frente al marido; no es ya cosa de un solo individuo. Por otro lado, aunque la gens sea extremadamente fuerte, como lo prueba la existencia misma de ese tribunal independiente de los tribunales públicos, el padre de familia, que es su jefe, es ante todo un ciudadano: su autoridad es ilimitada, gobierna absolutamente a su esposa y a sus hijos; pero estos no son propiedad suya; más bien lo que hace es administrar su existencia con vistas al bien público; la mujer que trae al mundo los hijos, y cuyo trabajo doméstico abarca con frecuencia faenas agrícolas, es utilísima para el país y profundamente respetada. Se observa aquí un hecho muy importante, que volvemos a encontrar en todo el curso de la Historia: el derecho abstracto no basta para definir la situación concreta de la mujer; esta depende en gran parte del papel económico que represente; y frecuentemente, incluso, la libertad abstracta y los poderes concretos varían en sentido inverso. Legalmente más sojuzgada que la griega, la mujer romana está más profundamente integrada en la sociedad; en la casa, se sienta en el atrio, que es el centro de la morada, en lugar de estar relegada al secreto del gineceo, ella es quien preside el trabajo de los esclavos; dirige la educación de los hijos y a menudo ejerce su influencia sobre ellos hasta edad avanzada; comparte los trabajos y preocupaciones de su esposo, y es considerada copropietaria de sus bienes; la fórmula del matrimonio «Ubi tu Gaïus, ego Gaïa», no es una fórmula huera; se llama «dómina» a la matrona; es dueña del hogar y está asociada al culto; no es esclava, sino compañera del hombre; el lazo que a él, la une es tan sagrado, que en cinco siglos no se conoce un solo divorcio. No está confinada en sus habitaciones: asiste a las comidas, a las fiestas, va al teatro; en la calle los hombres le ceden el paso, cónsules y lictores la saludan al pasar. Las leyendas le otorgan en la Historia un papel eminente: conocidas son las de las sabinas, Lucrecia y Virginia; Coriolano cede ante las súplicas de su madre y de su esposa; la ley de Lucinio, que consagra el triunfo de la democracia romana, le habría sido inspirada por su mujer; fue Cornelia quien forjó el alma de los Gracos. «Los hombres gobiernan a las mujeres por doquier —decía Catón—, y nosotros, que gobernamos a todos los hombres, somos gobernados por nuestras mujeres.»
Poco a poco, la situación legal de la romana se adapta a su condición práctica. En tiempos de la oligarquía patricia, cada pater familias es, en el seno de la República, un soberano independiente; pero cuando el poder del Estado se afirma, lucha contra la concentración de las fortunas, contra la arrogancia de las familias poderosas. El tribunal doméstico se borra ante la justicia pública. Y la mujer adquiere derechos cada vez más importantes. Cuatro poderes limitaban primitivamente su libertad: el padre y el marido disponían de su persona, y el tutor y la manus, de sus bienes. El Estado se apoya en la oposición entre el padre y el marido para restringir sus derechos: es el tribunal del Estado el que juzgará los casos de adulterio, de divorcio, etc. De igual modo se destruyen mutuamente la tutela y la manus. En interés del tutor, ya se había separado la manus del matrimonio; enseguida esta se convierte en un expediente que las mujeres utilizan para librarse de los tutores, ora contrayendo matrimonios ficticios, ora obteniendo de su padre o del Estado tutores complacientes. Bajo la legislación imperial, la tutela será enteramente abolida. Al mismo tiempo, la mujer obtiene una garantía positiva de su independencia: se obliga al padre a reconocerle una dote; esta no revierte a los agnados después de la disolución del matrimonio, y jamás pertenece al marido; en cualquier instante, la mujer puede exigir su restitución por medio de un súbito divorcio, lo cual sitúa al hombre a su merced. «Al aceptar la dote, el hombre vendía su poder», dice Plauto. Desde el fin de la República, la madre ha visto cómo se le reconocía, en igualdad con el padre, el derecho al respeto de sus hijos; se le concede la custodia de su progenitura en caso de tutela o de mala conducta del marido. Bajo Adriano, un senadoconsulto le confiere, cuando ella tiene tres hijos y el difunto carece de posteridad, un derecho a la sucesión ab intestato de cada uno de ellos. Y bajo Marco Aurelio se termina la evolución de la familia romana: a partir de 178 la madre tiene por herederos a sus hijos, que se imponen a los agnados; la familia se funda desde entonces en la conjunctio sanguinis, y la madre aparece como igual del padre; la hija hereda como sus hermanos.
Sin embargo, en la historia del derecho romano se observa un movimiento que contradice lo que acabamos de exponer: al independizar a la mujer de la familia, el poder central la toma bajo su tutela y la somete a diversas incapacidades legales.
En efecto, la mujer adquiriría una importancia inquietante si lograse ser, a la vez, rica e independiente; de modo que van a esforzarse para quitarle con una mano lo que le conceden con la otra. La ley Oppia, que prohibía el lujo a las romanas, fue votada en el momento en que Aníbal amenazaba a Roma; una vez pasado el peligro, las mujeres exigieron su derogación; Catón, en un célebre discurso, exigió que fuese mantenida; pero la manifestación de matronas reunidas en la plaza pública les dio la victoria sobre él. A renglón seguido, se propusieron diferentes leyes, tanto más severas cuanto más se relajaban las costumbres, pero sin gran éxito: apenas hicieron otra cosa que suscitar fraudes. Solamente triunfó el senadoconsulto veleyano, que prohibía a la mujer «interceder» por otro36, privándola de casi toda capacidad civil. En el momento en que la mujer ha logrado prácticamente la máxima emancipación, es cuando se proclama la inferioridad de su sexo, lo cual constituye un notable ejemplo del proceso de justificación masculina de que he hablado: como ya no se limitan sus derechos en tanto que hija, esposa o hermana, se le rehúsa la igualdad con el hombre en tanto que sexo; y para vejarla se pretexta «la imbecilidad, la fragilidad del sexo».
Es cierto que las matronas no hicieron muy buen uso de su nueva libertad; pero también es cierto que les fue prohibido sacar un partido positivo de ella. De estas dos corrientes contrarias —una corriente individualista que arrebata la mujer a la familia, otra estatista que la molesta como individuo—, resulta que su situación carece de equilibrio. Es heredera, tiene los mismos derechos legales que el padre con respecto a los hijos, hace testamento, escapa a la opresión conyugal gracias a la institución de la dote, puede divorciarse y volverse a casar como se le antoje; pero solo se emancipa de una manera negativa, ya que nadie le propone ningún empleo concreto de sus fuerzas. La independencia económica tiene un carácter abstracto, puesto que no engendra ninguna capacidad política; así, no pudiendo actuar, las romanas se manifiestan: se extienden tumultuosamente por la ciudad, asedian a los tribunales, fomentan conjuraciones, dictan proscripciones, atizan las guerras civiles; van en procesión a buscar la estatua de la Madre de los Dioses y la escoltan a lo largo del Tíber, introduciendo así en Roma las divinidades orientales; en 114 estalla el escándalo de las vestales, cuyo colegio es suprimido. Siéndoles inasequibles la vida y las virtudes públicas, cuando la disolución de la familia hace inútiles y caducas las virtudes privadas de antaño, ya no queda ninguna moral que proponer a las mujeres. Estas tienen que elegir entre dos soluciones: u obstinarse en respetar los mismos valores que sus abuelos o no reconocer ya ningún otro. A finales del siglo primero y comienzos del segundo, se ve a muchas mujeres que siguen siendo compañeras y asociadas de sus esposos como en tiempos de la República: Plotina comparte la gloria y las responsabilidades de Trajano; Sabina se hace tan célebre por sus buenas acciones, que se erigen estatuas que la divinizan en vida; bajo Tiberio, Sextia se niega a sobrevivir a Emilio Escaurro, y Pascea a Pomponio Labeo; Paulina se abre las venas al mismo tiempo que Séneca; Plinio el Joven ha hecho célebre el «Poete, non dolet» de Arria; Marcial admira en Claudia Rufina, en Virginia, en Sulpicia, a esposas irreprochables y madres abnegadas. Pero hay multitud de mujeres que rehúsan la maternidad y multiplican los divorcios; las leyes siguen prohibiendo el adulterio: ciertas matronas llegan incluso a inscribirse como prostitutas, con objeto de no ser molestadas en sus orgías37. Hasta entonces, la literatura latina siempre se había mostrado respetuosa con las mujeres: a partir de ese momento, los escritores satíricos se desencadenan contra ellas. Por lo demás, atacan, no a la mujer en general, sino esencialmente a sus contemporáneas. Juvenal les reprocha su lujuria, su glotonería; las censura por pretender dedicarse a las ocupaciones de los hombres: se interesan por la política, se hunden en legajos de procesos, discuten con los gramáticos y los retóricos, se apasionan por la caza, las carreras de carros, la esgrima, la lucha. El hecho es que rivalizan con los hombres, sobre todo por su afición a las diversiones y por sus vicios; para aspirar a fines más elevados carecen de una educación suficiente; y, por otra parte, nadie les propone ningún fin; la acción les sigue estando prohibida. La romana de la antigua República tiene un lugar en la Tierra, pero está encadenada a ella, privada de derechos abstractos y de independencia económica; la romana de la decadencia es el tipo de la falsa emancipada que, en un mundo del que los únicos dueños siguen siendo los hombres, no posee más que una libertad vacía: es libre «para nada».