En cierto sentido, la iniciación sexual de la mujer, como la del hombre, empieza desde la más tierna infancia. Hay un aprendizaje teórico y práctico que se prosigue de manera continua desde las fases oral, anal y genital hasta la edad adulta. Pero las experiencias eróticas de la joven no son una simple prolongación de sus actividades sexuales anteriores; a menudo tienen un carácter imprevisto y brutal; y siempre constituyen un acontecimiento nuevo que crea una ruptura con el pasado. Cuando vive estas experiencias, todos los problemas que se le plantean a la joven se encuentran resumidos bajo una forma urgente y aguda. En algunos casos, la crisis se resuelve con facilidad; pero hay coyunturas trágicas en las que solo se resuelve por el suicidio o la locura. De todos modos, la mujer, según la forma en que reaccione en estos momentos, comprometerá gran parte de su destino. Todos los psiquiatras están de acuerdo respecto a la extremada importancia que para ella tienen sus comienzos eróticos, que repercuten a lo largo de toda su existencia. La situación es aquí profundamente distinta para el hombre y para la mujer, tanto desde el punto de vista biológico como desde el social y psicológico. Para el hombre, el paso de la sexualidad infantil a la madurez es relativamente simple: hay una objetivación del placer erótico que, en lugar de realizarse en su presencia inmanente, se proyecta sobre un ser trascendente. La erección es la expresión de esa necesidad; sexo, manos, boca, el hombre se tiende con todo su cuerpo hacia su pareja, pero permanece en el centro de esa actividad, como en general el sujeto frente a los objetos que percibe y los instrumentos que manipula; se proyecta hacia lo otro sin perder su autonomía; la carne femenina es para él una presa y toma de ella las cualidades que su sensualidad reclama de todo objeto; sin duda, no logra apropiárselas, pero, al menos, las estrecha entre sus brazos; la caricia, el beso, implican un semifracaso: pero este fracaso mismo es un estimulante y un gozo. El acto amoroso halla su unidad en su culminación natural: el orgasmo. El coito tiene un fin fisiológico preciso; mediante la eyaculación, el varón se descarga de secreciones que le pesan; después del celo, obtiene una completa liberación acompañada, desde luego, de placer. Y, ciertamente, el placer no era la única finalidad; a menudo le sigue la decepción: la necesidad, más que satisfacerse, ha desaparecido. En todo caso, se ha consumado un acto definido y el hombre se encuentra con un cuerpo íntegro: el servicio que ha prestado a la especie se ha confundido con su propio placer. El erotismo de la mujer es mucho más complejo y refleja la complejidad de la situación femenina. Ya hemos visto156 que, en lugar de integrar en su vida individual las fuerzas específicas, la hembra es presa de la especie, cuyos intereses están disociados de sus fines singulares; esa antinomia alcanza su paroxismo en la mujer; entre otras cosas, se expresa por la oposición de dos órganos; el clítoris y la vagina. En el estadio infantil, el primero es el centro del erotismo femenino: algunos psiquiatras sostienen que existe una sensibilidad vaginal en algunas niñas, pero esta es una opinión muy controvertida, y, en todo caso, no tendría más que una importancia secundaria. El sistema clitoridiano no se modifica en la edad adulta157, y la mujer conserva durante toda su vida esa autonomía erótica; el espasmo clitoridiano, como el orgasmo masculino, es una suerte de deshinchazón que se obtiene de manera cuasi mecánica; pero solo indirectamente está ligado al coito normal, no representa ningún papel en la procreación. La mujer es penetrada y fecundada por la vagina, que solo se convierte en centro erótico por la intervención del hombre, la cual constituye siempre una suerte de violación. En otros tiempos, la mujer era arrancada a su universo infantil y lanzada a su vida de esposa mediante un rapto real o simulado; se trata de una violencia que la transforma de niña en mujer: también se habla de «arrebatar» la virginidad a una jovencita, de «tomarle» la flor. Esta desfloración no es el término armonioso de una evolución continua, sino una ruptura abrupta con el pasado, el comienzo de un nuevo ciclo. El placer se alcanza entonces por las contracciones de la superficie interior de la vagina; pero ¿se resuelven estas en un orgasmo preciso y definitivo? Es este un punto sobre el que todavía se está discutiendo. Los datos de la anatomía son muy vagos. «La anatomía y la clínica prueban abundantemente que la mayor parte del interior de la vagina no está inervada —dice, entre otras cosas, el informe Kinsey—. Se puede proceder a numerosas intervenciones quirúrgicas en el interior de la vagina sin recurrir a los anestésicos. Se ha demostrado que, en el interior de la vagina, los nervios están localizados en una zona situada en la pared interna próxima a la base del clítoris.» Sin embargo, además del estímulo de esa zona inervada, «la hembra puede tener conciencia de la intrusión de un objeto en la vagina, en particular si los músculos vaginales están contraídos; pero la satisfacción así obtenida se refiere probablemente más al tono muscular que al estímulo erótico de los nervios». No obstante, está fuera de toda duda que el placer vaginal existe; y la masturbación vaginal misma —entre las mujeres adultas— parece más difundida de lo que dice Kinsey158. Pero lo cierto es que la reacción vaginal es una reacción muy compleja, que se puede calificar de psicofisiológica, puesto que interesa no solamente al conjunto del sistema nervioso, sino que depende de toda la situación vivida por el sujeto: reclama un profundo consentimiento del individuo todo entero; el nuevo ciclo erótico que inaugura el primer coito exige para establecerse una especie de «montaje» del sistema nervioso, la elaboración de una forma que todavía no está bosquejada y que debe envolver también al sistema clitoridiano; emplea mucho tiempo en realizarse y, a veces, jamás consigue crearse. Es notable que la mujer tenga opción a dos ciclos, uno de los cuales perpetúa la independencia juvenil, mientras que el otro la destina al hombre y al hijo. En efecto, el acto sexual normal sitúa a la mujer bajo la dependencia del varón y de la especie. El hombre —como en el caso de casi todos los animales— es quien desempeña el papel agresivo, mientras que la mujer sufre su abrazo. Normalmente, ella siempre puede ser tomada por el hombre, pero este no puede tomarla sino en estado de erección; salvo en casos de una rebelión tan profunda como el vaginismo, que sella a la mujer todavía más que el himen, el rechazo femenino puede ser superado; e incluso el vaginismo deja al hombre en posesión de los medios necesarios para satisfacerse sobre un cuerpo al que su fuerza muscular le permite reducir a su merced. Puesto que la mujer es objeto, su inercia no modifica profundamente su papel natural, hasta el punto de que muchos hombres no se preocupan de saber si la mujer que comparte su lecho desea el coito o se somete simplemente al mismo. Lo mismo podría acostarse con una muerta. El coito no puede producirse sin el consentimiento masculino, y el término natural del mismo es la satisfacción del varón. La fecundación puede efectuarse sin que la mujer experimente el menor placer. Por otro lado, la fecundación está muy lejos de representar para ella la realización del proceso sexual; en ese momento es cuando, por el contrario, empieza el servicio que la especie le reclama: servicio que se realiza lentamente, penosamente, en el embarazo, el parto y el amamantamiento.
Así, pues, el «destino anatómico» del hombre y de la mujer es profundamente distinto. La situación moral y social de ambos no lo es menos. La civilización patriarcal ha destinado la mujer a la castidad; se reconoce más o menos abiertamente el derecho del hombre a satisfacer sus deseos sexuales, en tanto que la mujer está confinada en el matrimonio: para ella, el acto carnal, si no está santificado por el código, por el sacramento, es una falta, una caída, una derrota, una. flaqueza; tiene que defender su virtud, su honor; si «cede», si «cae», provoca el desprecio; en cambio, la misma censura que se dirige contra su vencedor está teñida de admiración. Desde las civilizaciones primitivas hasta nuestros días, siempre se ha admitido que el lecho era para la mujer un «servicio» que el hombre agradece con regalos o asegurándole la subsistencia: pero servir es darse un amo; en esa relación no hay ninguna reciprocidad. La estructura del matrimonio, como también la existencia de prostitutas, es prueba de ello: la mujer se da, el hombre la remunera y la toma. Nada prohíbe al varón dominar, tomar criaturas inferiores: los amores domésticos siempre han sido tolerados, mientras que la burguesa que se entrega al chófer o al jardinero es socialmente degradada. Los sudistas norteamericanos, tan ferozmente racistas, siempre han sido autorizados por las costumbres para acostarse con mujeres negras, tanto antes de la guerra de Secesión como hoy, y hacen uso de ese derecho con una arrogancia señorial; pero una blanca que hubiese tenido comercio carnal con un negro en tiempos de la esclavitud, habría sido condenada a muerte y hoy sería linchada. Para decir que se ha acostado con una mujer, el hombre dice que la ha «poseído», que la ha «conseguido»; inversamente, para decir que se ha «conseguido» a alguien, a veces se emplean expresiones sumamente groseras; los griegos llamaban «Parthenos ademos», virgen insumisa, a la mujer que no había conocido varón; los romanos calificaban de «invicta» a Mesalina, porque ninguno de sus amantes le había procurado placer. Para el amante, el acto amoroso es, pues, conquista y victoria. Si, en otro hombre, la erección aparece a menudo como una irrisoria parodia del acto voluntario, cada cual, sin embargo, la considera en su propio caso con cierta vanidad. El vocabulario erótico del varón se inspira en el vocabulario militar: el amante posee el ardor de un soldado, su sexo se tensa como un arco; cuando eyacula, «descarga»; es una ametralladora, un cañón. Habla de asalto, de victoria. Hay en su celo no se sabe qué gusto de heroísmo. «Consistiendo el acto generador en la ocupación de un ser por otro —escribe Benda159—, impone, por un lado, la idea de un conquistador y, por otro, la de una cosa conquistada. De tal modo que cuando tratan de sus relaciones amorosas, los más civilizados hablan de conquista, ataque, asalto, asedio y defensa, derrota, capitulación, calcando nítidamente la idea del amor sobre la de la guerra. Ese acto, que comporta la polución de un ser por otro, impone al que mancilla un cierto orgullo, y al mancillado, aun consintiendo en ello, una cierta humillación.» Esta última frase introduce un nuevo mito, a saber, que el hombre inflige una mancilla a la mujer. De hecho, el semen no es un excremento; se habla de «polución nocturna», porque entonces se le desvía de su fin natural; pero nadie afirma que el café es una inmundicia que ensucia el estómago por el hecho de que pueda manchar un vestido claro. Otros hombres sostienen, por el contrario, que la mujer es impura, porque ella es la que está «manchada de humores» y mancilla al varón. El hecho de ser el que mancilla no confiere, en todo caso, más que una superioridad sumamente equívoca. En realidad, la situación privilegiada del hombre proviene de la integración de su papel biológicamente agresivo en su función social de jefe, de amo; a través de esta, es como las diferencias fisiológicas adquieren todo su sentido. Como en este mundo el hombre es soberano, reivindica como signo de su soberanía la violencia de sus deseos; de un hombre dotado de gran capacidad erótica se dice que es fuerte, que es poderoso: epítetos que le designan como una actividad y una trascendencia; por el contrario, de la mujer, al no ser más que objeto, se dirá que es ardiente o fría, es decir, que jamás podrá manifestar sino cualidades pasivas.
El clima en el cual se despierta la sexualidad femenina es, por consiguiente, completamente distinto del que encuentra a su alrededor el adolescente. Por otra parte, en el momento en que la mujer afronta al varón por primera vez, su actitud erótica es muy compleja. No es cierto, como se ha pretendido a veces, que la virgen no conozca el deseo y que sea el hombre quien despierte su sensualidad; esta leyenda delata una vez más el gusto de dominar que experimenta el varón, quien quiere que en su compañera no haya nada autónomo, ni siquiera el deseo que siente por él; de hecho, también en el caso del hombre, es a menudo el contacto con la mujer el que suscita el deseo, e, inversamente, la mayor parte de las muchachas desean febrilmente las caricias antes de haber sentido siquiera el roce de una mano.
«Mis caderas, que la víspera me daban como un aire de muchacho, se redondearon, y sentía en todo mi ser una inmensa impresión de espera, una llamada que ascendía en mí y cuyo sentido estaba demasiado claro: ya no podía dormir por la noche, daba vueltas y más vueltas en la cama, me agitaba febril y doliente», dice Isadora Duncan en Mi vida.
Una joven, que ha hecho a Stekel una amplia confesión de su vida, cuenta lo siguiente:
Empecé a coquetear apasionadamente. Necesitaba un «cosquilleo en los nervios» (sic). Bailarina apasionada, cerraba los ojos mientras danzaba para abandonarme por completo a ese placer... Al bailar, expresaba una suerte de exhibicionismo, porque la sensualidad podía más que el pudor. Durante el primer año, bailé apasionadamente. Me gustaba dormir y dormía mucho, y me masturbaba todos los días, a veces durante una hora... Con frecuencia me masturbaba hasta que, empapada de sudor, incapaz de proseguir a causa de la fatiga, me quedaba dormida... Ardía y hubiera aceptado a quienquiera que hubiese deseado apaciguarme. No buscaba al individuo, sino al hombre