136.
Las faenas domésticas o las servidumbres mundanas que la madre no vacila en imponer a la estudiante, a la aprendiza, terminan por agotarla. Durante la guerra, he visto alumnas a quienes yo preparaba en Sèvres, abrumadas por las tareas familiares que se acumulaban a su labor escolar: una contrajo el mal de Pott, y otra, la meningitis. La madre —ya se verá— es sordamente hostil a la manumisión de su hija y, más o menos deliberadamente, se dedica a vejarla; se respeta el esfuerzo que realiza el adolescente para convertirse en hombre, y ya se le reconoce una gran libertad. De la muchacha se exige que permanezca en casa, se vigilan sus salidas: no se la estimula en modo alguno para que tome en sus manos sus propias distracciones y placeres. Es raro ver a las mujeres organizar por sí solas una excursión, un paseo a pie o en bicicleta, o entregarse a un juego como el del billar, los bolos, etc. Además de la falta de iniciativa que proviene de su educación, las costumbres les hacen difícil la independencia. Si vagabundean por las calles, las miran, las abordan.
Conozco muchachas que, sin ser tímidas en absoluto, no experimentan ningún placer en pasear solas por París, ya que, continuamente importunadas, necesitan estar siempre en guardia; y, en tales condiciones, todo placer desaparece. Si las chicas estudiantes recorren las calles en alegres bandadas, como hacen los estudiantes, dan un espectáculo; caminar a grandes pasos, cantar, hablar a gritos, reír a carcajadas, comerse una manzana, son otras tantas provocaciones, y se harán insultar o seguir o abordar. La despreocupación se convierte inmediatamente en falta de compostura; ese control de sí misma al que está obligada la mujer y que en «la joven bien educada» se transforma en una segunda naturaleza, mata la espontaneidad; la exuberancia viva es cohibida. Ello produce tensión y tedio. Este tedio es comunicativo: las muchachas se cansan pronto unas de otras; no se arrancan mutuamente de su prisión; y esa es una de las razones que tan necesaria les hace la compañía de los muchachos. Esa incapacidad de bastarse a sí mismas engendra una timidez que se extiende a toda su existencia y se marca en su mismo trabajo. Piensan que los triunfos deslumbrantes están reservados para los hombres; ellas no se atreven a apuntar demasiado alto. Ya se ha visto que, al compararse con los chicos, algunas muchachitas de quince años declaraban: «Los chicos son mejores.» Esa convicción es debilitante. Invita a la pereza y la mediocridad. Una joven —que no tenía ninguna deferencia especial por el sexo fuerte— reprochaba a un hombre su cobardía; le hicieron observar entonces que también ella era cobarde en grado sumo. «¡Oh, una mujer es distinto!», exclamó con tono complacido.
La razón profunda de ese derrotismo está en que la adolescente no se piensa responsable de su porvenir; juzga inútil exigir mucho de sí misma, puesto que, en última instancia, no depende de ella su suerte. Muy lejos de consagrarse al hombre porque se sepa inferior a él, es por el hecho de estarle consagrada por lo que, al aceptar la idea de su inferioridad, la constituye.
En efecto, no es aumentando su valor humano como aumentará ella de precio a los ojos de los hombres, sino amoldándose a los sueños de estos. Cuando carece de experiencia, no siempre se percata de ello. Sucede que manifiesta la misma agresividad que los muchachos; trata de conquistarlos con una autoridad brutal, una franqueza orgullosa; y esa actitud la condena casi con toda seguridad al fracaso. Desde la más servil hasta la más altanera, todas aprenden que, para complacer, tienen que abdicar. Sus madres las conminan para que dejen de tratar como camaradas a los muchachos, para que no les aventajen, para que asuman un papel pasivo. Si desean esbozar una amistad, un devaneo, deben evitar cuidadosamente dar la impresión de que toman la iniciativa; a los hombres no les agradan los «chicos frustrados», ni las sabihondas, ni las mujeres con cabeza; la audacia, la cultura o la inteligencia excesivas, o el demasiado carácter, los espanta. En la mayor parte de las novelas, como observa G. Eliot, es la heroína rubia y necia la que vence a la morena de carácter viril; en El molino del Floss, Maggie se esfuerza en vano por trastrocar los papeles; al final, muere, y es Lucy, la rubia, quien se casa con Stephen; en El último mohicano, es la insípida Alice quien conquista el corazón del héroe y no la valiente Clara; en Mujercitas, la simpática Joe no es para Laurie más que una camarada de infancia, y este consagra su amor a la insípida Amy de cabellos rizados. Ser femenina es mostrarse impotente, fútil, pasiva, dócil. La joven no solo tendrá que adornarse, engalanarse, sino también reprimir su espontaneidad y sustituirla por la gracia y el encanto estudiados que le enseñan sus mayores. Toda afirmación de sí misma disminuye su feminidad y sus oportunidades de seducción. Lo que hace relativamente fácil la iniciación del joven en la existencia es que su vocación de ser humano y de varón no se contrarían: ya su infancia anunciaba esa feliz suerte. Al realizarse en tanto que independencia y libertad es como adquiere su valor social y conjuntamente su prestigio viril: el ambicioso, como Rastignac, apunta al dinero, la gloria y las mujeres, al mismo tiempo; uno de los modelos estereotipados que le estimulan es el del hombre poderoso y célebre a quien adulan las mujeres. Para la joven, por el contrario, existe divorcio entre su condición propiamente humana y su vocación femenina. Y esa es la razón de que la adolescencia sea para la mujer un momento tan difícil y decisivo. Hasta entonces era un individuo autónomo; ahora tiene que renunciar a su soberanía. No solo se siente desgarrada, como sus hermanos, entre el pasado y el porvenir, sino que, además, estalla un conflicto entre su reivindicación original, que es la de ser sujeto, actividad, libertad, por un lado, y, por otro, sus tendencias eróticas y las solicitaciones sociales que la invitan a asumirse como objeto pasivo. La mujer se toma espontáneamente como lo esencial: ¿cómo se resolverá a convertirse en lo inesencial? Pero, si no puedo realizarme más que en tanto que Otro, ¿cómo renunciar a mi Yo? He ahí el angustioso dilema ante el cual se debate la mujer en agraz. Oscilando entre el deseo y la repugnancia, entre la esperanza y el temor, está todavía en suspenso entre el momento de la independencia infantil y el de la sumisión femenina. Y es esa incertidumbre la que, al salir de la edad ingrata, le da un gusto ácido de fruta verde.
La joven reacciona ante su situación de manera muy diferente según sus predilecciones anteriores. La «mujercita», la matrona en ciernes, puede resignarse fácilmente a su metamorfosis; sin embargo, puede también haber adquirido, en su condición de «madrecita», un gusto por la autoridad que la lleve a rebelarse contra el yugo masculino: está pronta a fundar un matriarcado, no a convertirse en objeto erótico y servil. Tal será a menudo el caso de las hermanas mayores que han asumido muy jóvenes importantes responsabilidades. Al descubrirse mujer, el «muchacho frustrado» experimenta a veces una decepción tan abrasadora, que puede conducirla directamente a la homosexualidad; no obstante, lo que ella buscaba en la independencia y la violencia era la posesión del mundo: puede no querer renunciar al poder de su feminidad, a las experiencias de la maternidad, a toda una parte de su destino. Generalmente, a través de ciertas resistencias, la joven consiente en su feminidad: en el estadio de la coquetería infantil, frente a su padre, en sus ensueños eróticos, ya ha conocido el encanto de la pasividad; descubre su poder; con la vergüenza que le inspira su carne, se mezcla muy pronto la vanidad. Esa mano que la ha conmocionado, esa mirada que la ha turbado, eran una llamada, una plegaria; su cuerpo se le aparece como dotado de virtudes mágicas; es un tesoro, un arma; está orgullosa de él. Su coquetería, que a menudo había desaparecido durante los años de infancia autónoma, resucita. Hace pruebas con afeites y peinados; en lugar de disimular sus senos, se los frota para que se desarrollen, estudia su sonrisa en el espejo. La unión entre la turbación y la seducción es tan estrecha, que en todos los casos en que no se despierta la sensibilidad erótica, no se observa en el sujeto el menor deseo de agradar. Diversas experiencias han demostrado que enfermas que padecían alguna insuficiencia tiroidea, y, por consiguiente, eran apáticas y desabridas, podían transformarse mediante una inyección de extractos glandulares y volverse sonrientes, alegres y mimosas. Audazmente, algunos psicólogos imbuidos de metafísica materialista han declarado que la coquetería era un «instinto» segregado por la glándula tiroides; pero esta oscura explicación no es ya valedera aquí más que para la primera infancia. El hecho es que, en todos los casos de deficiencia orgánica: linfatismo, anemia, etc., el cuerpo es sufrido como un fardo; extraño, hostil, no espera ni promete nada; cuando encuentra su equilibrio y su vitalidad, el sujeto lo reconoce inmediatamente como suyo y, a través de él, se trasciende hacia otro.
Para la joven, la trascendencia erótica consiste en habituarse a hacerse presa. Se convierte en objeto, y se capta como objeto; con sorpresa descubre este nuevo aspecto de su ser: le parece que se desdobla; en lugar de coincidir exactamente consigo misma, he ahí que se pone a existir afuera. Así, en La invitación al vals, de Rosamond Lehmann, se ve a Olivia descubrir ante el espejo una figura desconocida: es el ella-objeto que se yergue súbitamente frente a ella; y la joven experimenta una emoción prontamente disipada, pero que la trastorna profundamente:
Desde hacía algún tiempo, una emoción particular acompañaba el momento en que se contemplaba así, de arriba abajo: de manera imprevista y extraña, sucedía que veía delante de ella a una extraña, a un ser nuevo.
Había ocurrido eso en dos o tres ocasiones. Se contemplaba en un espejo, se veía. Pero ¿qué sucedía?.. Lo que hoy veía era algo completamente distinto: un rostro misterioso, a la vez sombrío y radiante; una cabellera desbordante de movimientos y de fuerza, y como recorrida por descargas eléctricas. Su cuerpo —tal vez a causa del vestido— le parecía que se ordenaba armoniosamente: se centraba, se expandía, flexible y estable a la vez: vivo. Tenía ante sí, semejante a un retrato, a una joven vestida de rosa y a la que todos los objetos de la estancia, reflejados en el espejo, parecían enmarcar, presentar, murmurando: «Es usted...»
Lo que deslumbra a Olivia son las promesas que cree leer en esa imagen en la cual reconoce sus sueños infantiles y que es ella misma; pero la joven ama también en su presencia carnal ese cuerpo que la maravilla como si fuese de otra. Se acaricia a sí misma, besa la redondez del hombro, la sangradura del brazo, se contempla el pecho, las piernas; el placer solitario se hace pretexto para su ensueño y busca en él una tierna posesión de sí misma. En el adolescente hay oposición entre el amor a sí mismo y el movimiento erótico que le impulsa hacia el objeto destinado a la posesión: su narcisismo, por lo general, desaparece en el momento de la madurez sexual. Siendo la mujer un objeto pasivo tanto para el amante como para sí misma, hay en su erotismo una indiscriminación primitiva. En un movimiento complejo, la mujer ve la glorificación de su cuerpo a través del homenaje de los varones a quienes ese cuerpo está destinado; y sería simplificar las cosas decir que quiere ser bella con el fin de agradar, o que trata de agradar para asegurarse de que es bella: en la soledad de su cuarto, en los salones donde procura atraer las miradas, ella no separa el deseo del hombre del amor que siente por sí misma. Esa confusión es manifiesta en Marie Bashkirtseff. Ya hemos visto que un destete tardío la ha dispuesto más vivamente que a ninguna otra niña a querer ser mirada y valorada por los demás; desde la edad de cinco años hasta salir de la adolescencia, dedica todo su amor a su imagen; admira con delirio sus manos, su cara, su gracia, y escribe: «Yo soy mi propia heroína...» Quiere hacerse cantante para ser contemplada por un público deslumbrado y para, a su vez, mirarlo con desdén desde las alturas de su orgullo; pero ese «autismo» se traduce en sueños románticos; desde los doce años de edad está enamorada: es que desea ser amada, y en la adoración que desea inspirar no busca sino la confirmación de la que siente por sí misma. Sueña que el duque de H..., del cual está enamorada, sin haberle hablado jamás, se prosterna a sus pies: «Quedarás deslumbrado por mi esplendor y me amarás... Solo eres digno de una mujer como espero serlo yo.» Es la misma ambivalencia que hallamos en la Natacha de Guerra y paz:
Mamá tampoco me comprende. ¡Dios mío, con el espíritu que tengo! Esta Natacha es verdaderamente encantadora —prosiguió, hablando de sí misma en tercera persona y poniendo estas palabras en boca de un personaje masculino que le prestaba todas las perfecciones de su sexo—. Lo tiene todo, absolutamente todo. Es inteligente y gentil y linda y dispuesta. Sabe nadar, monta soberbiamente a caballo, canta que es una bendición. ¡Sí, una verdadera bendición!...
Aquella mañana había vuelto a ese amor por sí misma, a esa admiración por su persona que constituían su estado de ánimo habitual. «¡Cuán encantadora es esta Natacha! —decía, haciendo hablar a un tercero, personaje colectivo y masculino—. Es joven y bonita, tiene una voz espléndida, no molesta a nadie. ¡Dejadla, pues, tranquila!»
Katherine Mansfield ha descrito también, en el personaje de Beryl, un caso en el cual se mezclan estrechamente el narcisismo y el deseo romántico de un destino de mujer:
En el comedor, al resplandor parpadeante de un fuego de leños, Beryl, sentada en un cojín, tocaba la guitarra. Tocaba para sí misma, cantaba a media voz y se observaba. El resplandor del fuego se reflejaba en sus zapatos, en el vientre rubicundo de la guitarra y en sus dedos blancos...
«Si yo estuviese fuera y mirase al interior por la ventana, me impresionaría bastante verme así», pensaba. Tocó el acompañamiento con sordina; ya no cantaba, pero escuchaba.
«La primera vez que te vi, pequeña, ¡oh, te creías muy sola! Estabas sentada, apoyados los pies en un cojín, y tocabas la guitarra. ¡Dios mío! Jamás podría olvidarlo...» Alzó Beryl la cabeza y se puso a cantar:
Hasta la Luna está cansada...
Pero sonó un fuerte golpe en la puerta. Apareció el rostro carmesí de la doncella... ¡No!, no soportaría a aquella estúpida. Se refugió en el salón oscuro y empezó a pasear de arriba abajo. ¡Oh, cuán agitada estaba! Sobre la campana de la chimenea había un espejo. Con los brazos apoyados, contempló su pálida imagen. ¡Qué bella era! Pero allí no había nadie para percatarse de ello, nadie... Beryl sonrió, y su sonrisa era verdaderamente tan adorable, que sonrió de nuevo... (Preludio.)
Ese culto del yo no solo se traduce en la joven en la adoración de su persona física, sino que desea poseer e incensar su yo todo entero. Ese es el fin perseguido a través de esos diarios íntimos en los cuales vierte de buen grado su alma: el de Marie Bashkirtseff es célebre y constituye un modelo en su género. La joven habla con su cuaderno como hablara en otros tiempos con sus muñecas; es un amigo, un confidente, se le interpela como si fuese una persona. Entre sus páginas se inscribe una verdad celada a los padres, a los camaradas, a los profesores, y con la cual se embriaga solitariamente la autora. Una niña de doce años, que llevó su diario hasta los veinte, había escrito en exergo:
Soy el pequeño carnet,
gentil, bonito y discreto.
Confíame tus secretos;
soy el pequeño carnet