La evolución de la situación femenina no ha tenido una progresión continuada. Con las grandes invasiones, la civilización toda entera fue puesta de nuevo en tela de juicio. El propio Derecho romano sufre la influencia de una nueva ideología: el cristianismo; y, durante los siglos siguientes, los bárbaros hacen triunfar sus leyes. La situación económica, social y política queda trastornada; la de la mujer sufre las consecuencias de ello.

La ideología cristiana ha contribuido no poco a la opresión de la mujer. Sin duda hay en el Evangelio un soplo de caridad que se extiende tanto a las mujeres como a los leprosos; son las gentes humildes, los esclavos y las mujeres quienes más apasionadamente se adhieren a la nueva ley. En los primeros tiempos del cristianismo, a las mujeres, cuando se sometían al yugo de la Iglesia, se las honraba relativamente; daban testimonio de mártires al lado de los hombres; sin embargo, no podían participar en el culto sino a título secundario; las «diaconesas» solo estaban autorizadas para desempeñar tareas laicas: cuidados a los enfermos, socorros a los indigentes. Y si el matrimonio es considerado como una institución que exige recíproca fidelidad, parece evidente que la esposa estará totalmente subordinada en el mismo al esposo: a través de San Pablo se afirma la tradición judía, ferozmente antifeminista. San Pablo ordena a las mujeres recogimiento y discreción; fundamenta en el Antiguo y en el Nuevo Testamento el principio de la subordinación de la mujer al hombre. «Porque el varón no es de la mujer, sino la mujer del varón; y porque tampoco el varón fue criado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón.» Y en otro lugar: «Así como la Iglesia está sometida a Cristo, así sea sumisa en todas las cosas la mujer al marido.» En una religión donde la carne es maldita, la mujer aparece como la más temible tentación del demonio. Tertuliano escribe: «Mujer, eras la puerta del diablo. Has persuadido a aquel a quien el diablo no osaba atacar de frente. Por tu culpa ha debido morir el Hijo de Dios; deberías ir siempre vestida de luto y harapos.» San Ambrosio: «Adán fue inducido al pecado por Eva, y no Eva por Adán. Aquel a quien la mujer ha inducido al pecado, justo es que sea recibido por ella como soberano.» Y San Juan Crisóstomo: «Entre todas las bestias salvajes, no hay ninguna más dañina que la mujer.»

Cuando en el siglo IV se constituye el Derecho Canónico, el matrimonio se presenta como una concesión a las flaquezas humanas, como algo incompatible con la perfección cristiana. «Echemos mano del hacha y cortemos de raíz el estéril árbol del matrimonio», escribe San Jerónimo. A partir de Gregorio VI, cuando se impone el celibato a los sacerdotes, se subraya más severamente el carácter peligroso de la mujer: todos los Padres de la Iglesia proclaman su abyección. Santo Tomás será fiel a esta tradición cuando declara que la mujer no es más que un ser «ocasional» e incompleto, una suerte de hombre frustrado. «El hombre es la cabeza de la mujer, del mismo modo que Cristo es la cabeza del hombre —escribe—. Es una constante que la mujer está destinada a vivir bajo el dominio del hombre y no tiene ninguna autoridad por sí misma.» Tampoco el Derecho Canónico admite otro régimen matrimonial que no sea el régimen de dote, que hace a la mujer incapaz e impotente. No solamente le siguen prohibidos los oficios viriles, sino también se le prohíbe deponer ante la justicia y no se reconoce el valor de su testimonio. Los emperadores sufren de manera mitigada la influencia de los Padres de la Iglesia; la legislación de Justiniano honra a la mujer en tanto que esposa y madre, pero la esclaviza a sus funciones; su incapacidad se debe a su situación en el seno de la familia, no a su sexo. Está prohibido el divorcio y se exige que el matrimonio sea un acontecimiento público; la madre ejerce sobre sus hijos una autoridad igual a la del padre, y tiene los mismos derechos a sus sucesiones; si su marido muere, se convierte en tutora legal de los hijos. Es modificado el senadoconsulto veleyano: en adelante, ella podrá interceder en beneficio de terceros; pero no puede contratar por su marido; su dote se hace inalienable: es el patrimonio de los hijos y le está prohibido disponer de ella.

A estas leyes se yuxtaponen, en los territorios ocupados por los bárbaros, las tradiciones germánicas. Las costumbres de los germanos eran singulares. Solo durante las guerras reconocían jefes; en tiempo de paz, la familia era una sociedad autónoma; al parecer, fue intermediaria entre los clanes fundados en la filiación uterina y la gens patriarcal; el hermano de la madre tenía el mismo poder que el padre, y ambos ejercían sobre su sobrina e hija, respectivamente, una autoridad igual a la del marido. En una sociedad donde toda capacidad tenía su origen en la fuerza bruta, la mujer era en realidad completamente impotente; se le reconocían, sin embargo, derechos que la dualidad de los poderes domésticos, de los cuales dependía, le garantizaban; esclavizada, era no obstante respetada; su marido la compraba: pero el precio de esa compra constituía una viudedad que era su propiedad; por otra parte, su padre la dotaba; recibía también su parte de la sucesión paterna y, en caso de asesinato de sus padres, percibía una parte de la indemnización pagada por el asesino. La familia era monógama, el adulterio estaba severamente castigado y se respetaba el matrimonio. La mujer seguía estando bajo tutela; pero estaba estrechamente asociada al marido. «En la paz y en la guerra comparte su suerte; con él vive, con él muere», escribe Tácito. Asistía a los combates, llevaba comida a los guerreros y los alentaba con su presencia. Viuda, le era transmitida una parte del poder de su esposo difunto. Aunque su incapacidad tenía sus raíces en su debilidad física, no se consideraba que expresase una inferioridad moral. Había mujeres sacerdotisas y profetisas, lo cual lleva a suponer que poseían una instrucción superior a la de los hombres. En las sucesiones, entre los objetos que volvían de derecho a las mujeres se incluyeron más tarde las joyas y los libros.

Esa tradición es la que se perpetúa en el curso de la Edad Media. La mujer se halla bajo la absoluta dependencia del padre y del marido: en tiempos de Clodoveo, el mundium pesa sobre ella durante toda su vida; pero los francos han renunciado a la castidad germánica; bajo los merovingios y los carolingios reina la poligamia; la mujer es casada sin su consentimiento, repudiada según los caprichos del marido, que tiene sobre ella derecho de vida y muerte; se la trata como a una sirviente. Está protegida por las leyes, pero solo en tanto que propiedad del hombre y madre de sus hijos. Llamarla «prostituta», sin pruebas de ello, es una injuria que se paga quince veces más caro que todo insulto dirigido a un hombre; el rapto de una mujer casada equivale al asesinato de un hombre libre; estrechar la mano o el brazo de una mujer casada comporta una multa de quince a treinta y cinco sueldos; el aborto está prohibido bajo pena de una multa de cien sueldos; el asesinato de una mujer encinta cuesta cuatro veces más que el de un hombre libre; una mujer que haya dado pruebas de fecundidad vale tres veces más que un hombre libre, pero pierde todo su valor cuando ya no puede ser madre; si se desposa con un esclavo, es puesta fuera de la ley, y sus padres están autorizados para matarla. No tiene ningún derecho como persona. Sin embargo, cuando el Estado se hace poderoso, se esboza la evolución que hemos visto realizarse en Roma: la tutela de los incapaces, niños y mujeres, deja de ser un derecho de familia para convertirse en una carga pública; a partir de Carlomagno, el mundium que pesa sobre la mujer va a pertenecer al rey; este no interviene al principio más que en los casos en que la mujer está privada de sus tutores naturales; después, acapara poco a poco los poderes familiares; pero ese cambio no lleva consigo la emancipación de la mujer franca. El mundium se convierte en una carga para el tutor, que tiene el deber de proteger a su pupila: pero esa protección comporta para ella la misma esclavitud que antaño.

Cuando, al salir de las convulsiones de la alta Edad Media, se organiza el feudalismo, la condición de la mujer aparece muy incierta. Lo que caracteriza al derecho feudal es la confusión entre el derecho de soberanía y el de propiedad, entre los derechos públicos y los derechos privados. Eso explica que la mujer se encuentre alternativamente ensalzada y rebajada por ese régimen En primer lugar, se le niegan todos los derechos privados, porque no tiene ninguna capacidad política. En efecto, hasta el siglo XI, el orden se funda exclusivamente en la fuerza, y la propiedad, en el poder de las armas. Un feudo, dicen los juristas, es «una tierra que se tiene con cargo de servicio militar»; la mujer no podría detentar el dominio feudal, porque es incapaz de defenderlo. Su situación cambia cuando los feudos se hacen hereditarios y patrimoniales; ya se ha visto que en el derecho germánico subsistían algunas supervivencias del derecho materno: en ausencia de herederos masculinos, la hija podía heredar. De ahí proviene que el feudalismo admita también, hacia el siglo XI, la sucesión femenina. Sin embargo, a los vasallos se les sigue exigiendo el servicio militar; y la suerte de la mujer no mejora por el hecho de que se convierta en heredera: necesita un tutor masculino; el marido es quien representa este papel: él es quien recibe la investidura, quien lleva el feudo, quien posee el usufructo de los bienes. Al igual que la epictera griega, la mujer es el instrumento mediante el cual se transmite el dominio, no quien lo ejerce; no por ello está emancipada; en cierto modo, es absorbida por el feudo, forma parte de los bienes inmuebles. El dominio ya no es cosa de la familia, como en tiempos de la gens romana: es propiedad del soberano; y la mujer también pertenece al soberano. Es este quien elige un esposo para ella; cuando tiene hijos, es a él más que a su marido a quien se los da, puesto que serán los vasallos que defenderán sus bienes. Así, pues, es esclava del dominio y del dueño de ese dominio, a través de la «protección» de un marido que le han impuesto: hay pocas épocas en las que su suerte haya sido más dura. Una heredera es una tierra y un castillo: los pretendientes se disputan la presa, y la joven no tiene a veces más que doce años o menos cuando su padre o su señor se la entregan como regalo a cualquier varón. Multiplicar los matrimonios representa para un hombre multiplicar sus dominios; de modo y manera que las repudiaciones abundan; la Iglesia las autoriza hipócritamente; estando prohibido el matrimonio entre parientes hasta el séptimo grado y definiéndose el parentesco por relaciones espirituales tales como la de padrino-madrina, tanto como por los vínculos sanguíneos, siempre se encuentra algún pretexto para la anulación; en el siglo XI es grande el número de mujeres repudiadas cuatro o cinco veces. Viuda, la mujer debe aceptar inmediatamente un nuevo dueño. En las canciones de gesta se ve a Carlomagno casando de nuevo, y en bloque, a todas las viudas de sus barones muertos en España; en Girard de Vienne, la duquesa de Borgoña acude ella misma a reclamar al rey un nuevo esposo. «Mi marido acaba de morir, pero ¿de qué sirve el luto?.. Buscadme un marido que sea poderoso, porque lo necesito para defender mis tierras.» Multitud de epopeyas nos muestran al rey o al soberano disponiendo tiránicamente de las jóvenes y las viudas. También se comprueba en ellas que el esposo trataba sin ningún miramiento a la mujer que le habían dado como regalo; la maltrataba, la abofeteaba, la arrastraba por los cabellos, la apaleaba; todo cuanto exige Beaumanoir de las costumbres de Beauvaisis es que el marido «castigue razonablemente» a su esposa. Esta civilización guerrera no tiene para la mujer más que desprecio. Al caballero no le interesan las mujeres: su caballo le parece un tesoro mucho más valioso; en las canciones de gesta, siempre son las jóvenes quienes se insinúan a los jóvenes; una vez casadas, se les exige una fidelidad sin reciprocidad; el hombre no las asocia a su existencia. «Maldito sea el caballero que va a solicitar consejo de una dama cuando ha de intervenir en un torneo.» Y en Renaud de Montauban se lee este apóstrofe: «Volved a vuestros aposentos pintados y dorados, sentaos en la sombra, bebed, comed, bordad, teñid la seda; pero no os ocupéis de nuestros asuntos. Nuestro asunto es luchar con la espada y el acero. ¡Callad!» La mujer comparte a veces la ruda existencia de los hombres. De joven, es instruida en todos los ejercicios del cuerpo, monta a caballo, caza con halcón; apenas recibe ninguna instrucción y es criada sin pudor: ella es quien recibe a los huéspedes del castillo, quien se ocupa de sus comidas, de sus baños, quien los «tantea» para ayudarles a dormirse; una vez mujer, tiene que perseguir animales salvajes y realizar largas y difíciles peregrinaciones; cuando el marido está lejos, es ella quien defiende el señorío. Se admira a estas castellanas a quien se aplica el nombre de «virago», porque se comportan exactamente como los hombres: son ávidas, pérfidas, crueles, oprimen a sus vasallos. La Historia y la leyenda nos han legado el recuerdo de varias de ellas: la castellana Aubie hizo construir una torre más alta que cualquier otro torreón; e inmediatamente después mandó cortar la cabeza al arquitecto, con objeto de que su secreto quedase bien guardado; echó a su marido de sus dominios, pero este volvió a escondidas y la mató. Mabille, esposa de Roger de Montgomerri, se complacía en reducir a la mendicidad a los nobles de su señorío: estos se vengaron decapitándola. Juliana, hija bastarda de Enrique I de Inglaterra, defendió contra este el castillo de Breteuil y lo atrajo a una emboscada, por lo que su padre la castigó duramente. No obstante, tales hechos son excepcionales. Por lo común, la castellana pasa sus jornadas hilando, orando, esperando a su esposo y aburriéndose.

* * *

El estatuto legal de la mujer ha permanecido más o menos inmutable desde comienzos del siglo XV hasta el XIX; pero, en las clases privilegiadas, su situación concreta evoluciona. El Renacimiento italiano es una época de individualismo que se muestra propicio a la eclosión de todas las personalidades fuertes, sin distinción de sexos. Se encuentran en el mismo mujeres que son poderosas soberanas, como Juana de Aragón, Juana de Nápoles, Isabel de Este; otras fueron aventureras «condottieras», que tomaron las armas igual que los hombres: así, la mujer de Giralomo Riario luchó por la libertad de Forli; Hippolita Fioramenti mandó las tropas del duque de Milán, y durante el sitio de Pavía condujo a las murallas a una compañía de grandes damas. Para defender a su ciudad contra Montluc, las sienesas constituyeron tres tropas de tres mil mujeres cada una, mandadas por mujeres. Otras italianas se hicieron célebres por su cultura o su talento, tales como Isara Nogara, Verónica Gambara, Gaspara Stampara, Vittoria Colonna (que fue amiga de Miguel Ángel) y, sobre todo, Lucrecia Tornabuoni, madre de Lorenzo y Juliano de Médicis, que escribió, entre otras cosas, himnos y una vida de San Juan Bautista y de la Virgen. Entre aquellas mujeres distinguidas están en mayoría las cortesanas; uniendo a la libertad de las costumbres la del espíritu y, asegurándose con el ejercicio de su oficio una autonomía económica, muchas de ellas eran tratadas por los hombres con deferente admiración; protegían las artes, se interesaban por la literatura, la filosofía, y frecuentemente ellas mismas escribían o pintaban: Isabel de Luna, Catarina di San Celso, Imperia, que era poetisa y música, renuevan la tradición de Aspasia y de Friné. Para muchas, sin embargo, la libertad solo toma todavía la figura de la licencia: las orgías y los crímenes de las grandes damas y de las cortesanas italianas son legendarios.

Esta licencia es también la principal libertad que se encuentra en los siglos siguientes entre las mujeres a quienes su rango o su fortuna emancipan de la moral al uso, la cual sigue siendo en general tan rigurosa como en la Edad Media.

En cuanto a las realizaciones positivas, todavía no le son posibles más que a un número muy reducido. Las reinas siempre son mujeres privilegiadas: Catalina de Médicis, Isabel de Inglaterra, Isabel la Católica son grandes soberanas. También se hacen venerar algunas grandes figuras de santas. El asombroso destino de Santa Teresa de Jesús se explica más o menos de la misma manera que el de Santa Catalina: de su confianza en Dios extrae una sólida confianza en sí misma; al llevar al punto más elevado las virtudes que convienen a su estado, se asegura el apoyo de sus confesores y del mundo cristiano: puede superar la condición común de una religiosa; funda monasterios, los administra, viaja, emprende, persevera con el denuedo aventurero de un hombre; la sociedad no le opone obstáculos; ni siquiera escribir es una audacia: sus confesores se lo ordenan. Santa Teresa pone brillantemente de manifiesto que una mujer puede subir tan alto como un hombre cuando, por un sorprendente azar, se le presentan las mismas oportunidades que a un hombre.

Pero de hecho tales oportunidades siguen siendo muy desiguales; en el siglo XVI las mujeres son todavía poco instruidas. Ana de Bretaña llama a muchas mujeres a la corte, donde en otro tiempo solamente se veían hombres; se esfuerza por formar un cortejo de damas de honor, pero se preocupa de su educación más que de su cultura. Entre las mujeres que poco más tarde se distinguen por su inteligencia, su influencia intelectual, sus escritos, la mayor parte de ellas son grandes damas: la duquesa de Retz, madame de Lignerolle, la duquesa de Rohan y su hija Anne; las más célebres son princesas: la princesa Margot y Margarita de Navarra. Perette du Guillet parece ser que fue una burguesa; pero Louise Labbé fue sin duda una cortesana: en todo caso, era mujer de una gran libertad de costumbres.

En el dominio intelectual es donde esencialmente siguieron distinguiéndose las mujeres en el siglo XVII; se desarrolla la vida mundana y se difunde la cultura; el papel que las mujeres representan en los salones es considerable; por lo mismo que no están comprometidas en la construcción del mundo, disponen del ocio suficiente para dedicarse a la conversación, a las artes, a las letras; su instrucción no está organizada, pero a través de pláticas, lecturas, enseñanza de preceptores privados o conferencias públicas, logran adquirir conocimientos superiores a los de sus esposos: mademoiselle de Gournay, madame de Rambouillet, mademoiselle de Scudéry, madame de La Fayette, madame de Sévigné, gozan en Francia de una vasta reputación; y fuera de Francia, parecido renombre acompaña a los nombres de la princesa Elisabeth, de la reina Cristina, de mademoiselle de Schurman, que mantiene correspondencia con todo el mundo sabio. Merced a esta cultura y al prestigio que les confiere, las mujeres logran inmiscuirse en el universo masculino; del terreno de la literatura, de la casuística amorosa, muchas mujeres ambiciosas se deslizan al de las intrigas políticas. En 1623 el nuncio del papa escribía: «En Francia, todos los grandes acontecimientos, todas las intrigas de importancia, dependen frecuentemente de las mujeres.» La princesa de Condé fomenta la «conspiración de las mujeres»; Ana de Austria está rodeada de mujeres cuyos consejos sigue de buen grado; Richelieu presta complaciente oído a la duquesa D'Aiguillon; sabido es el papel que representaron, en el curso de la Fronda, madame de Montbazon, la duquesa de Chevreuse, mademoiselle de Montpensier, la duquesa de Longueville, Anne de Gonzague y tantas otras. En fin, madame de Maintenon dio un deslumbrante ejemplo de la influencia que puede ejercer en los asuntos de Estado una diestra consejera. Animadoras, consejeras, intrigantes, las mujeres se aseguran el papel más eficaz de una manera indirecta: la princesa de los Ursinos gobierna en España con más autoridad, pero su carrera es breve. Al lado de estas grandes damas, en el mundo se afirman algunas personalidades que escapan a las coacciones burguesas; se ve aparecer una especie desconocida: la actriz. En 1545 es cuando se señala por primera vez la presencia de una mujer en un escenario; todavía en 1592 no se conocía más que a una; al comienzo del siglo XVII, la mayor parte de ellas son esposas de actores; pero enseguida se independizan en su carrera, al igual que en su vida privada. En cuanto a la cortesana, después de haber sido Friné e Imperia, halla su más acabada encarnación en Ninon de Lenclos: al explotar su feminidad, la supera; al vivir entre los hombres, adquiere cualidades viriles; la independencia de sus costumbres la inclina a la independencia del espíritu: Ninon de Lenclos ha llevado la libertad al punto más extremo que a la sazón le era permitido llevarla a una mujer.

En el siglo XVIII, la libertad y la independencia de la mujer aumentan aún más. Las costumbres siguen siendo en principio severas: la joven no recibe más que una educación somera; se la casa o se la mete en un convento sin consultarla. La burguesía, clase en ascenso y cuya existencia se consolida, impone a la esposa una moral rigurosa. Pero, a modo de desquite, la descomposición de la nobleza permite a las mujeres de mundo las más grandes licencias, y hasta la alta burguesía resulta contaminada por tales ejemplos; ni los conventos ni el hogar conyugal logran contener a la mujer. Una vez más, para la mayoría, esa libertad sigue siendo negativa y abstracta: se limitan a buscar el placer. Pero las que son inteligentes y ambiciosas se crean posibilidades de acción. La vida de salón adquiere nuevos vuelos: bastante conocido es el papel representado por madame Geoffrin, madame Du Deffand, mademoiselle de Lespinasse, madame d'Epinay, madame de Tencin; protectoras, inspiradoras, las mujeres constituyen el público preferido del escritor; se interesan personalmente por la literatura, la filosofía, las ciencias: al igual que madame de Châtelet, tienen su gabinete de física, su laboratorio de química: experimentan, disecan; intervienen más activamente que nunca en la vida política: sucesivamente, madame de Prie, madame de Mailly, madame de Châteauneuf, madame de Pompadour, madame Du Barry gobiernan a Luis XV; apenas hay ministro que no tenga su Egeria; entonces es cuando Montesquieu estima que en Francia todo se hace por las mujeres, que constituyen, dice él, «un nuevo Estado dentro del Estado»; y Collé escribe, en vísperas de 1789: «Se han impuesto de tal modo a los franceses, los han subyugado de tal manera, que estos solo piensan y sienten a través de ellas.» Al lado de las mujeres de la buena sociedad hay también actrices y mujeres galantes que gozan de vasto renombre: Sophie Arnould, Julie Talma, Adrienne Lecouvreur.

Así, pues, durante todo el Antiguo Régimen, el dominio cultural es el más asequible para las mujeres que tratan de afirmarse. Ninguna, empero, ha llegado a las cimas de un Dante o un Shakespeare; este hecho se explica por la mediocridad general de su condición. La cultura no ha sido jamás sino patrimonio de una elite femenina, no de la masa; y es de la masa de donde han surgido con frecuencia los genios masculinos; las mismas privilegiadas encontraban a su alrededor obstáculos que les cerraban el paso a las grandes cimas. Nada podía detener el vuelo de una Santa Teresa, de una Catalina de Rusia; pero mil circunstancias se concitaban contra la mujer escritora. En su obrita A room of one's own, Virginia Woolf se ha divertido al imaginar el destino de una supuesta hermana de Shakespeare; mientras él aprendía en el colegio un poco de latín, gramática, lógica, ella permanecía en el hogar sumida en completa ignorancia; mientras él cazaba furtivamente, recorría los campos, se acostaba con las mujeres de la vecindad, ella fregaba y remendaba bajo la vigilancia de sus padres; si hubiese partido audazmente, como él, para buscar fortuna en Londres, no habría llegado a convertirse en una actriz que se ganase libremente la vida; o bien habría sido devuelta a su familia, que la casaría a la fuerza, o bien, seducida, abandonada, deshonrada, se habría matado de desesperación. También podemos imaginarla convertida en una alegre prostituta, una Moll Flanders, como la pintada por Daniel de Foe; pero en ningún caso habría dirigido una compañía de cómicos o escrito dramas. En Inglaterra, observa V. Woolf, las mujeres escritoras siempre han suscitado hostilidad. El doctor Johnson las comparaba a «un perro que camina sobre las patas traseras: no lo hacen bien, pero es asombroso». Los artistas se preocupan más que cualquier otro por la opinión de los demás; las mujeres dependen de ella en grado sumo, y así se concibe qué fuerza necesita una mujer artista para atreverse a prescindir de ella; a menudo se agota en la lucha. A finales del siglo XVII, lady Winhilsea, noble y sin hijos, intenta la aventura de escribir; algunos pasajes de su obra demuestran que poseía una naturaleza sensible y poética; pero se consumió en el odio, la cólera y el temor:

¡Ay! ¡Una mujer que toma la pluma

es considerada como una criatura tan presuntuosa,

que no tiene remedio alguno de redimir su crimen!

Casi toda su obra está consagrada a indignarse ante la condición de las mujeres. El caso de la duquesa de Newcastle es análogo: gran dama ella también, al escribir provoca el escándalo. «Las mujeres viven como cucarachas o como lechuzas, y mueren como gusanos», escribe con furor. Insultada, ridiculizada, tuvo que encerrarse en sus dominios; y, pese a su generoso temperamento, casi medio loca, no produjo más que extravagantes lucubraciones. Solamente en el siglo XVIII, una burguesa, la señora Aphra Behn, después de enviudar, vivió de su pluma como un hombre; otras siguieron su ejemplo; pero incluso en el siglo XIX se veían obligadas a menudo a ocultarse; ni siquiera disponían de un «aposento propio»; es decir, que no gozaban de esa independencia material que es una de las condiciones necesarias de la libertad interior.

Ya se ha visto que, a causa del desarrollo de la vida mundana y de su estrecha vinculación con la vida intelectual, la situación de las francesas ha sido un poco más favorable. No obstante, la opinión, en gran parte, es hostil a las bas bleus. Durante el Renacimiento, nobles damas y mujeres de inteligencia suscitan un movimiento en favor de su sexo; las doctrinas platónicas importadas de Italia espiritualizan tanto al amor como a la mujer. Numerosos literatos se emplean en su defensa. Aparecen la Nef des Dames vertueuses, el Chevalier des Dames, etc. Erasmo, en El pequeño Senado, concede la palabra a Cornelia, quien expone con aspereza los agravios de su sexo: «Los hombres son unos tiranos... Nos tratan como a juguetes... Nos convierten en sus lavanderas y sus cocineras.» Exige que se permita a las mujeres instruirse. Cornelius Agrippa, en una obra que fue muy célebre, Déclamation de la Noblesse et de l'Excellence du Sexe féminin, se aplica a demostrar la superioridad femenina. Para ello recurre a los viejos argumentos cabalísticos: Eva quiere decir Vida, y Adán, Tierra. Creada después que el hombre, la mujer está mejor terminada que él. Ella ha nacido en el Paraíso; él, fuera del mismo. Cuando ella cae en el agua, sobrenada; el hombre se hunde. Está hecha de una costilla de Adán y no de barro. Sus menstruaciones curan todas las enfermedades. Eva, ignorante, no hizo más que errar; fue Adán quien pecó; por eso Dios se hizo hombre; y, por lo demás, después de su resurrección, a quienes se apareció fue a unas mujeres. A continuación, Agrippa declara que las mujeres son más virtuosas que los hombres. Enumera las «esclarecidas damas» de quienes puede enorgullecerse el sexo, lo cual es también un lugar común de estas apologías. Finalmente, dirige una requisitoria contra la tiranía masculina: «Obrando contra todo derecho, violando impunemente la igualdad natural, la tiranía del hombre ha privado a la mujer de la libertad que recibe al nacer.» Y, sin embargo, la mujer engendra hijos, es tan inteligente y hasta más sutil que el hombre; resulta escandaloso que se limiten sus actividades, «lo cual no se hace, sin duda, por orden de Dios, ni por necesidad o por razón, sino por la fuerza de la costumbre, por la educación, por el trabajo y principalmente por la violencia y la opresión.» Ciertamente, no pide la igualdad de sexos, pero quiere que se trate a las mujeres con respeto. La obra tuvo un inmenso éxito. Como igualmente Le Fort inexpugnable, otra apología de la mujer, y la Parfaite Amye, de Héroët, impregnada de un misticismo platónico. En un curioso libro que anuncia la doctrina sansimoniana, Postel anuncia la llegada de una nueva Eva, madre regeneradora del género humano: incluso cree haberla encontrado; ella ha muerto, pero tal vez se ha reencarnado en él. Con más moderación, Margarita de Valois, en su Docte et subtil discours, proclama que hay en la mujer algo de divino. Pero la escritora que mejor sirvió la causa de su sexo fue Margarita de Navarra, que propuso contra la licencia de las costumbres un ideal de misticismo sentimental y de castidad sin mojigatería, tratando de conciliar amor y matrimonio para honor y dicha de las mujeres. Bien entendido, los adversarios de la mujer no se rinden. Entre otros, en la Controverse des sexes masculins et féminins, que es una réplica a Agrippa, se encuentran de nuevo los viejos argumentos de la Edad Media. Rabelais se divierte en el Libro Tercero haciendo del matrimonio una viva sátira que vuelve a tomar la tradición de Mathieu y Deschamps; sin embargo, serán las mujeres quienes en la dichosa abadía de Thélème harán la ley. El antifeminismo adquiere renovada virulencia en 1617 con el Alphabet de l'imperfection et malice des femmes, de Jacques Olivier; en la cubierta se ve un grabado que representa a una mujer con manos de arpía, recubierta con las plumas de la lujuria, encaramada en unas patas de gallina, porque, al igual que la gallina, es mala ama de casa: debajo de cada letra del alfabeto se inscribía uno de sus defectos. Una vez más, era un hombre de iglesia quien atizaba la vieja querella; mademoiselle de Gournay replicó con su Égalité des hommes et des femmes. A renglón seguido, toda una literatura libertina, Parnasses et cabinets satyriques, ataca las costumbres de las mujeres, en tanto que para menospreciarlas los devotos citaban a San Pablo, los Padres de la Iglesia, el Eclesiastés. La mujer proporcionaba también un tema inagotable a las sátiras de Mathurin Régnier y sus amigos. En el otro campo, los apologistas vuelven a tomar y comentan a porfía los argumentos de Agrippa. El padre Du Boscq, en la Honnête Femme, exige que se permita instruirse a las mujeres. L'Astrée y toda una literatura galante celebran sus méritos en letrillas, sonetos, elegías, etc.

Los mismos éxitos obtenidos por las mujeres suscitan contra ellas nuevos ataques; las «preciosas» han indispuesto a la opinión; se aplaude Les précieuses ridicules y un poco más tarde Les femmes savantes. Sin embargo, no es que Molière sea enemigo de las mujeres: lo que hace es atacar vivamente los matrimonios impuestos y exigir para la joven la libertad sentimental, y para la esposa, el respeto y la independencia. Por el contrario, Bossuet las trata con pocos miramientos en sus sermones. La primera mujer, predica, no era más que «una porción de Adán y una especie de diminutivo; y en cuanto al espíritu, la proporción era más o menos la misma». La sátira de Boileau contra las mujeres apenas es otra cosa que un ejercicio de retórica, pero suscita una protesta general: Pradon, Regnard, Perrault replican fogosamente. La Bruyère y Saint-Évremond se muestran favorables a las mujeres. El feminista más decidido de la época es Poulain de la Barre, que publica en 1673 una obra de inspiración cartesiana, De l'égalité des deux sexes. Estima que, siendo los hombres más fuertes, han favorecido a su sexo por doquier, y que las mujeres aceptan por costumbre esta dependencia. Jamás han tenido su oportunidad; han carecido de libertad y de instrucción. Así, pues, no sería justo juzgarlas de acuerdo con lo que han hecho en el pasado. Nada indica que sean inferiores al hombre. La anatomía revela diferencias, pero ninguna de ellas constituye un privilegio para el varón. Y Poulain de la Barre concluye exigiendo una sólida instrucción para las mujeres. Fontenelle escribe para ellas el Traité de la Pluralité des Mondes. Y si Fénelon, siguiendo a madame de Maintenon y al abate Fleury, se muestra muy tímido en su programa de educación, el universitario jansenista Rollin quiere, por el contrario, que las mujeres realicen estudios serios.

El siglo XVIII también se muestra dividido. En 1744, en Ámsterdam, el autor de la Controversia sobre el alma de la mujer declara que «la mujer, creada únicamente para el hombre, cesará de ser al término del mundo, porque dejará de ser útil para el objeto con que fue creada, de donde se infiere necesariamente que su alma no es inmortal». De una manera un poco menos radical, Rousseau, que se hace aquí intérprete de la burguesía, consagra la mujer a su marido y a la maternidad. «Toda la educación de la mujer debe ser relativa al hombre... La mujer está hecha para ceder al hombre y para soportar sus injusticias», afirma. Sin embargo, el ideal democrático e individualista del siglo XVIII es favorable a las mujeres, que para la mayoría de los filósofos son seres humanos iguales a los del sexo fuerte. Voltaire denuncia la injusticia de su suerte. Diderot considera que su inferioridad ha sido en gran parte hecha por la sociedad. «¡Mujeres, os compadezco!», escribe. Considera que: «En todas las costumbres, la crueldad de las leyes civiles se ha concitado con la crueldad de la Naturaleza contra las mujeres, que han sido tratadas como seres imbéciles.» Montesquieu estima, paradójicamente, que las mujeres deberían estar subordinadas al hombre en la vida del hogar, pero que todo las dispone para una acción política. «Es contrario a la razón y la Naturaleza que las mujeres sean amas de casa... No lo es que gobiernen un imperio.» Helvecio sostiene que es lo absurdo de su educación lo que crea la inferioridad de la mujer, y D'Alambert comparte esa opinión. En una mujer, madame de Ciray, se ve apuntar tímidamente un feminismo económico. Mas, aparte de Mercier en su Tableau de Paris, apenas hay otro que se indigne ante la miseria de las obreras y que aborde así la cuestión fundamental del trabajo femenino. Condorcet quiere que las mujeres tengan acceso a la vida política. Las considera como iguales al hombre y las defiende contra los ataques clásicos: «Se ha dicho que las mujeres... carecían de un adecuado sentimiento de la justicia, que más bien obedecían a sus sentimientos que a su conciencia... (Pero) la educación y la existencia social son las causantes de esa diferencia, no la Naturaleza.» Y en otro lugar: «Cuanto más esclavizadas han sido las mujeres por las leyes, más peligroso ha sido su imperio... Ese imperio disminuiría si las mujeres tuviesen menos interés en conservarlo, si dejase de ser para ellas el único medio de defenderse y escapara la opresión.»

El segundo sexo
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