239, y las dos mujeres dieron a luz el mismo día. Las dos amigas decidieron concebir el mismo día su siguiente hijo, y la señora Smith comenzó sin inquietud su nuevo embarazo. Pero, en el curso del tercer mes, su amiga tuvo que marcharse de la ciudad; el día en que lo supo, la señora Smith sufrió un aborto. Nunca pudo tener otro hijo; el recuerdo de su madre pesaba demasiado sobre ella.
Una relación no menos importante es la que la mujer sostiene con el padre de su hijo. Una mujer ya madura, independiente, puede querer un hijo que solamente le pertenezca a ella: he conocido a una cuyos ojos se encendían a la vista de un varón hermoso, no por deseo sensual, sino porque juzgaba sus cualidades de garañón; son estas amazonas maternales las que saludan con entusiasmo el milagro de la inseminación artificial. Si el padre del niño comparte sus vidas, ellas le niegan todo derecho sobre su progenie, y procuran —como la madre de Paul en Amants et fils— formar con su pequeño una pareja cerrada. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la mujer necesita un apoyo masculino para aceptar sus nuevas responsabilidades; solo si un hombre se consagra a ella, se consagrará ella, a su vez, gozosamente al recién nacido.
Cuanto más infantil y tímida sea, más urgente será esa necesidad. Así, H. Deutsch cuenta la historia de una muchacha que se casó a los quince años con un muchacho de dieciséis que la había dejado encinta. De niña, siempre había amado a los bebés y había ayudado a su madre en los cuidados que esta prodigaba a sus hermanos y hermanas. Pero una vez que ella misma fue madre de dos niños, se sintió presa de pánico. Exigía que su marido permaneciese incesantemente a su lado, y él tuvo que buscar un trabajo que le permitiese estar en casa largas horas. Vivía la joven en un estado de constante ansiedad, exagerando las disputas de los niños, dando excesiva importancia a los menores incidentes de sus jornadas. Multitud de jóvenes madres piden así ayuda a sus respectivos maridos, a quienes a veces echan del hogar abrumándolos con sus preocupaciones. H. Deutsch cita otros casos curiosos, entre ellos el siguiente:
Una joven casada se creyó encinta, y ello la hizo extraordinariamente feliz; separada de su marido a causa de un viaje, tuvo una aventura muy breve, que aceptó precisamente porque, colmada por su maternidad, ninguna otra cosa le parecía tener la menor importancia; de regreso al lado de su marido, supo un poco más tarde que, en verdad, se había engañado respecto a la fecha de la concepción: esta databa del momento de su viaje. Cuando hubo nacido el niño, la joven se preguntó súbitamente si sería hijo de su marido o de su amante ocasional; se volvió incapaz de experimentar ningún sentimiento respecto al hijo deseado; angustiada y desdichada, recurrió a un psiquiatra, y solo consiguió interesarse por su hijo cuando decidió considerar a su marido como el padre del recién nacido.
La mujer que ama a su marido amoldará frecuentemente sus sentimientos a los que experimente él: acogerá el embarazo y la maternidad con alegría o mal humor, según que él se sienta orgulloso o importunado por ello. A veces el hijo es deseado con objeto de que consolide una unión, un matrimonio, y el afecto que en él deposite la madre dependerá del éxito o el fracaso de sus planes. Si lo que siente con respecto al marido es hostilidad, la situación es diferente: puede consagrarse ásperamente al hijo cuya posesión le niega al padre, o, por el contrario, puede mirar con odio al vástago del hombre detestado. La señora H. N., cuya noche de bodas hemos relatado de acuerdo con la descripción de Stekel, quedó inmediatamente encinta, y durante toda su vida detestó a la pequeña concebida en el horror de aquella brutal iniciación. Se ve también en el Diario de Sofía Tolstoi que la ambivalencia de sus sentimientos con respecto a su marido se refleja en su primer embarazo. Escribe así:
Este estado me resulta insoportable física y moralmente. Físicamente, estoy enferma de continuo, y moralmente experimento un tedio, un vacío y una. angustia terribles. Además, para Liova, he dejado de existir... No puedo darle ninguna dicha, puesto que estoy encinta.
El único placer que encuentra en tal estado es de carácter masoquista: sin duda ha sido el fracaso de sus relaciones amorosas el que le ha comunicado una infantil necesidad de autocastigo.
Desde ayer estoy rotundamente enferma y temo tener un aborto. Este dolor en el vientre me procura incluso un goce. Sucede como cuando era niña y había cometido una tontería: mamá me perdonaba, pero yo no. Me pinchaba o me pellizcaba fuertemente la mano, hasta que el dolor se hacía intolerable. Con todo, lo soportaba y hallaba en ello un inmenso placer... Cuando... haya venido el niño, eso volverá a empezar... ¡Es repugnante! Todo me parece fastidioso. ¡Cuán tristemente suenan las horas! Todo es tan lúgubre... ¡Ah, si Liova...!
Pero el embarazo es, sobre todo, un drama que se representa en el interior de la mujer; ella lo percibe a la vez como un enriquecimiento y una mutilación; el feto es una parte de su cuerpo y es también un parásito que la explota; ella lo posee y también es poseída por él; ese feto resume todo el porvenir, y, al llevarlo en su seno, la mujer se siente vasta como el mundo; pero esa misma riqueza la aniquila, tiene la impresión de no ser ya nada. Una existencia nueva va a manifestarse y a justificar su propia existencia, por lo cual se siente orgullosa; pero también se siente juguete de fuerzas oscuras, es zarandeada, violentada. Lo que de singular hay en la mujer encinta es que, en el momento mismo en que su cuerpo se trasciende, es captado como inmanente: se repliega sobre sí mismo en las náuseas y el malestar; cesa de existir para él solo, y es entonces cuando se hace más voluminoso que jamás lo haya sido. La trascendencia del artesano, del hombre de acción, está ocupada por una subjetividad; pero en la futura madre la oposición entre sujeto y objeto queda abolida: ella forma con ese niño de que está henchida una pareja equívoca a quien la vida sumerge; prendida en las redes de la Naturaleza, es planta y bestia, una reserva de coloides, una incubadora, un huevo; asusta a los niños de cuerpo egoísta y hace reír socarronamente a los jóvenes, porque es un ser humano, consciente y liberado, que se ha convertido en pasivo instrumento de la vida. Habitualmente la —,ida no es más que una condición de la existencia; en la gestación aparece como creadora; pero es la suya una extraña creación, que se realiza en la contingencia y la ficción. Hay mujeres para quienes las alegrías del embarazo y la lactancia son tan intensas, que quieren repetirlas indefinidamente; tan pronto como destetan al bebé, se sienten frustradas. Esas mujeres, que son «ponedoras» antes que madres, buscan ávidamente la posibilidad de enajenar su libertad en provecho de su carne: su existencia les parece tranquilamente justificada por la pasiva fertilidad de su cuerpo. Si la carne es pura inercia, no puede encarnar, ni siquiera bajo una forma degradada, la trascendencia; es pereza y tedio, pero, desde que germina, se hace cepa, fuente, flor; se supera, es movimiento hacia el porvenir al mismo tiempo que una presencia densa. La separación que ha sufrido la mujer en otro tiempo, en el momento de su destete, queda compensada; está de nuevo sumergida en la corriente de la vida, reintegrada al todo, eslabón en la cadena sin fin de las generaciones, carne que existe por y para otra carne. La fusión buscada en los brazos del varón y que es rehusada tan pronto como acordada, la realiza la madre cuando siente al niño en su pesado vientre o cuando lo aprieta contra sus senos henchidos. Ya no es un objeto sometido a un sujeto; tampoco es un sujeto angustiado por su libertad, sino esa realidad equívoca que se llama vida. Por fin, su cuerpo es de ella, puesto que es del hijo que le pertenece. La sociedad le reconoce su posesión y la reviste, además, de un carácter sagrado. El seno, que antes era un objeto erótico, puede exhibirlo ahora, porque es fuente de vida, hasta el punto de que hay cuadros piadosos que nos muestran a la Virgen Madre descubriéndose el pecho para suplicar a su Hijo que salve a la Humanidad. Enajenada en su cuerpo y en su dignidad social, la madre tiene la sosegante ilusión de sentirse un ser en sí misma, un valor perfectamente logrado.
Pero solo es una ilusión. Porque ella no hace verdaderamente al niño: este se hace en ella; su carne engendra solamente carne: es incapaz de fundar una existencia que tendrá que fundarse a sí misma; las creaciones que emanan de la libertad plantean el objeto como valor y lo revisten de una necesidad: en el seno materno, el niño está injustificado, no es todavía más que una proliferación gratuita, un hecho bruto, cuya contingencia es simétrica a la de la muerte. La madre puede tener sus razones para querer un hijo, pero no podría dar a ese otro que va a ser mañana sus propias razones de ser; ella lo engendra en la generalidad de su cuerpo, no en la singularidad de su existencia. Así lo comprende la heroína de Colette Audry, cuando dice:
Jamás había pensado que pudiera dar un sentido a mi vida... Su ser había germinado en mí y yo había tenido que llevarlo a feliz término, sucediera lo que sucediese, hasta el final, sin poder apresurar las cosas, ni siquiera aunque él hubiera estado en trance de perecer. Luego, había estado allí, nacido de mí; se asemejaba así a la obra que hubiera podido hacer en mi vida... Pero, en definitiva, no lo era