258.

Le placía representar el papel de consejera con la mujer de más edad:

En las tardes calurosas, bajo el toldo del balcón, Marco se ocupaba de su ropa blanca. Cosía mal, pero con cuidado, y a mí me envanecían los consejos que le daba... «No hay que poner cinta azul celeste en las camisas, el rosa hace más bonito en la ropa blanca y junto a la piel.» No tardé en darle otros que se referían a los polvos de arroz, al color de su barra de labios, al duro trazo de lápiz con que rodeaba el bello dibujo de sus párpados. «¿Usted cree? ¿Usted cree?», decía ella. Mi reciente autoridad no flaqueaba. Tomaba el peine, abría una pequeña y graciosa brecha en su flequillo, me mostraba experta en el arte de iluminar su mirada, de encender una roja aurora en sus pómulos, cerca de las sienes.

Un poco más adelante, nos muestra a Marco en el momento en que se apresta a enfrentarse con un joven al que quisiera conquistar:

... Quería enjugarse los ojos húmedos, pero yo se lo impedí.

—Déjeme hacer a mí.

Sirviéndome de los dos pulgares, le alcé hacia la frente los párpados superiores, para que ambas lágrimas, prestas a derramarse, se reabsorbiesen y el sombreado de las pestañas no se fundiese a su contacto.

—¡Ajajá! Espere, todavía no he terminado.

Retoqué todos sus rasgos. Le temblaba un poco la boca. Se dejó hacer pacientemente, suspirando como si la estuviese curando. Para terminar, cargué la borla que llevaba en el bolso con un polvo más sonrosado. Ni una ni otra pronunciamos palabra.

—...Suceda lo que suceda —le dije—, no llore. A ningún precio, se deje vencer por las lágrimas.

... Ella se pasó la mano entre el flequillo y la frente.

—Debí comprar el sábado pasado aquel vestido negro que vi en casa del revendedor... Dígame, ¿podría prestarme unas medias finas? A esta hora, ya no tengo tiempo para nada.

—¡Pues claro que sí!

—Muchas gracias. ¿Qué le parece una flor para iluminar mi vestido? No, nada de flores. ¿Es verdad que el perfume de lirio ha pasado de moda? Me parece que tendría que preguntarle un montón de cosas, un verdadero montón...

Y en otro de sus libros, Le toutounier, Colette ha evocado ese anverso de la vida de las mujeres. Tres hermanas desdichadas o inquietas por sus amores se reúnen todas las noches alrededor del viejo canapé de su infancia; allí se relajan, rumian las preocupaciones del día, preparan las batallas del día siguiente, gustan los efímeros placeres de un reposo cuidado, de un buen sueño, de un baño caliente, de una crisis de lágrimas; apenas hablan, pero cada una crea para las otras una especie de nido; y todo cuanto pasa entre ellas es verdadero.

Para algunas mujeres, esa intimidad frívola y cálida es más preciosa que la grave pompa de las relaciones con los hombres. En otra mujer es donde la narcisista encuentra, como en los tiempos de su adolescencia, un doble privilegiado; en sus ojos atentos y competentes es donde podrá admirar su vestido bien cortado, su hogar refinado. Por encima del matrimonio, la amiga íntima sigue siendo un testigo de excepción: también puede continuar apareciendo como un objeto deseable, deseado. Ya hemos dicho que en casi todas las jóvenes existen tendencias homosexuales: los abrazos, a veces torpes, del marido no las borran; de ahí proviene esa dulzura sensual que la mujer conoce junto a sus semejantes y que no tiene equivalente en los hombres normales. Entre las dos amigas, el apego sensual puede sublimarse en una sentimentalidad exaltada o traducirse en caricias difusas o precisas. Sus abrazos pueden ser también solamente un juego que distraiga sus ocios —tal es el caso de las mujeres del harén, cuya principal preocupación consiste en matar el tiempo— o pueden adquirir una importancia primordial.

Es raro, empero, que la complicidad femenina se eleve hasta el rango de una verdadera amistad; las mujeres se sienten más espontáneamente solidarias que los hombres, pero en el seno de esa solidaridad no se trasciende cada una hacia la otra: juntas, se vuelven hacia el mundo masculino, cuyos valores desean acaparar cada una para si. Sus relaciones no se construyen sobre su singularidad, sino que se viven inmediatamente en la generalidad: y por ahí se introduce enseguida un elemento de hostilidad. Natacha259, que amaba tiernamente a las mujeres de su familia porque podía exhibir ante sus ojos las cunas de sus bebés, experimentaba, no obstante, celos con respecto a ellas: en cada una podía encarnarse la mujer a los ojos de Pedro. El entendimiento entre mujeres proviene de que se identifican unas a otras: mas, por eso mismo, cada una se opone a su compañera. Un ama de casa tiene con su doncella relaciones mucho más íntimas que un hombre —a menos que sea pederasta— tiene jamás con su ayuda de cámara o su chófer; ellas intercambian confidencias y, de vez en cuando, se hacen cómplices; pero también hay entre ellas una rivalidad hostil, ya que la señora de la casa, descargándose de la ejecución del trabajo, quiere asegurarse la responsabilidad y el mérito del mismo; quiere considerarse irreemplazable, indispensable. «En cuanto falto yo, todo va manga por hombro.» Procura ásperamente sorprender en falta a la criada; si esta cumple demasiado bien sus deberes, la otra ya no puede conocer el orgullo de sentirse única. De igual modo, se irrita sistemáticamente contra las institutrices, gobernantas, nodrizas y niñeras que se ocupan de su progenie, contra los familiares y las amigas que le echan una mano en sus tareas; da como pretexto que no respetan «su voluntad», que no se conducen de acuerdo con «sus ideas»; la verdad es que no tiene ni voluntad ni ideas propias; lo que la irrita, por el contrario, es que otras desempeñen sus funciones exactamente de la misma manera que las hubiera desempeñado ella. Esa es una de las fuentes principales de todas las discusiones familiares y domésticas que envenenan la vida del hogar: cada mujer exige tanto más ásperamente ser la soberana cuanto que no dispone de ningún medio para que se reconozcan sus singulares méritos. Pero es sobre todo en el terreno de la coquetería y el amor donde cada una ve en la otra una enemiga; ya he señalado esta verdad con respecto a las jóvenes, verdad que se perpetúa a menudo durante toda la vida. Hemos visto que el ideal de la elegante, de la mundana, consiste en una valoración absoluta; sufre por no sentir nunca una aureola en torno a su cabeza; pero le resulta odioso percibir el más tenue halo alrededor de otra frente; todos los sufragios que otra recoge, se los roba a ella; y ¿qué es un absoluto que no sea único? Una enamorada sincera se contenta con verse glorificada en un corazón, y no envidiará a sus amigas sus éxitos superficiales; pero se siente en peligro en su mismo amor. El hecho es que el tema de la mujer engañada por su mejor amiga no es solamente un tópico literario; cuanto más amigas son dos mujeres, más peligrosa se vuelve su dualidad. La confidente es invitada a ver por los ojos de la enamorada, a sentir con su corazón, con su carne, y se siente atraída por el amante, fascinada por el hombre que seduce a su amiga; se cree lo bastante protegida por su lealtad para dejarse llevar por sus sentimientos; también la irrita no representar más que un papel inesencial, y pronto está dispuesta a ceder, a ofrecerse. Prudentes, muchas mujeres, tan pronto como se enamoran, evitan a las «amigas íntimas». Esta ambivalencia apenas permite a las mujeres descansar en sus sentimientos recíprocos. La sombra del varón pesa siempre abrumadoramente sobre ellas. Incluso cuando no hablan de él, puede aplicársele el verso de Saint-John Perse:

Y nadie nombra al sol, mas su poder está entre nosotros.

Juntas se vengan de él, le tienden trampas, le maldicen, le insultan: pero le esperan. Mientras se estanquen en el gineceo, se bañarán en la contingencia, en la insipidez y el tedio; esos limbos han conservado un poco del calor del seno materno: pero son limbos. La mujer solo se demora en ellos con placer a condición de dar por descontado que pronto emergerá de ellos. Así, no se complace con la humedad del cuarto de baño más que imaginándose el salón iluminado donde enseguida hará su entrada. Las mujeres son unas para otras camaradas de cautiverio, se ayudan a soportar su prisión, incluso a preparar su evasión: pero el libertador vendrá del mundo masculino.

Para la inmensa mayoría de las mujeres, este mundo, después del matrimonio, conserva todo su esplendor; solamente el marido pierde su prestigio; la mujer descubre que la pura esencia del hombre se ha degradado en él: sin embargo, no por eso deja de ser el hombre la verdad del universo, la suprema autoridad, lo maravilloso, la aventura, el amo, la mirada, la presa, el placer, la salvación; todavía encarna la trascendencia, es la respuesta a todas las preguntas. Y la esposa más leal no consiente jamás del todo en renunciar a él para encerrarse en un lúgubre tête-a-tête con un individuo contingente. Su infancia le ha legado la imperiosa necesidad de un guía; si el marido no logra desempeñar ese papel, ella se vuelve hacia otro hombre. A veces, el padre, un hermano, un tío, un deudo, un viejo amigo, ha conservado su antiguo prestigio: será en él en quien se apoyará. Hay dos categorías de hombres a quienes su profesión destina a convertirse en confidentes y mentores: los sacerdotes y los médicos. Los primeros tienen la gran ventaja de que no se hacen pagar sus consultas; el confesonario los entrega sin defensa a la charlatanería de las devotas; procuran sustraerse cuanto les es posible a las «chinches de sacristía», a las «ranas del agua bendita»; pero deber suyo es dirigir su grey por los caminos de la moral, deber tanto más urgente cuanto que las mujeres van adquiriendo mayor importancia social y política, y la Iglesia se esfuerza por hacer de ellas su instrumento. El «director espiritual» dicta a su penitente sus opiniones políticas, gobierna su voto; y muchos maridos se han irritado al ver que se inmiscuía en su vida conyugal: a él corresponde definir las prácticas que en el secreto de la alcoba son lícitas o ilícitas; se interesa por la educación de los hijos; aconseja a la mujer respecto al conjunto de las actitudes que mantiene con su marido; la que siempre ha saludado a un dios en el hombre, se arrodilla con delicia a los pies del varón que es el sustituto terrestre de Dios. El médico está mejor defendido en este sentido, puesto que exige emolumentos; puede cerrar la puerta a clientes demasiado indiscretas; pero es el blanco de persecuciones más precisas, más obstinadas; las tres cuartas partes de los hombres a quienes persiguen las erotómanas, son médicos; desnudar el cuerpo delante de un hombre representa para muchas mujeres un gran placer exhibicionista.

Conozco algunas mujeres —dice Stekel— para quienes su única satisfacción consiste en hacerse examinar por un médico que les sea simpático. Particularmente entre las solteronas es donde se encuentra un gran número de enfermas que van a ver al médico para que las examine «muy cuidadosamente», a causa de unas pérdidas sin importancia o de cualquier trastorno intrascendente. Otras sufren la fobia del cáncer o de las infecciones (por los W.C.), y esas fobias les dan el pretexto para hacerse examinar.

Cita, entre otros, los dos casos siguientes:

Una solterona, B. V., de cuarenta y tres años de edad, rica, va a ver a un médico una vez cada mes, después de sus reglas, y solicita un examen muy cuidadoso, porque cree que algo no marcha bien. Todos los meses cambia de médico y cada vez representa la misma comedia. El médico le pide que se desvista y se eche en la mesa o en un diván. Ella se niega, alegando que es demasiado púdica, que no quiere hacer semejante cosa, que va contra la Naturaleza... El médico la fuerza o la persuade dulcemente, hasta que, por fin, ella se desnuda, explicándole que es virgen y que no debe hacerle daño. El médico le promete hacerle una palpación rectal. A menudo el orgasmo se produce durante el examen del médico, y se repite, intensificado, durante la palpación rectal. La mujer se presenta siempre bajo nombre falso y paga en el acto... Confiesa que ha mantenido la esperanza de ser violada por un médico...

La señora L. M., de treinta y ocho años, casada, me dice que es completamente insensible al lado de su marido. Viene para hacerse examinar. Después de solo dos sesiones, me confiesa que tiene un amante. Pero este no lograba provocar su orgasmo. Solamente lo conseguía haciéndose examinar por un ginecólogo. (¡Su padre lo era!) Cada dos o tres sesiones, aproximadamente, se sentía presa de la necesidad de ir en busca de un médico para solicitar un examen. De vez en cuando, exigía un tratamiento, y esas eran las épocas más felices. La última vez, un ginecólogo le había aplicado un largo masaje a causa de un pretendido descenso de la matriz. Cada masaje le había provocado varios orgasmos. Ella explica su pasión por esos exámenes como una consecuencia de la primera palpación, que le habla procurado el primer orgasmo de su vida...

La mujer se imagina fácilmente que el hombre ante quien se ha descubierto ha quedado impresionado por su encanto físico o la belleza de su alma, y así se persuade, en los casos patológicos, de que es amada por el médico o el sacerdote. Incluso en el caso de que sea normal, tiene la impresión de que entre ella y él existe un lazo sutil, y se complace en una obediencia respetuosa; por lo demás, a veces encuentra en ello una seguridad que la ayuda a aceptar su vida.

Hay mujeres, sin embargo, que no se contentan con apoyar su existencia sobre una autoridad moral: tienen también necesidad de una exaltación novelesca en el seno de esa existencia. Si no quieren engañar ni abandonar a su marido, recurrirán a la misma maniobra que la joven a quien asustan los varones, es decir, a pasiones imaginarias. Stekel ofrece varios ejemplos de ello260:

Una mujer casada, muy decente, de la mejor sociedad, se queja de estados nerviosos y depresiones. Una noche, en la ópera, se da cuenta de que está locamente enamorada del tenor. Se siente profundamente agitada al escucharle. Se convierte en una ferviente admiradora del cantante. No falta a ninguna representación, compra su fotografía, sueña con él, incluso le envía un ramo de rosas con una dedicatoria: «De una desconocida agradecida.» Hasta se decide a escribirle una carta (igualmente firmada por «una desconocida»). Pero se mantiene a distancia. Se le presenta la ocasión de trabar conocimiento con el cantante. Pero sabe instantáneamente que no irá. No quiere conocerle de cerca. No tiene necesidad de su presencia. Es dichosa de amar con entusiasmo y seguir siendo una esposa fiel.

Una dama se entregaba al culto de Kainz, actor muy célebre de Viena. Había instalado en su apartamento una habitación destinada a Kainz, con innumerables retratos del gran artista. En un rincón había toda una biblioteca dedicada a Kainz. Todo cuanto había podido coleccionar: libros, folletos, revistas o periódicos que hablasen de su héroe estaba cuidadosamente conservado, así como una colección de programas de teatro, estrenos o jubileos de Kainz. El tabernáculo era una fotografía firmada por el gran artista. Cuando su ídolo murió, aquella mujer llevó luto durante un año y emprendió largos viajes para escuchar conferencias sobre Kainz. El culto a Kainz había inmunizado su erotismo y su sensualidad.

Está en el recuerdo de todos el torrente de lágrimas con que fue acogida la muerte de Rodolfo Valentino. Tanto las mujeres casadas como las solteras rinden culto a los héroes del cine. Son a veces sus imágenes las que evocan cuando se entregan a placeres solitarios o cuando, en los abrazos conyugales, conjuran fantasmas; sucede también que a menudo estos resucitan bajo la figura de un abuelo, un hermano, un profesor, etc., algún recuerdo infantil.

Sin embargo, hay también en el entorno de la mujer hombres de carne y hueso; tanto si está sexualmente satisfecha, como si es frígida o está frustrada —salvo en el caso muy raro de un amor completo, absoluto, exclusivo—, la mujer concede el mayor valor a sus opiniones. La mirada demasiado cotidiana de su marido no logra animar su imagen; necesita que ojos todavía llenos de misterio la descubran también a ella como un misterio; necesita una conciencia soberana enfrente que recoja sus confidencias, revele las fotografías empalidecidas, haga existir esos hoyuelos en las mejillas, ese parpadear que es solo de ella; la mujer solo es deseable, adorable, si la desean y la adoran. Si, poco más o menos, se acomoda a su matrimonio, buscará sobre todo satisfacciones de vanidad cerca de otros hombres: los invita a participar en el culto que se rinde a sí misma; seduce, agrada, le satisface soñar con amores prohibidos y pensar: «Si yo quisiera...»; prefiere encantar a numerosos adoradores antes que atraerse profundamente a uno; más ardiente y menos hosca que la joven, su coquetería exige a los varones que la confirmen en la conciencia de su valer y de su poder; con frecuencia se muestra tanto más atrevida cuanto que está anclada en su hogar; habiendo logrado conquistar a un hombre, lleva el juego sin grandes esperanzas y sin grandes riesgos.

Sucede a veces que, tras un período de fidelidad más o menos largo, la mujer no se limita a ciertos galanteos y coqueterías. A menudo es por rencor por lo que decide engañar a su marido. Adler pretende que la infidelidad de la mujer es siempre una venganza, lo cual es ir demasiado lejos; pero el hecho es que, a menudo, cede menos a la seducción del amante que a un deseo de desafiar a su esposo: «No es el único hombre en el mundo... Hay otros a quienes puedo gustar... No soy su esclava; se cree muy listo y se deja engañar.» Es posible que el marido escarnecido conserve a los ojos de la mujer una importancia primordial; al igual que la joven toma a veces un amante como rebelión contra su madre, para quejarse de sus padres, desobedecerlos y afirmarse a sí misma, del mismo modo una mujer, a quien sus mismos rencores atan al marido, busca en el amante un confidente, un testigo que contemple su papel de víctima, un cómplice que la ayude a envilecer a su marido; le habla de este sin cesar, so pretexto de entregarlo como pasto a su desprecio; y, si el amante no desempeña bien su papel, se aleja de él con mal humor para volverse hacia su esposo o para buscar consuelo en otro amante. Con mucha frecuencia, empero, es menos el rencor que la decepción lo que la arroja en brazos de un amante; no encuentra el amor en el matrimonio; difícilmente se resigna a no conocer jamás las voluptuosidades y goces cuya espera ha encantado su juventud. Cuando el matrimonio frustra a las mujeres de toda satisfacción erótica y les niega la libertad y la singularidad de sus sentimientos, las conduce, a través de una dialéctica necesaria e irónica, al adulterio.

Desde la infancia, las preparamos para las empresas del amor —dice Montaigne—; su gracia, su acicalarse, su ciencia, su charla, su instrucción toda, no tienen más objeto que ese. Sus gobernantas no les imprimen otra cosa que el semblante del amor, aunque solo sea para hacérselo odioso mediante una continua representación...

Y más adelante, añade:

Por tanto, es una locura tratar de refrenar en las mujeres un deseo que en ellas es tan ardiente y natural.

Y Engels declara:

Con la monogamia, aparecen de manera permanente dos figuras sociales características: el amante de la mujer y el cornudo... Junto a la monogamia y el hetairismo, el adulterio se convierte en una institución social ineluctable, proscrita, rigurosamente castigada, pero imposible de suprimir.

Si los abrazos conyugales han excitado la curiosidad de la mujer sin satisfacer sus sentidos, como en L'ingénue libertine de Colette, entonces trata de terminar su educación en lechos extraños. Si su marido ha conseguido despertar su sexualidad, y no siente hacia él un apego singular, querrá gustar con otros los placeres que aquel le ha descubierto.

Algunos moralistas se han indignado por la preferencia acordada al amante, y ya he señalado el esfuerzo de la literatura burguesa para rehabilitar la figura del marido; pero es absurdo defenderlo, mostrando que a los ojos de la sociedad —es decir, de los demás hombres— tiene frecuentemente más valor que su rival: lo que aquí importa es lo que representa para la mujer. Ahora bien, hay dos rasgos esenciales que lo hacen odioso. En primer lugar, es él quien asume el ingrato papel de iniciador; las contradictorias exigencias de la virgen, que se considera a la vez violentada y respetada, le condenan inevitablemente al fracaso; permanecerá frígida para siempre entre sus brazos; junto al amante, no conoce ni las angustias de la desfloración ni las primeras humillaciones del pudor vencido; se le ahorra el traumatismo de la sorpresa: poco más o menos, sabe lo que le espera; más sincera, menos susceptible y menos ingenua que en su noche de bodas, no confunde ya el amor ideal con el apetito físico, el sentimiento con la turbación: cuando toma un amante, quiere exactamente un amante. Esta lucidez es un aspecto de su libertad de elección. Porque esa es la otra tara que pesa sobre el marido: por lo general ha sido sufrido, no elegido. O le ha aceptado con resignación, o le ha sido entregada por su familia; en todo caso, y aunque se hubiese casado con él por amor, al desposarlo, lo ha convertido en su amo; sus relaciones se han convertido en un deber, y, a menudo, se le ha presentado bajo la figura de un tirano. Sin duda, la elección de un amante está limitada por las circunstancias, pero en tales relaciones hay una dimensión de libertad; casarse es una obligación, tomar un amante es un lujo; la mujer cede, porque él la ha solicitado: está segura, si no de su amor, sí, al menos, de su deseo, ese deseo no se manifiesta para obedecer ninguna ley. El amante posee también el privilegio de no desgastar su seducción y su prestigio en los continuos roces de la vida cotidiana: se mantiene a distancia, es otro. De ese modo, la mujer tiene la impresión en sus encuentros de salir de sí misma, de acceder a nuevas riquezas: se siente otra. Y eso es lo que ante todo buscan algunas mujeres en una unión de esa clase: sentirse ocupadas, asombradas, arrancadas de sí mismas por el otro. Una ruptura deja en ellas una desesperada sensación de vacío. Janet261 cita varios casos de esas melancolías que nos muestran en profundidad lo que la mujer buscaba y hallaba en el amante:

Una mujer de treinta y nueve años, desolada por haber sido abandonada por un escritor que durante cinco años la había asociado a sus trabajos, escribe a Janet: «Tenía una existencia tan rica y era tan tiránico, que solo podía ocuparme de él y no podía pensar en otra cosa.»

Otra, de treinta y un años de edad, había caído enferma como consecuencia de una ruptura con su amante, a quien adoraba. «Quisiera ser un tintero de su mesa de trabajo, para verle y oírle», escribe. Y luego, explica: «Sola, me aburro; mi marido no hace trabajar mi cabeza lo suficiente; no sabe nada, no me enseña nada, no me asombra en absoluto... Solo tiene sentido común, y eso me abruma.» Del amante, por el contrario, escribía: «Es un hombre asombroso; jamás le he conocido con un minuto de turbación, de emoción, de alegría, de dejarse ir, siempre dueño de sí mismo, crítico, siempre frío, hasta el punto de hacerle a una morir de pena. Además de todo eso, su actitud descarada, su sangre fría, su finura de espíritu, su vivacidad de inteligencia me hacían perder la cabeza...»

Hay mujeres que solo gustan esa sensación de plenitud y gozosa excitación en los primeros momentos de una unión ilícita; si el amante no les procura inmediatamente el placer —lo cual sucede con frecuencia la primera vez, ya que los interesados se hallan intimidados y están mal adaptados el uno al otro—, sienten con respecto a él rencor y repugnancia; estas «Mesalinas» multiplican las experiencias y dejan a un amante tras otro. Mas también sucede que la mujer, ilustrada por el fracaso conyugal, es siente atraída esta vez por el hombre que precisamente le conviene y se establece entre ellos una unión duradera. A menudo, le gustará porque es un tipo de hombre radicalmente opuesto al de su esposo. Sin duda, fue el contraste que ofrecía Sainte-Beuve con Victor Hugo lo que sedujo a Adèle. Stekel cita el caso siguiente:

La señora P. H. está casada desde hace ocho años con un miembro de una sociedad de atletismo. Acude a una clínica ginecológica para consultar una ligera salpingitis, quejándose de que su marido no la deja tranquila... y solamente experimenta dolor. El hombre es rudo y brutal. Termina por tomar una amante, cosa que a la mujer la hace feliz. Quiere divorciarse, y, en el bufete del abogado, conoce a un secretario que es el polo opuesto de su marido. Un hombre delgado, frágil, endeble, pero sumamente amable y dulce. Se hacen íntimos; el hombre busca su amor y le escribe tiernas epístolas y tiene con ella mil delicadas atenciones. Ambos descubren intereses espirituales comunes... El primer beso hace desaparecer la anestesia de ella... La potencia relativamente débil de aquel hombre provoca los más intensos orgasmos en la mujer... Después del divorcio, se casaron y vivieron muy felices... El llegaba a producirle el orgasmo solamente con sus besos y caricias. ¡Y era la misma mujer a quien su marido extraordinariamente potente acusaba de frigidez!

No todas las uniones de esta índole terminan así, como en un cuento de hadas. Al igual que la joven sueña con un libertador que la arranque del hogar paterno, sucede también que la mujer espera que el amante la libere del yugo conyugal: es un tema frecuentemente explotado el del ardiente enamorado que se hiela y huye tan pronto como su amante empieza a hablar de matrimonio; a menudo ella se siente herida por sus reticencias, y esas relaciones, a su vez, se ven deterioradas por el rencor y la hostilidad. Si una unión de esa clase se estabiliza, termina con frecuencia por adquirir un carácter familiar, conyugal; vuelve a encontrarse en ella el tedio, los celos, la prudencia, la astucia, todos los vicios del matrimonio. Y la mujer sueña con otro hombre que la arranque de aquella rutina.

Por lo demás, el adulterio reviste características muy diferentes, según las costumbres y las circunstancias. La infidelidad conyugal todavía aparece en nuestra civilización, donde perviven las tradiciones patriarcales, como mucho más grave en el caso de la mujer que en el del hombre:

¡Inicua estimación de los vicios! —clama Montaigne—. Crearnos y emponzoñamos los vicios, no según la Naturaleza, sino de acuerdo con nuestro interés, por donde toman tantas formas desiguales. La aspereza de nuestros decretos hace que la aplicación de las mujeres a ese vicio sea más áspera y viciosa de lo que atañe a su condición y la compromete a consecuencias peores que su causa.

Ya se han visto las razones originarias de esta severidad: el adulterio de la mujer, al introducir en la familia al hijo de un extraño, amenaza con dejar frustrados a los legítimos herederos; el marido es el amo; la esposa, su propiedad. Los cambios sociales, la práctica del control de la natalidad, han despojado a esos motivos de mucha de su fuerza. Pero la voluntad de mantener a la mujer en estado de dependencia perpetúa las prohibiciones con que todavía se la rodea. A menudo las interioriza; cierra los ojos ante las calaveradas conyugales, sin que su religión, su moral y su «virtud» le permitan pensar en ninguna reciprocidad. El control ejercido por su entorno —en particular en los pueblos pequeños, tanto del Viejo como del Nuevo Mundo— es mucho más severo que el que pesa sobre el marido: este sale más, viaja, y sus extravíos son tolerados con más indulgencia; ella se arriesga a perder su reputación y su posición de mujer casada. Con frecuencia se han descrito los ardides de que se vale la mujer para burlar esa vigilancia: conozco un pueblecito portugués, de una severidad anticuada, donde las jóvenes no salen si no van acompañadas por la suegra o una cuñada; pero el peluquero alquila unas habitaciones situadas encima de su salón; entre el «marcado» y el retoque final, los amantes se abrazan apresuradamente. En las grandes ciudades, las mujeres tienen muchos menos carceleros: pero la antigua práctica «de cinco a siete» apenas permitía tampoco que los sentimientos ilegítimos se desarrollasen felizmente. Apresurado, clandestino, el adulterio no crea relaciones humanas y libres; las mentiras que implica terminan por negar toda dignidad a las relaciones conyugales.

En muchos medios, las mujeres han conquistado hoy, parcialmente, su libertad sexual. Mas todavía es para ellas un difícil problema conciliar su vida conyugal con satisfacciones eróticas. Al no implicar el matrimonio, por lo general, el amor físico, parecería razonable disociar francamente el uno del otro. Se admite que el hombre puede ser un excelente marido y, no obstante, infiel: sus caprichos sexuales no le impiden, en efecto, llevar amistosamente con su mujer la empresa de una vida en común; esa amistad será incluso tanto más pura, menos ambivalente, cuanto que no representa una cadena. Podría admitirse que las cosas sucediesen de igual modo en lo tocante a la esposa; a menudo ella desea compartir la existencia de su marido, crear con él un hogar para sus hijos y, no obstante, conocer los abrazos de otros hombres. Son los compromisos de prudencia y de hipocresía los que hacen degradante el adulterio; un pacto de libertad y sinceridad aboliría una de las taras del matrimonio. Sin embargo, hay que reconocer que hoy la irritante fórmula que sugirió la Francillon de Alejandro Dumas hijo: «Para la mujer no es lo mismo», conserva cierta verdad. La diferencia no tiene. nada de natural. Se pretende que la mujer tiene menos necesidad de actividad sexual que el hombre: nada hay menos seguro que eso; las mujeres reprimidas son esposas desabridas, madres sádicas, amas de casa maniáticas, criaturas desdichadas y peligrosas; en todo caso, aunque la necesidad de satisfacer sus deseos fuese menos frecuente, no sería ello una razón para encontrar superfluo que los satisfagan. La diferencia proviene del conjunto de la situación erótica del hombre y de la mujer tal y como la definen la tradición y la sociedad actuales. Todavía se considera el acto amoroso en la mujer como un servicio que presta al hombre, lo cual hace que este aparezca como su amo; ya hemos visto que este siempre puede tomar a una inferior, pero que ella se degrada si se entrega a un hombre que no sea su par en la sociedad; su consentimiento tiene, en todo caso, el carácter de una rendición, de una caída. Una mujer acepta frecuentemente de buen grado que su marido posea a otras mujeres: incluso la lisonjea; parece ser que Adèle Hugo veía sin pena cómo su fogoso marido llevaba sus ardores a otros lechos; algunas incluso imitan a la Pompadour y aceptan convertirse en alcahuetas262. Por el contrario, en el abrazo, la mujer se torna objeto, presa; al marido le parece que ella se ha impregnado de un extraño maná, ha dejado de ser suya, se la han robado. Y el hecho es que, en la cama, la mujer a menudo se siente, se quiere, y, por consiguiente, es dominada; el hecho es también que, a causa del prestigio viril, tiene tendencia a aprobar e imitar al varón que, habiéndola poseído, encarna a sus ojos al hombre todo entero. El marido se irrita, no sin razón, de oír en una boca familiar el eco de un pensamiento extraño: le parece un poco que ha sido él quien ha sido poseído, violado. Si madame de Charrière rompió con el joven Benjamin Constant —que, entre dos mujeres viriles, representaba el papel femenino—, fue porque no soportaba percibirle marcado por la detestada influencia de madame de Staël. En tanto la mujer se haga esclava y reflejo del hombre a quien «se da», debe reconocer que sus infidelidades la arrancan más radicalmente a su marido que las infidelidades recíprocas.

Si ella conserva su integridad, puede temer, no obstante, que el marido se haya comprometido en la conciencia del amante. Una mujer siempre está dispuesta a imaginarse que al acostarse con un hombre —aunque solo sea una vez deprisa y sobre un sofá— adquiere una superioridad sobre la esposa legítima; con mayor motivo, un hombre que cree poseer a su amante estima que juega una mala pasada al marido. Por eso, en La tendresse, de Bataille, y en Belle de jour, de Kessel, la mujer tiene buen cuidado de elegir amantes de baja condición: busca en ellos satisfacciones sensuales, pero no quiere darles preeminencia sobre un marido a quien respeta. En La condition humaine, Malraux nos muestra una pareja en la que hombre y mujer han hecho un pacto de libertad recíproca; sin embargo, cuando May cuenta a Kyo que se ha acostado con un camarada, él sufre al pensar que aquel hombre se habrá imaginado que la ha «poseído»; ha optado por respetar su independencia, porque sabe muy bien que jamás tiene uno a nadie; pero las ideas complacidas acariciadas por otro le hieren y humillan a través de May. La sociedad confunde a la mujer libre con la mujer fácil; el mismo hombre no reconoce de buen grado la libertad de la cual se aprovecha; prefiere creer que su amante ha cedido, se ha dejado arrastrar, que la ha conquistado, la ha seducido. Una mujer orgullosa puede resignarse personalmente a la vanidad de su compañero; pero le resultará odioso que un marido al que respeta soporte su arrogancia. A una mujer le resulta muy difícil obrar lo mismo que un hombre, en tanto esa igualdad no sea universalmente reconocida y concretamente realizada.

De todos modos, el adulterio, las amistades, la vida mundana, no constituyen en la vida conyugal más que diversiones; pueden contribuir a soportar sus restricciones, pero no las rebasan. No son más que falsas evasiones que en modo alguno permiten a la mujer tomar auténticamente en sus manos su propio destino.

El segundo sexo
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016_split_000.xhtml
sec_0016_split_001.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019_split_000.xhtml
sec_0019_split_001.xhtml
sec_0019_split_002.xhtml
sec_0019_split_003.xhtml
sec_0019_split_004.xhtml
sec_0019_split_005.xhtml
sec_0019_split_006.xhtml
sec_0020_split_000.xhtml
sec_0020_split_001.xhtml
sec_0020_split_002.xhtml
sec_0020_split_003.xhtml
sec_0020_split_004.xhtml
sec_0020_split_005.xhtml
sec_0020_split_006.xhtml
sec_0020_split_007.xhtml
sec_0020_split_008.xhtml
sec_0020_split_009.xhtml
sec_0020_split_010.xhtml
sec_0021_split_000.xhtml
sec_0021_split_001.xhtml
sec_0021_split_002.xhtml
sec_0021_split_003.xhtml
sec_0021_split_004.xhtml
sec_0022_split_000.xhtml
sec_0022_split_001.xhtml
sec_0022_split_002.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026_split_000.xhtml
sec_0026_split_001.xhtml
sec_0026_split_002.xhtml
sec_0026_split_003.xhtml
sec_0026_split_004.xhtml
sec_0026_split_005.xhtml
sec_0027_split_000.xhtml
sec_0027_split_001.xhtml
sec_0027_split_002.xhtml
sec_0027_split_003.xhtml
sec_0027_split_004.xhtml
sec_0027_split_005.xhtml
sec_0028_split_000.xhtml
sec_0028_split_001.xhtml
sec_0029_split_000.xhtml
sec_0029_split_001.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034_split_000.xhtml
sec_0034_split_001.xhtml
sec_0034_split_002.xhtml
sec_0034_split_003.xhtml
sec_0034_split_004.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_063.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_065.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_066.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_067.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_068.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_071.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_072.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_074.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_075.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_076.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_077.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_078.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_079.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_080.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_081.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_082.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_083.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_084.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_085.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_086.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_087.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_088.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_089.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_090.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_091.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_092.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_093.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_094.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_095.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_096.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_097.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_098.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_099.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_100.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_101.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_102.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_103.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_104.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_105.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_106.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_107.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_108.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_109.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_110.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_111.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_112.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_113.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_114.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_115.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_116.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_117.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_118.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_119.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_120.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_121.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_122.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_123.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_124.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_125.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_126.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_127.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_128.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_129.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_130.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_131.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_132.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_133.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_134.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_135.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_136.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_137.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_138.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_139.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_140.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_141.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_142.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_143.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_144.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_145.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_146.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_147.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_148.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_149.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_150.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_151.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_152.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_153.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_154.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_155.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_156.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_157.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_158.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_159.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_160.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_161.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_162.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_163.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_164.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_165.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_166.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_167.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_168.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_169.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_170.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_171.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_172.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_173.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_174.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_175.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_176.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_177.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_178.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_179.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_180.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_181.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_182.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_183.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_184.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_185.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_186.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_187.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_188.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_189.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_190.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_191.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_192.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_193.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_194.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_195.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_196.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_197.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_198.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_199.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_200.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_201.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_202.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_203.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_204.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_205.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_206.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_207.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_208.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_209.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_210.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_211.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_212.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_213.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_214.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_215.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_216.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_217.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_218.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_219.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_220.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_221.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_222.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_223.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_224.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_225.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_226.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_227.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_228.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_229.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_230.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_231.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_232.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_233.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_234.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_235.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_236.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_237.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_238.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_239.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_240.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_241.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_242.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_243.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_244.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_245.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_246.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_247.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_248.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_249.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_250.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_251.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_252.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_253.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_254.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_255.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_256.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_257.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_258.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_259.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_260.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_261.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_262.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_263.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_264.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_265.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_266.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_267.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_268.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_269.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_270.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_271.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_272.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_273.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_274.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_275.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_276.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_277.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_278.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_279.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_280.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_281.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_282.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_283.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_284.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_285.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_286.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_287.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_288.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_289.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_290.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_291.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_292.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_293.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_294.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_295.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_296.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_297.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_298.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_299.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_300.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_301.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_302.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_303.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_304.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_305.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_306.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_307.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_308.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_309.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_310.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_311.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_312.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_313.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_314.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_315.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_316.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_317.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_318.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_319.xhtml