289.

Por eso, los hombres dotados de un prestigio social y hábiles para lisonjear la vanidad femenina suscitarán grandes pasiones, aun cuando carezcan de toda seducción física. Por su elevada posición, encarnan la Ley, la Verdad: su conciencia desvela una realidad incontestada. La mujer a quien alaban se siente transformada en un tesoro inapreciable. De ahí provenía, por ejemplo, según el decir de Isadora Duncan290, el éxito de D'Annunzio:

Cuando D'Annunzio ama a una mujer, eleva su alma por encima de la Tierra hasta regiones donde se mueve y resplandece Beatriz. Consecutivamente, hace participar a cada mujer de la esencia divina, la eleva tan alto, tan alto, que ella se figura que vive realmente en el mismo plano que Beatriz... Arrojaba consecutivamente sobre cada una de sus favoritas un velo resplandeciente. Ella se elevaba por encima de los demás mortales y marchaba circundada por extraña claridad. Mas, cuando el capricho del poeta tocaba a su fin y la abandonaba por otra, el velo de luz desaparecía, la aureola se extinguía y la mujer volvía a ser barro corriente... Oírse alabada por aquella magia particular de D'Annunzio es un gozo comparable al que pudo experimentar Eva cuando oyó la voz de la serpiente en el Paraíso. D'Annunzio puede dar a cada mujer la impresión de que ella es el centro del Universo.

Solo en el amor puede conciliar armoniosamente la mujer su erotismo y su narcisismo; ya se ha visto que entre ambos sistemas hay una oposición que hace muy difícil la adaptación de la mujer a su destino sexual. Hacerse objeto carnal, presa, contradice el culto que ella se rinde: le parece que los abrazos sexuales marchitan y mancillan su cuerpo, o que degradan su alma. Por esa razón, algunas mujeres optan por la frigidez, pensando conservar así la integridad de su ego. Otras disocian las voluptuosidades animales y los sentimientos elevados. Un caso muy característico es el de la señora D. S., citado por Stekel y del que ya he hablado a propósito del matrimonio.

Frígida con un marido respetado, después de la muerte de este, conoció a un joven igualmente artista, gran músico, y se convirtió en su amante. Su amor era y es todavía tan absoluto, que solo se siente dichosa a su lado. Lother llenaba toda su vida. Pero, aun amándolo ardientemente, permanecía fría en sus brazos. Otro hombre se cruzó en su camino. Era un guardabosques forzudo y brutal que, encontrándose un día a solas con ella, la tomó simplemente, sin muchas historias. Sintiose ella tan consternada, que se dejó hacer. Pero en sus brazos experimentó el orgasmo más violento de su vida. «Entre sus brazos —dice ella— me siento revivir. Es como una embriaguez salvaje, pero seguida de una repugnancia indescriptible tan pronto como pienso en Lother. Detesto a Paul y amo a Lother. Sin embargo, Paul me satisface. En Lother, todo me atrae. Mas parece ser que me vuelvo una zorra para gozar, puesto que, como mujer de mundo, el goce me está negado.» Se niega a casarse con Paul, pero sigue acostándose con él; en esos momentos, «se transforma en otro ser y de su boca escapan palabras crudas, palabras que no se atrevería jamás a pronunciar.

Añade Stekel que «para muchas mujeres, la caída en la animalidad es la condición del orgasmo». Ven en el amor físico un envilecimiento que no podrían conciliar con sentimientos de estimación y afecto. Para otras, por el contrario, ese envilecimiento puede ser abolido por la estima, la ternura y la admiración hacia el hombre. No consienten entregarse a un hombre sino a condición de creerse profundamente amadas; una mujer necesita mucho cinismo, indiferencia u orgullo para considerar las relaciones físicas como un intercambio de placeres en que cada cual obtiene igualmente su provecho. También el hombre —y tal vez más que la mujer— se subleva contra quien pretenda explotarlo sexualmente291; pero generalmente es ella quien tiene la impresión de que su compañero la utiliza como un instrumento. Solamente una admiración exaltada puede compensar la humillación de un acto que ella considera una derrota. Ya se ha visto que el acto amoroso exige de ella una profunda enajenación; se sumerge en la languidez de la pasividad; cerrados los ojos, anónima, perdida, se siente levantada por olas, envuelta en la tormenta, sepultada en las tinieblas: noche de la carne, de la matriz, de la tumba; aniquilada, vuelve a unirse con el Todo, su yo es abolido. Pero, cuando el hombre se separa de ella, se encuentra de nuevo arrojada en la Tierra, sobre una cama, bajo la luz; vuelve a tomar un nombre, un rostro: es una vencida, una presa, un objeto. Entonces es cuando el amor se le hace necesario. Así como después del destete busca el niño la mirada tranquilizadora de sus padres, así es preciso que, por los ojos del amante que la contempla, la mujer se sienta reintegrada al Todo del cual se ha desprendido dolorosamente su carne. Raras veces se siente plenamente colmada; aun cuando haya conocido el apaciguamiento del placer, no queda definitivamente liberada del hechizo carnal; su turbación se prolonga en sentimiento; al dispensarle la voluptuosidad, el hombre la vincula a él y no la libera. Sin embargo, él ya no experimenta deseo por ella, y ella solo le perdona esta indiferencia de un momento si le ha dedicado un sentimiento intemporal y absoluto. Entonces la inmanencia del instante es superada; los recuerdos ardientes ya no son un pesar, sino un tesoro; al extinguirse, la voluptuosidad se convierte en esperanza y promesa; el goce está justificado; la mujer puede asumir gloriosamente su sexualidad, porque la trasciende; la turbación, el placer, el deseo, ya no son un estado, sino un don; su cuerpo ha dejado de ser un objeto: es un cántico, una llama. Entonces puede abandonarse apasionadamente a la magia del erotismo; la noche se convierte en luz; la enamorada puede abrir los ojos, contemplar al hombre que la ama y cuya mirada la glorifica; a través de él, la nada se convierte en plenitud de ser, y el ser se transfigura en valor; ya no zozobra en un mar de tinieblas, es levantada en alas, exaltada hacia el cielo. El abandono se torna éxtasis sagrado. Cuando recibe al hombre amado, la mujer es habitada, visitada como la Virgen por el Espíritu Santo, como el creyente por la hostia; eso explica la obscena analogía de los cánticos piadosos y de las canciones obscenas: no es que el amor místico tenga siempre un carácter sexual, pero la sexualidad de la enamorada reviste un color místico. «Mi Dios, adorado mío, mi dueño...», las mismas palabras se escapan de labios de la santa arrodillada y de la enamorada acostada en el lecho; una ofrece su carne a los dardos de Cristo, tiende las manos para recibir los estigmas, clama por la quemadura del Amor divino; la otra es también ofrenda y espera: rayos, dardos, flechas se encarnan en el sexo masculino. En ambas, el mismo sueño, el sueño infantil, el sueño místico, el sueño amoroso: existir soberanamente al abolirse en el seno del otro.

Se ha pretendido292 a veces que ese deseo de aniquilamiento conduce al masoquismo. Pero, como ya he recordado a propósito del erotismo, no se puede hablar de masoquismo más que cuando intento «hacerme fascinar a mí mismo por mi objetividad con respecto a otro»293, es decir, cuando la conciencia del sujeto se vuelve hacia el ego para captarlo en su situación humillada. Ahora bien, la enamorada no es solo una narcisista enajenada en su yo: experimenta también el apasionado deseo de desbordar sus propios límites y hacerse infinita, merced a la mediación de otro que accede a la realidad infinita. En principio se abandona al amor para salvarse, pero la paradoja del amor idólatra consiste en que, con objeto de salvarse, ella termina por negarse totalmente. Su sentimiento adopta una dimensión mística; ya no pide al dios que la admire, que la apruebe; quiere fundirse en él, olvidarse en sus brazos. «Hubiera querido ser una santa del amor —escribe madame D'Agoult—. En tales momentos de exaltación y de furor ascético, deseaba el martirio.» Lo que se desprende claramente de estas palabras es el deseo de una radical destrucción de sí misma, aboliendo las fronteras que la separan del bien amado: no se trata de masoquismo, sino de un sueño de unión extática. Es el mismo sueño que inspira estas palabras de Georgette Leblanc: «Si en esa época me hubieran preguntado qué era lo que más deseaba en el mundo, habría respondido sin vacilar: ser para su espíritu alimento y llama.»

Para realizar esa unión, lo que primero desea la mujer es servir; respondiendo a las exigencias del amante es como ella se sentirá necesaria; se integrará en la existencia de él, participará de su valor, estará justificada; hasta los místicos se complacen en creer, según palabras de Angelus Silesius, que Dios necesita del hombre; de lo contrario, el don que hacen de sí mismos sería vano. Cuanto más multiplica el hombre sus demandas, más colmada se siente la mujer. Aunque la reclusión que Victor Hugo impone a Juliette Drouet le pese mucho a la joven, se percibe que ella es dichosa obedeciéndole: permanecer sentada junto al fuego es hacer algo por la felicidad del amo. Procura con pasión serie positivamente útil. Le prepara platos exquisitos, le instala un hogar: nuestra «casita», decía ella gentilmente; ella velaba también por la conservación de su ropa.

«Quiero que manches, que desgarres todos tus trajes lo más posible, y que solamente yo sea quien los remiende y los limpie, sin intervención de nadie», le escribe.

Lee los diarios para él, recorta artículos, clasifica cartas y notas, copia manuscritos. Queda desolada cuando el poeta confía una parte de ese trabajo a su hija Léopoldine. Rasgos semejantes se encuentran en toda mujer enamorada. Si es necesario, ella misma se tiraniza en nombre del amante; es preciso que todo cuanto ella es, todo cuanto tiene, todos los instantes de su vida, le sean dedicados y encuentren así su razón de ser; no quiere poseer nada que no sea en él; y lo que la hace desdichada es que él no le pida nada, hasta el punto que un amante delicado debe inventar algunas exigencias. En principio ha buscado en el amor una confirmación de lo que era, de su pasado, de su personaje; pero también compromete en ello su porvenir: para justificarlo, ella lo destina a aquel que detenta todos los valores; así se libra de su trascendencia: la subordina a la del otro esencial de quien se hace vasalla y esclava. Con objeto de encontrarse a sí misma y de salvarse, ha empezado por perderse en él: el hecho es que, poco a poco, se pierde; toda la realidad está en el otro. El amor, que se definía al principio como una apoteosis narcisista, se realiza en los ásperos goces de una dedicación que conduce a menudo a una automutilación. En los primeros tiempos de una gran pasión, la mujer se hace más linda, más elegante que antes: «Cuando Adèle me peina, me contemplo la frente porque vos la amáis», escribe madame D'Agoult. A ese rostro, a ese cuerpo, a esa habitación, a ese yo, ella les ha encontrado una razón de ser, los mima por mediación de ese hombre amado que la ama. Sin embargo, un poco más tarde, renuncia, por el contrario, a toda coquetería; si el amante lo desea, modifica ese rostro que al principio le era más precioso que el amor mismo; se desinteresa del asunto; lo que ella es, lo que tiene, se lo entrega en feudo a su soberano; reniega de aquello que él desdeña; querría consagrarle cada palpitación de su corazón, cada gota de su sangre, la médula de sus huesos; y todo eso se traduce en un sueño de martirio: exagerar la entrega de sí misma hasta la tortura, hasta la muerte, ser el suelo que pisa el amado, no ser sino aquello que responde a su llamada. Todo cuanto es inútil para el amado, ella lo aniquila con vehemencia. Si el regalo que hace de sí misma es aceptado íntegramente, no aparece el masoquismo: se ven pocas trazas de ello en Juliette Drouet. En el exceso de su adoración, se arrodillaba a veces ante el retrato del poeta y le pedía perdón por las faltas que hubiera podido cometer, pero no se volvía con ira contra sí misma. No obstante, el deslizamiento del entusiasmo generoso a la rabia masoquista es fácil. La amante que se halla ante el amante en la misma situación de la niña ante sus padres, vuelve a encontrar también ese sentimiento de culpabilidad que conoció junto a ellos; no opta por revolverse contra él mientras le ame, y se revuelve contra sí misma. Si la ama menos de lo que ella desea, si fracasa en absorberlo, en hacerlo dichoso, en serle suficiente, todo su narcisismo se convierte en un asco, una humillación y un odio contra sí misma que la incitan a infligirse autocastigos. Durante una crisis más o menos prolongada, a veces durante toda su vida, se convertirá en víctima voluntaria, se encarnizará en atormentar a ese yo que no ha sabido satisfacer al amante. Entonces su actitud será propiamente masoquista. Pero no hay que confundir los casos en que la enamorada busca su propio sufrimiento, con objeto de vengarse de sí misma, con aquellos otros en los que se propone la confirmación de la libertad del hombre y de su poder. Es un lugar común —y, al parecer, también una verdad— que la prostituta se siente orgullosa de que le pegue su hombre, pero no es la idea de su persona azotada y esclavizada lo que la exalta, sino la fuerza, la autoridad y la soberanía del varón de quien depende; también le gusta verte maltratar a otro varón, y frecuentemente lo excita para que entable competencias peligrosas: quiere que su dueño ostente los valores reconocidos en el medio al cual pertenece. La mujer que se somete con placer a los caprichos masculinos admira también en la tiranía que se ejerce sobre ella la evidencia de una libertad soberana. Hay que considerar que si por alguna razón el prestigio del amante se derrumba, los golpes y las exigencias se harán odiosos: solo tienen valor si manifiestan la divinidad del bien amado. En este caso, es un goce embriagador sentirse presa de una libertad extraña: para lo existente, la aventura más sorprendente es la de encontrarse fundado por la voluntad diversa e imperiosa de otro; uno se cansa de morar siempre en la misma piel; la ciega obediencia es la única oportunidad de cambio radical que puede conocer un ser humano. He ahí a la mujer, esclava, reina, flor, corza, vidriera, estera, sirvienta, cortesana, musa, compañera, madre, hermana o hija, según los sueños fugaces o las órdenes imperiosas del amante: ella se pliega encantada a tales metamorfosis, tanto más cuanto que no reconoce que siempre ha conservado en los labios el gusto idéntico de la sumisión. Tanto en el plano del amor como en el del erotismo, nos parece que el masoquismo es uno de los caminos que emprende la mujer insatisfecha, decepcionada por el otro y por sí misma; pero no es la pendiente natural de una dimisión feliz. El masoquismo perpetúa la presencia del yo bajo una figura dolorida, decepcionada; el amor apunta al olvido de sí mismo en favor de un sujeto esencial.

El fin supremo del amor humano, así como el del amor místico, consiste en la identificación con el ser amado. La medida de los valores, la verdad del mundo están en su propia conciencia; por eso no basta con servirle. La mujer procura ver con los ojos de él; lee los libros que él lee, prefiere los cuadros y la música que él prefiere, no le interesan sino los paisajes que ve con él, las ideas que proceden de él; adopta sus amistades, sus enemistades, sus opiniones; cuando se pregunta, es la respuesta de él lo que se esfuerza por oír; quiere en sus pulmones el aire que ya ha respirado él; los frutos y, las flores que no recibe de sus manos carecen de sabor y de perfume; su mismo espacio odológico queda trastornado: el centro del mundo ya no es el lugar donde ella está, sino aquel en donde se halla su amado; todos los caminos parten de su casa y allí llevan. Se sirve de sus palabras, rehace sus gestos, adopta sus manías y sus tics. «Yo soy Heathcliff», dice Catherine en Cumbres borrascosas, ese es el grito de toda enamorada; es otra encarnación del amado, su reflejo, su doble: ella es él. Deja que su propio mundo se hunda en lo contingente: ella vive en el universo de él.

La dicha suprema de la enamorada consiste en que el hombre amado. la reconozca como parte de sí mismo; cuando él dice «nosotros», ella queda asociada e identificada con él, comparte su prestigio y reina con él sobre el resto del mundo; no se cansa de repetir —aun abusivamente— ese sabroso «nosotros». Necesaria a un ser que es la necesidad absoluta, que se proyecta en el mundo hacia fines necesarios y que le restituye el mundo bajo la figura de la necesidad, la enamorada conoce en su dimisión la posesión magnífica de lo absoluto. Esa certidumbre es la que le proporciona tan excelsas alegrías; se siente exaltada a la diestra del dios; poco le importa no tener más que el segundo puesto, si tiene su puesto para siempre en un universo maravillosamente ordenado. En tanto que ame, que sea amada y necesaria al amado, se sentirá plenamente justificada: saborea la paz y la felicidad. Tal fue, quizá, la suerte de la señorita Aissé junto al caballero D'Aydie, antes que escrúpulos de religión viniesen a turbar su alma, o la de Juliette Drouet a la sombra de Victor Hugo.

Sin embargo, es raro que esta gloriosa felicidad resulte estable. Ningún hombre es Dios. Las relaciones que la mística sostiene con la divina ausencia dependen de su solo fervor: pero el hombre divinizado y que no es Dios, está presente. De ahí nacerán los tormentos de la enamorada. Su destino más común está resumido en las célebres palabras de Julie de Lespinasse: «Durante todos los instantes de mi vida, amigo mío, os amo, sufro y os espero.» Desde luego, también para los hombres está ligado el sufrimiento con el amor; pero sus penas no duran mucho tiempo o no son devoradoras; Benjamín Constant quería morir por Juliette Récamier: en un año estuvo curado. Stendhal lloró durante años a Métilde, pero era el suyo un llanto que embalsamaba su vida más que la destruía. Mientras que la mujer, al asumirse como lo inesencial, al aceptar una dependencia total, se crea un infierno; toda enamorada se reconoce en la sirenita de Andersen, que, después de haber cambiado su cola de pez por unas piernas de mujer, caminaba sobre agujas y carbones encendidos. No es cierto que el hombre amado sea incondicionalmente necesario y que ella no le sea necesaria a él; el hombre no está en condiciones de justificar a aquella que se consagra a su culto, y no se deja poseer por ella.

Un amor auténtico debería asumir la contingencia del otro, es decir, sus carencias, sus limitaciones y su gratuidad original; no pretendería ser una salvación, sino una relación interhumana. El amor idólatra confiere al amado un valor. absoluto: he ahí una primera mentira que brilla ante todas las miradas extrañas: «El no merece tanto amor», cuchichean alrededor de la enamorada; la posteridad sonríe compadecida cuando evoca la lívida figura del conde Guibert. Para la mujer es una decepción desgarradora descubrir las fallas y la mediocridad de su ídolo. Colette ha aludido frecuentemente —en La vagabonde, en Mes apprentissages— a esa amarga agonía; la desilusión es más cruel todavía que la del niño que ve derrumbarse el prestigio paterno, ya que la mujer había elegido por sí misma a aquel a quien ha hecho el don de todo su ser. Incluso si el elegido es digno del más profundo apego, su verdad es terrestre: ya no es a él a quien ama la mujer arrodillada ante un ser supremo; ella es víctima de ese espíritu de lo cabal que se niega a poner los valores «entre paréntesis», es decir, a reconocer que tienen su origen en la existencia humana; su mala fe alza barreras entre ella y aquel a quien adora. Lo inciensa, se prosterna, pero no es una amiga para él, puesto que no advierte que está en peligro en el mundo, que sus proyectos y sus fines son frágiles como él mismo; al considerarlo como la ley, la Verdad, desconoce su libertad, que es vacilación y angustia. Esta negativa a aplicar al amante una medida humana explica multitud de paradojas femeninas. La mujer reclama del amante un favor, él lo concede: él es generoso, rico, magnífico; es regio, es divino; si se lo niega, helo ahí avaro, mezquino, cruel: es un ser demoníaco o bestial. Uno sentiría la tentación de objetar: si un «sí» sorprende como una soberbia extravagancia, ¿hay que asombrarse por un «no»? Si él no manifiesta un egoísmo tan abyecto, ¿por qué admirar tanto el «sí»? Entre lo sobrehumano y lo inhumano, ¿no hay sitio para lo humano?

Un dios caído no es un hombre: es una impostura; el amante no tiene otra alternativa que demostrar que verdaderamente es ese rey a quien adulan o denunciarse como usurpador. Puesto que ya no se le adora, hay que pisotearlo. En nombre de esa gloria con que ella ha nimbado la frente del amado, la enamorada le prohíbe toda flaqueza; se irrita y decepciona si no se conforma a la imagen con que le ha suplantado; si está fatigado, aturdido, si tiene hambre o sed en momentos intempestivos, si se equivoca, si se contradice, entonces ella decreta que está «por debajo de sí mismo» y le agravia por ello. Por esa pendiente llega incluso a reprocharle todas las iniciativas que ella no aprecie; juzga a su juez, y, para que él merezca seguir siendo su dueño, le niega su libertad. El culto que le rinde se satisface a veces mejor en la ausencia que en la presencia; ya hemos visto que hay mujeres que se consagran a héroes muertos o inasequibles, con objeto de no tener que compararlos nunca con seres de carne y hueso; fatalmente, estos contradicen sus sueños. De ahí provienen los slogans del desengaño: «No hay que creer en el Príncipe Azul. Los hombres no son más que unos pobres seres.» No parecerían enanos si no se les pidiera que fuesen gigantes.

Esa es una de las maldiciones que pesan sobre la mujer apasionada: su generosidad se convierte inmediatamente en exigencia. Habiéndose enajenado en otro, quiere también recuperarse: necesita anexionarse a ese otro que detenta su ser. Se da toda entera a él: pero es preciso que él esté disponible por entero para recibir dignamente ese don. Ella le dedica todos sus instantes: pero es preciso que él esté presente en cada instante; solo quiere vivir para él: pero quiere vivir, y él debe consagrarse a hacerla vivir.

«A veces os amo tontamente, y, en esos momentos, no comprendo que no podría, no sabría y no debería ser para vos un pensamiento absorbente como sois vos para mí», escribe madame D'Agoult a Liszt.

Trata de refrenar el deseo espontáneo: serlo todo para él. La misma llamada se advierte en la queja de la señorita De Lespinasse:

¡Dios mío! ¡Si supierais lo que son los días, lo que es la vida despojada del interés y del placer de veros! Amigo mío, la disipación, la ocupación y el movimiento os bastan; para mi, la dicha sois vos, nada más que vos; no querría vivir si no pudiese veros y amaros durante todos los instantes de mi vida.

Al principio, a la enamorada le encantaba satisfacer el deseo de su amante; después —como el bombero legendario que por amor a su oficio provoca incendios por doquier— se aplica a despertar ese deseo, con objeto de tener que satisfacerlo; si no lo consigue, se siente humillada, inútil, hasta el punto de que el amante fingirá ardores que no experimenta. Al hacerse esclava, ha encontrado el medio más seguro de encadenarlo. He aquí otra mentira del amor, que multitud de hombres —Lawrence, Montherlant— han denunciado con rencor: se le toma por un don, cuando es una tiranía. Benjamín Constant ha pintado ásperamente en Adolphe las cadenas con que rodea al hombre la pasión demasiado generosa de una mujer. «No calculaba sus sacrificios, porque estaba ocupada en hacérmelos aceptar», dice, con crueldad, de Eléonore. La aceptación es, en efecto, un compromiso que agarrota al amante, sin que disfrute siquiera del beneficio de aparecer como el que da; la mujer reclama que acoja con gratitud los fardos con que le abruma. Y su tiranía es insaciable. El hombre enamorado es autoritario; pero, cuando ha obtenido lo que deseaba, queda satisfecho; en cambio, no hay límites para la exigente abnegación de la mujer. Un amante que tiene confianza en su querida, acepta sin disgusto que ella se ausente, que se ocupe lejos de él: seguro de que le pertenece, prefiere poseer una libertad antes que una cosa. Por el contrario, la ausencia del amado siempre es para la mujer una tortura: él es una mirada, un juez, y, tan pronto como fija los ojos en otra cosa que no sea ella, la frustra; todo lo que él ve, se lo roba; lejos de él, se siente desposeída, al mismo tiempo, de sí misma y del mundo entero; incluso sentado a su lado, leyendo, escribiendo, la abandona, la traiciona. Odia hasta su sueño. A Baudelaire le enternece la mujer dormida: «Tus hermosos ojos están fatigados, pobre amante.» A Proust le encanta ver cómo duerme Albertine294; y es que los celos masculinos son simplemente la voluntad de una posesión exclusiva; la amada, cuando el sueño le devuelve el candor desarmado de la infancia, no pertenece a nadie: esa certidumbre basta para el hombre. Pero el dios, el dueño, no debe abandonarse al reposo de la inmanencia; la mujer contempla con mirada hostil esa trascendencia fulminada; detesta su inercia animal, ese cuerpo que ya no existe para ella, sino en sí, abandonado a una contingencia de la cual su propia contingencia es el rescate. Violette Leduc ha expresado con fuerza ese sentimiento:

Odio a los que duermen. Me inclino sobre ellos con malas intenciones. Su sumisión me exaspera. Detesto su inconsciente serenidad, su falsa anestesia, sus rostros de ciegos estudiosos, su razonable embriaguez, su aplicación de incapaces... He acechado, he aguardado largo tiempo la burbuja rosa que saldría de la boca de mi durmiente. Solo reclamaba de él una burbuja de presencia. No la he tenido... He visto que sus párpados de noche eran párpados de muerto... Me refugiaba en la alegría de sus párpados cuando ese hombre era intratable. El sueño es duro cuando se mete en él. Lo ha saqueado todo. Odio a mi durmiente, que puede crearse con la inconsciencia una paz que me es extraña. Odio su frente de miel... Está en el fondo de sí mismo, para ocuparse de su reposo. Recapitula no sé qué... Habíamos partido a pleno vuelo. Queríamos abandonar la Tierra utilizando nuestro temperamento. Habíamos despegado, escalado, acechado, esperado, tiritado, llegado, gemido, ganado y perdido juntos... Habíamos hecho novillos conscientemente. Hablamos descubierto una nueva especie de la nada. Ahora duermes. Tu obliteración no es honesta... Si mi durmiente se mueve, mi mano, a pesar suyo, toca su simiente. Ese granero de los cincuenta sacos de grano es sofocante, despótico. Las bolsas íntimas de un hombre que duerme han caído en mi mano... Tengo los saquitos de simiente. Tengo en mi mano los campos que serán labrados, los huertos que serán cuidados, la fuerza de las aguas que será transformada, las cuatro planchas que serán clavadas, los toldos que serán levantados. Tengo en mi mano los frutos, las flores, las bestias seleccionadas. Tengo en mi mano el bisturí, la podadera, la sonda, el revólver, los fórceps, y todo eso no consigue llenarme la mano. La simiente de) mundo que duerme no es más que el superfluo colgante de la prolongación del alma... A ti, cuando duermes, te odio

El segundo sexo
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016_split_000.xhtml
sec_0016_split_001.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019_split_000.xhtml
sec_0019_split_001.xhtml
sec_0019_split_002.xhtml
sec_0019_split_003.xhtml
sec_0019_split_004.xhtml
sec_0019_split_005.xhtml
sec_0019_split_006.xhtml
sec_0020_split_000.xhtml
sec_0020_split_001.xhtml
sec_0020_split_002.xhtml
sec_0020_split_003.xhtml
sec_0020_split_004.xhtml
sec_0020_split_005.xhtml
sec_0020_split_006.xhtml
sec_0020_split_007.xhtml
sec_0020_split_008.xhtml
sec_0020_split_009.xhtml
sec_0020_split_010.xhtml
sec_0021_split_000.xhtml
sec_0021_split_001.xhtml
sec_0021_split_002.xhtml
sec_0021_split_003.xhtml
sec_0021_split_004.xhtml
sec_0022_split_000.xhtml
sec_0022_split_001.xhtml
sec_0022_split_002.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026_split_000.xhtml
sec_0026_split_001.xhtml
sec_0026_split_002.xhtml
sec_0026_split_003.xhtml
sec_0026_split_004.xhtml
sec_0026_split_005.xhtml
sec_0027_split_000.xhtml
sec_0027_split_001.xhtml
sec_0027_split_002.xhtml
sec_0027_split_003.xhtml
sec_0027_split_004.xhtml
sec_0027_split_005.xhtml
sec_0028_split_000.xhtml
sec_0028_split_001.xhtml
sec_0029_split_000.xhtml
sec_0029_split_001.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034_split_000.xhtml
sec_0034_split_001.xhtml
sec_0034_split_002.xhtml
sec_0034_split_003.xhtml
sec_0034_split_004.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_063.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_065.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_066.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_067.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_068.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_071.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_072.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_074.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_075.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_076.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_077.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_078.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_079.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_080.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_081.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_082.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_083.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_084.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_085.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_086.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_087.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_088.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_089.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_090.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_091.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_092.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_093.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_094.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_095.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_096.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_097.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_098.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_099.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_100.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_101.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_102.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_103.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_104.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_105.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_106.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_107.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_108.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_109.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_110.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_111.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_112.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_113.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_114.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_115.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_116.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_117.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_118.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_119.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_120.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_121.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_122.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_123.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_124.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_125.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_126.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_127.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_128.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_129.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_130.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_131.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_132.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_133.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_134.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_135.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_136.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_137.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_138.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_139.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_140.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_141.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_142.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_143.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_144.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_145.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_146.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_147.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_148.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_149.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_150.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_151.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_152.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_153.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_154.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_155.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_156.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_157.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_158.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_159.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_160.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_161.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_162.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_163.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_164.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_165.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_166.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_167.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_168.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_169.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_170.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_171.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_172.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_173.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_174.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_175.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_176.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_177.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_178.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_179.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_180.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_181.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_182.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_183.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_184.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_185.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_186.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_187.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_188.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_189.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_190.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_191.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_192.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_193.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_194.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_195.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_196.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_197.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_198.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_199.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_200.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_201.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_202.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_203.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_204.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_205.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_206.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_207.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_208.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_209.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_210.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_211.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_212.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_213.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_214.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_215.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_216.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_217.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_218.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_219.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_220.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_221.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_222.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_223.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_224.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_225.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_226.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_227.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_228.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_229.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_230.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_231.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_232.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_233.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_234.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_235.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_236.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_237.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_238.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_239.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_240.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_241.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_242.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_243.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_244.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_245.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_246.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_247.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_248.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_249.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_250.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_251.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_252.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_253.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_254.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_255.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_256.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_257.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_258.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_259.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_260.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_261.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_262.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_263.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_264.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_265.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_266.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_267.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_268.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_269.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_270.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_271.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_272.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_273.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_274.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_275.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_276.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_277.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_278.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_279.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_280.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_281.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_282.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_283.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_284.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_285.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_286.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_287.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_288.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_289.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_290.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_291.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_292.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_293.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_294.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_295.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_296.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_297.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_298.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_299.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_300.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_301.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_302.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_303.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_304.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_305.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_306.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_307.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_308.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_309.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_310.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_311.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_312.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_313.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_314.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_315.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_316.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_317.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_318.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_319.xhtml