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Por eso, los hombres dotados de un prestigio social y hábiles para lisonjear la vanidad femenina suscitarán grandes pasiones, aun cuando carezcan de toda seducción física. Por su elevada posición, encarnan la Ley, la Verdad: su conciencia desvela una realidad incontestada. La mujer a quien alaban se siente transformada en un tesoro inapreciable. De ahí provenía, por ejemplo, según el decir de Isadora Duncan290, el éxito de D'Annunzio:
Cuando D'Annunzio ama a una mujer, eleva su alma por encima de la Tierra hasta regiones donde se mueve y resplandece Beatriz. Consecutivamente, hace participar a cada mujer de la esencia divina, la eleva tan alto, tan alto, que ella se figura que vive realmente en el mismo plano que Beatriz... Arrojaba consecutivamente sobre cada una de sus favoritas un velo resplandeciente. Ella se elevaba por encima de los demás mortales y marchaba circundada por extraña claridad. Mas, cuando el capricho del poeta tocaba a su fin y la abandonaba por otra, el velo de luz desaparecía, la aureola se extinguía y la mujer volvía a ser barro corriente... Oírse alabada por aquella magia particular de D'Annunzio es un gozo comparable al que pudo experimentar Eva cuando oyó la voz de la serpiente en el Paraíso. D'Annunzio puede dar a cada mujer la impresión de que ella es el centro del Universo.
Solo en el amor puede conciliar armoniosamente la mujer su erotismo y su narcisismo; ya se ha visto que entre ambos sistemas hay una oposición que hace muy difícil la adaptación de la mujer a su destino sexual. Hacerse objeto carnal, presa, contradice el culto que ella se rinde: le parece que los abrazos sexuales marchitan y mancillan su cuerpo, o que degradan su alma. Por esa razón, algunas mujeres optan por la frigidez, pensando conservar así la integridad de su ego. Otras disocian las voluptuosidades animales y los sentimientos elevados. Un caso muy característico es el de la señora D. S., citado por Stekel y del que ya he hablado a propósito del matrimonio.
Frígida con un marido respetado, después de la muerte de este, conoció a un joven igualmente artista, gran músico, y se convirtió en su amante. Su amor era y es todavía tan absoluto, que solo se siente dichosa a su lado. Lother llenaba toda su vida. Pero, aun amándolo ardientemente, permanecía fría en sus brazos. Otro hombre se cruzó en su camino. Era un guardabosques forzudo y brutal que, encontrándose un día a solas con ella, la tomó simplemente, sin muchas historias. Sintiose ella tan consternada, que se dejó hacer. Pero en sus brazos experimentó el orgasmo más violento de su vida. «Entre sus brazos —dice ella— me siento revivir. Es como una embriaguez salvaje, pero seguida de una repugnancia indescriptible tan pronto como pienso en Lother. Detesto a Paul y amo a Lother. Sin embargo, Paul me satisface. En Lother, todo me atrae. Mas parece ser que me vuelvo una zorra para gozar, puesto que, como mujer de mundo, el goce me está negado.» Se niega a casarse con Paul, pero sigue acostándose con él; en esos momentos, «se transforma en otro ser y de su boca escapan palabras crudas, palabras que no se atrevería jamás a pronunciar.
Añade Stekel que «para muchas mujeres, la caída en la animalidad es la condición del orgasmo». Ven en el amor físico un envilecimiento que no podrían conciliar con sentimientos de estimación y afecto. Para otras, por el contrario, ese envilecimiento puede ser abolido por la estima, la ternura y la admiración hacia el hombre. No consienten entregarse a un hombre sino a condición de creerse profundamente amadas; una mujer necesita mucho cinismo, indiferencia u orgullo para considerar las relaciones físicas como un intercambio de placeres en que cada cual obtiene igualmente su provecho. También el hombre —y tal vez más que la mujer— se subleva contra quien pretenda explotarlo sexualmente291; pero generalmente es ella quien tiene la impresión de que su compañero la utiliza como un instrumento. Solamente una admiración exaltada puede compensar la humillación de un acto que ella considera una derrota. Ya se ha visto que el acto amoroso exige de ella una profunda enajenación; se sumerge en la languidez de la pasividad; cerrados los ojos, anónima, perdida, se siente levantada por olas, envuelta en la tormenta, sepultada en las tinieblas: noche de la carne, de la matriz, de la tumba; aniquilada, vuelve a unirse con el Todo, su yo es abolido. Pero, cuando el hombre se separa de ella, se encuentra de nuevo arrojada en la Tierra, sobre una cama, bajo la luz; vuelve a tomar un nombre, un rostro: es una vencida, una presa, un objeto. Entonces es cuando el amor se le hace necesario. Así como después del destete busca el niño la mirada tranquilizadora de sus padres, así es preciso que, por los ojos del amante que la contempla, la mujer se sienta reintegrada al Todo del cual se ha desprendido dolorosamente su carne. Raras veces se siente plenamente colmada; aun cuando haya conocido el apaciguamiento del placer, no queda definitivamente liberada del hechizo carnal; su turbación se prolonga en sentimiento; al dispensarle la voluptuosidad, el hombre la vincula a él y no la libera. Sin embargo, él ya no experimenta deseo por ella, y ella solo le perdona esta indiferencia de un momento si le ha dedicado un sentimiento intemporal y absoluto. Entonces la inmanencia del instante es superada; los recuerdos ardientes ya no son un pesar, sino un tesoro; al extinguirse, la voluptuosidad se convierte en esperanza y promesa; el goce está justificado; la mujer puede asumir gloriosamente su sexualidad, porque la trasciende; la turbación, el placer, el deseo, ya no son un estado, sino un don; su cuerpo ha dejado de ser un objeto: es un cántico, una llama. Entonces puede abandonarse apasionadamente a la magia del erotismo; la noche se convierte en luz; la enamorada puede abrir los ojos, contemplar al hombre que la ama y cuya mirada la glorifica; a través de él, la nada se convierte en plenitud de ser, y el ser se transfigura en valor; ya no zozobra en un mar de tinieblas, es levantada en alas, exaltada hacia el cielo. El abandono se torna éxtasis sagrado. Cuando recibe al hombre amado, la mujer es habitada, visitada como la Virgen por el Espíritu Santo, como el creyente por la hostia; eso explica la obscena analogía de los cánticos piadosos y de las canciones obscenas: no es que el amor místico tenga siempre un carácter sexual, pero la sexualidad de la enamorada reviste un color místico. «Mi Dios, adorado mío, mi dueño...», las mismas palabras se escapan de labios de la santa arrodillada y de la enamorada acostada en el lecho; una ofrece su carne a los dardos de Cristo, tiende las manos para recibir los estigmas, clama por la quemadura del Amor divino; la otra es también ofrenda y espera: rayos, dardos, flechas se encarnan en el sexo masculino. En ambas, el mismo sueño, el sueño infantil, el sueño místico, el sueño amoroso: existir soberanamente al abolirse en el seno del otro.
Se ha pretendido292 a veces que ese deseo de aniquilamiento conduce al masoquismo. Pero, como ya he recordado a propósito del erotismo, no se puede hablar de masoquismo más que cuando intento «hacerme fascinar a mí mismo por mi objetividad con respecto a otro»293, es decir, cuando la conciencia del sujeto se vuelve hacia el ego para captarlo en su situación humillada. Ahora bien, la enamorada no es solo una narcisista enajenada en su yo: experimenta también el apasionado deseo de desbordar sus propios límites y hacerse infinita, merced a la mediación de otro que accede a la realidad infinita. En principio se abandona al amor para salvarse, pero la paradoja del amor idólatra consiste en que, con objeto de salvarse, ella termina por negarse totalmente. Su sentimiento adopta una dimensión mística; ya no pide al dios que la admire, que la apruebe; quiere fundirse en él, olvidarse en sus brazos. «Hubiera querido ser una santa del amor —escribe madame D'Agoult—. En tales momentos de exaltación y de furor ascético, deseaba el martirio.» Lo que se desprende claramente de estas palabras es el deseo de una radical destrucción de sí misma, aboliendo las fronteras que la separan del bien amado: no se trata de masoquismo, sino de un sueño de unión extática. Es el mismo sueño que inspira estas palabras de Georgette Leblanc: «Si en esa época me hubieran preguntado qué era lo que más deseaba en el mundo, habría respondido sin vacilar: ser para su espíritu alimento y llama.»
Para realizar esa unión, lo que primero desea la mujer es servir; respondiendo a las exigencias del amante es como ella se sentirá necesaria; se integrará en la existencia de él, participará de su valor, estará justificada; hasta los místicos se complacen en creer, según palabras de Angelus Silesius, que Dios necesita del hombre; de lo contrario, el don que hacen de sí mismos sería vano. Cuanto más multiplica el hombre sus demandas, más colmada se siente la mujer. Aunque la reclusión que Victor Hugo impone a Juliette Drouet le pese mucho a la joven, se percibe que ella es dichosa obedeciéndole: permanecer sentada junto al fuego es hacer algo por la felicidad del amo. Procura con pasión serie positivamente útil. Le prepara platos exquisitos, le instala un hogar: nuestra «casita», decía ella gentilmente; ella velaba también por la conservación de su ropa.
«Quiero que manches, que desgarres todos tus trajes lo más posible, y que solamente yo sea quien los remiende y los limpie, sin intervención de nadie», le escribe.
Lee los diarios para él, recorta artículos, clasifica cartas y notas, copia manuscritos. Queda desolada cuando el poeta confía una parte de ese trabajo a su hija Léopoldine. Rasgos semejantes se encuentran en toda mujer enamorada. Si es necesario, ella misma se tiraniza en nombre del amante; es preciso que todo cuanto ella es, todo cuanto tiene, todos los instantes de su vida, le sean dedicados y encuentren así su razón de ser; no quiere poseer nada que no sea en él; y lo que la hace desdichada es que él no le pida nada, hasta el punto que un amante delicado debe inventar algunas exigencias. En principio ha buscado en el amor una confirmación de lo que era, de su pasado, de su personaje; pero también compromete en ello su porvenir: para justificarlo, ella lo destina a aquel que detenta todos los valores; así se libra de su trascendencia: la subordina a la del otro esencial de quien se hace vasalla y esclava. Con objeto de encontrarse a sí misma y de salvarse, ha empezado por perderse en él: el hecho es que, poco a poco, se pierde; toda la realidad está en el otro. El amor, que se definía al principio como una apoteosis narcisista, se realiza en los ásperos goces de una dedicación que conduce a menudo a una automutilación. En los primeros tiempos de una gran pasión, la mujer se hace más linda, más elegante que antes: «Cuando Adèle me peina, me contemplo la frente porque vos la amáis», escribe madame D'Agoult. A ese rostro, a ese cuerpo, a esa habitación, a ese yo, ella les ha encontrado una razón de ser, los mima por mediación de ese hombre amado que la ama. Sin embargo, un poco más tarde, renuncia, por el contrario, a toda coquetería; si el amante lo desea, modifica ese rostro que al principio le era más precioso que el amor mismo; se desinteresa del asunto; lo que ella es, lo que tiene, se lo entrega en feudo a su soberano; reniega de aquello que él desdeña; querría consagrarle cada palpitación de su corazón, cada gota de su sangre, la médula de sus huesos; y todo eso se traduce en un sueño de martirio: exagerar la entrega de sí misma hasta la tortura, hasta la muerte, ser el suelo que pisa el amado, no ser sino aquello que responde a su llamada. Todo cuanto es inútil para el amado, ella lo aniquila con vehemencia. Si el regalo que hace de sí misma es aceptado íntegramente, no aparece el masoquismo: se ven pocas trazas de ello en Juliette Drouet. En el exceso de su adoración, se arrodillaba a veces ante el retrato del poeta y le pedía perdón por las faltas que hubiera podido cometer, pero no se volvía con ira contra sí misma. No obstante, el deslizamiento del entusiasmo generoso a la rabia masoquista es fácil. La amante que se halla ante el amante en la misma situación de la niña ante sus padres, vuelve a encontrar también ese sentimiento de culpabilidad que conoció junto a ellos; no opta por revolverse contra él mientras le ame, y se revuelve contra sí misma. Si la ama menos de lo que ella desea, si fracasa en absorberlo, en hacerlo dichoso, en serle suficiente, todo su narcisismo se convierte en un asco, una humillación y un odio contra sí misma que la incitan a infligirse autocastigos. Durante una crisis más o menos prolongada, a veces durante toda su vida, se convertirá en víctima voluntaria, se encarnizará en atormentar a ese yo que no ha sabido satisfacer al amante. Entonces su actitud será propiamente masoquista. Pero no hay que confundir los casos en que la enamorada busca su propio sufrimiento, con objeto de vengarse de sí misma, con aquellos otros en los que se propone la confirmación de la libertad del hombre y de su poder. Es un lugar común —y, al parecer, también una verdad— que la prostituta se siente orgullosa de que le pegue su hombre, pero no es la idea de su persona azotada y esclavizada lo que la exalta, sino la fuerza, la autoridad y la soberanía del varón de quien depende; también le gusta verte maltratar a otro varón, y frecuentemente lo excita para que entable competencias peligrosas: quiere que su dueño ostente los valores reconocidos en el medio al cual pertenece. La mujer que se somete con placer a los caprichos masculinos admira también en la tiranía que se ejerce sobre ella la evidencia de una libertad soberana. Hay que considerar que si por alguna razón el prestigio del amante se derrumba, los golpes y las exigencias se harán odiosos: solo tienen valor si manifiestan la divinidad del bien amado. En este caso, es un goce embriagador sentirse presa de una libertad extraña: para lo existente, la aventura más sorprendente es la de encontrarse fundado por la voluntad diversa e imperiosa de otro; uno se cansa de morar siempre en la misma piel; la ciega obediencia es la única oportunidad de cambio radical que puede conocer un ser humano. He ahí a la mujer, esclava, reina, flor, corza, vidriera, estera, sirvienta, cortesana, musa, compañera, madre, hermana o hija, según los sueños fugaces o las órdenes imperiosas del amante: ella se pliega encantada a tales metamorfosis, tanto más cuanto que no reconoce que siempre ha conservado en los labios el gusto idéntico de la sumisión. Tanto en el plano del amor como en el del erotismo, nos parece que el masoquismo es uno de los caminos que emprende la mujer insatisfecha, decepcionada por el otro y por sí misma; pero no es la pendiente natural de una dimisión feliz. El masoquismo perpetúa la presencia del yo bajo una figura dolorida, decepcionada; el amor apunta al olvido de sí mismo en favor de un sujeto esencial.
El fin supremo del amor humano, así como el del amor místico, consiste en la identificación con el ser amado. La medida de los valores, la verdad del mundo están en su propia conciencia; por eso no basta con servirle. La mujer procura ver con los ojos de él; lee los libros que él lee, prefiere los cuadros y la música que él prefiere, no le interesan sino los paisajes que ve con él, las ideas que proceden de él; adopta sus amistades, sus enemistades, sus opiniones; cuando se pregunta, es la respuesta de él lo que se esfuerza por oír; quiere en sus pulmones el aire que ya ha respirado él; los frutos y, las flores que no recibe de sus manos carecen de sabor y de perfume; su mismo espacio odológico queda trastornado: el centro del mundo ya no es el lugar donde ella está, sino aquel en donde se halla su amado; todos los caminos parten de su casa y allí llevan. Se sirve de sus palabras, rehace sus gestos, adopta sus manías y sus tics. «Yo soy Heathcliff», dice Catherine en Cumbres borrascosas, ese es el grito de toda enamorada; es otra encarnación del amado, su reflejo, su doble: ella es él. Deja que su propio mundo se hunda en lo contingente: ella vive en el universo de él.
La dicha suprema de la enamorada consiste en que el hombre amado. la reconozca como parte de sí mismo; cuando él dice «nosotros», ella queda asociada e identificada con él, comparte su prestigio y reina con él sobre el resto del mundo; no se cansa de repetir —aun abusivamente— ese sabroso «nosotros». Necesaria a un ser que es la necesidad absoluta, que se proyecta en el mundo hacia fines necesarios y que le restituye el mundo bajo la figura de la necesidad, la enamorada conoce en su dimisión la posesión magnífica de lo absoluto. Esa certidumbre es la que le proporciona tan excelsas alegrías; se siente exaltada a la diestra del dios; poco le importa no tener más que el segundo puesto, si tiene su puesto para siempre en un universo maravillosamente ordenado. En tanto que ame, que sea amada y necesaria al amado, se sentirá plenamente justificada: saborea la paz y la felicidad. Tal fue, quizá, la suerte de la señorita Aissé junto al caballero D'Aydie, antes que escrúpulos de religión viniesen a turbar su alma, o la de Juliette Drouet a la sombra de Victor Hugo.
Sin embargo, es raro que esta gloriosa felicidad resulte estable. Ningún hombre es Dios. Las relaciones que la mística sostiene con la divina ausencia dependen de su solo fervor: pero el hombre divinizado y que no es Dios, está presente. De ahí nacerán los tormentos de la enamorada. Su destino más común está resumido en las célebres palabras de Julie de Lespinasse: «Durante todos los instantes de mi vida, amigo mío, os amo, sufro y os espero.» Desde luego, también para los hombres está ligado el sufrimiento con el amor; pero sus penas no duran mucho tiempo o no son devoradoras; Benjamín Constant quería morir por Juliette Récamier: en un año estuvo curado. Stendhal lloró durante años a Métilde, pero era el suyo un llanto que embalsamaba su vida más que la destruía. Mientras que la mujer, al asumirse como lo inesencial, al aceptar una dependencia total, se crea un infierno; toda enamorada se reconoce en la sirenita de Andersen, que, después de haber cambiado su cola de pez por unas piernas de mujer, caminaba sobre agujas y carbones encendidos. No es cierto que el hombre amado sea incondicionalmente necesario y que ella no le sea necesaria a él; el hombre no está en condiciones de justificar a aquella que se consagra a su culto, y no se deja poseer por ella.
Un amor auténtico debería asumir la contingencia del otro, es decir, sus carencias, sus limitaciones y su gratuidad original; no pretendería ser una salvación, sino una relación interhumana. El amor idólatra confiere al amado un valor. absoluto: he ahí una primera mentira que brilla ante todas las miradas extrañas: «El no merece tanto amor», cuchichean alrededor de la enamorada; la posteridad sonríe compadecida cuando evoca la lívida figura del conde Guibert. Para la mujer es una decepción desgarradora descubrir las fallas y la mediocridad de su ídolo. Colette ha aludido frecuentemente —en La vagabonde, en Mes apprentissages— a esa amarga agonía; la desilusión es más cruel todavía que la del niño que ve derrumbarse el prestigio paterno, ya que la mujer había elegido por sí misma a aquel a quien ha hecho el don de todo su ser. Incluso si el elegido es digno del más profundo apego, su verdad es terrestre: ya no es a él a quien ama la mujer arrodillada ante un ser supremo; ella es víctima de ese espíritu de lo cabal que se niega a poner los valores «entre paréntesis», es decir, a reconocer que tienen su origen en la existencia humana; su mala fe alza barreras entre ella y aquel a quien adora. Lo inciensa, se prosterna, pero no es una amiga para él, puesto que no advierte que está en peligro en el mundo, que sus proyectos y sus fines son frágiles como él mismo; al considerarlo como la ley, la Verdad, desconoce su libertad, que es vacilación y angustia. Esta negativa a aplicar al amante una medida humana explica multitud de paradojas femeninas. La mujer reclama del amante un favor, él lo concede: él es generoso, rico, magnífico; es regio, es divino; si se lo niega, helo ahí avaro, mezquino, cruel: es un ser demoníaco o bestial. Uno sentiría la tentación de objetar: si un «sí» sorprende como una soberbia extravagancia, ¿hay que asombrarse por un «no»? Si él no manifiesta un egoísmo tan abyecto, ¿por qué admirar tanto el «sí»? Entre lo sobrehumano y lo inhumano, ¿no hay sitio para lo humano?
Un dios caído no es un hombre: es una impostura; el amante no tiene otra alternativa que demostrar que verdaderamente es ese rey a quien adulan o denunciarse como usurpador. Puesto que ya no se le adora, hay que pisotearlo. En nombre de esa gloria con que ella ha nimbado la frente del amado, la enamorada le prohíbe toda flaqueza; se irrita y decepciona si no se conforma a la imagen con que le ha suplantado; si está fatigado, aturdido, si tiene hambre o sed en momentos intempestivos, si se equivoca, si se contradice, entonces ella decreta que está «por debajo de sí mismo» y le agravia por ello. Por esa pendiente llega incluso a reprocharle todas las iniciativas que ella no aprecie; juzga a su juez, y, para que él merezca seguir siendo su dueño, le niega su libertad. El culto que le rinde se satisface a veces mejor en la ausencia que en la presencia; ya hemos visto que hay mujeres que se consagran a héroes muertos o inasequibles, con objeto de no tener que compararlos nunca con seres de carne y hueso; fatalmente, estos contradicen sus sueños. De ahí provienen los slogans del desengaño: «No hay que creer en el Príncipe Azul. Los hombres no son más que unos pobres seres.» No parecerían enanos si no se les pidiera que fuesen gigantes.
Esa es una de las maldiciones que pesan sobre la mujer apasionada: su generosidad se convierte inmediatamente en exigencia. Habiéndose enajenado en otro, quiere también recuperarse: necesita anexionarse a ese otro que detenta su ser. Se da toda entera a él: pero es preciso que él esté disponible por entero para recibir dignamente ese don. Ella le dedica todos sus instantes: pero es preciso que él esté presente en cada instante; solo quiere vivir para él: pero quiere vivir, y él debe consagrarse a hacerla vivir.
«A veces os amo tontamente, y, en esos momentos, no comprendo que no podría, no sabría y no debería ser para vos un pensamiento absorbente como sois vos para mí», escribe madame D'Agoult a Liszt.
Trata de refrenar el deseo espontáneo: serlo todo para él. La misma llamada se advierte en la queja de la señorita De Lespinasse:
¡Dios mío! ¡Si supierais lo que son los días, lo que es la vida despojada del interés y del placer de veros! Amigo mío, la disipación, la ocupación y el movimiento os bastan; para mi, la dicha sois vos, nada más que vos; no querría vivir si no pudiese veros y amaros durante todos los instantes de mi vida.
Al principio, a la enamorada le encantaba satisfacer el deseo de su amante; después —como el bombero legendario que por amor a su oficio provoca incendios por doquier— se aplica a despertar ese deseo, con objeto de tener que satisfacerlo; si no lo consigue, se siente humillada, inútil, hasta el punto de que el amante fingirá ardores que no experimenta. Al hacerse esclava, ha encontrado el medio más seguro de encadenarlo. He aquí otra mentira del amor, que multitud de hombres —Lawrence, Montherlant— han denunciado con rencor: se le toma por un don, cuando es una tiranía. Benjamín Constant ha pintado ásperamente en Adolphe las cadenas con que rodea al hombre la pasión demasiado generosa de una mujer. «No calculaba sus sacrificios, porque estaba ocupada en hacérmelos aceptar», dice, con crueldad, de Eléonore. La aceptación es, en efecto, un compromiso que agarrota al amante, sin que disfrute siquiera del beneficio de aparecer como el que da; la mujer reclama que acoja con gratitud los fardos con que le abruma. Y su tiranía es insaciable. El hombre enamorado es autoritario; pero, cuando ha obtenido lo que deseaba, queda satisfecho; en cambio, no hay límites para la exigente abnegación de la mujer. Un amante que tiene confianza en su querida, acepta sin disgusto que ella se ausente, que se ocupe lejos de él: seguro de que le pertenece, prefiere poseer una libertad antes que una cosa. Por el contrario, la ausencia del amado siempre es para la mujer una tortura: él es una mirada, un juez, y, tan pronto como fija los ojos en otra cosa que no sea ella, la frustra; todo lo que él ve, se lo roba; lejos de él, se siente desposeída, al mismo tiempo, de sí misma y del mundo entero; incluso sentado a su lado, leyendo, escribiendo, la abandona, la traiciona. Odia hasta su sueño. A Baudelaire le enternece la mujer dormida: «Tus hermosos ojos están fatigados, pobre amante.» A Proust le encanta ver cómo duerme Albertine294; y es que los celos masculinos son simplemente la voluntad de una posesión exclusiva; la amada, cuando el sueño le devuelve el candor desarmado de la infancia, no pertenece a nadie: esa certidumbre basta para el hombre. Pero el dios, el dueño, no debe abandonarse al reposo de la inmanencia; la mujer contempla con mirada hostil esa trascendencia fulminada; detesta su inercia animal, ese cuerpo que ya no existe para ella, sino en sí, abandonado a una contingencia de la cual su propia contingencia es el rescate. Violette Leduc ha expresado con fuerza ese sentimiento:
Odio a los que duermen. Me inclino sobre ellos con malas intenciones. Su sumisión me exaspera. Detesto su inconsciente serenidad, su falsa anestesia, sus rostros de ciegos estudiosos, su razonable embriaguez, su aplicación de incapaces... He acechado, he aguardado largo tiempo la burbuja rosa que saldría de la boca de mi durmiente. Solo reclamaba de él una burbuja de presencia. No la he tenido... He visto que sus párpados de noche eran párpados de muerto... Me refugiaba en la alegría de sus párpados cuando ese hombre era intratable. El sueño es duro cuando se mete en él. Lo ha saqueado todo. Odio a mi durmiente, que puede crearse con la inconsciencia una paz que me es extraña. Odio su frente de miel... Está en el fondo de sí mismo, para ocuparse de su reposo. Recapitula no sé qué... Habíamos partido a pleno vuelo. Queríamos abandonar la Tierra utilizando nuestro temperamento. Habíamos despegado, escalado, acechado, esperado, tiritado, llegado, gemido, ganado y perdido juntos... Habíamos hecho novillos conscientemente. Hablamos descubierto una nueva especie de la nada. Ahora duermes. Tu obliteración no es honesta... Si mi durmiente se mueve, mi mano, a pesar suyo, toca su simiente. Ese granero de los cincuenta sacos de grano es sofocante, despótico. Las bolsas íntimas de un hombre que duerme han caído en mi mano... Tengo los saquitos de simiente. Tengo en mi mano los campos que serán labrados, los huertos que serán cuidados, la fuerza de las aguas que será transformada, las cuatro planchas que serán clavadas, los toldos que serán levantados. Tengo en mi mano los frutos, las flores, las bestias seleccionadas. Tengo en mi mano el bisturí, la podadera, la sonda, el revólver, los fórceps, y todo eso no consigue llenarme la mano. La simiente de) mundo que duerme no es más que el superfluo colgante de la prolongación del alma... A ti, cuando duermes, te odio