162. Es increíble el número de muchachas que padecen la obsesión de ser físicamente anormales y se atormentan en secreto, porque no pueden tener la certidumbre de estar normalmente constituidas. Una muchacha, por ejemplo, creía que su «abertura inferior» no estaba en su lugar. Creía que el comercio sexual se efectuaba a través del ombligo. Y era desdichada porque su ombligo estaba cerrado y no podía introducir el dedo. Otra se creía hermafrodita. Otra se creía inválida e incapaz de tener jamás relaciones sexuales.
Aun cuando no sufran tales obsesiones, les asusta la idea de que ciertas zonas de su cuerpo que no existían ni para ella ni para nadie, que no existían en absoluto, van a emerger de pronto a la luz. Esa figura desconocida que la muchacha debe asumir como suya, ¿suscitará disgusto, ironía o indiferencia? La muchacha no puede hacer otra cosa más que sufrir el juicio masculino: la suerte está echada. Es por ese motivo por lo que la actitud del hombre tendrá tan profundas resonancias. Su ardor y su ternura pueden dar a la mujer una confianza en sí misma que resistirá a todos los mentís: hasta los ochenta años se creerá esa flor, esa ave de las islas que una noche hizo nacer un deseo de hombre. Por el contrario, si el amante o el marido se muestran torpes, harán nacer en ella un complejo de inferioridad en el cual se injertarán a veces perdurables neurosis, y experimentará un rencor que se traducirá en una obstinada frigidez. A este respecto, Stekel aporta ejemplos conmovedores:
Una señora de treinta y seis años sufre desde hace catorce unos dolores lumbares tan insoportables, que debe guardar cama durante semanas enteras... Sintió ese violento dolor, por primera vez, en el curso de su noche de bodas. Durante la desfloración, que había sido excesivamente dolorosa, su marido había exclamado: «¡Me has engañado; no eres virgen...!» El dolor de esa mujer es la fijación de tan penosa escena. Esa enfermedad es el castigo del marido, que ha tenido que gastar cuantiosas sumas en innumerables curas... Esa mujer permaneció insensible durante toda la noche de bodas y ha seguido estándolo durante todo el tiempo de su matrimonio... La noche de bodas fue para ella un horrendo traumatismo que determinó toda su vida futura.
Una joven me consulta respecto a ciertos trastornos nerviosos y, sobre todo, respecto a una frigidez absoluta... Durante la noche de bodas, su marido, después de haberla descubierto, había exclamado: «¡Oh, qué piernas tan cortas y tan gordas tienes!» Después intentó el coito, que la dejó completamente insensible y solo le causó dolor... Ella sabía muy bien que la causa de su frigidez era la ofensa recibida en su noche de bodas.
Otra mujer frígida cuenta que, durante su noche de bodas, su marido la había ofendido profundamente; según ella, al verla desnudarse, dijo: «¡Dios mío, qué flaca estás!» A continuación, se decidió a acariciarla. Para ella, aquel momento fue imborrable y horrible. ¡Qué brutalidad!
La señora Z. W. es también completamente frígida. El gran traumatismo de la noche de bodas consistió en que su marido, después del primer coito, le dijo: «Tienes una abertura muy grande; me has engañado.»
La mirada es peligro; las manos constituyen otra amenaza. La mujer no tiene acceso generalmente al universo de la violencia; no ha conocido nunca la prueba que el joven ha superado a través de las peleas de su infancia y adolescencia: ser una cosa de carne que otro ha apresado; y ahora es agarrada y enzarzada en un cuerpo a cuerpo en el que el hombre es el más fuerte; ya no tiene libertad para soñar, retroceder, maniobrar: está entregada al varón, que dispone de ella. Esos abrazos análogos a los de la lucha, cuando ella no ha luchado jamás, la aterrorizan. Antes se abandonaba a las caricias de un novio, de un camarada, de un colega, de un hombre civilizado y cortés; pero ahora ha adoptado un aspecto extraño, egoísta y obstinado; ya no tiene recursos contra este desconocido. No es raro que la primera experiencia de la joven sea una verdadera violación y que el hombre se muestre odiosamente brutal; en el campo y en otros lugares donde las costumbres sean rudas sucede con frecuencia que, medio consentidora, medio sublevada, la joven campesina pierde su doncellez en alguna zanja, en medio de la vergüenza y el espanto. Lo que, en todo caso, es extremadamente frecuente en todos los medios y en todas las clases sociales es que la joven sea violentada por un amante egoísta que busca su propio placer lo más rápidamente posible, o por un marido pagado de sus derechos conyugales, a quien la resistencia de su esposa hiere como un insulto y que llega incluso a enfurecerse si la desfloración resulta difícil.
Por otra parte, aun cuando el hombre se muestre deferente y cortés, la primera penetración es siempre una violación. Porque ella desea que le acaricien los labios, los senos, porque, tal vez, codicia entre sus muslos un placer conocido o presentido, he ahí que un sexo viril desgarra a la joven y se introduce en regiones adonde no había sido llamado. Se ha descrito con frecuencia la penosa sorpresa de una virgen pasmada entre los brazos de un marido o de un amante, que cree llegar, por fin, a la realización de sus sueños voluptuosos y que experimenta en lo más profundo de su sexo un dolor imprevisto; los sueños se desvanecen, la turbación se disipa y el amor adopta la figura de una operación quirúrgica.
De las confesiones recogidas por el doctor Liepmann163 escojo el siguiente relato, que es típico. Se trata de una muchacha que pertenece a un medio modesto y es muy ignorante sexualmente:
«A menudo me imaginaba que era posible tener un hijo solamente intercambiando un beso. Cuando hube cumplido los dieciocho años, conocí a un señor de quien me enamorisqué como vulgarmente se dice.» Salió a menudo con él, y, en el curso de sus conversaciones, él le explicaba que cuando una muchacha ama a un hombre, debe entregársele, porque los hombres no pueden vivir sin relaciones sexuales y, en tanto que no tengan una situación suficientemente despejada para casarse, necesitan tener relaciones con las muchachas. Ella se resistía. Un día, él organizó una excursión que les permitiera pasar juntos la noche. Le escribió ella una carta repitiéndole que «eso sería para ella un gravísimo perjuicio». En la mañana del día señalado, ella le entregó la carta, pero él se la guardó en el bolsillo sin leerla y la condujo al hotel; la dominaba moralmente, ella le amaba; le siguió. «Estaba como hipnotizada. Mientras nos dirigíamos hacia allí, le supliqué que me evitase aquello... No sé en absoluto cómo llegé al hotel. El único recuerdo que me queda es que todo mi cuerpo temblaba violentamente. Mi compañero trataba de calmarme, pero no lo consiguió sino después de una prolongada resistencia. Entonces ya no fui dueña de mi voluntad y, a pesar mío, me dejé hacer todo. Cuando, más tarde, me encontré de nuevo en la calle, me parecía que todo había sido un sueño del cual acababa de despertarme.» Se negó a repetir la experiencia y, durante nueve años, no volvió a conocer varón. Luego, encontró a un hombre que la pidió en matrimonio y ella consintió.
En este caso, la desfloración fue una especie de violación. Pero, aunque sea consentida, puede ser muy penosa. Ya hemos visto qué fiebres atormentaban a la joven Isadora Duncan. Conoció a un actor admirablemente apuesto, que la cortejó ardientemente y de quien ella se enamoró nada más verlo164.
Yo también me sentía turbada, me daba vueltas la cabeza y me invadía el irresistible deseo de abrazarle más estrechamente, hasta que una noche, perdiendo todo dominio de sí mismo y como enfurecido, me llevó al sofá. Espantada, extasiada y luego gritando de dolor, fui iniciada en el gesto del amor. Confieso que mis primeras impresiones fueron un espantoso temor y un dolor atroz, como si me hubiesen arrancado varios dientes a la vez; pero la gran piedad que me inspiraban los sufrimientos que él mismo parecía experimentar, me impidió huir de lo que en principio no fue sino una mutilación y una tortura... (Al día siguiente), lo que entonces no era para mí más que una experiencia dolorosa recomenzó en medio de mis gemidos y mis gritos de mártir. Me sentía como lisiada.
Muy pronto conocería con aquel amante primero, y con otros después, paraísos que ella describió líricamente.
Sin embargo, en la experiencia real, como antaño en la imaginación virginal, no es el dolor el que representa el papel más importante: el hecho de la penetración es mucho más significativo. El hombre sólo compromete en el coito un órgano exterior; la mujer es alcanzada en el interior de sí misma. Sin duda, hay muchos jóvenes que no se aventuran sin angustia en las secretas tinieblas de la mujer; vuelven a encontrar sus terrores infantiles ante la boca de las grutas y los sepulcros, y también su espanto ante las fauces, las máscaras, los cepos de lobo: se imaginan que su pene tumefacto quedará aprisionado en el estuche de las mucosas; la mujer, una vez penetrada, no tiene esa sensación de peligro; pero, en cambio, se siente carnalmente enajenada, La propietaria afirma sus derechos sobre sus tierras; el ama de casa, sobre su hogar, proclamando que está «prohibida la entrada»; las mujeres en particular, por el hecho de que se les frustra su trascendencia, defienden celosamente su intimidad: su habitación, su armario, sus cofrecillos, son sagrados. Colette cuenta que una vieja prostituta le decía un día: «En mi cuarto, señora, no ha entrado nunca ningún hombre; para lo que yo tengo que hacer con los hombres, París es bastante grande.» A falta de su cuerpo, al menos poseía una parcela de terreno que le estaba prohibida a los demás. La joven, por el contrario, apenas posee otra cosa que no sea su cuerpo: es su más preciado tesoro; el hombre que penetra en él, se lo toma; la frase popular queda confirmada por la experiencia vivida. La humillación que presentía, ahora la experimenta concretamente: está dominada, sometida, vencida. Como casi todas las hembras, durante el coito está debajo del hombre165. Adler ha insistido mucho sobre el sentimiento de inferioridad que de ello resulta. Desde la infancia, las nociones de superior e inferior son de las más importantes; trepar a los árboles es un acto prestigioso; el cielo está encima de la tierra; el infierno, debajo; caer, descender, equivale a fracasar, mientras subir es exaltarse; en la lucha, la victoria pertenece a quien pone de espaldas en el suelo al adversario; ahora bien, la mujer está acostada en la cama en actitud de derrota; peor todavía es que el hombre la cabalgue como si fuera una bestia sometida a la rienda y el bocado. En todo caso, se siente pasiva: es acariciada, penetrada, sufre el coito, en tanto que el hombre se prodiga activamente. Sin duda, el sexo masculino no es un músculo estriado al que la voluntad dé órdenes,; no es ni arado ni espada, sino solamente carne; sin embargo, es un movimiento voluntario el que el hombre le imprime; va y viene, se detiene, comienza de nuevo, mientras la mujer lo recibe dócilmente; el hombre —sobre todo cuando la mujer es novicia— es quien elige las posturas amorosas, quien decide la duración del coito y su frecuencia. Se siente instrumento: toda la libertad está en el otro. Eso es lo que se expresa poéticamente cuando se dice que la mujer es comparable a un violín y el hombre es el arco que la hace vibrar. «En el amor —dice Balzac 166—, alma aparte, la mujer es como una lira que solo entrega su secreto a quien sabe tocarla.» El hombre toma su placer con la mujer, y es él quien se lo da a ella; estas mismas palabras no implican reciprocidad. La mujer está imbuida de las representaciones colectivas que dan al celo masculino un carácter glorioso y que hacen de la turbación femenina una vergonzosa abdicación: su experiencia íntima confirma esta asimetría. No hay que olvidar que el adolescente y la adolescente experimentan su cuerpo de manera muy diferente: el primero lo asume tranquilamente y reivindica orgullosamente sus deseos; para la segunda, a pesar de su narcisismo, representa un fardo extraño e inquietante.
El sexo del hombre es limpio y sencillo como un dedo; se exhibe con inocencia, a menudo los chicos se lo muestran a sus camaradas con orgullo y desafío; el sexo femenino es misterioso para la mujer misma, escondido, atormentado, mucoso, húmedo; sangra todos los meses, a veces está manchado de humores, tiene una vida secreta y peligrosa. En gran parte, la mujer no reconoce como suyos los deseos de su sexo porque no se reconoce en él. Esos deseos se expresan de una manera vergonzosa. Mientras el hombre se «yergue», la mujer se «moja»; hay en esta palabra incluso recuerdos infantiles de lecho mojado, de abandono culpable e involuntario a la necesidad urinaria; el hombre siente el mismo disgusto ante sus inconscientes poluciones nocturnas; proyectar un líquido, orina o semen, no humilla: es una operación activa; pero hay humillación si el líquido se escapa pasivamente, porque el cuerpo no es entonces un organismo, músculos, esfínteres, nervios, dirigidos por el cerebro y expresando el sujeto consciente, sino un vaso, un receptáculo hecho de materia inerte y juguete de caprichos mecánicos. Si la carne rezuma —como rezuma una vieja pared o un cadáver—, no parece que emita un líquido, sino que se licúa: es un proceso de descomposición que causa horror. El celo femenino es la muelle palpitación de un marisco; mientras el hombre es impetuosidad, la mujer solo es impaciencia; su espera puede hacerse ardiente sin dejar de ser pasiva; el hombre se precipita sobre su presa como el águila o el milano; la mujer acecha como la planta carnívora, el pantano donde se hunden insectos y niños; es succión, ventosa, pez y liga; es una llamada inmóvil, insinuante y viscosa: al menos, así es como ella se percibe sordamente. Por eso, no solo hay en ella resistencia contra el macho que pretende someterla, sino también conflicto inferior. A los tabúes, a las inhibiciones provenientes de su educación y de la sociedad, se superponen repugnancias y rechazos que tienen su origen en la propia experiencia erótica: unas y otros se refuerzan mutuamente de tal modo, que, después del primer coito, la mujer se halla con frecuencia más sublevada que antes contra su destino sexual.
Por último, hay otro factor que da frecuentemente al hombre un semblante hostil y torna el acto sexual en un grave peligro: la amenaza del hijo. En la mayoría de las civilizaciones, un hijo ilegítimo supone tal inconveniente social y económico para la mujer no casada, que sabido es el caso de muchachas que se suicidan cuando comprueban que están encinta, y el de las madres solteras que degüellan al recién nacido; semejante riesgo constituye un freno sexual lo bastante poderoso para que multitud de muchachas observen la castidad prenupcial exigida por las costumbres. Cuando este freno es insuficiente, la muchacha, mientras cede al amante, se siente espantada ante el terrible peligro que este oculta en sus flancos. Stekel cita, entre otros, el caso de una joven que, mientras duraba el coito, no dejaba de exclamar: «¡Con tal que no pase nada! ¡Con tal que no pase nada!» En el mismo matrimonio, a menudo la mujer no desea tener hijos, ora porque su salud sea deficiente, ora porque eso representaría para el joven matrimonio una carga demasiado pesada. Amante o marido, si ella no tiene en su compañero una confianza absoluta, su erotismo quedará paralizado por la prudencia. O bien observará con inquietud la conducta del hombre, o bien, apenas terminado el coito, tendrá que correr hasta el cuarto de aseo para expulsar de su vientre el germen vivo depositado en ella muy a su pesar; esa operación higiénica contradice brutalmente la magia sensual de las caricias, efectúa una absoluta separación de los cuerpos a los cuales confundía un mismo gozo; entonces es cuando el semen masculino aparece como un germen nocivo, una mancilla; la mujer se limpia como quien limpia un vaso sucio, mientras el hombre reposa en el lecho, en toda su soberbia integridad. Una joven divorciada me ha contado su horror, después de una noche nupcial de placer incierto, cuando tuvo que encerrarse en el cuarto de baño, mientras su esposo encendía indolentemente un cigarrillo: parece ser que, desde aquel instante, la ruina del matrimonio estuvo decidida. La repugnancia por la «pera», el irrigador y el bidet es una de las causas frecuentes de la frigidez femenina. La existencia de medios anticonceptivos más seguros y más cómodos contribuye mucho a la manumisión sexual de la mujer; en un país como los Estados Unidos, donde esas prácticas están muy extendidas, el número de muchachas que llegan vírgenes al matrimonio es muy inferior al que se encuentra en Francia; esas prácticas permiten un mayor abandono durante el acto amoroso. Pero también en este caso la joven tiene repugnancias que vencer antes de tratar su cuerpo como una cosa: del mismo modo que no aceptaba sin un estremecimiento la idea de ser «perforada» por un hombre, tampoco se resigna alegremente a ser «taponada» para satisfacer los deseos de un hombre. Que se haga sellar el útero o que se introduzca algún tampón mortal para los espermatozoides, una mujer consciente de los equívocos del cuerpo y del sexo se sentirá molesta por esa fría premeditación: hay también muchos hombres que consideran con repugnancia el uso de preservativos. Es el conjunto del comportamiento sexual el que justifica sus diversos momentos: conductas que parecerían repugnantes sometidas a análisis, parecen naturales cuando los cuerpos se transfiguran por las virtudes eróticas de que están revestidos; pero, inversamente, tan pronto como cuerpos y conductas se descomponen en elementos separados y privados de sentido, esos elementos se vuelven sucios, obscenos. La penetración que una enamorada experimentará con alegría como unión, como fusión con el hombre amado, vuelve a encontrar el carácter quirúrgico y sucio que reviste a los ojos de los niños si se realiza fuera de la turbación, del deseo, del placer, y eso es lo que sucede con el uso concertado del preservativo. De todos modos, esas precauciones no están al alcance de todas las mujeres; muchas jóvenes no conocen ninguna defensa contra la amenaza del embarazo y perciben de manera angustiosa que su suerte depende de la buena voluntad del nombre a quien se entregan.
El caso más favorable para una iniciación sexual es aquel en que, sin violencia ni sorpresa, sin consigna fija ni plazo preciso, la joven aprende lentamente a vencer su pudor, a familiarizarse con su compañero, a gustar sus caricias. En este sentido, no puede por menos que aprobarse la libertad de costumbres de que gozan las jóvenes norteamericanas y que las francesas tienden hoy a conquistar: aquellas se deslizan, casi sin percatarse de ello, de) «necking» y del «petting» a relaciones sexuales completas. La iniciación es tanto más fácil cuanto menos revestida de un carácter tabú se presenta y más libre se siente la joven con respecto a su compañero, y en este se esfuma el carácter dominador; si el amante es también joven, novicio, tímido, un igual, las resistencias de la muchacha son menos fuertes; pero también será menos profunda su metamorfosis en mujer. Así, en Le blé en herbe, la Vinca de Colette, al día siguiente de una desfloración bastante brutal, muestra una placidez que sorprende a su camarada Phil, y es que no se ha sentido «poseída», sino que, por el contrario, ha cifrado su orgullo en desprenderse de su virginidad, no ha experimentado ningún extravío que la haya trastornado; en verdad, Phil no tiene razón para asombrarse, puesto que su amiga no ha conocido al macho. Claudine estaba menos indemne después de bailar entre los brazos de Renaud. Me han hablado del caso de una estudiante de instituto, todavía rezagada en la fase de «fruta verde», la cual, después de pasar una noche con un camarada, corrió a la mañana siguiente a casa de una amiga para anunciarle: «Me he acostado con C... Ha sido muy divertido.» Un profesor de colegio norteamericano me decía que sus alumnas dejaban de ser vírgenes mucho antes de hacerse mujeres; sus compañeros las respetaban demasiado para espantar su pudor, eran demasiado jóvenes y pudibundos para despertar en ellas demonio alguno. Hay muchachas que se lanzan a experiencias eróticas y las multiplican con objeto de escapar a la angustia sexual; esperan librarse así de su curiosidad y de sus obsesiones; pero con frecuencia sus actos conservan un carácter teórico que los hace tan irreales como los fantasmas por medio de los cuales otros anticipan el porvenir. Entregarse por desafío, por temor, por racionalismo puritano, no es realizar una auténtica experiencia erótica: solamente se obtiene un ersatz sin peligro y sin gran sabor; el acto sexual no va acompañado ni de angustia ni de vergüenza, porque la turbación ha sido superficial y el placer no ha invadido la carne. Esas doncellas desfloradas siguen siendo vírgenes, y es probable que el día en que tengan que habérselas con un hombre sensual e imperioso, le opondrán resistencias virginales. Mientras tanto, permanecen en una especie de edad ingrata; las caricias les hacen cosquillas, los besos a veces les hacen reír, consideran como un juego el amor físico, y, si no están de humor para divertirse, las exigencias del amante pronto les parecen importunas y groseras; conservan repugnancias, fobias y pudores de adolescente. Si no logran franquear nunca ese estadio —lo cual, al decir de los varones norteamericanos, es el caso de muchas norteamericanas—, pasarán el resto de su vida en un estado de semifrigidez. Solo hay verdadera madurez sexual en la mujer que consiente hacerse carne en la turbación y el placer.
No hay que creer, sin embargo, que todas las dificultades se atenúen en aquellas mujeres que tengan un temperamento ardiente. Sucede, por el contrario, que se exasperan. La turbación femenina puede alcanzar una intensidad desconocida para el hombre. El deseo del hombre es violento, pero está localizado, y le deja —salvo, quizá, en el instante del espasmo— consciente de sí mismo; la mujer, por el contrarío, sufre una genuina alienación; para muchas, esa metamorfosis es el momento más voluptuoso y definitivo del amor, pero también tiene un carácter mágico y terrorífico. Sucede que el hombre experimenta temor ante la mujer que tiene en sus brazos, tan ausente parece esta, presa del más profundo extravío; el trastorno que ella experimenta es una transmutación mucho más radical que el frenesí agresivo del varón. Esa fiebre la libera de la vergüenza; pero, al despertar, le causa a su vez vergüenza y horror; para que la acepte dichosamente —y hasta orgullosamente—, sería preciso, al menos, que se inflamase de voluptuosidad; podría reivindicar sus deseos si los hubiera satisfecho gloriosamente; de lo contrario, los repudiará con ira.
Se llega aquí al problema crucial del erotismo femenino: al comienzo de su vida erótica, la abdicación de la mujer no se ve compensada por un goce violento y seguro.
Sacrificaría mucho más fácilmente pudor y orgullo si de ese modo se abriesen las puertas de un paraíso. Pero ya se ha visto que la desfloración no es una feliz realización del erotismo juvenil; por el contrario, es un fenómeno insólito; el placer vaginal no se desencadena enseguida; según las estadísticas de Stekel —confirmadas por multitud de sexólogos y psicoanalistas—, apenas el 4 por 100 de las mujeres experimentan placer desde el primer coito; el 50 por 100 no alcanza el placer vaginal sino después de semanas, meses y hasta años. Los factores psíquicos representan aquí un papel especial. El cuerpo de la mujer es singularmente «histérico» en el sentido de que a menudo no hay en ella ninguna distancia entre los hechos conscientes y su expresión orgánica; sus resistencias morales impiden la aparición del placer; al no ser compensadas por nada, frecuentemente se perpetúan y forman una barrera cada vez más poderosa. En muchos casos, se crea un círculo vicioso: una primera torpeza del amante, una palabra desafortunada, una sonrisa arrogante, repercuten durante toda la luna de miel y hasta en la vida conyugal; decepcionada por no haber conocido enseguida el placer, la joven guarda un rencor que la predispone mal para una experiencia más feliz. Verdad es que, a falta de una satisfacción normal, el hombre siempre puede proporcionarle el placer clitoridiano, el cual, a despecho de leyendas moralizadoras, es susceptible de procurarla relajamiento y apaciguamiento. Pero muchas mujeres lo rechazan, porque, aún más que el placer vaginal, aparece como infligido; porque si la mujer sufre a causa del egoísmo de los hombres, que solo piensan en su propia satisfacción, también se siente herida por una voluntad demasiado explícita de darle placer. «Hacer gozar al otro —dice Stekel— quiere decir dominarlo; entregarse a alguien es abdicar de la propia voluntad.» La mujer aceptará mucho más fácilmente el placer si le parece que fluye naturalmente del que experimenta el hombre, como sucede en un coito normal y feliz.
«Las mujeres se someten con alegría tan pronto como se percatan de que su compañero no quiere someterlas», añade Stekel; en cambio, si perciben esa voluntad, se rebelan.
A muchas mujeres les repugna dejarse acariciar con la mano, porque esta es un instrumento que no participa del placer que procura, es actividad y no carne; y si el mismo sexo aparece como un instrumento hábilmente utilizado y no como una carne penetrada de deseo, la mujer experimentará la misma repulsión. Además, toda compensación le parecerá que ratifica su fracaso en cuanto a conocer las sensaciones de una mujer normal. De acuerdo con numerosas observaciones, Stekel advierte que todo el deseo de las mujeres llamadas frígidas se dirige hacia la norma: «Quieren obtener el orgasmo como una mujer normal; cualquier otro procedimiento no las satisface moralmente.»
La actitud del hombre tiene, pues, una extremada importancia. Si su deseo es violento y brutal, su compañera se siente en sus brazos transformada en pura cosa; pero si es demasiado dueño de sí mismo, demasiado desasido, no se constituye como carne; pide a la mujer que se haga objeto sin que ella, a su vez, le haya tomado a él. En ambos casos, su orgullo se rebela; para que pueda conciliar su metamorfosis en objeto carnal con la reivindicación de su subjetividad, es preciso que, al hacerse presa del hombre, haga de este también su propia presa. Por ese motivo, la mujer se obstina con tanta frecuencia en la frigidez. Si el amante carece de seducción, si es frío, negligente o torpe, fracasa en despertar su sexualidad o la deja insatisfecha; pero viril y experto, puede suscitar reacciones de rechazo; la mujer teme su dominación, y algunas no pueden hallar placer más que con hombres tímidos, mal dotados y hasta semiimpotentes, pero que no las atemorizan. Es fácil que el hombre despierte en su amante amargura y rencor. El rencor es la fuente más habitual de la frigidez femenina; en la cama, la mujer le hace pagar al hombre con su insultante frialdad todas las afrentas que estima haber sufrido; con frecuencia hay en su actitud un complejo de inferioridad agresivo: «Puesto que no me amas, puesto que tengo defectos que me impiden complacer y puesto que soy despreciable, tampoco me entregaré al amor, al deseo, al placer.» Así es como se venga de él y de ella misma a la vez, si él la ha humillado con su negligencia, si ha excitado sus celos, si se ha declarado demasiado tarde, si la ha convertido en su amante cuando ella deseaba el matrimonio; el agravio puede aparecer de repente y desencadenar esa reacción en el curso mismo de una relación que ha comenzado de manera feliz. Es raro que el hombre que ha suscitado semejante enemistad logre vencerla él mismo: puede suceder, no obstante, que un persuasivo testimonio de amor o de estima modifique la situación. Se ha visto a mujeres desafiantes y rígidas entre los brazos de un amante a quienes ha transformado una alianza en el dedo: dichosas, halagadas, con la conciencia en paz, todas sus resistencias se derrumbaban. Pero será un recién llegado respetuoso, amoroso y delicado quien mejor podrá transformar a la mujer despechada en una amante o una esposa feliz; si la libera de su complejo de inferioridad, se entregará a él con ardor.
La obra de Stekel La femme frigide se dedica esencialmente a demostrar el papel de los factores psíquicos en la frigidez femenina.
Los siguientes ejemplos demuestran claramente que muy a menudo se trata de una actitud de rencor con respecto al marido o al amante:
La señorita G. S... se había entregado a un hombre esperando que se casaría con ella, pero insistiendo en el hecho de que «a ella no le importaba en realidad el matrimonio, que no quería atarse». Jugaba así a la mujer libre. Pero, en verdad, era esclava de la moral, como toda su familia. Su amante, sin embargo, la creía y jamás hablaba de matrimonio. Su obstinación se intensificaba cada vez más, hasta que se hizo insensible. Cuando, por fin, la pidió en matrimonio, ella se vengó confesando su indiferencia y no queriendo oír hablar de una unión entre ellos. Ya no deseaba ser dichosa. Había esperado demasiado tiempo... La devoraban los celos y esperaba ansiosamente el día de su petición para rechazarla orgullosamente. Después, quiso suicidarse, únicamente para castigar a su amante con todo refinamiento.
Una mujer que hasta entonces había gozado con su marido, pero que era muy celosa, se imaginó durante una enfermedad que su marido la engañaba. Al volver a casa, decidió permanecer fría con su esposo. Jamás se dejaría excitar, puesto que no la estimaba y solo la utilizaba en caso de necesidad. Desde su regreso, pues, se mostró frígida. Al principio, se servía de pequeños trucos para no ser presa de la excitación. Se imaginaba a su marido haciendo la corte a su amiga. Pero pronto el orgasmo fue reemplazado por unos dolores...
Una muchacha de diecisiete años mantenía relaciones amorosas con un hombre, relaciones que le procuraban un intenso placer. Quedó encinta a los diecinueve años y pidió a su amante que la desposase; él se mostró indeciso y le aconsejó que abortase, a lo cual ella se negó. Al cabo de tres semanas, se declaró dispuesto a casarse con ella, y la muchacha se convirtió en su mujer. Pero nunca le perdonó aquellas tres semanas de tormento y se tornó frígida. Más tarde una explicación con su marido venció aquella frigidez.
La señora N. M... se entera de que su marido, dos días después de su matrimonio, ha ido a visitar a una antigua amante. El orgasmo que hasta entonces experimentara desaparece para siempre. Se clavó en su mente la idea fija de que ya no agradaba a su marido, a quien creía haber decepcionado; esa fue la causa de su frigidez.
Incluso cuando la mujer supera sus resistencias y al cabo de un tiempo más o menos largo conoce el placer vaginal, no todas las dificultades han sido abolidas, porque el ritmo de su sexualidad y el de la sexualidad del hombre no coinciden. Ella es mucho más lenta que él para el goce.
Las tres cuartas partes, quizá, de todos los hombres experimentan el orgasmo durante los dos minutos que siguen a la iniciación de la relación sexual, afirma el informe Kinsey. Si se considera el elevado número de mujeres de nivel superior cuyo estado es tan desfavorable para las situaciones sexuales, que necesitan de diez a quince minutos de los más activos estímulos para experimentar el orgasmo, y si se considera el número bastante importante de mujeres que jamás han conocido el orgasmo en toda su vida, se precisa desde luego que el varón tenga una competencia absolutamente excepcional para prolongar la actividad sexual sin eyacular y poder crear así una situación de armonía con su pareja.
Parece ser que en la India el esposo, mientras cumple sus deberes conyugales, fuma de buen grado su pipa, con objeto de distraerse de su propio placer y hacer durar el de su esposa; en Occidente, de lo que más bien se jacta Casanova es del número de sus «asaltos», y su orgullo supremo consiste en conseguir que su pareja pida cuartel: según la tradición erótica, es una hazaña que no se consigue a menudo; los hombres se quejan de las terribles exigencias de su pareja: es una matriz rabiosa, una especie de ogro, una hambrienta; jamás está satisfecha. Montaigne expone este punto de vista en el Libro III de sus Ensayos (capítulo V):
Las mujeres son, sin comparación, más capaces y ardientes para el amor que nosotros, cosa que ha testimoniado ese anciano sacerdote que fue unas veces hombre y otras mujer... Y además hemos oído de sus propios labios la prueba que hicieron en otros tiempos, en otros siglos, un emperador y una emperatriz de Roma, maestros famosos en esos menesteres (él desfloró en una noche a diez vírgenes sármatas cautivas suyas; pero ella culminó en una sola noche veinticinco empresas, cambiando de compañía según su necesidad y su gusto,
adhuc ardens rigidoe tentigine vulvoe
Et lassata viris, necdum satiata recessit