144.

A través de la impropiedad poética de las palabras «senos» y «boca», lo que promete claramente a su amiga es no violentarla. Y en parte es por temor a la violencia, a la violación, por lo que la adolescente dirige frecuentemente su primer amor a una muchacha mayor antes que a un hombre. La mujer viril reencarna para ella, a la vez, al padre y a la madre: del padre tiene la autoridad, la trascendencia, es fuente y medida de valores, emerge más allá del mundo dado, es divina; pero sigue siendo mujer. Que de niña haya estado demasiado privada de las caricias maternas o, por el contrario, que su madre la haya mimado en demasía, la adolescente sueña como sus hermanos con el calor del seno; en esa carne próxima a la suya encuentra con abandono esa fusión inmediata con la vida, que el destete destruyera; y la separación que la individualiza es superada por esa mirada extraña que la envuelve. Bien entendido, toda relación humana implica conflictos; todo amor, celos. Pero muchas de las dificultades que se alzan entre la virgen y su primer amante son aquí allanadas. La experiencia homosexual puede adoptar la figura de un genuino amor; puede aportar a la joven un equilibrio tan dichoso, que deseará perpetuarla, repetirla, y conservará de ella un recuerdo nostálgico; puede revelar o dar nacimiento a una vocación lesbiana145. Pero lo más frecuente es que no represente sino una etapa: su misma facilidad la condena. En el amor que consagra a una mayor, la joven codicia su propio porvenir: quiere identificarse con el ídolo; a menos que posea una superioridad excepcional, este pierde pronto su aura; cuando ella empieza a afirmarse, la menor juzga, compara: la otra, que ha sido elegida precisamente porque estaba próxima y no intimidaba, no es lo bastante otra para imponerse durante mucho tiempo; los dioses masculinos están más sólidamente instalados, porque su cielo está más lejos. Su curiosidad, su sensualidad, incitan a la joven a desear abrazos más violentos. Con mucha frecuencia, desde el principio, no se ha propuesto la aventura homosexual más que como una transición, una iniciación, una espera; ha jugado al amor, a los celos, a la cólera, al orgullo, a la alegría y a las penas con la idea, más o menos confesada, de que imitaba sin gran riesgo las aventuras con las que sueña, pero las cuales no se atrevía todavía o no tuvo ocasión de vivirlas. Está destinada al hombre y lo sabe; y quiere un destino de mujer normal y completa.

El hombre la deslumbra; y, sin embargo, la asusta. Para conciliar los contradictorios sentimientos que suscita en ella, disociará en él al varón que la espanta de la radiante divinidad a la que adora piadosamente. Brusca y salvaje con sus camaradas masculinos, idolatra a lejanos príncipes azules: actores de cine cuya foto coloca a la cabecera de su cama, héroes difuntos o vivos, pero en todo caso inaccesibles, desconocidos vislumbrados por azar y a los que sabe no volverá a ver nunca más. Tales amores no crean ningún problema. Muy a menudo se dirigen hacia hombres dotados de prestigio social o intelectual, pero cuyo físico no podría suscitar ninguna turbación: por ejemplo, un viejo profesor un poco ridículo; esos hombres de edad emergen más allá del mundo en que está encerrada la adolescente, que puede destinarse a ellos en secreto, consagrarse a ellos como se consagraría a Dios: semejante don no tiene nada de humillante; es libremente consentido, puesto que no se les desea en su carne. La enamorada novelesca acepta incluso de buen grado que el elegido tenga un aspecto humilde, que sea feo, incluso un poco ridículo: ello no hace sino que se sienta más segura. Simula deplorar los obstáculos que la separan de él; pero en realidad le ha elegido justamente porque entre ella y él no era posible ninguna relación verdadera. Así puede hacer del amor una experiencia abstracta, puramente subjetiva, que no atenta contra su integridad; su corazón palpita, conoce el dolor de la ausencia, las angustias de la presencia, el despecho, la esperanza, el odio, el entusiasmo, pero en blanco; nada de sí misma está comprometido. Resulta divertido constatar que el ídolo elegido es más brillante cuanto más lejano: es útil que el profesor de piano, a quien se ve cotidianamente, sea feo y ridículo; pero si una se enamora de un extraño que se mueve en esferas inasequibles, entonces se le prefiere apuesto y varonil. Lo importante es que, de un modo u otro, la cuestión sexual no se plantee. Esos amores mentales prolongan y confirman la actitud narcisista en que el erotismo no aparece más que en su inmanencia, sin presencia real del Otro. Como en ello encuentra una coartada que le permite eludir experiencias concretas, la adolescente desarrolla a menudo una vida imaginaria de extraordinaria intensidad. Ella opta por confundir sus fantasmas con la realidad. Entre otros ejemplos, H. Deutsch146 aporta uno muy significativo: el de una joven bonita y seductora que fácilmente podría haber sido cortejada, pero que se negaba a todo comercio con los jóvenes de su entorno; sin embargo, en lo más secreto de su corazón, a la edad de trece años había optado por rendir culto a un muchacho de diecisiete, más bien feúcho y que jamás le había dirigido la palabra. Se procuró una fotografía de él, le puso ella misma una dedicatoria, y, durante tres años, llevó un diario en el que todos los días relataba sus experiencias imaginarias: intercambiaban besos, apasionados abrazos; a veces había entre ellos escenas en las que corrían las lágrimas y de las que ella salía con los ojos realmente enrojecidos e hinchados; luego, se reconciliaban y ella se enviaba flores, etc. Cuando un cambio de residencia le separó de ella, le escribió cartas que no le enviaba jamás, pero a las cuales respondía ella misma. Esta historia era, evidentemente, una defensa contra experiencias reales a las cuales temía.

Este caso es casi patológico. Pero ilustra, magnificándolo, un proceso que se produce normalmente. En Marie Bashkirtseff se encuentra un impresionante ejemplo de vida sentimental imaginaria. Jamás ha hablado con el duque de H..., de quien pretende estar enamorada. Lo que de verdad desea es la exaltación de su yo; pero, siendo mujer, y, sobre todo, en la época y en la clase a las cuales pertenece, no podía soñar con el triunfo mediante una existencia autónoma. A la edad de dieciocho años, anota lúcidamente: «Escribo a C... diciéndole que me gustaría ser hombre. Sé que podría llegar a ser alguien; pero, con faldas, ¿adónde quiere que vaya? El matrimonio es la única carrera de las mujeres; los hombres tienen treinta y seis oportunidades; la mujer solo tiene una: el cero, como en la banca.» Así, pues, necesita el amor de un hombre; mas para que este pueda conferirle un valor soberano, debe ser él mismo una conciencia soberana. «Jamás podrá agradarme un hombre por debajo de mi posición —escribe—. Un hombre rico, independiente, lleva consigo el orgullo y cierto aire de comodidad. La seguridad tiene cierto aire victorioso. Amo en H... ese aire caprichoso, fatuo y cruel: tiene algo de Nerón.» Y prosigue: «Este aniquilamiento de la mujer ante la superioridad del hombre amado debe ser el más grande goce de amor propio que puede experimentar una mujer superior.»

Así, pues, el narcisismo conduce al masoquismo: esta vinculación se encontraba ya en la niña que soñaba con Barba Azul, con Grisélidis y las santas mártires. El yo está constituido como por otro, para otro: cuanto más poderoso es el otro, más riquezas y poderes tiene el yo; cautivando a su dueño, encierra en sí todas las virtudes que este ostenta; amada por Nerón, Marie Bashkirtseff sería Nerón; aniquilarse ante otro es realizar al otro en sí y para sí al mismo tiempo; en verdad este sueño de aniquilamiento es una orgullosa voluntad de ser. En realidad, Marie Bashkirtseff no ha encontrado jamás a un hombre lo bastante soberbio para que ella aceptase alienarse a través de él. Una cosa es arrodillarse ante un dios forjado por una misma y que permanece a distancia; y otra cosa muy distinta es abandonarse a un varón de carne y hueso. Multitud de muchachas se obstinan, durante largo tiempo, en perseguir su sueño a través del mundo real; y buscan un hombre que les parezca superior a todos los demás por su posición, su mérito, su inteligencia; le quieren de más edad que ellas, que ya se haya labrado una posición en la Tierra, que goce de autoridad y prestigio; la fortuna, la celebridad, las fascinan: el elegido se presenta como el Sujeto absoluto que, con su amor, les comunicará su esplendor y su necesidad. Su superioridad idealiza el amor que la joven siente por él: no desea ella darse a él porque sea varón, sino porque es ese ser de excepción. «Quisiera gigantes y solo hallo hombres», me decía antaño una amiga.

En nombre de tan altas exigencias, la joven desdeña a pretendientes demasiado cotidianos y elude los problemas de la sexualidad. En sus sueños, acaricia también, sin riesgo, una imagen de sí misma, que la encanta en cuanto imagen, aunque no consiente en modo alguno conformarse a ella. Así, Marie Le Hardouin147 cuenta que le complacía verse como una víctima toda consagrada a un hombre, cuando en realidad era una mujer sumamente autoritaria.

Por una suerte de pudor, jamás he podido expresar en la realidad esas tendencias soterradas de mi naturaleza y que tantas veces he vivido en mis sueños. Tal y como he aprendido a conocerme, soy, en efecto, autoritaria, violenta, incapaz, en el fondo, de doblegarme.

Siempre obedeciendo a una necesidad de abolirme, me imaginaba a veces que era una mujer admirable, que solo vivía para el deber y que estaba enamorada hasta la imbecilidad de un hombre cuyos menores deseos me esforzaba por adivinar. Nos debatíamos en medio de una odiosa existencia llena de necesidades. El se mataba trabajando y por la noche volvía macilento y deshecho. Yo me dejaba los ojos cosiéndole la ropa junto a una ventana sin luz. En una angosta cocina llena de humo, le preparaba algunos platos míseros. La enfermedad amenazaba continuamente con hacer morir a nuestro único hijo. Sin embargo, en mis labios palpitaba siempre una sonrisa crucificada de dulzura y siempre se veía en mis ojos esa insoportable expresión de silencioso valor que jamás he podido sufrir sin disgusto en la realidad.

Además de estas complacencias narcisistas, algunas jóvenes experimentan más concretamente la necesidad de un guía, de un maestro. En el momento en que escapan a la influencia de los padres, se encuentran embarazadas por una anatomía a la que no están habituadas, y no saben hacer de ella sino un uso negativo; caen en el capricho y la extravagancia; desean desistir nuevamente de su libertad. La historia de la joven caprichosa, orgullosa, rebelde e insoportable que se hace domar amorosamente por un hombre razonable, es un tópico de la literatura barata y del cine: es un cliché que halaga tanto a los hombres como a las mujeres. Esa es la historia que cuenta, entre otras, madame de Ségur en Quel amour d'enfant! De niña, Gisèle, decepcionada por un padre demasiado indulgente, desarrolla un gran apego por una tía vieja y severa; de joven sufre el ascendiente de un hombre joven y gruñón, Julien, que le canta duramente las verdades, la humilla, trata de reformarla; se casa con un rico duque sin carácter, con el cual es muy desgraciada, y solo cuando, viuda, acepta el amor exigente de su mentor, encuentra al fin alegría y prudencia. En Good wives, de Louisa Alcott, la independiente Joe empieza a enamorarse de su futuro marido, porque este le reprocha severamente una tontería que ha cometido; también la reprende, y ella se apresura a excusarse, a someterse. Pese al crispado orgullo de las mujeres norteamericanas, las películas de Hollywood nos han ofrecido cien veces la imagen de la niña terrible domada por la saludable brutalidad de un enamorado o de un marido. Un par de bofetadas o una buena azotaina parecen los medios más seguros de seducción. Sin embargo, en la realidad, el paso del amor ideal al amor sexual no es sencillo. Muchas mujeres evitan cuidadosamente acercarse al objeto de su pasión, por el temor, más o menos confesado, a sufrir una decepción. Si el héroe, el gigante, el semidiós, responde al amor que inspira y lo transforma en una experiencia real, la joven se alarma; su ídolo se convierte en un macho del cual se aleja, asqueada. Hay adolescentes coquetas que no perdonan medio para seducir a un hombre que les parezca «interesante» o «fascinador», pero que paradójicamente se irritan si él, a su vez, les manifiesta un sentimiento demasiado vivo; les complacía porque parecía inasequible: enamorado, se hace trivial. «Es un hombre como los demás.» La joven le guarda rencor por su fracaso, y toma pretexto del mismo para rehusar los contactos físicos que espantan a su sensibilidad virginal. Si la joven cede a su «Ideal», permanece insensible entre sus brazos y, como dice Stekel148, «sucede que algunas muchachas exaltadas se suicidan después de tales escenas, en las cuales se desploma toda la construcción de la imaginación amorosa, ya que el Ideal se revela bajo la forma de un «animal brutal». También por afición a lo imposible, la joven se enamora frecuentemente de un hombre cuando este empieza a hacer la corte a una de sus amigas, y también con mucha frecuencia elige a un hombre casado. Se siente fascinada de buen grado por los donjuanes; sueña con someter y atraerse a ese seductor a quien jamás retiene ninguna mujer, acariciando la esperanza de reformarle: pero en realidad sabe que fracasará en su empresa; y esa es una de las razones de su elección. Algunas jóvenes se revelan incapaces de conocer nunca un amor real y completo. Durante toda su vida, buscan un ideal imposible de alcanzar.

Y es que hay conflicto entre el narcisismo de la joven y las experiencias a las cuales la destina su sexualidad. La mujer no se acepta como lo inesencial sino a condición de encontrar lo esencial en el seno de su abdicación. Al hacerse objeto, he ahí que se transforma en un ídolo en el cual se reconoce orgullosamente; pero rechaza la implacable dialéctica que le impone retornar a lo inesencial. Quiere ser un tesoro fascinante, no un objeto que se toma. Le gusta aparecer como un maravilloso fetiche cargado de efluvios mágicos, y no verse como una carne que se deja contemplar, palpar., amasar: así, el hombre mima a la mujer presa, pero huye de esa especie de ogro que es Deméter.

Orgullosa de captar el interés masculino, de suscitar admiración, lo que la subleva es ser captada, a su vez. Con la pubertad, ha aprendido a avergonzarse, y la vergüenza permanece mezclada con su coquetería y su vanidad; la mirada del varón la lisonjea y la hiere al mismo tiempo; no querría ser vista sino en la medida en que se muestra: los ojos son siempre demasiado penetrantes. De ahí las incoherencias que desconciertan a los hombres: ella muestra el escote, las piernas; pero, tan pronto como la miran, enrojece, se irrita. Se divierte provocando al varón; pero si advierte que ha suscitado el deseo en él, retrocede con disgusto: el deseo masculino es una ofensa tanto como un homenaje; en la medida en que se siente responsable de su encanto y le parece ejercerlo libremente, le encantan sus victorias; pero en tanto que sus rasgos, sus formas, su carne, le han sido dados y los sufre, quiere hurtarlos a esa libertad extraña e indiscreta que los codicia. He ahí el sentido profundo de ese pudor original que se interfiere, de manera desconcertante, en las más osadas coqueterías. Una jovencita puede tener audacias sorprendentes, porque no comprende que sus iniciativas la revelan en su pasividad: tan pronto como se percata de ello, se atemoriza y se enfada. Nada más equívoco que una mirada; existe a distancia y, en virtud de esa distancia, parece respetuosa: pero se adueña socarronamente de la imagen percibida. La mujer en ciernes se debate en esas trampas. Empieza a abandonarse; pero inmediatamente se crispa y mata en ella el deseo. En su cuerpo todavía incierto, la caricia se experimenta, ora como un tierno placer, ora como un desagradable cosquilleo; un beso la conmueve en principio; luego, bruscamente, la hace reír; cada complacencia es seguida por una revuelta; se deja besar, pero se limpia la boca con afectación; se muestra sonriente y tierna; luego, súbitamente, irónica y hostil; hace promesas que olvida deliberadamente. Tal es Mathilde de la Mole, seducida por la apostura y las raras cualidades de Julien, deseosa de alcanzar a través del amor un destino excepcional, pero rechazando hoscamente la dominación de sus propios sentidos y la de una conciencia extraña; pasa del servilismo a la arrogancia, de la súplica al desprecio; todo cuanto da, se lo hace pagar inmediatamente. Tal es también esta «Monique» cuyo retrato ha trazado Marcel Arland y que confunde la turbación con el pecado, para quien el amor es una abdicación vergonzosa, cuya sangre arde, pero que detesta ese ardor y no se somete sino encabritándose.

Exhibiendo una naturaleza pueril y perversa es como la «fruta verde» se defiende del hombre. Bajo esta figura, mitad salvaje, mitad juiciosa, se ha descrito frecuentemente a la joven. Colette, entre otros, la ha pintado en Claudine à l'école, y también en Le blé en herbe, con los rasgos de la seductora Vinca. Siente un ardiente interés por el mundo que tiene delante y sobre el cual reina como soberana; pero también experimenta curiosidad y un deseo sensual y novelesco con respecto al hombre. Vinca se araña con las zarzas, pesca camarones, trepa a los árboles, pero se estremece cuando su camarada Phil le toca la mano; conoce la turbación en que el cuerpo se hace carne y que constituye la primera revelación de la mujer como tal; turbada, empieza a quererse bonita: unas veces se peina, se maquilla, se viste con vaporosa tela de organdí, se divierte mostrándose coqueta y seduciendo; pero, como también quiere existir para sí misma y no solamente para otros, tiene momentos en que se pone viejos vestidos sin gracia alguna y pantalones mal cortados; hay toda una parte de sí misma que censura la coquetería y la considera como una dimisión: por tanto, se mancha adrede los dedos de tinta, se muestra despeinada, desaseada. Esas rebeliones le comunican una torpeza que ella percibe con despecho: se irrita por ello, enrojece, redobla su torpeza y se horroriza de esas abortadas tentativas de seducción. En esa fase, la jovencita ya no quiere seguir siendo niña, pero tampoco acepta convertirse en adulta; se reprocha sucesivamente su puerilidad y su resignación de hembra. Está en actitud de constante rechazo.

Ese es el rasgo que caracteriza a la joven y que nos da la clave de la mayor parte de sus actitudes; no acepta el destino que la Naturaleza y la sociedad le asignan, y, sin embargo, no lo repudia positivamente: se halla interiormente demasiado dividida para entrar en lucha contra el mundo; se limita a huir de la realidad o a oponerse a ella simbólicamente. Cada uno de sus deseos se dobla con una angustia: está ávida de entrar en posesión de su porvenir, pero teme romper con su pasado; desea «tener» un hombre, pero le repugna ser su presa. Y detrás de cada temor se disimula un deseo: la violación la horroriza, pero aspira a la pasividad. Por eso está destinada a la mala fe y a todas sus astucias; está predispuesta a toda suerte de obsesiones negativas que traducen la ambivalencia del deseo y la ansiedad.

Una de las formas de oposición que más a menudo se encuentra en la adolescente es la risa burlona y socarrona. Las estudiantes de instituto y las modistillas «revientan» de risa cuando se cuentan historias sentimentales o escabrosas, cuando hablan de sus coqueteos, se cruzan con hombres, ven a los enamorados besarse; he conocido colegialas que entraban expresamente en el jardín del Luxemburgo por el paseo de los enamorados, solo para reírse, y a otras que frecuentaban los baños turcos con objeto de mofarse de las señoras gordas de abultado vientre y senos colgantes a quienes veían allí; escarnecer su cuerpo femenino, poner a los hombres en ridículo, reírse del amor, es una manera de repudiar la sexualidad: en esas risas, junto con un desafío a los adultos, hay una manera de superar su propia confusión; se juega con imágenes, con palabras, para matar su magia peligrosa: así, yo he visto a las alumnas de cuarto «reventar» de risa al encontrar en un texto latino la palabra fémur. Con mayor motivo, si la jovencita se deja besar y manosear, se tomará el desquite riéndose en las narices de su pareja o con sus compañeras. Recuerdo que una noche, en un compartimiento de un tren, dos jovencitas se dejaban acariciar alternativamente por un viajante de comercio, encantado con aquella ganga: entre sesión y sesión, ellas reían histéricamente, encontrando, en un compromiso de sexualidad y vergüenza, las actitudes de la edad ingrata. Al mismo tiempo que a esas risas locas, las jóvenes recurren al lenguaje: en boca de algunas de ellas se encuentra un vocabulario cuya grosería haría ruborizarse a sus hermanos; pero a ellas les espanta tanto menos cuanto que, sin duda, las expresiones de que se sirven no evocan en ellas, por el hecho de su semiignorancia, una imagen muy precisa; por lo demás, el propósito consiste, si no en impedir que las imágenes se formen, sí al menos en desarmarlas. Las groseras historias que se cuentan las estudiantes de instituto están destinadas mucho menos a saciar instintos sexuales que a negar la sexualidad: no quieren considerarla sino bajo un aspecto humorístico, como una operación mecánica y casi quirúrgica. Pero, como la risa, el uso de un lenguaje obsceno no es solamente una oposición: es también un desafío a los adultos, una suerte de sacrilegio, una conducta deliberadamente perversa. Al rechazar a la Naturaleza y la sociedad, la joven las provoca y desafía mediante una multitud de singularidades. Con frecuencia se han observado en ella manías alimentarías: come minas de lápiz, lacre, trozos de madera, camarones vivos; ingiere tabletas de aspirina por decenas; incluso se traga moscas y arañas; he conocido a una, muy juiciosa por lo demás, que preparaba con café y vino blanco horribles mixturas que se esforzaba por beber; otras veces comía azúcar empapada en vinagre; he visto a otra encontrarse en la ensalada un gusano blanco y masticarlo con decisión. Todos los niños experimentan el mundo con los ojos, las manos y mas íntimamente con la boca y el estómago; pero, en la edad ingrata, la niña se complace más particularmente en explorarlo en aquello que tiene de indigesto, de repugnante. Muy a menudo la atrae lo que es «repugnante». Una de ellas, que era bonita, coqueta y muy aseada, se mostraba verdaderamente fascinada por todo cuanto le parecía «sucio»: tocaba insectos, contemplaba sus paños higiénicos manchados, se chupaba la sangre de sus heridas. Jugar con cosas sucias es, evidentemente, una manera de superar la repugnancia; este sentimiento adquiere gran importancia en el momento de la pubertad; la jovencita siente disgusto por su cuerpo demasiado carnal, por la sangre menstrual, por las prácticas sexuales de los adultos, por el varón al que está destinada; y lo niega, complaciéndose precisamente en la familiaridad de todo cuanto le repugna. «Puesto que es preciso que sangre todos los meses, demuestro chupándome la sangre de mis heridas que mi sangre no me asusta. Puesto que he de someterme a una prueba repelente, ¿por qué no masticar un gusano blanco?» De manera mucho más tajante, esta actitud se afirma en las automutilaciones tan frecuentes en esa edad. La joven se hace cortes en el muslo con una navaja de afeitar, se quema con un cigarrillo, se da tajos, se despelleja; para no ir a una aburrida fiesta al aire libre, una amiga de mi juventud se partió un pie con un hacha pequeña y tuvo que guardar cama durante seis semanas. Estas prácticas sádicomasoquistas son a la vez una anticipación de la experiencia sexual y una sublevación contra ella; al soportar tales pruebas, la joven se endurece contra toda prueba posible y así las hace anodinas, incluida la noche nupcial. Cuando se pone una babosa en el pecho, cuando ingiere un tubo de aspirinas, cuando se hiere adrede, la joven desafía al futuro amante: «Jamás me infligirás nada más odioso que lo que yo misma me inflijo.» Se trata de iniciaciones sombrías y orgullosas a la aventura sexual. Destinada a ser una presa pasiva, reivindica su libertad hasta en el hecho de sufrir dolor y repugnancia. Cuando se inflige la mordedura del cuchillo, la quemadura de la brasa, protesta contra la penetración que la desflorará, y protesta anulándola. Masoquista, puesto que con su conducta acoge al dolor, es sobre todo sádica: en tanto que sujeto autónomo, vapulea, escarnece, tortura a esa carne dependiente, esa carne condenada a la sumisión que tanto detesta, sin querer, no obstante, distinguirse de ella. Porque, en todas esas coyunturas, no opta por rechazar auténticamente su destino. Las manías sádicomasoquistas implican una mala fe fundamental: si la joven se entrega a ellas es porque acepta, a través de su repudio, su porvenir de mujer; no mutilaría rencorosamente su cuerpo si, en principio, no se reconociese como carne. Hasta sus explosiones de violencia se alzan sobre un fondo de resignación. Cuando un muchacho se subleva contra su padre, contra el mundo, se entrega a violencias eficaces; busca pendencia con un camarada, se pelea, se afirma como sujeto a puñetazo limpio: se impone al mundo, lo sobrepasa. Pero afirmarse, imponerse, le está prohibido a la adolescente, y eso precisamente es lo que pone tanta rebeldía en su corazón, porque no espera ni cambiar el mundo, ni emerger del mismo; se sabe o, por lo menos, se cree, y tal vez incluso se quiere, atada: no puede hacer más que destruir; hay desesperación en su rabia; en el curso de una velada irritante, rompe vasos, floreros, etc.; no lo hace para vencer a la suerte, sino para protestar simbólicamente. A través de su impotencia presente es como la joven se rebela contra su futura servidumbre; y sus vanas explosiones, lejos de librarla de sus ataduras, no hacen frecuentemente más que apretarlas. Las violencias contra ella misma o contra el universo que la rodea tienen siempre un carácter negativo: son más espectaculares que eficaces. El muchacho que escala rocas, que se zurra con sus camaradas, considera el dolor físico, las heridas y los chichones como una consecuencia insignificante de las actividades positivas a las cuales se entrega; ni las busca ni las rehúye por sí mismas (salvo en el caso de un complejo de inferioridad que le sitúe en posición análoga a la de las mujeres). La joven contempla su propio sufrimiento: busca en su propio corazón el gusto de la violencia y de la revuelta, y ello le interesa más que sus resultados. Su perversidad proviene de que permanece anclada en el universo infantil, del que no puede o no quiere verdaderamente evadirse; más que tratar de salir de su jaula, lo que hace es debatirse en ella; sus actitudes son negativas, reflexivas, simbólicas. Hay casos en que esa perversidad adquiere formas inquietantes. Un número bastante elevado de jóvenes vírgenes son cleptómanas; la cleptomanía es una «sublimación sexual» de naturaleza muy equívoca; la voluntad de quebrantar las leyes, de violar un tabú, el vértigo del acto prohibido y peligroso, es ciertamente esencial en la ladrona: pero tiene un doble aspecto. Tomar objetos sin tener derecho a hacerlo, es afirmar con arrogancia la propia autonomía, es plantearse como sujeto frente a las cosas hurtadas y a la sociedad que condena el robo, es rechazar el orden establecido y desafiar a sus guardianes; pero este desafío tiene también un aspecto masoquista; a la ladrona la fascina el riesgo que corre, el abismo en que será precipitada si la sorprenden; lo que presta tan voluptuoso atractivo al hecho de robar es el peligro de ser sorprendida; en tal caso, bajo miradas llenas de censura, bajo la mano posada en su hombro, en medio de la vergüenza, se realizará totalmente y sin ayuda como objeto. Tomar sin ser tomada, con la angustia de convertirse en presa, he ahí el peligroso juego de la sexualidad femenina adolescente. Todas las condiciones perversas y delictivas que se encuentran en las jóvenes tienen esa misma significación. Algunas se especializan en el envío de cartas anónimas, otras se divierten engañando a quienes las rodean: una niña de catorce años persuadió a toda una aldea de que una casa estaba llena de espíritus. Gozan a la vez con el ejercicio clandestino de su poder, con su desobediencia, con su desafío a la sociedad y con el riesgo de ser desenmascaradas; es ello un elemento tan importante de su placer, que frecuentemente se desenmascaran a sí mismas y hasta se acusan a veces de faltas o crímenes que no han cometido. No es sorprendente que la negativa a convertirse en objeto lleve a constituirse en objeto: es un proceso común a todas las obsesiones negativas. En una parálisis de tipo histérico, el paciente teme a la parálisis, la desea y la realiza todo al mismo tiempo, y solamente se cura si cesa de pensar en ella; lo mismo sucede con los tics de los psicasténicos. La profundidad de su mala fe es lo que emparenta a la joven con esos tipos de neuróticos: manías, tics, conjuraciones, perversidades, en ella se encuentran muchos síntomas neuróticos a causa de esa ambivalencia del deseo y la angustia que hemos señalado. Es bastante frecuente, por ejemplo, que ponga en práctica «fugas»; se marcha al azar, vaga lejos de la casa paterna y, al cabo de dos o tres días, regresa por su propia voluntad. No se trata en ese caso de una verdadera partida, de un acto real de ruptura con la familia; se trata solamente de una comedia de evasión, y a menudo la joven queda completamente desconcertada si le proponen sustraerla definitivamente a su entorno: quiere abandonarlo al mismo tiempo que no desea en absoluto hacerlo. La fuga está vinculada a veces a los fantasmas de la prostitución: la joven suena que es una prostituta y representa ese papel más o menos tímidamente; se maquilla de forma llamativa, se asoma a la ventana y dirige miradas provocativas a los transeúntes; en ciertos casos, se va de casa y lleva tan lejos la comedia, que esta se confunde con la realidad. Tales actitudes traducen a menudo una repugnancia por el deseo sexual, un sentimiento de culpabilidad: «Puesto que tengo estos pensamientos, estos apetitos, no valgo más que una prostituta, soy una prostituta», piensa la joven. En ocasiones, busca liberarse de ello: «Terminemos de una vez; vayamos hasta el fin», se dice; quiere demostrarse que la sexualidad tiene escasa importancia entregándose al primero que llega. Al mismo tiempo, semejante actitud manifiesta a menudo una hostilidad con respecto a la madre, ora porque la joven sienta horror ante la austera virtud de esta, ora porque sospeche que es una mujer de costumbres fáciles; o bien expresa rencor con respecto al padre, que se ha mostrado demasiado indiferente. De todas formas, en esa obsesión —como en los fantasmas de embarazo de que ya hemos hablado y que a menudo se le asocian— se encuentra esa inextricable confusión de la revuelta y de la complicidad que es característica de los vértigos psicasténicos. Es notable que en todas esas actitudes la joven no busque sobrepasar el orden natural y social, ni pretenda hacer retroceder los límites de lo posible, ni efectuar una transmutación de valores; se contenta con manifestar su revuelta en el seno de un mundo establecido cuyas leyes y fronteras se conservan; esa es la actitud que a menudo se ha definido como «demoníaca» y que implica un ardid fundamental: se reconoce el bien para escarnecerlo, se instaura la norma para violarla, se respeta lo sagrado para hacer posible la perpetración de sacrilegios. La actitud de la joven se define esencialmente por el hecho de que, en las angustiosas tinieblas de la mala fe, rechaza, aceptándolos, al mundo y a su propio destino.

Sin embargo, no se limita a oponerse negativamente a la situación que le es impuesta, sino que trata también de compensar sus insuficiencias. Si el porvenir la asusta, el presente no la satisface; vacila en convertirse en mujer; la irrita no ser todavía más que una niña; ya ha abandonado su pasado; todavía no se ha comprometido en una vida nueva; tiene ocupaciones, pero no hace nada, y, como no hace nada, no tiene nada, no es nada. Se esfuerza por colmar ese vacío recurriendo a comedias y engaños. A menudo se le reprocha que sea socarrona, embustera y que no haga más que enredar. El hecho es que está destinada al secreto y la mentira. A los dieciséis años, una mujer ha pasado ya por penosas pruebas: la pubertad, las reglas, el despertar de la sexualidad, las primeras turbaciones, las primeras fiebres, temores, repugnancias, torpes experiencias, y todas esas cosas las ha encerrado en su corazón; ha aprendido a guardar celosamente sus secretos. El solo hecho de tener que ocultar sus paños higiénicos y disimular sus reglas, la arrastra ya a la mentira. En Old Mortality, C. A. Porter cuenta que las jóvenes norteamericanas del Sur, hacia 1900, enfermaban por ingerir mezclas de sal y limón para detener sus reglas cuando iban al baile: temían que los muchachos descubriesen su estado por sus ojeras, el contacto de sus manos, un olor tal vez, y esa idea las trastornaba. Es difícil jugar a los ídolos, las hadas, las princesas altivas, cuando se siente entre las piernas el contacto de un paño ensangrentado, y, más generalmente, cuando se conoce la miseria original de ser cuerpo. El pudor, que es la espontánea negativa a dejarse captar como carne, raya en hipocresía. Pero, sobre todo, la mentira a la cual se condena a la adolescente consiste en que necesita fingir que es objeto, y objeto prestigioso, cuando ella se experimenta como una existencia incierta, dispersa y conoce sus propias taras. Maquillajes, falsos rizos, sujetadores con relleno son otras tantas mentiras; la cara misma se hace máscara: se suscitan en ella con maña expresiones espontáneas, se imita una pasividad maravillada; nada más asombroso que descubrir de pronto en el ejercicio de su función femenina una fisonomía de la cual se conoce el aspecto familiar; su trascendencia se reniega e imita la inmanencia; la mirada ya no capta, refleja; el cuerpo deja de vivir: espera; todos los gestos y todas las sonrisas se hacen llamada; desarmada, disponible, la joven no es sino una flor ofrecida, una fruta pronta para ser cogida. Es el hombre quien la estimula a tales engañifas, exigiendo ser engañado, aunque a renglón seguido se irrita, acusa. Sin embargo, para la jovencita sin malicia no hay más que indiferencia y hasta hostilidad. El hombre solo es seducido por aquella que le tiende trampas; ofrecida, es ella quien acecha una presa; su pasividad sirve a una empresa, hace de su debilidad el instrumento de su fuerza; puesto que le está prohibido atacar francamente, se ve reducida a las maniobras y los cálculos, y su interés consiste en parecer gratuitamente dada; así, le reprocharán que sea pérfida y traidora, y es verdad. Pero también lo es que está obligada a ofrecer al hombre el mito de su sumisión, puesto que él exige dominar. ¿Puede pedirse entonces que ella ahogue sus reivindicaciones más esenciales? Su complacencia no puede más que estar pervertida desde el origen. Por otra parte, no hace trampas solamente mediante tretas concertadas. Puesto que todos los caminos le están vedados, puesto que no puede hacer, que tiene que ser, sobre su cabeza pesa una maldición. De niña, jugaba a ser bailarina, santa; más tarde juega a ser ella misma. ¿Dónde está exactamente la verdad? En el dominio en que se la ha encerrado, es esta una palabra que carece de sentido. La verdad es la realidad desvelada, y el descubrimiento se efectúa por medio de actos: sin embargo, ella no actúa. Las novelas que se cuenta sobre sí misma —y que frecuentemente cuenta también a terceros— le parece que traducen mejor las posibilidades que siente en sí misma que el anodino informe de su vida cotidiana. Ella carece de los medios necesarios para medirse, y se consuela de ello recurriendo a la comedia; esboza un personaje al cual trata de dar importancia; intenta singularizarse por medio de extravagancias, porque no le está permitido individualizarse en actividades definidas. Se sabe sin responsabilidad, insignificante en este mundo de hombres: como no tiene ninguna otra cosa seria que hacer, enreda.

La Electra de Giraudoux es una mujer enredadora, porque solamente a Orestes corresponde realizar un verdadero homicidio con una espada verdadera. Al igual que el niño, la joven se agota en escenas y en cóleras, enferma, presenta trastornos histéricos con objeto de retener la atención y de ser alguien que cuenta. Interviene en el destino de otros con objeto de contar para algo; todas las armas son buenas para ella; delata secretos, los inventa, traiciona, calumnia; necesita la tragedia a su alrededor para sentirse viva, puesto que no encuentra auxilio en su vida misma. Por la misma razón, es caprichosa; los fantasmas que formamos, las imágenes con que nos acunamos son contradictorios: solamente la acción unifica la diversidad del tiempo. La joven no tiene verdadera voluntad, sino deseos, y salta de una a otros con incoherencia. Lo que a veces hace peligrosas sus inconsecuencias e s que, a cada momento, no comprometiéndose más que en sueños, se compromete toda entera. Se sitúa en un plano de intransigencia, de exigencia; tiene el gusto de lo definitivo y de lo absoluto: a falta de disponer del porvenir, quiere alcanzar lo eterno. «No abdicaré jamás. Lo querría todo. Necesito preferir mi vida para aceptarla», escribe Marie Lenéru. A estas palabras hace eco la Antígona de Anouilh: «Lo quiero todo, y enseguida.» Este imperialismo infantil no puede encontrarse sino en un individuo que sueñe su destino: el sueño anula el tiempo y los obstáculos, necesita exasperarse para compensar su poco de realidad; quienquiera que tenga verdaderos proyectos conoce una finitud que es prenda de su poder concreto. La joven quiere recibirlo todo, porque no hay nada que dependa de ella. De ahí le viene, frente a los adultos y al hombre en particular, su carácter de «niña terrible». No admite las limitaciones que impone a un individuo su inserción en el mundo real; lo desafía para superarlas. Así, Hilde149 espera que Solness le dé un reino: no es ella quien tiene que conquistarlo; por tanto, lo quiere sin límites; exige, además, que construya la torre más alta que jamás se haya construido y que «suba tan alto como construye»: él vacila en subir, porque teme al vértigo; pero ella, que permanece en tierra y mira, niega la contingencia y la flaqueza humanas; no acepta que la realidad imponga un límite a sus sueños de grandeza. Los adultos siempre le parecen mezquinos y prudentes a aquella que no retrocede ante ningún riesgo, simplemente porque no tiene nada que arriesgar; permitiéndose en sueños las audacias más extraordinarias, los provoca a que se igualen con ella en la realidad. No teniendo ocasión de ponerse a prueba, se adorna con las virtudes más asombrosas, sin temor a un mentís.

Sin embargo, su incertidumbre nace también de esa ausencia de control; sueña que es infinita; no por ello está menos enajenada en el personaje que propone a la admiración de los demás y que depende de esas conciencias extrañas: ella está en peligro en ese doble que identifica consigo misma, pero cuya presencia sufre pasivamente. Por eso es susceptible y vanidosa. La menor crítica, la broma más inocente, la ponen toda entera en tela de juicio. Extrae su valor, no de su propio esfuerzo, sino de un caprichoso sufragio. Ese valor no está definido por actividades singulares, sino compuesto por la voz general del renombre; por tanto, parece cuantitativamente mensurable; el precio de una mercancía disminuye cuando se hace demasiado común: así, la joven no es rara, excepcional, notable, extraordinaria, sino en la medida en que no lo es ninguna otra. Sus compañeras son rivales, enemigas; ella procura despreciarlas, negarlas; es celosa y malévola.

Se ve que todos los defectos que se le reprochan a la adolescente no hacen sino expresar su situación. Es una condición muy penosa la de saberse pasiva y dependiente a la edad de la esperanza y de la ambición, a la edad en que se exalta la voluntad de vivir y de ocupar un lugar en la Tierra; y es en esa edad conquistadora cuando la mujer aprende que no le está permitida ninguna conquista, que debe renegar de si misma, que su porvenir depende del capricho de los hombres. Tanto en el plano social como en el sexual, se despiertan en ella nuevas aspiraciones, solo para verse condenadas a permanecer insatisfechas; todos sus impulsos de orden vital o espiritual se ven inmediatamente obstaculizados. Se comprende que le cueste trabajo restablecer su equilibrio. Su humor inestable, sus lágrimas, sus crisis nerviosas son menos consecuencia de una fragilidad fisiológica que signo de una profunda inadaptación.

Sin embargo, esa situación de la cual huye la joven por mil caminos inauténticos también sucede que la asuma de manera auténtica. Irrita por sus defectos, pero a veces asombra por cualidades singulares. Unos y otras tienen el mismo origen. Con su rechazo del mundo, con su espera inquieta, con su nada, puede formarse un trampolín y emerger entonces en su soledad y su libertad.

La joven es reservada, atormentada, es presa de difíciles conflictos. Esa complejidad la enriquece; su vida interior se desarrolla más profundamente que la de sus hermanos; está más atenta a los movimientos de su corazón, que por eso mismo se hacen más matizados, más diversos; tienen más sentido psicológico que los muchachos empeñados en fines externos. Es capaz de dar peso a esas revueltas que la oponen al mundo. Evita las trampas de lo serio y de lo conformista. Las concertadas mentiras de su entorno la encuentran irónica y clarividente. Experimenta cotidianamente la ambigüedad de su condición: más allá de las protestas estériles, puede tener el valor de replantear el optimismo establecido, los valores consagrados, la moral hipócrita y tranquilizadora. Tal es el conmovedor ejemplo que da, en El molino del Floss, esa Maggie en la cual ha reencarnado George Eliot las dudas y las valerosas rebeliones de su juventud contra la Inglaterra victoriana; los héroes —y en particular Tom, el hermano de Maggie— afirman con obstinación los principios aceptados, establecen la moral en normas formales: Maggie intenta reintroducir en todo ello un soplo vivificador, lo derroca, va hasta el fin de su soledad y emerge como una pura libertad más allá del universo en estado de esclerosis de los varones.

De esa libertad, la joven apenas sabe hacer sino un uso negativo. No obstante, su disponibilidad puede engendrar una preciosa facultad de receptividad; entonces se mostrará abnegada, atenta, comprensiva, amante. Esa dócil generosidad es la que distingue a las heroínas de Rosamond Lehmann. En Invitación al vals, se ve a Olivia, todavía tímida y torpe, apenas coqueta, escrutar con una conmovida curiosidad ese mundo en el cual entrará mañana. Escucha con toda su alma a los bailarines que se suceden a su lado, se esfuerza por responderles de acuerdo con sus votos, se hace eco, vibra, acoge cuanto se le ofrece. La heroína de Poussière, Judy, tiene la misma atrayente cualidad. No ha renunciado a los goces de la infancia; le gusta bañarse desnuda por la noche en el río del parque; ama la Naturaleza, los libros, la belleza, la vida; no se rinde un culto narcisista; sin mentira, sin egoísmo, no busca a través de los hombres una exaltación de su yo: su amor es don. Se lo dedica a todo ser que la seduzca, hombre o mujer, Jennifer o Rody. Se da sin perderse: lleva una vida de estudiante independiente, tiene su mundo propio, sus proyectos. Pero lo que la distingue de un muchacho es su actitud de espera, su tierna docilidad. De manera sutil es al Otro a quien, pese a todo, se destina: lo Otro tiene a sus ojos una dimensión maravillosa, hasta el punto de que está enamorada a la vez de todos los jóvenes de la familia vecina, de la casa de estos, de su hermana, de su universo; no es como camarada, sino en tanto que Otro, como la fascina Jennifer. Y ella encanta a Rody y sus primos por su aptitud para adaptarse a ellos, para amoldarse a sus deseos; ella es paciencia, dulzura, aceptación y callado sufrimiento.

Diferente, pero igualmente cultivadora por su manera de acoger en su corazón a quienes estima, se nos presenta en La ninfa constante, de Margaret Kennedy, Tessa, a la vez espontánea, salvaje y entregada. Rehúsa abdicar nada de sí misma: le repugnan los adornos, los afeites, los disfraces, la hipocresía, las gracias aprendidas, la prudencia y la sumisión de mujer; desea ser amada, pero no bajo una máscara; se doblega a los humores de Lewis, pero sin servilismo; ella le comprende, vibra al unísono con él, pero si alguna vez disputan, Lewis sabe que no será por medio de caricias como podrá someterla. En tanto que Florence, autoritaria y vanidosa, se deja convencer con besos, Tessa logra el prodigio de permanecer libre en su amor, lo cual le permite amar sin hostilidad ni orgullo. Su naturalidad tiene todas las seducciones del artificio; jamás se mutila para agradar, ni se disminuye, ni se petrifica en objeto. Rodeada de artistas que han dedicado toda su existencia a la creación musical, no experimenta en sí misma ese demonio devorador; se emplea toda entera en amarlos, en comprenderlos, en ayudarlos; y lo hace sin esfuerzo, por una generosidad tierna y espontánea, y por eso permanece perfectamente autónoma en los momentos mismos en que se olvida en favor de otro. Gracias a esa pura autenticidad, le son ahorrados los conflictos de la adolescencia; puede sufrir por la dureza del mundo, pero no está dividida en el interior de sí misma; es armoniosa a la vez como una niña despreocupada y como una mujer muy prudente. La joven sensible y generosa, receptiva y ardiente, está presta a convertirse en una gran enamorada.

Cuando no encuentra el amor, sucede que da con la poesía. Como no actúa, mira, siente, registra; un color, una sonrisa, despiertan en ella ecos profundos; porque su destino está esparcido fuera de ella, en las ciudades ya edificadas, en los rostros de los hombres hechos; toca y gusta de una manera a la vez más apasionada y más gratuita que el joven. Estando mal integrada en el universo humano, adaptándose a duras penas al mismo, es como el niño capaz de verlo; en lugar de interesarse exclusivamente por su aprehensión de las cosas, se aferra a su significación; capta de ellas los perfiles singulares, las metamorfosis imprevistas. Es raro que sienta en ella una audacia creadora, y lo más frecuente es que le falten las técnicas que le permitirían expresarse; pero en sus conversaciones, sus cartas, sus ensayos literarios, sus bocetos, sucede que manifiesta una sensibilidad original. La joven se proyecta con ardor hacia las cosas, porque todavía no está mutilada en su trascendencia; y el hecho de que no realice nada, que no sea nada, hará que su impulso sea tanto más apasionado: vacía e ilimitada, lo que tratará de alcanzar desde el seno de su nada es el Todo. Por eso dedicará un amor singular a la Naturaleza, a la cual rinde aún mayor culto que el adolescente. Indómita e inhumana, es la Naturaleza la que con más evidencia resume la totalidad de lo que es. La adolescente no se ha anexionado todavía ninguna parcela del universo, y gracias a esta indigencia, ese es enteramente su reino; cuando toma posesión del mismo, toma también orgullosamente posesión de sí misma. Colette150 nos ha hecho con frecuencia el relato de estas orgías juveniles:

Amaba ya tanto ver la aurora, que mi madre, en recompensa, me daba facilidades para ello. Conseguía que me despertase a las tres y media de la mañana y allá me iba, con un cestillo vacío en cada brazo, hacia los huertos que se refugiaban en el angosto pliegue del río, hacia las fresas, las grosellas negras y las grosellas espinosas.

A las tres y media de la mañana, todo dormía en un azul original, húmedo y confuso, y cuando descendía por el camino de arena, la bruma, retenida por su peso, bañaba primero mis piernas, luego mi pequeño torso bien formado, alcanzaba mis labios, mis orejas y mi nariz, más sensibles que el resto de mi cuerpo... Por ese camino y a esa hora, tomaba yo conciencia de mi valor, de un estado de gracia indescriptible y de mi connivencia con el primer soplo exhalado, el primer pájaro, el sol todavía oval, deformado por su eclosión... Regresaba con el tañido de la campana que anunciaba la primera misa. Pero no antes de haberme bebido mi alma, no antes de haber descrito en el bosque un amplio circuito de perro que caza solo y gusta el agua de dos manantiales perdidos que yo adoraba...

En la casa paterna reinan la madre, las leyes, la costumbre, la rutina; ella quiere arrancarse a ese pasado; quiere convertirse, a su vez, en sujeto soberano; pero, socialmente, no accede a su vida de adulta sino haciéndose mujer; paga su liberación con una abdicación; en cambio, en medio de las plantas y los animales, es un ser humano; se ha liberado a la vez de la familia y de los varones, es un sujeto, una libertad. Halla en el secreto de los bosques una imagen de la soledad de su alma, y en los vastos horizontes de las llanuras, la figura sensible de la trascendencia; esa landa ilimitada, esa cima lanzada hacia el cielo, son ella misma; puede seguir esas rutas que parten hacia el porvenir desconocido, y las seguirá; sentada en lo alto de la colina, domina todas las riquezas del mundo vertidas a sus pies, ofrecidas; a través de las palpitaciones del agua, del estremecimiento de la luz, presiente goces, lágrimas y éxtasis que aún ignora; son las aventuras de su propio corazón las que confusamente le prometen las ondas del estanque, las manchas de sol. Olores y colores hablan un lenguaje misterioso, pero del cual se destaca una palabra con triunfante evidencia: la palabra «vida». La existencia no es solo un destino abstracto que se inscribe en los registros de la alcaldía, es también porvenir y riqueza carnal. Tener un cuerpo ya no parece una tara vergonzosa; en esos deseos que bajo la mirada materna repudia la adolescente, reconoce esta la savia que asciende en los árboles; ya no está maldita, ahora reivindica orgullosamente su parentesco con el follaje y las flores; roza una corola y sabe que una presa viva llenará un día sus manos vacías. La carne ya no es mancilla, sino gozo y belleza. Confundida con el cielo y la landa, la joven es ese soplo indistinto que anima y abraza al universo, y es cada brizna de hierba; individuo enraizado en el suelo y conciencia infinita, es a la vez espíritu y vida; su presencia es imperiosa y triunfante como la de la tierra misma.

Más allá de la Naturaleza, busca a veces una realidad más lejana y más deslumbradora todavía; está dispuesta a perderse en místicos éxtasis; en épocas de fe, multitud de jóvenes almas femeninas pedían a Dios que colmase el vacío de su ser; fue en una edad tierna cuando se reveló la vocación de Catalina de Siena y la de Teresa de Ávila151. Juana de Arco era una muchacha. En otros tiempos, es la humanidad la que aparece como el fin supremo; entonces el impulso místico se funde en proyectos concretos; pero también es un joven deseo de absoluto el que hace nacer en madame Roland y en Rosa Luxemburgo la llama con que se alimenta su existencia. En su servidumbre, en su indigencia, desde el fondo de su rechazo, la joven puede hallar las más grandes audacias. Encuentra la poesía, y también el heroísmo. Uno de los modos de asumir el hecho de que está mal integrada en la sociedad consiste en sobrepasar sus horizontes limitados.

La riqueza y la fuerza de su naturaleza, circunstancias felices, han permitido a algunas mujeres perpetuar en su vida de adultas los apasionados proyectos de su adolescencia. Pero son excepciones. No sin razón hace morir George Eliot a Maggie Tulliver, y Marguerite Kennedy a Tessa. El destino que conocieron las hermanas Brontë fue un destino áspero. La joven es patética, porque se yergue, débil y sola, frente al mundo; pero el mundo es demasiado poderoso; si se obstina en rechazarlo, se rompe. Belle de Zuylen, que deslumbraba a Europa por la fuerza cáustica y la originalidad de su inteligencia, asustaba a todos sus pretendientes: su rechazo de toda concesión la condenó durante largos años a un celibato que le pesaba grandemente, puesto que afirmaba que la expresión «virgen y mártir» es un pleonasmo. Esta obstinación es rara. En la inmensa mayoría de los casos, la joven se da cuenta de que la lucha es demasiado desigual y termina por ceder. «Todas vosotras morís a los quince años», escribe Diderot a Sophie Volland. Cuando el combate —como sucede con la mayor frecuencia— no ha sido más que una revuelta simbólica, la derrota es segura. Exigente en sueños, llena de esperanza, pero pasiva, la joven hace sonreír con un poco de piedad a los adultos, que la destinan a la resignación. Y, en efecto, aquella niña rebelde y extravagante que uno dejara, vuelve a encontrársela unos dos años más tarde ya entrada en razón, dispuesta a aceptar su vida de mujer. Esa es la suerte que Colette vaticina a Vinca; así es como aparecen las heroínas de las primeras novelas de Mauriac. La crisis de la adolescencia es una especie de «trabajo» análogo a lo que el doctor Lagache denomina «el trabajo del duelo». La joven entierra lentamente su infancia, ese individuo autónomo e imperioso que ha sido; y entra con sumisión en la existencia adulta.

Bien entendido, partiendo exclusivamente de la edad, no pueden establecerse categorías tajantes; hay mujeres que permanecen infantiles durante toda su vida; las conductas que hemos descrito se perpetúan a veces hasta una edad avanzada. No obstante, hay una gran diferencia en conjunto entre el «pimpollo» de quince años y una «chica mayor». Esta ya se ha adaptado a la realidad; apenas se mueve ya en el plano de lo imaginario; está menos dividida en sí misma que antes. Marie Bashkirtseff escribe hacia los dieciocho años de edad:

Cuanto más me acerco a la vejez de mi juventud, más me recubro de indiferencia. Pocas cosas me agitan, y antes todo me agitaba.

Irène Reweliotty observa:

Para ser aceptada por los hombres, hay que pensar y actuar como ellos; de lo contrario, os tratan como a una apestada y la soledad viene a ser vuestra suerte. Yo, ahora, ya he tenido mi ración de soledad y quiero la multitud, no a mi alrededor, sino conmigo... Vivir ahora y no existir ya, esperar y soñar, y contármelo todo a mí misma, con la boca cerrada y el cuerpo inmóvil.

Y más adelante:

A fuerza de ser halagada, cortejada, etc., me vuelvo terriblemente ambiciosa. Ya no es la dicha trémula y maravillada de mis quince años. Es una especie de embriaguez fría y dura, un modo de tomarme el desquite sobre la vida, de subir. Coqueteo, juego al amor. Pero no amo... Gano en inteligencia, en sangre fría, en lucidez habitual. Pierdo el corazón. Se ha producido como una ruptura... En dos meses he perdido mi infancia.

Es, poco más o menos, el mismo son de esas confidencias de una joven de diecinueve años152:

¡Qué conflicto en otros tiempos entre una mentalidad que parecía incompatible con este siglo y los llamamientos del siglo mismo! Ahora tengo la impresión de un apaciguamiento. Cada nueva idea grande que entra en mí, en lugar de provocar una penosa convulsión, una destrucción y una reconstrucción incesantes, viene a adaptarse maravillosamente a lo que ya está en mí... Ahora paso insensiblemente de los pensamientos teóricos a la vida corriente sin solución de continuidad.

La joven —a menos que sea particularmente poco agraciada— ha terminado por aceptar su feminidad; y con frecuencia es dichosa al gozar gratuitamente de los placeres y los triunfos que extrae de ella, antes de instalarse definitivamente en su destino; no estando todavía solicitada por ningún deber, irresponsable, disponible, el presente no le parece, sin embargo, ni vacío ni decepcionante, puesto que solo es una etapa; el cuidado de su persona y el coqueteo tienen todavía la ligereza de un juego, y sus sueños de futuro le disfrazan su futilidad.

Es así como V. Woolf describe las impresiones de una joven coqueta en el curso de una velada:

Me siento toda reluciente en la oscuridad. Mis piernas sedosas se frotan suavemente una contra otra. Las frías piedras de un collar descansan en mi pecho. Estoy adornada, estoy dispuesta... Mis cabellos describen la curva adecuada. Mis labios están tan rojos como quiero. Estoy pronta a reunirme con esos hombres y esas mujeres que suben la escalera. Son mis iguales. Paso por delante de ellos, expuesta a sus miradas, como ellos a las mías... En este ambiente de perfumes, de luces, me expando como un helecho que despliega sus hojas rizadas... Siento nacer en mí un millar de posibilidades. Sucesivamente, soy traviesa, alegre, lánguida, melancólica. Ondulo por encima de mis raíces profundas. inclinada hacia la derecha, toda dorada, le digo a ese joven: «Acércate...» Y él se acerca. Viene hacia mí. Es el momento más excitante que jamás he vivido. Me estremezco, ondulo... ¿No somos encantadores, sentados juntos, yo vestida de raso y él todo de negro y blanco? Ahora, mis iguales pueden mirarme cuanto quieran, todos ellos, hombres y mujeres. Os devuelvo vuestras miradas. Estoy aquí en mi universo... La puerta se abre. La puerta se abre sin cesar. La próxima vez que se abra, tal vez mi vida entera cambiará... La puerta se abre. «Oh, acércate», le digo a ese joven, inclinándome hacia él como una gran flor de oro. «Acércate», le digo, y viene hacia mí

El segundo sexo
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