296—, ya que si ambos renunciasen a sí mismos por amor, resultaría de ello, a fe mía, no sé muy bien el qué, digamos que tal vez el horror del vacío, ¿no? La mujer quiere ser tomada... Así, pues, exige alguien que tome, que no se dé a sí mismo, que no se abandone, sino que, por el contrario, quiera enriquecer su yo en el amor... La mujer se da, el hombre se enriquece de ella...
Al menos, la mujer podrá encontrar su alegría en ese enriquecimiento que aporta al amado; no lo es Todo para él: pero tratará de creerse indispensable; en la necesidad no hay grados. Si él «no puede pasarse sin ella», la mujer se considera el fundamento de su preciosa existencia, y en ello encuentra su premio. Todo su gozo consiste en servirlo: pero es preciso que él reconozca ese servicio con gratitud; el don se convierte en exigencia, según la dialéctica corriente de la abnegación297. Y una mujer de espíritu escrupuloso se preguntará: «¿Verdaderamente es de mí de quien tiene necesidad?» El hombre la mima, la desea con una ternura y un deseo singulares; pero ¿no abrigaría respecto a otra un sentimiento que también sería singular? Muchas enamoradas se dejan embaucar; quieren ignorar que lo general va envuelto en lo singular, y el hombre les facilita esa ilusión, porque en principio la comparte; con frecuencia, hay en su deseo un ardor que parece desafiar al tiempo; en el instante en que quiere a esta mujer, la quiere con pasión, no quiere otra cosa que no sea ella; y, desde luego, el instante es un absoluto, pero un absoluto de un instante. Embaucada, la mujer pasa a lo eterno. Divinizada por el abrazo del dueño, cree haber sido siempre divina y haber sido destinada al dios: ella sola. Pero el deseo masculino es tan fugaz como imperioso; una vez satisfecho, muere con bastante rapidez, en tanto que lo más corriente es que la mujer se convierta en su prisionera después del amor. Ese es el tema de toda una literatura fácil y de sencillas canciones. «Un joven pasaba, una niña cantaba... Un joven cantaba, una niña lloraba.» Y si el hombre está duramente apegado a la mujer, eso no significa tampoco que ella le sea necesaria. Eso es, sin embargo, lo que ella reclama: su abdicación solamente la salva a condición de restituirle su imperio; no se puede escapar al juego de la reciprocidad. Por tanto, es preciso que ella sufra o que se mienta a sí misma. Lo más frecuente es que se aferre en principio a la mentira. Se imagina el amor del hombre como una exacta contrapartida del que ella siente por él; toma con mala fe el deseo por amor, la erección por deseo, el amor por una religión. Obliga al hombre a mentirle: «¿Me amas? ¿Tanto como ayer? ¿Me amarás siempre?» Hábilmente formula las preguntas en el momento en que falta tiempo para dar respuestas matizadas y sinceras, o bien cuando las circunstancias las prohíben; interroga imperiosamente en el curso del abrazo amoroso, al borde de una convalecencia, entre sollozos o en el andén de una estación; de las respuestas arrancadas hace trofeos; y, a falta de respuestas, hace hablar los silencios; toda verdadera enamorada es más o menos una paranoica. Recuerdo a una amiga que, ante el prolongado silencio de un amante lejano, declaraba: «Cuando se quiere romper, se escribe, para anunciar la ruptura.» Luego, al recibir una carta sin ninguna ambigüedad, dijo: «Cuando se quiere romper de veras, no se escribe.» Con frecuencia es muy difícil, ante las confidencias recibidas, decidir dónde comienza el delirio patológico. Descrita por la enamorada presa de pánico, la conducta del hombre siempre parece extravagante: es un neurótico, un sádico, un inhibido, un masoquista, un demonio, un tipo sin consistencia, un cobarde, o todo eso junto; desafía las explicaciones psicológicas más sutiles. «X. me adora, es frenéticamente celoso, querría que llevase una máscara cuando salgo; pero es un ser tan extraño y desconfía hasta tal punto del amor, que, cuando llamo a su puerta, me recibe en el rellano de la escalera y ni siquiera me deja entrar.» O bien: «Z. me adoraba. Pero era demasiado orgulloso para pedirme que fuese a vivir a Lyon, donde tiene su domicilio: fui allí y me instalé en su casa. Al cabo de ocho días, sin una disputa, me puso en la calle. Volví a verle dos veces. La tercera vez que le telefoneé, colgó en mitad de la conversación. Es un neurótico.» Estas misteriosas historias se aclaran cuando el hombre explica: «Yo no la amaba en absoluto», o bien: «Sentía afecto hacia ella, pero no hubiera podido soportar el vivir un mes con ella.» Demasiado obstinada, la mala fe conduce al manicomio: uno de los rasgos constantes de la erotomanía consiste en que las actitudes del amante parecen enigmáticas y paradójicas; por esa pendiente, el delirio de la enferma siempre logra quebrantar las resistencias de la realidad. Una mujer normal termina a veces por ser vencida por la verdad, y por reconocer que ya no es amada. Pero, mientras no ha sido acorralada hasta efectuar esa confesión, siempre hace un poco de trampa. Incluso en el amor recíproco existe entre los sentimientos de los amantes una diferencia fundamental que ella se esfuerza por enmascarar. Es preciso que el hombre sea capaz de justificarse sin ella, puesto que ella espera ser justificada por él. Si él le es necesario, es porque ella huye de su libertad; pero si él asume la libertad sin la cual no sería ni héroe ni simplemente hombre, nada ni nadie podrían serle necesarios. La dependencia que acepta la mujer proviene de su debilidad: ¿cómo hallaría una dependencia recíproca en aquel a quien ama por su fuerza?
Un alma apasionadamente exigente no hallaría reposo en el amor, porque se propone un fin contradictorio. Desgarrada, atormentada, corre el riesgo de convertirse en un fardo para aquel de quien se soñaba esclava; a falta de sentirse indispensable, se vuelve importuna y odiosa. He ahí también una tragedia sumamente corriente. Más prudente, menos intransigente, la enamorada se resigna. Ella no lo es todo, no es necesaria: le basta con ser útil; otra ocuparía fácilmente su lugar: se contenta con ser ella quien lo ocupa. Reconoce su servidumbre sin pedir reciprocidad. Entonces puede saborear una modesta felicidad; pero, aun dentro de esos límites, no será una felicidad sin nubes. La enamorada espera, mucho más dolorosamente que la esposa. Si la misma esposa es exclusivamente una enamorada, las cartas de la casa, de la maternidad, sus ocupaciones y placeres no tienen valor alguno a sus ojos: es la presencia del esposo lo que la arranca de los limbos del tedio. «Cuando no estás tú, me parece que ni siquiera vale la pena contemplar la luz del día; todo cuanto me sucede se me antoja muerto; ya no soy más que un vestido vacío arrojado en una silla», escribe Cécile Sauvage en los primeros tiempos de su matrimonio298. Y ya se ha visto que, con mucha frecuencia, es fuera del matrimonio donde nace y se desarrolla el amor-pasión. Uno de los más notables ejemplos de una vida dedicada por entero al amor es el de Juliette Drouet, que no es sino una espera indefinida. «Siempre es preciso volver al mismo punto de partida, es decir, a esperarte eternamente», escribe a Victor Hugo. «Te espero como una ardilla en su jaula.» «¡Dios mío, qué triste es para una naturaleza como la mía esperar desde el principio hasta el fin de la vida!» «¡Qué día he tenido! Mientras te esperaba, creí que no terminaría jamás, y ahora me parece que ha pasado demasiado deprisa, puesto que no te he visto...» «El día se me antoja una eternidad...» «Te espero, porque, después de todo, prefiero esperarte a creer que no vendrás.» Es verdad que Victor Hugo, después de haber hecho romper a Juliette con su rico protector, el príncipe Demidoff, la confinó en un pequeño apartamento y durante doce años le prohibió salir sola, para que no reanudase sus relaciones con ninguno de sus amigos de antaño. Pero, incluso cuando la suerte de la que se llamaba a sí misma «tu pobre víctima enclaustrada» se dulcificó, continuó sin tener otra razón para vivir que no fuese su amante, a quien, no obstante, veía muy poco. «Te amo, mi amado Victor —escribe en 1841—; pero tengo el corazón triste y lleno de amargura; te veo tan poco, tan poco, y lo poco que te veo me perteneces tan poco, que todos esos pocos forman un todo de tristeza que me colma el corazón y el espíritu.» Sueña con conciliar la independencia y el amor. «Quisiera ser independiente y esclava a la vez, independiente en virtud de un estado que me alimentase y esclava de mi amor solamente.»
Pero, al fracasar definitivamente en su carrera de actriz, tuvo que resignarse, «desde el principio hasta el fin de la vida», a no ser más que una amante. Pese a sus esfuerzos por servir de ídolo, las horas estaban demasiado vacías; las 17.000 cartas que escribió a Victor Hugo, al ritmo de 300 ó 400 todos los años, así lo atestiguan. Entre las visitas del amo, no podía hacer otra cosa que matar el tiempo. El peor horror, en la condición de la mujer de harén, consiste en que sus días son desiertos de tedio: cuando el varón no usa ese objeto que ella es para él, la mujer no es absolutamente nada. La situación de la enamorada es análoga: no quiere ser más que esa mujer amada, ninguna otra cosa tiene valor a sus ojos. Así, pues, para existir necesita que el amante esté a su lado, se ocupe de ella; ella espera su venida, su deseo, su despertar; y, tan pronto como la deja, empieza de nuevo a esperarlo. Esa es la maldición que pesa sobre la heroína de Back Street299 y sobre la de Intempéries300, sacerdotisas y víctimas del amor puro. Es el duro castigo infligido a quien no ha tomado su destino en sus propias manos.
Esperar puede ser una alegría; para la que acecha al amado, sabiendo que la ama, la espera es una deslumbrante promesa. Pero, pasada la confiada embriaguez del amor que cambia la ausencia misma en presencia, los tormentos de la inquietud se mezclan con el vacío de la ausencia: el hombre puede que no vuelva nunca más. He conocido a una mujer que cada vez que se encontraba con su amante, lo acogía con asombro. «Creí que no volverías más», le decía. Y si él preguntaba por qué, contestaba: «Podrías no volver; cuando te espero, siempre tengo la impresión de que no volveré a verte.» Sobre todo, puede dejar de amarla: puede amar a otra mujer. Porque la vehemencia con que la mujer intenta ilusionarse diciéndose: «Me ama con locura; no puede amar a nadie sino a mí», no excluye el tormento de los celos. Es propio de la mala fe permitir afirmaciones apasionadas y contradictorias. Así, el loco que cree obstinadamente ser Napoleón no tiene empacho alguno en reconocer que también es peluquero. Raras veces consiente la mujer en preguntarse: «¿Me ama verdaderamente?» En cambio, cien veces se pregunta: «¿No amará a otra?» No admite que el fervor del amante haya podido extinguirse poco a poco, ni que él conceda menos valor que ella al amor: inmediatamente se inventa rivales. Considera el amor como un sentimiento libre y, a la vez, como un hechizo mágico; y estima que «su» hombre continúa amándola en su libertad, mientras está «engatusado», «cogido en la trampa» por una ladina intrigante. El hombre capta a la mujer en tanto que asimilada a él, en su inmanencia; le cuesta trabajo imaginar que sea ella también otra cosa que se le escapa; los celos, por lo general, no son en él más que una crisis pasajera, como el amor mismo: puede suceder que la crisis sea violenta y hasta homicida; pero es raro que la inquietud se instale duraderamente en él. Los celos aparecen en él, sobre todo, como un derivado: cuando sus asuntos marchan mal, cuando se siente importunado por la vida, entonces se dice escarnecido por su mujer301. Como la mujer, por el contrario, ama al hombre en su disimilitud, en su trascendencia, se siente en peligro a cada instante. No hay mucha distancia entre la traición de la ausencia y la infidelidad. Tan pronto como se siente mal amada, se vuelve celosa: teniendo en cuenta sus exigencias, ese es siempre más o menos su caso; sus reproches, sus agravios, cualesquiera que sean los pretextos, se traducen en escenas de celos: así expresará ella la impaciencia y el tedio de la espera, el amargo sentimiento de su dependencia, el pesar de no tener más que una existencia mutilada. Es todo su destino el que está en juego en cada mirada que el hombre amado dirige a otra mujer, puesto que ha enajenado en él todo su ser. Así, pues, se irrita si los ojos de su amante se vuelven un instante hacia una extraña; si él le recuerda que ella acaba de contemplar largamente a un desconocido, la mujer responde con plena convicción: «No es lo mismo.» Y tiene razón. Un hombre contemplado por una mujer no recibe nada: el don solo comienza en el momento en que la carne femenina se convierte en presa. En cambio, la mujer codiciadas se metamorfosea inmediatamente en objeto deseable y deseado, y la enamorada desdeñada «recae en la arcilla ordinaria». De modo que siempre está al acecho. ¿Qué hace él? ¿Qué mira? ¿Con quién habla? Lo que un deseo le ha dado, una sonrisa puede quitárselo; un instante basta para precipitarla de «la nacarada luz de la inmortalidad» al crepúsculo cotidiano. Lo ha recibido todo del amor; puede perderlo todo al perder ese amor. Imprecisos o definidos, sin fundamento o justificados, los celos son para la mujer una tortura enloquecedora, porque son una radical oposición al amor: si la traición es cierta, hay que renunciar a hacer del amor una religión o renunciar a ese amor; es un trastorno tan radical, que se comprende que la enamorada, dudando y engañándose alternativamente, esté obsesionada por el deseo y el temor de descubrir la mortal verdad.
A la vez arrogante y ansiosa, sucede a menudo que la mujer, siempre celosa, lo esté siempre en falso: Juliette Drouet conoció las terribles angustias de la sospecha a propósito de todas las mujeres a las cuales se acercaba Victor Hugo; y solo se olvidó temer a Léonie Biard, que fue su amante durante ocho años. En la incertidumbre, toda mujer es una rival, un peligro. El amor mata a la amistad por el hecho de que la enamorada se encierra en el universo del hombre amado; los celos exasperan su soledad y, por consiguiente, hacen su dependencia aún más estrecha. No obstante, encuentra en ellos un recurso contra el tedio: conservar un marido es un trabajo; conservar un amante es una especie de sacerdocio. La mujer que, perdida en una adoración feliz, descuida su persona, empieza de nuevo a preocuparse de ella tan pronto como presiente una amenaza. El arreglo de su persona, los cuidados del hogar, las galas mundanas, se convierten en diversos momentos de un combate. La lucha es una actividad tonificante; en tanto que está poco más o menos segura de la victoria, la que lucha encuentra en ella un agudo placer. Pero el angustiado temor a la derrota transforma en humillante servidumbre el don generosamente consentido. El hombre, para defenderse, ataca. Una mujer, aun orgullosa, se ve obligada a hacerse dulce y pasiva; maniobras, prudencia, astucia, sonrisas, encanto y docilidad son sus mejores armas. Vuelvo a ver a aquella joven, a cuya puerta llamé un día de improviso; la había dejado dos horas antes, mal maquillada, vestida con negligencia, la mirada apagada; ahora, le esperaba; al verme, adoptó su expresión corriente; pero, durante un instante, tuve tiempo de verla, preparada para él, crispada por el temor y la hipocresía, presta a todos los sufrimientos tras su sonrisa jovial; estaba cuidadosamente peinada, un color insólito animaba sus mejillas y sus labios, una blusa de encaje de blancura deslumbrante la disfrazaba. Vestidos de fiesta, armas de combate. Masajistas, maquilladores y estetas saben con qué trágica seriedad miran sus clientes cuidados que parecen fútiles; hay que inventar para el amante nuevas seducciones, hay que convertirse en esa mujer que él desea encontrar y poseer. Pero todo esfuerzo es vano: no logrará resucitar en ella la imagen de aquella Otra que lo atrajo al principio, que puede atraerlo en otra. Hay en el amante la misma exigencia doble e imposible que en el marido: quiere a su amante absolutamente suya y, no obstante, extraña; la quiere exactamente conforme a su sueño y diferente de todo cuanto inventa su imaginación, una respuesta a su espera y una sorpresa imprevista. Esta contradicción desgarra a la mujer y la condena al fracaso. Se esfuerza por modelarse de acuerdo con los deseos del amante; multitud de mujeres que florecieron en los primeros tiempos de un amor que confirmaba su narcisismo, espantan luego con su servilismo maníaco, cuando se sienten menos amadas; obsesionadas, empobrecidas, irritan al amante; al darse ciegamente a él, la mujer pierde esa dimensión de libertad que la hacía fascinante al principio. El busca en ella su reflejo; pero, si lo encuentra demasiado fielmente, se aburre. Una de las desgracias de la enamorada consiste en que su mismo amor la desfigura, la aniquila; ya no es más que esa esclava, esa sirvienta, ese espejo demasiado dócil, ese eco demasiado fiel. Cuando lo advierte, su aflicción le quita aún más valor; en medio de las lágrimas, las escenas, las reivindicaciones, termina por perder todo atractivo. La clave de una existencia está en lo que hace; para ser, ella se ha confiado a una conciencia extraña y ha renunciado a hacer nada. «No sé más que amar», escribe Julie de Lespinasse. Moi qui ne suis qu'amour; este título de novela302 es la divisa de la enamorada; solo es amor, y, cuando el amor es privado de su objeto, ya no es nada.
A menudo comprende su error; entonces trata de reafirmar su libertad, de reencontrar su disimilitud; se vuelve coqueta. Deseada por otros hombres, interesa de nuevo al amante hastiado: ese es el manoseado tema de muchas novelas; el alejamiento basta para devolverle su prestigio; Albertiene parece insípida cuando está presente y es dócil; a distancia vuelve a ser misteriosa, y Proust, celoso, la valora de nuevo. Pero tales maniobras son muy delicadas; si el hombre ve a través de ellas, no hacen más que revelarle irrisoriamente la servidumbre de su esclava. E incluso su triunfo no está exento de peligros: precisamente porque es suya, desdeña el amante a su querida, pero le tiene apego precisamente porque es suya; ¿es el desdén o el apego lo que arruinará la infidelidad? Pudiera ser que el hombre, despechado, se alejase de la que se muestra indiferente: la quiere libre, desde luego; pero la quiere entregada. Ella conoce ese riesgo, que paraliza su coquetería. A una enamorada le resulta casi imposible hacer diestramente ese juego; teme demasiado quedar cogida en su propia trampa. Y en la medida en que todavía reverencia a su amante, le repugna engañarlo: ¿cómo seguiría siendo un dios a sus ojos? Si gana la partida, destruye a su ídolo; si la pierde, se pierde a sí misma. No hay salvación.
Una enamorada prudente —dos palabras que concuerdan mal— se esfuerza por convertir la pasión del amante en ternura, en amistad, en hábito, o bien trata de sujetarlo con vínculos sólidos: un hijo, el matrimonio; este deseo del matrimonio obsesiona a muchas parejas: es el de la seguridad; la amante hábil se aprovecha de la generosidad del amor joven para lograr una seguridad en el porvenir; pero cuando ella se entrega a tales especulaciones, ya no merece el nombre de enamorada. Porque esta sueña locamente con captar para siempre la libertad del amante, pero no con aniquilarla. Por eso, salvo en el caso sumamente raro de que el libre compromiso se perpetúe durante toda una vida, el amor-religión conduce a la catástrofe. Con Mora, la señorita De Lespinasse tuvo la oportunidad de ser la primera en cansarse: se cansó porque encontró a Guibert, el cual, a su vez, no tardó en cansarse de ella. El amor de madame D'Agoult y de Liszt murió en esta dialéctica implacable: el ardor, la vitalidad y la ambición que hacían de él un ser digno de ser amado te destinaban a otros amores. La religiosa portuguesa no podía por menos que ser abandonada. La llama que hacía a D'Annunzio tan cautivador303 tenía como contrapartida su infidelidad. Una ruptura puede marcar profundamente a un hombre, pero, en definitiva, tiene que llevar su propia vida. La mujer abandonada ya no es nada, ya no tiene nada. Si se le pregunta: «¿Cómo vivía usted antes?», ni siquiera se acuerda. Aquel mundo que era suyo lo redujo a cenizas para adoptar una nueva patria, de la cual la han expulsado bruscamente; ha renegado de todos los valores en los cuales creía; ha destruido sus amistades. ¿Cómo iniciará una nueva vida, si fuera del amado hay nada? Se refugia en delirios, como antes en el claustro; o, si es demasiado razonable, no le queda más que morir: rápidamente, como la señorita De Lespinasse, o a fuego lento; la agonía puede durar largo tiempo. Cuando, durante diez años, veinte años, una mujer se ha consagrado a un hombre en cuerpo y alma, cuando él se ha mantenido firmemente sobre el pedestal que ella le erigió, su abandono es una catástrofe fulminante. «¿Qué puedo hacer —preguntaba aquella mujer de cuarenta años—, qué puedo hacer si Jacques ya no me ama?» Se vestía, se peinaba y maquillaba con minuciosidad; pero su rostro endurecido, ya deshecho, difícilmente podía despertar ya un nuevo amor; ella misma, después de veinte años pasados a la sombra de un hombre, ¿podría amar a otro? Cuando se tienen cuarenta años, quedan todavía muchos por vivir. Vuelvo a ver a aquella otra mujer que había conservado unos bellos ojos, unas nobles facciones a pesar de que su rostro había quedado marcado por el sufrimiento y que, sin percatarse siquiera de ello, dejaba correr las lágrimas por sus mejillas en público, ciega y sorda. Ahora el dios le dice a otra las palabras inventadas para ella; reina destronada, ya no sabe si en algún momento ha reinado sobre un verdadero reino. Si la mujer es todavía joven, tiene posibilidades de curar: un nuevo amor la curará; a veces, se entregará con un poco más de reserva, comprendiendo que aquello que no es único no podría ser absoluto; pero a menudo se quebrará con más violencia aún que la primera vez, porque tendrá que recuperarse también de su derrota pasada. El fracaso del amor absoluto no es una prueba fecunda más que si la mujer es capaz de rehacerse; separada de Abelardo, Eloísa no se convirtió en un despojo, porque, dirigiendo una abadía, se construyó una existencia autónoma. Las heroínas de Colette tienen demasiado orgullo y demasiados recursos para dejarse hundir por una decepción amorosa: Renée Méré se salva por el trabajo. Y «Sido» decía a su hija que no se inquietase demasiado por su destino sentimental, porque sabía que Colette era algo más que una enamorada. Sin embargo, hay pocos crímenes que comporten peor castigo que esa falta generosa: ponerse por entero en manos de otros.
El amor auténtico debería fundarse en el reconocimiento recíproco de dos libertades; cada uno de los amantes se probaría entonces como sí mismo y como el otro: ninguno abdicarla su trascendencia, ninguno se mutilaría; ambos desvelarían juntos en el mundo valores y fines. Para uno y otro, el amor sería una revelación de si mismo por el don de sí y un enriquecimiento del Universo. En su obra sobre La connaissance de soi, George Gusdorf resume muy exactamente lo que el hombre le pide al amor:
El amor nos revela a nosotros mismos al hacernos salir de nosotros mismos. Nos afirmamos al contacto con lo que nos es extraño y complementario. El amor, como forma del conocimiento, descubre nuevos cielos y nuevas tierras en el mismo paisaje en que siempre hemos vivido. He ahí el gran secreto: el mundo es otro, yo mismo soy otro. Y ya no soy el único en saberlo. Mejor todavía: alguien me lo ha enseñado. Así, pues, la mujer desempeña un papel indispensable y capital en la conciencia que el hombre toma de sí mismo.
De ahí proviene la importancia que reviste para el joven el aprendizaje amoroso; ya hemos visto cómo se maravillaban Stendhal y Malraux del milagro que hace que «yo sea otro». Pero Gusdorf no tiene razón al escribir: «Y, de manera semejante, el hombre representa para la mujer un intermediario indispensable entre ella y sí misma», porque su situación no es hoy semejante; el hombre es revelado bajo otra figura, pero sigue siendo el mismo, y su nuevo rostro se integra en el conjunto de su personalidad. Solo sería lo mismo para la mujer si existiese tan esencialmente como parasí; lo cual implicaría contar con una independencia económica que se proyectase hacia fines propios y se trascendiese hacia la colectividad sin intermediarios. Entonces son posibles amores iguales, como el que describe Malraux entre Kyo y May. Puede incluso suceder que la mujer represente el papel viril y dominador, como madame de Warens con Rousseau y Léa con Chéri. Pero, en la mayor parte de los casos, la mujer solo se conoce en tanto que otro: su paraotro se confunde con su mismo ser; el amor no es para ella un intermediario de sí para sí, puesto que ella no se encuentra en su existencia subjetiva; permanece engullida en esa amante que el hombre no solo ha revelado, sino creado; su salvación depende de esa libertad despótica que la ha fundado y que en cualquier instante puede aniquilarla. Se pasa la vida temblando ante aquel que tiene su destino en sus manos, sin saberlo del todo y sin quererlo por completo; está en peligro en otro, testigo angustiado e impotente de su propio destino. Tirano a su pesar, a su pesar verdugo, ese otro, a despecho de ella y de él, tiene un rostro enemigo: en vez de la unión buscada, la enamorada conoce la más amarga de las soledades; en lugar de la complicidad, la lucha y a menudo el odio. El amor en la mujer es una suprema tentativa para remontar, asumiéndola, la dependencia a la cual está condenada; pero, incluso consentida, la dependencia solo puede vivirse en medio del temor y el servilismo.
Los hombres han proclamado a porfía que el amor es para la mujer su realización suprema. «Una mujer que ama como mujer se vuelve aún más mujer», dice Nietzsche; y, Balzac afirma: «En el orden superior, la vida del hombre es la gloria; la de la mujer es el amor. La mujer solo es igual al hombre cuando hace de su vida una perpetua ofrenda, como la del hombre es una perpetua acción.» Sin embargo, esa es una nueva y cruel mistificación, puesto que lo que ella ofrece a los hombres, a estos no les interesa en absoluto aceptarlo. El hombre no necesita la abnegación incondicional que reclama, ni el amor idólatra que halaga su vanidad; los acoge exclusivamente con la condición de no satisfacer las exigencias que implican recíprocamente tales actitudes. Predica a la mujer que dé: y, sus dones lo hartan; ella se encuentra absolutamente perpleja ante la inutilidad de sus presentes, perpleja ante su vana existencia. El día en que a la mujer le sea posible amar con su fuerza, no con su debilidad, no para huirse, sino para hallarse, no para destituirse, sino para afirmarse, entonces el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no de mortal peligro. Mientras tanto, resume en su figura más patética la maldición que pesa sobre la mujer encerrada en el universo femenino, la mujer mutilada, incapaz de bastarse a sí misma. Las innumerables mártires del amor son un testimonio contra la injusticia de un destino que les propone como última salvación un estéril infierno.