Se ha pretendido a veces que el narcisismo era la actitud fundamental de toda mujer283; pero, si se extiende abusivamente esta noción, se la arruina, como La Rochefoucauld arruinó la del egoísmo. En realidad, el narcisismo es un proceso de enajenación bien definido: el yo es planteado como un fin absoluto y el sujeto se hunde en él. Multitud de otras actitudes —auténticas o inauténticas— se encuentran en la mujer: ya hemos estudiado algunas de ellas. Lo cierto es que las circunstancias invitan a la mujer más que al hombre a volverse hacia sí misma y a consagrarse su amor.
Todo amor reclama la dualidad de un sujeto y de un objeto. La mujer es conducida al narcisismo por dos caminos convergentes. Como sujeto, se siente frustrada; de niña, se ha visto privada de ese alter ego que es para el niño el pene; más tarde, su agresiva sexualidad ha quedado insatisfecha. Y, lo que es mucho más importante, las actividades viriles le están prohibidas. Está ocupada, pero no hace nada; a través de sus funciones de esposa, madre, ama de casa, no es reconocida en su singularidad. La verdad del hombre está en las casas que construye, las selvas que desmonta, los enfermos que cura; la mujer, al no poder cumplirse a través de proyectos y fines, se esforzará por captarse en la inmanencia de su persona. Parodiando la frase de Sieyès, Marie Bashkirtseff escribía: «¿Qué soy yo? Nada. ¿Qué quisiera ser?
Todo.» Porque no son nada, multitud de mujeres limitan hoscamente sus intereses a su solo yo, que ellas hipertrofian hasta confundirlo con el Todo. «Yo soy mi propia heroína», añadía Marie Bashkirtseff. Un hombre que actúa, necesariamente se confronta. Ineficaz, separada, la mujer no puede ni situarse ni tomarse la medida; se da una importancia soberana, porque ningún objeto importante le es asequible.
Si puede proponerse así a sus propios deseos, es porque desde la infancia se ha visto como un objeto. Su educación la ha alentado a enajenarse en su cuerpo todo entero, la pubertad le ha revelado ese cuerpo como pasivo y deseable; es su cuerpo algo hacia lo cual puede volver sus manos, algo a lo cual conmueven el raso y el terciopelo, algo que ella puede contemplar con mirada de amante. Sucede, que, en el placer solitario, la mujer se desdobla en un sujeto macho y un objeto hembra; así Irene, cuyo caso ha estudiado Dalbiez284, se decía: «Voy a amarme.» O más apasionadamente: «Voy a poseerme.» O en pleno paroxismo: «Voy a fecundarme.» Marie Bashkirtseff es también sujeto y objeto al mismo tiempo cuando escribe: «Sin embargo, es una lástima que nadie me vea los brazos y el torso, toda esta lozanía y esta juventud.»
En verdad, no es posible ser para sí positivamente otro, y captarse a la luz de la conciencia como objeto. El desdoblamiento solo es soñado. Es la muñeca la que materializa ese sueño en la niña, que se reconoce en ella más concretamente que en su propio cuerpo, porque entre una y otra hay una separación. Esta necesidad de ser dos para entablar un tierno diálogo interior, madame de Noailles la ha expresado, entre otras, en el Livre de ma vie:
Me gustaban mucho las muñecas, y prestaba a su inmovilidad la animación de mi propia existencia; no hubiera podido dormir bajo el calor de una manta si ellas no hubiesen estado también envueltas en lana y plumón... Soñaba con gustar verdaderamente la pura soledad desdoblada... Esa necesidad de persistir intacta, de ser dos veces yo misma, la experimentaba con avidez desde muy niña... ¡Ah, cómo he deseado, en los trágicos instantes en que mi soñadora dulzura era juguete de injuriosas lágrimas, tener a mi lado a otra pequeña Anna que me rodease el cuello con sus brazos, me consolase y me comprendiese!... En el curso de mi vida, la encontré en mi corazón y la retuve fuertemente: ella me ayudó, no bajo la forma del consuelo que yo esperara, sino bajo la del valor.
La adolescente deja dormir sus muñecas. Pero, a lo largo de toda su vida, la mujer será poderosamente ayudada en su esfuerzo por abandonarse y volverse a reunir consigo misma en virtud de la magia del espejo. Rank ha puesto en claro la relación entre el espejo y el doble en los mitos y en los sueños.
En el caso de la mujer, sobre todo, es donde el reflejo se deja asimilar al yo. La belleza masculina es indicación de trascendencia, la de la mujer tiene la pasividad de la inmanencia: la segunda solo ha sido hecha para atraer la mirada y, por tanto, puede ser apresada en la trampa inmóvil del azogue; el hombre que se siente y se quiere actividad, subjetividad, no se reconoce en su imagen petrificada; apenas tiene esta atractivo alguno para él, puesto que el cuerpo del hombre no se le aparece como objeto de deseo; en cambio, la mujer, que se sabe y se hace objeto, cree verdaderamente verse en el espejo: pasivo y dado, el reflejo es, como ella misma, una cosa; y como ella codicia la carne femenina, su carne, anima con su admiración y su deseo las virtudes inertes que percibe. Madame de Noailles, que sabía mucho de eso, nos confía:
Me sentía menos envanecida de los dones del espíritu, tan vigorosos en mí que no los ponía en duda, que de la imagen reflejada por un espejo frecuentemente consultado... Solo el placer físico contenta plenamente al alma.
Las palabras «placer físico» son aquí vagas e impropias. En tanto que el espíritu tenga que efectuar sus pruebas, lo que contenta al alma es que el rostro contemplado está allí, ahora, dado, indudable. Todo el porvenir está recogido en ese lienzo de luz cuyo marco lo convierte en un universo; fuera de esos estrechos límites, las cosas no son más que un caos desordenado; el mundo se reduce a ese trozo de vidrio donde resplandece una imagen: la Única. Cada mujer anegada en su reflejo, reina sobre el espacio y el tiempo, sola, soberana; tiene todos los derechos sobre los hombres, la fortuna, la gloria, la voluptuosidad. Bashkirtseff estaba tan embriagada con su belleza, que deseaba fijarla en un mármol imperecedero; de ese modo se hubiera consagrado a sí misma a la inmortalidad:
Al volver a casa, me desvisto, me desnudo por completo y me quedo muda de asombro ante la belleza de mi cuerpo, como si no lo hubiera visto jamás. Hay que hacer mi estatua, pero ¿cómo? Sin casarme, eso es casi imposible. Y es absolutamente preciso, porque de otro modo iré volviéndome fea, estropeándome... Tengo que tomar un marido, aunque solo sea para encargar que me hagan una estatua.
Cécile Sorel, mientras se prepara para una cita amorosa, se describe así:
Estoy delante del espejo. Quisiera ser más bella. Forcejeo con mi melena de leona. Brotan chispas bajo el peine. Mi cabeza es un sol en medio de mis cabellos erizados como rayos de oro.
Recuerdo también a una joven a quien vi una mañana en los lavabos de un café; tenía una rosa en la mano y parecía ligeramente ebria; acercaba los labios al espejo, como para beberse su imagen, y murmuraba sonriente: «Adorable, me encuentro adorable.» A la vez sacerdotisa e ídolo, la narcisista planea nimbada de gloria en el corazón de la eternidad, y, desde el otro lado de las nubes, criaturas arrodilladas la adoran: ella es Dios mientras se contempla a sí misma. «Me amo; yo soy mi Dios», decía madame Mejerowsky. Convertirse en Dios es realizar la imposible síntesis del en-sí y del para-sí: los momentos en que un individuo se imagina haberlo conseguido, son para él privilegiados momentos de alegría, de exaltación, de plenitud. A los diecinueve años, en un granero, Roussel sintió un día en torno a su cabeza el aura de la gloria: jamás se curó de ello. La joven que ha visto en el fondo del espejo la belleza, el deseo, el amor, la dicha, revestidos con sus propios rasgos —animados, así lo cree ella, por su propia conciencia—, tratará durante toda su vida de agotar las promesas de aquella deslumbrante revelación. «Es a ti a quien amo», confía un día Marie Bashkirtseff a su reflejo. Otro día escribe: «Me amo tanto, me hago tan dichosa, que he ido a cenar como una loca.» Incluso si la mujer no es de una belleza irreprochable, verá transparentarse en su rostro las singulares riquezas de su alma, y eso bastará para su embriaguez. En la novela en que se ha pintado bajo los rasgos de Valérie, madame Krüdener se describe así:
Tiene algo de particular que todavía no he visto en ninguna otra mujer. Se puede tener tanta gracia y mucha más belleza, y, sin embargo, estar lejos de ella. Tal vez no se la admire, pero tiene algo de ideal y de encantador que fuerza a ocuparse de ello. Al verla tan delicada, tan esbelta, diríase que es un pensamiento...
No hay razón para asombrarse de que hasta las desheredadas puedan a veces conocer el éxtasis del espejo: las conmueve el solo hecho de ser una cosa de carne, que está allí; lo mismo que el hombre, basta para asombrarlas la pura generosidad de una joven carne femenina; y, puesto que se captan como sujeto singular, con un poco de mala fe, dotarán también de un encanto singular sus cualidades específicas; en su rostro o en su cuerpo descubrirán algún rasgo gracioso, raro, picante; se creerán bellas por el solo hecho de que se sienten mujeres.
Por lo demás, el espejo, aunque privilegiado, no es el único instrumento de desdoblamiento. En el diálogo interior, cada cual puede intentar crearse un hermano gemelo. Al estar sola la mayor parte del día y aburrirse con las faenas domésticas, la mujer tiene tiempo para moldear en sueños su propia figura. De joven, soñaba con el porvenir; encerrada en su presente indefinido, ahora se relata su propia historia; la retoca para introducir en ella un orden estético, transformando antes de su muerte su vida contingente en un destino.
Se sabe, entre otras cosas, hasta qué punto tienen apego las mujeres a sus recuerdos de infancia; la literatura femenina da fe de ello; la infancia no ocupa, en general, más que un lugar secundario en las autobiografías masculinas; las mujeres, por el contrario, se limitan frecuentemente al relato de sus primeros años, que son la materia privilegiada de sus novelas, de sus cuentos. Una mujer que se confía a una amiga, a un amante, comienza casi todas sus historias con estas palabras: «Cuando yo era niña...» Conservan una gran nostalgia de ese período. Y es que en aquella época sentían sobre su cabeza la mano benévola e imponente del padre, mientras gustaban las mieles de la independencia; protegidas y justificadas por los adultos, eran individuos autónomos ante quienes se abría un libre porvenir: en cambio, ahora están imperfectamente defendidas por el matrimonio y el amor, y se han convertido en sirvientas o en objetos, aprisionadas en el presente. Reinaban en el mundo, cuya conquista efectuaban día tras día; y helas aquí separadas del Universo, consagradas a la inmanencia y a la repetición. Se sienten despojadas. Pero lo que más las hace sufrir es verse engullidas en la generalidad: una esposa, una madre, un ama de casa, una mujer entre millones de otras mujeres; de niña, cada una ha vivido, por el contrario, su condición de una manera singular; ignoraba entonces las analogías existentes entre su aprendizaje del mundo y el de sus camaradas; sus padres, profesores y amigas la reconocían en su individualidad, ella se creía incomparable a toda otra, única, prometida a oportunidades únicas. Se vuelve con emoción hacia esta joven hermana, de cuya libertad, exigencias y soberanía ha abdicado y a la cual ha traicionado más o menos. La mujer en que se ha convertido añora aquel ser humano que fue, y trata de volver a encontrar en el fondo de sí misma a aquella niña desaparecida. «Niñita» es una palabra que la conmueve; pero aún la conmueven más estas otras: «¡Qué niña tan rara!», que resucitan la originalidad perdida.
No se limita a maravillarse desde lejos ante aquella niña tan rara: trata de reavivarla en ella. Procura convencerse de que sus gustos, sus ideas y sus sentimientos han conservado una frescura insólita. Perpleja, interrogando al vacío, mientras juguetea con un collar o atormenta una sortija, murmura: «Es raro... Yo... Así es como soy yo... Figúrese que el agua me fascina... ¡Oh, el campo me chifla!» Cada preferencia parece una excentricidad; cada opinión, un desafío al mundo. Dorothy Parker ha tomado de la realidad ese rasgo tan extendido. Describe así a la señora Welton:
Le gustaba considerarse una mujer que no podía ser dichosa si no estaba rodeada de flores... Confesaba a la gente, en pequeños impulsos confidenciales, cuánto amaba a las flores. Había casi un tono de excusa en esa pequeña confesión, como si quisiera pedir a sus oyentes que no juzgasen demasiado insólito su gusto. Parecía esperar que su interlocutor cayera de espaldas, atónito, mientras exclamaba: «¿De veras? ¡Hasta dónde hemos llegado!» De vez en cuanto, confesaba otras menudas predilecciones; siempre con un poco de perplejidad, como si en su delicadeza le hubiera repugnado naturalmente mostrar su corazón al desnudo, declaraba cuánto le gustaba el color, el campo, las distracciones, una comedia verdaderamente interesante, las telas bonitas, los vestidos bien cortados, el sol. Pero el amor que más a menudo confesaba era el que sentía por las flores. Tenía la impresión de que ese gusto, más que ningún otro, la distinguía del común de los mortales.
La mujer busca con gusto confirmar estos análisis con sus actitudes; elige un color: «Mi color es el verde»; tiene una flor preferida, un perfume, un músico favorito, supersticiones, manías que ella trata con respeto; y no necesita ser bella para expresar su personalidad en su ropa y su interior.
El personaje que ella erige tiene más 0 menos coherencia y originalidad, según su inteligencia, su obstinación y la profundidad de su enajenación. Algunas no hacen sino mezclar al azar ciertos rasgos dispersos y confusos; otras crean sistemáticamente una figura, cuyo papel representan con constancia: ya se ha dicho que la mujer hacía mal la distinción entre ese juego y la verdad. En torno a esa heroína, la vida se organiza a modo de novela triste o maravillosa, siempre un poco extraña. A veces, se trata de una novela que ya ha sido escrita. No sé cuántas jóvenes me han dicho que se habían reconocido en la Judy de Poussière; y me acuerdo de una anciana, muy fea, que solía decir: «Lea Le lys dans la vallée: es mi propia historia. De niña, miraba yo con reverente estupor ese lirio ajado.» Otras, más vagamente, murmuran: «Mi vida es una verdadera novela.» Hay una estrella fausta o nefasta en su frente. «Esas cosas solo me pasan a mí», dicen. O el cenizo acompaña todos sus pasos, o la suerte les sonríe: en todo caso, tienen un destino. Con esa ingenuidad que no la abandona a todo lo largo de sus Mémoires, Cécile Sorel escribe: «Así hice mi entrada en el mundo. Mis primeros amigos se llamaron genio y belleza.» Y en Le livre de ma vie, que es un fabuloso monumento narcisista, madame de Noailles escribe:
Un día desaparecieron las institutrices: la suerte ocupó su lugar. Y maltrató tanto como había colmado a la criatura poderosa y débil, la mantuvo por encima de naufragios donde aparecía como una Ofelia combativa, que salvaba sus flores y cuya voz se hacía oír siempre. También le pidió que esperase que fuese verdaderamente exacta esta última promesa: los griegos utilizan la muerte.
Preciso es citar todavía como ejemplo de literatura narcisista el pasaje siguiente:
Yo era una niña robusta, de miembros delicados pero redondeados y mejillas encendidas; luego adquirí ese carácter físico más frágil y nebuloso que hizo de mí una adolescente patética, a despecho de la fuente de vida que puede brotar en mi desierto, en mi hambre, en mis breves y misteriosas muertes, tan extrañamente como de la roca de Moisés. No encomiaré mi valor, como tendría derecho a hacerlo. Lo asimilo a mis fuerzas, a mis oportunidades. Podría describirlo del mismo modo que se dice: «Tengo los ojos verdes, los cabellos negros, la mano pequeña y fuerte...»
Y aún añade estas líneas:
Hoy me es permitido reconocer que, sostenida por el alma y sus fuerzas armónicas, he vivido al son de mi voz...
A falta de belleza, de esplendor o de dicha, la mujer escogerá un papel de víctima; se obstinará en encarnar la Mater dolorosa, la esposa incomprendida; será a sus ojos «la mujer más desgraciada del mundo». Tal es el caso de esa melancólica que describe Stekel285:
Todos los años, por Navidad, la señora H. W., pálida, vestida de sombríos colores, viene a mi casa para quejarse de su suerte. Es una triste historia la que cuenta en medio de abundantes lágrimas. ¡Una vida frustrada, un hogar deshecho! La primera vez que vino, me conmovió hasta las lágrimas y estuve dispuesto a llorar con ella. Desde entonces, han transcurrido dos largos años, y ella sigue morando en las ruinas de sus esperanzas, llorando su vida perdida. Sus rasgos acusan los primeros síntomas de decadencia, lo cual le da otro motivo de queja. «¡Qué ha sido de mí, cuya belleza tanto se ha admirado!» Multiplica sus quejas, subraya bu desesperación, porque todas sus amistades conocen su desdichada suerte. Aburre a todo el mundo con sus lamentos... Ello es un nuevo motivo para que se sienta desdichada, sola e incomprendida. No había salida ya para ese laberinto de dolores... Aquella mujer encontraba su goce en ese papel trágico. Se embriagaba literalmente con la idea de ser la mujer más desgraciada de la Tierra. Todos los esfuerzos para que tomase parte en la vida activa fracasaron.
Un rasgo común a la pequeña señora Welton, a la soberbia Anna de Noailles, a la infortunada enferma de Stekel, a la multitud de mujeres marcadas por un destino excepcional, es que se sientan incomprendidas; su entorno no reconoce —o no lo reconoce bastante— su singularidad; ellas traducen positivamente esa ignorancia, esa indiferencia de los otros por la idea de que ellas encierran un secreto. El hecho es que muchas han sepultado silenciosamente episodios de infancia y juventud que tuvieron gran importancia para ellas; saben muy bien que su biografía oficial no se confunde con su verdadera historia. Pero, sobre todo, a falta de realizarse en su vida, la heroína mimada por la narcisista no es más que un ente imaginario; su unidad no le ha sido conferida por el mundo concreto: se trata de un principio oculto, una especie de «fuerza», de «virtud» tan oscura como el flogisto; la mujer cree en su presencia, pero si quisiera descubrírsela a otro, le resultaría tan difícil hacerlo como al psicasténico que se encarniza en confesar crímenes impalpables. En ambos casos, el «secreto» se reduce a la huera convicción de poseer en el fondo de uno una clave que le permite descifrar y justificar sentimientos y actitudes. Son su abulia y su inercia las que dan a los psicasténicos esa ilusión; a falta de poder expresarse en la acción cotidiana, la mujer se cree también habitada por un misterio inexpresable: el célebre mito del misterio femenino la estimula a ello y, a su vez, se ve confirmado.
Plena de sus tesoros desconocidos, ora esté marcada por una estrella fausta o nefasta, la mujer adquiere a sus propios ojos la necesidad de los héroes de tragedia a quienes rige un destino. Su vida entera se transforma en un drama sagrado. Bajo el ropaje elegido con solemnidad, se alzan a la vez una sacerdotisa vestida con la librea sacerdotal y un ídolo adornado por manos fieles, ofrecido a la adoración de los devotos. Su interior se convierte en el templo donde se desarrolla su culto. Marie Bashkirtseff presta tanta atención al marco que instala a su alrededor como a su ropa:
Cerca del escritorio, un sillón antiguo, de suerte que, cuando alguien entra, me basta imprimir un ligero movimiento a ese sillón para encontrarme frente a la gente..., cerca del pedantesco escritorio con los libros por fondo, entre cuadros y plantas, con las piernas y los pies a la vista, en lugar de estar cortada en dos como antes por esa madera negra. Encima del diván están suspendidas las dos mandolinas y la guitarra. Situad en medio de todo eso a una joven rubia y blanca, de manos pequeñas y finas, surcadas de venas azules.
Cuando se pavonea en los salones, cuando se abandona entre los brazos de un amante, la mujer cumple su misión: es Venus dispensando al mundo los tesoros de su belleza. No era a sí misma, sino a la Belleza, lo que Cécile Sorel defendía cuando rompió el vaso de la caricatura de Bib; en sus Mémoires se ve que, en todos los instantes de su vida, habla convidado a los mortales a celebrar el culto del Arte. Lo mismo Isadora Duncan, tal y como ella se pinta en Mi vida:
Después de las representaciones —escribe—, vestida con mi túnica y mi cabellera coronada de rosas, ¡estaba tan linda! ¿Por qué no beneficiar a otro de ese encanto? ¿Por qué un hombre que trabaja toda la jornada con su cerebro... no habría de ser enlazado por esos brazos espléndidos y no hallaría algún consuelo a sus fatigas y unas horas de belleza y olvido?
La generosidad de la narcisista le es provechosa: mejor que en los espejos, es en los ojos admirativos de los demás donde ella percibe a su doble nimbada de gloria. A falta de un público complaciente, abre su corazón a un confesor, a un médico, a un psicoanalista; va a consultar a quirománticas y videntes. «No es que crea en esas cosas —decía una starlette novicia—, pero ¡me gusta tanto que hablen de mí!» Se confía a sus amigas; en su amante, más ávidamente que en ningún otro, busca un testigo; la enamorada olvida rápidamente su propio yo; pero multitud de mujeres son incapaces de un verdadero amor, precisamente porque no se olvidan jamás de sí mismas. A la intimidad de la alcoba, prefieren un escenario más vasto. De ahí la importancia que adquiere para ellas la vida mundana: necesitan unos ojos que las contemplen, unos oídos que las escuchen; su personaje necesita el más vasto público posible. Describiendo una vez más su habitación, Marie Bashkirtseff deja escapar esta confesión:
De este modo, estoy en escena cuando alguien entra y me encuentra escribiendo.
Y más adelante:
Estoy decidida a procurarme una escenificación considerable. Voy a construir una mansión más hermosa que la de Sarah y unos estudios más grandes...
Por su parte, madame de Noailles escribe:
He amado y amo el ágora... Por eso he podido tranquilizar frecuentemente a amigos que se excusaban por el número de sus convidados, que ellos temían pudieran importunarme, con esta sincera confesión: «No me gusta actuar ante sillones vacíos.»
El vestuario y la conversación satisfacen en gran parte ese gusto femenino de la ostentación. Pero una narcisista ambiciosa desea exhibirse de manera más rara y variada. En particular, y puesto que ha hecho de su vida una comedia ofrecida al aplauso del público, le complacerá situarse en escena de veras. Madame de Staël ha contado extensamente en Corinne cómo encantaba a las multitudes italianas, al recitar poemas que ella misma acompañaba con el arpa. En Coppet, una de sus distracciones preferidas consistía en declamar papeles trágicos; bajo la figura de Fedra, dirigía ardientes declaraciones a sus jóvenes amantes, a quienes disfrazaba de Hipólitos. Madame Krüdener se especializó en la danza del velo, que describe así en Valérie:
Valérie pidió su velo de muselina azul oscuro, se apartó los cabellos de la frente; se puso el velo en la cabeza; le caía a lo largo de las sienes y de los hombros; su frente se dibujó a la manera antigua, sus cabellos desaparecieron, sus párpados se bajaron, su habitual sonrisa fue borrándose poco a poco; su cabeza se inclinó, el velo le cayó suavemente sobre los brazos cruzados, sobre el pecho, y aquella prenda azul, aquella figura pura y dulce, parecían haber sido dibujadas por el Correggio para expresar una serena resignación; y cuando sus ojos se alzaron y sus labios esbozaron una sonrisa, hubiérase dicho que se veía, según la pintó Shakespeare, a la Paciencia sonriendo al Dolor junto a un monumento.
... Es a Valérie a quien hay que ver. Es ella quien, a la vez tímida, noble y profundamente sensible, turba, arrastra, conmueve, arranca lágrimas y hace latir el corazón como late cuando está dominado por un gran ascendiente; ella es quien posee esa gracia encantadora que no puede aprehenderse, pero que la Naturaleza ha revelado en secreto a ciertos seres superiores.
Si las circunstancias se lo permiten, nada producirá a la narcisista una satisfacción tan profunda como la de consagrarse públicamente al teatro:
El teatro —dice Georgette Leblanc— me daba lo que había buscado en él: un motivo de exaltación. Hoy se me presenta como la caricatura de la acción; algo indispensable para los temperamentos excesivos.
La expresión de la cual se sirve es chocante: a falta de obrar, la mujer se inventa sucedáneos de la acción; el teatro representa para algunas un ersatz privilegiado. Por otra parte, la actriz puede proponerse finalidades muy distintas. Para algunas, actuar en el escenario es un medio de ganarse la vida, una simple profesión; para otras, es el acceso a un renombre que será explotado con fines galantes; para otras todavía, representa el triunfo de su narcisismo; las más grandes —Rachel, la Duse— son auténticas artistas, que se trascienden en el papel que ellas crean; la comicastra, por el contrario, no se preocupa de lo que hace, sino de la gloria que ello pueda reportarle; ante todo, lo que busca es valorizarse. Una narcisista obstinada será una mujer limitada en el arte y en el amor, pues no sabe darse.
Ese defecto se hará notar gravemente en todas sus actividades. La tentarán todos los caminos que puedan conducir a la gloria; pero nunca emprenderá ninguno sin reservas. La pintura, la escultura, la literatura, son disciplinas que reclaman un severo aprendizaje y exigen un trabajo solitario; muchas mujeres lo intentan, pero renuncian pronto, si no las impulsa un positivo deseo de creación; muchas de las que perseveran, además, no hacen más que «jugar» a que trabajan. Marie Bashkirtseff, tan ávida de gloria, se pasaba horas enteras delante del caballete; pero se amaba demasiado a sí misma para amar verdaderamente la pintura. Ella misma lo confiesa, tras años de despecho: «Sí; no me tomo el trabajo de pintar; hoy me he estado observando, y solo hago trampas...» Cuando una mujer, como madame de Staël o madame de Noailles, logra componer una obra, es porque no está exclusivamente absorbida en el culto que se rinde a sí misma; pero una de las taras que pesan sobre multitud de escritoras es la de una complacencia consigo mismas, que perjudica su sinceridad, las limita y disminuye.
Muchas mujeres imbuidas del sentimiento de su superioridad no son capaces, sin embargo, de manifestarla a los ojos del mundo; su ambición consistirá entonces en utilizar como intérprete a un hombre a quien convencerán de sus méritos; no se proponen valores singulares a través de libres proyectos; quieren anexionar a su yo valores acabados; así, pues, se volverán hacia quienes ostentan influencia y gloria, con la esperanza —al convertirse en musas, inspiradoras, Egerias— de identificarse con ellos.
Un ejemplo notable es el de Mabel Dodge en sus relaciones con Lawrence:
Yo quería seducir su espíritu —dice ella—, forzarle a producir ciertas cosas... Tenía necesidad de su alma, de su voluntad, de su imaginación creadora y de su visión luminosa. Para hacerme dueña de esos instrumentos esenciales, tenía que dominar su sangre... Siempre he procurado que los demás hagan cosas, sin intentar hacer nada yo misma. Adquiría así el sentimiento de una especie de actividad, de fecundidad por poder. Era una especie de compensación al desolado sentimiento de no tener nada que hacer.
Y más adelante:
Yo quería que Lawrence conquistase por mí, que se sirviese de mi experiencia, de mis observaciones, de mi Taos, y que formulase todo eso en una magnífica creación de arte.
De igual modo, Georgette Leblanc quería ser para Maeterlinck «alimento y llama»; pero también quería ver su nombre inscrito en el libro compuesto por el poeta. No se trata aquí de mujeres ambiciosas que hubieran elegido fines personales y utilizado a unos hombres para conseguirlos —como hicieran la princesa de los Ursinos y madame de Staël—, sino de mujeres animadas por un deseo de importancia completamente subjetivo, que no se proponen ningún fin objetivo y que pretenden apropiarse la trascendencia de otro. Están lejos de alcanzar siempre el éxito; pero son hábiles para disimularse su fracaso y para persuadirse de que están dotadas de una irresistible seducción. Sabiéndose amables, deseables, admirables, se sienten seguras de ser amadas, deseadas y admiradas. Toda narcisista es Belisa. Hasta la inocente Brett, consagrada a Lawrence, se fabrica un pequeño personaje a quien dota de una grave seducción:
Alzo los ojos y me percato de que me miráis maliciosamente, con vuestro aire de fauno y un resplandor provocativo en vuestros ojos, Pan. Yo os miro con aire solemne y digno, hasta que el resplandor se extingue en vuestro rostro.
Tales ilusiones pueden engendrar verdaderos delirios: no sin razón consideraba Clérambault la erotomanía como «una suerte de delirio profesional»; sentirse mujer es sentirse objeto deseable, es creerse deseada y amada. Es notable que, de cada diez pacientes afectados de «la ilusión de ser amados», nueve sean mujeres. Se ve claramente que lo que buscan en su amante imaginario es una apoteosis de su narcisismo. Lo quieren dotado de un valor sin reservas: sacerdote, médico, abogado, hombre superior; y la verdad categórica que descubren sus actitudes consiste en que su amante ideal es superior a todas las demás mujeres y posee virtudes irresistibles y soberanas.
La erotomanía puede aparecer en el seno de diversas psicosis; pero su contenido es siempre el mismo. El sujeto es iluminado y glorificado por el amor de un hombre de gran valor, que se ha sentido bruscamente fascinado por sus encantos —cuando ella no esperaba nada de él— y le ha manifestado sus sentimientos de manera indirecta, pero imperiosa; esta relación permanece a veces en la esfera ideal, y a veces reviste una forma sexual; pero lo que esencialmente la caracteriza es que el semidiós poderoso y glorioso ama más de lo que es amado y manifiesta su pasión mediante actitudes extrañas y ambiguas. Entre el gran número de casos citados por los psiquiatras, he aquí el siguiente, completamente típico y que resumo de acuerdo con Ferdière286. Se trata de una mujer de cuarenta y ocho años, Marie-Yvonne, que hace la siguiente confesión:
Se trata del ilustre Achille, antiguo diputado y subsecretario de Estado, miembro del Foro y del Conseil de l'Ordre. Le conozco desde el 12 de mayo de 1920; la víspera había intentado buscarlo en el Palacio de Justicia; había observado desde lejos su elevada estatura, pero no sabía quién era; un escalofrío me recorrió la espina dorsal... Sí, entre él y yo hay un asunto sentimental, un sentimiento recíproco: nuestros ojos se han encontrado, nuestras miradas se han cruzado. Desde la primera vez que lo vi, tuve debilidad por él; y a él le sucede algo parecido... En todo caso, ha sido el primero en declararse: ocurrió hacia primeros de 1922; me recibía en su salón, siempre solo; un día incluso le dijo a su hijo que saliese... Un día... se levantó y vino hacia mí sin interrumpir la conversación. Inmediatamente comprendí que se trataba de un impulso sentimental... Sus palabras lo daban a entender claramente. Por medio de una serie de amabilidades, me dio a entender que nuestros sentimientos recíprocos se hablan encontrado. En otra ocasión, siempre en su despacho, se acercó a mí, mientras decía: «Usted, solamente usted y nadie más que usted, señora, ¿me comprende?» Me sentí tan emocionada, que no supe qué responder; me limité a decir únicamente: «Gracias, señor.» En otra ocasión, me acompañó desde el despacho hasta la calle; incluso se desembarazó de un señor que le acompañaba, le dio veinte monedas en la escalera y le dijo: «Déjeme ahora; ya ve que estoy con la señora.» Y todo era para acompañarme y quedarse a solas conmigo. Siempre me apretaba fuertemente las manos. En el curso de su primer alegato, lanzó una perorata para dar a entender que era soltero.
Una vez envió a un cantor para hacerme comprender su amor... Miraba desde debajo de mis ventanas; podría cantarle su romanza... Hizo desfilar delante de mi puerta la banda municipal. Fui una estúpida. Debería haber respondido a todas sus iniciativas. Yo enfrié al ilustre Achille... Entonces creyó que le rechazaba y obró en consecuencia; hubiera hecho mejor si hubiese hablado francamente; se vengó. El ilustre Achille creía que yo abrigaba ciertos sentimientos por B., y estaba celoso... Me hizo sufrir por el maleficio con ayuda de mi fotografía; al menos eso es lo que he descubierto este año, a fuerza de estudiar en los libros y en los diccionarios. Ha trabajado suficientemente esa foto, y todo proviene de ahí...
Ese delirio se transforma fácilmente, en efecto, en un delirio de persecución. Y ese proceso se encuentra incluso en los casos normales. La narcisista no puede admitir que otro no se interese por ella apasionadamente; si tiene la prueba evidente de que no es adorada, supone inmediatamente que la odian. Atribuye todas las críticas a los celos, al despecho. Sus fracasos son el resultado de negras maquinaciones, y ello la confirma en la idea de su importancia. Se desliza fácilmente a la megalomanía o al delirio de persecución, que es la figura inversa: centro de su universo y sin conocer otro universo que el suyo, hela convertida en centro absoluto del mundo.
La comedia narcisista se desarrolla a expensas de la vida real; un personaje imaginario solicita la admiración de un público imaginario; la mujer presa de su yo, pierde toda aprehensión sobre el mundo concreto, no se preocupa de establecer con los demás ninguna relación real; madame de Staël no habría declamado Fedra con tan buen ánimo si hubiese presentido los sarcasmos que sus «admiradores» anotaban por la noche en sus carnets; pero la narcisista se niega a admitir que nadie la pueda ver de otro modo a como ella se muestra: ello explica que, tan ocupada como está en contemplarse, no logre juzgarse y se hunda tan fácilmente en el ridículo. Ya no escucha, habla, y cuando ella habla, recita su papel:
Eso me divierte —escribe Marie Bashkirtseff—. No charlo con él; simplemente represento; y, como me siento en presencia de un buen público, estoy excelente de entonaciones infantiles y caprichosas, así como de actitudes.
Se contempla demasiado para ver nada; de los demás no comprende sino lo que reconoce en ellos; lo que no puede asimilar a su caso, a su historia, le es extraño. Se complace en multiplicar las experiencias: quiere conocer la embriaguez y los tormentos de la enamorada, los puros goces de la maternidad, la amistad, la soledad, las lágrimas, las risas; pero, al no poder darse jamás, sus sentimientos y sus emociones son fabricados. Sin duda, Isadora Duncan lloró la muerte de sus hijos con lágrimas genuinas. Pero, cuando arrojó sus cenizas al mar en un gran gesto teatral, no era más que una comediante; y no se puede leer sin una sensación de malestar el siguiente pasaje de Mi vida, en el que evoca su pena:
Percibo la tibieza de mi propio cuerpo. Bajo la vista hacia mis piernas desnudas y las estiro, sobre la dulzura de mis senos, sobre mis brazos, que jamás están inmóviles, sino que flotan sin cesar en suaves ondulaciones; y veo que desde hace doce años estoy cansada, que este pecho mío encierra un dolor inextinguible, que estas manos han sido marcadas por la tristeza y que, cuando estoy sola, estos ojos raramente están secos.
En el culto de su yo, la adolescente puede hallar el coraje necesario para abordar el inquietante porvenir; pero se trata de una etapa que es preciso superar pronto: de lo contrario, el porvenir se cierra. La enamorada que encierra al amante en la inmanencia de la pareja, le consagra a la muerte con ella: la narcisista, al enajenarse en su doble imaginario, se aniquila. Sus recuerdos se fijan, sus actitudes se estereotipan; recobra palabras, repite mímicas que se han vaciado de contenido, poco a poco: de ahí proviene la impresión de pobreza que dan tantos «diarios íntimos» o «autobiografías femeninas»; ocupada enteramente en incensarse, la mujer que no hace nada no se hace ser nada y, en definitiva, inciensa la nada.
Su desgracia consiste en que, a pesar de toda su mala fe, conoce esa nada. No podría existir una relación real entre un individuo y su doble, porque ese doble no existe. La narcisista sufre un fracaso radical. No puede captarse como totalidad, plenitud; no puede mantener la ilusión de ser en-sí, parasí. Su soledad, como la de todo ser humano, es experimentada como contingencia y desamparo. Y por eso —a menos que ocurra una conversión— está condenada a huir de sí misma sin respiro hacia la multitud, hacia el ruido, hacia otro. Sería craso error creer que, al elegirse como fin supremo, escapa a la dependencia: por el contrario, se consagra a la más férrea esclavitud; no se apoya en su libertad, hace de sí misma un objeto que se halla en peligro en el mundo y en las conciencias extrañas. No solo su cuerpo y su rostro son carne vulnerable que el tiempo degrada. Adornar al ídolo, erigirle un pedestal, construirle un templo, es prácticamente una empresa costosa; ya se ha visto que, para inscribir sus formas en un mármol inmortal, Marie Bashkirtseff hubiera consentido en casarse por dinero. El oro, el incienso y la mirra que Isadora Duncan o Cécile Sorel depositaban al pie de sus respectivos tronos, fueron pagados con fortunas masculinas. Puesto que es el hombre quien encarna para la mujer el destino, las mujeres miden generalmente su éxito por el número y la calidad de los hombres sometidos a su poder. Pero la reciprocidad interviene aquí de nuevo; la mantis religiosa, que trata de convertir al macho en instrumento suyo, no logra emanciparse por ello de él, porque, para encadenarlo, tiene que agradarle. La mujer norteamericana, queriéndose ídolo, se hace esclava de sus adoradores; no se viste, no vive, no respira sino para el hombre y por el hombre. En verdad, la narcisista es tan dependiente como la hetaira. Si escapa a la dominación de un hombre singular, es porque acepta la tiranía de la opinión. Ese vínculo que la une a otro no implica la reciprocidad del intercambio: si buscase hacerse reconocer por la libertad de otro, reconociéndola también como fin a través de diversas actividades, dejaría de ser narcisista. Lo paradójico de su actitud consiste en que exige ser valorada por un mundo al cual niega todo valor, puesto que a sus ojos lo único que cuenta es ella misma. El sufragio extraño es un poder inhumano, misterioso y caprichoso, al cual es preciso tratar de captar mágicamente. A despecho de su arrogancia superficial, la narcisista se siente amenazada; por eso se muestra inquieta, susceptible, irritable, perpetuamente en acecho; su vanidad jamás está satisfecha; cuanto más envejece, con mayor ansiedad busca elogios y éxitos, más confabulaciones sospecha a su alrededor; extraviada y obsesionada, se hunde en la noche de la mala fe; y termina, frecuentemente, por edificar a su alrededor un delirio paranoico. A ella es a quien singularmente puede aplicarse la frase: «Quien quiera salvar su vida, la perderá.»