Este mundo siempre ha pertenecido a los varones, pero ninguna de las razones propuestas para explicar el fenómeno nos ha parecido suficiente. Volviendo a tomar a la luz de la filosofía existencial los datos de la Prehistoria y de la etnografía, es como podremos comprender de qué modo se ha establecido la jerarquía de los sexos. Ya hemos planteado que, cuando se hallan en presencia dos categorías humanas, cada una quiere imponer a la otra su soberanía; si las dos se empeñan en sostener esa reivindicación, se crea entre ellas, ora en la hostilidad, ora en la amistad, pero siempre en la tensión, una relación de reciprocidad; si una de las dos es privilegiada, se impone a la otra y se dedica a mantenerla en la opresión. Se comprende, pues, que el hombre haya tenido la voluntad de dominar a la mujer; pero ¿qué privilegio le ha permitido realizar esa voluntad?

Los informes que aportan los etnógrafos sobre las formas primitivas de la sociedad humana son terriblemente contradictorios, y tanto más cuanto mejor informados estén y menos sistemáticos sean. Resulta singularmente difícil formarse una idea de la situación de la mujer en el período que precedió al de la agricultura. Ni siquiera se sabe si, en condiciones de existencia tan diferentes de las de hoy, la musculatura de la mujer y su aparato respiratorio no estarían tan desarrollados como en el hombre. Le estaban confiados duros trabajos, y en particular era ella quien transportaba los fardos; sin embargo, este último hecho es muy ambiguo: probablemente, si se le asignaba esa función, sería para que el hombre tuviese las manos libres en la caravana, con objeto de defenderse contra posibles agresores, bestias u hombres; así, pues, su papel era el más peligroso y el que más vigor exigía. No obstante, parece ser que en numerosos casos las mujeres eran lo bastante robustas y resistentes para participar en las expediciones de los guerreros. Según los relatos de Heródoto, y de acuerdo con las tradiciones concernientes a las amazonas del Dahomey y con otros muchos testimonios antiguos y modernos, ha sucedido que las mujeres tomasen parte en guerras o en sangrientas vendettas; desplegaban en tales aventuras tanto valor y tanta crueldad como los hombres: se cuenta de algunas que mordían ferozmente el hígado de sus enemigos. A pesar de todo, es verosímil que entonces como ahora los hombres tuviesen el privilegio de la fuerza física; en la era de la clava y de las fieras, en la era en que las resistencias de la Naturaleza se hallaban en su apogeo y los útiles eran los más rudimentarios, semejante superioridad debió de tener extremada importancia. En todo caso, y por robustas que fuesen entonces las mujeres, en la lucha contra un mundo hostil las servidumbres de la reproducción representarían para ellas una terrible desventaja: se cuenta que las amazonas se mutilaban los senos, lo cual significa que, al menos durante el período de su vida guerrera, rehusaban la maternidad. En cuanto a las mujeres normales, el embarazo, el parto, la menstruación disminuían su capacidad de trabajo y las condenaban a largos períodos de impotencia; para defenderse contra los enemigos, para asegurarse el sustento y el de su progenie, necesitaban la protección de los guerreros y los productos de la caza y de la pesca, a las que se dedicaban los hombres; como evidentemente no existía control alguno de los nacimientos, como la Naturaleza no asegura a la mujer períodos de esterilidad como a las otras hembras mamíferas, las repetidas maternidades absorberían la mayor parte de sus energías y de su tiempo; tampoco podían asegurar la vida de las criaturas que traían al mundo. He ahí un primer hecho preñado de consecuencias: los comienzos de la especie humana han sido difíciles; los pueblos recolectores, cazadores y pescadores no arrancaban del suelo más que míseras riquezas, y a costa de un duro esfuerzo; nacían demasiados niños con respecto a los recursos de la colectividad; la absurda fecundidad de la mujer le impedía participar activamente en el acrecentamiento de tales recursos, en tanto que creaba indefinidamente nuevas necesidades. Necesaria para la perpetuación de la especie, la perpetuaba con excesiva abundancia, y era el hombre quien aseguraba el equilibrio entre la reproducción y la producción. Así, la mujer ni siquiera tenía el privilegio de conservar la vida frente al varón creador; no representaba el papel del óvulo con respecto al espermatozoide, de la matriz con relación al falo; únicamente le correspondía una parte en el esfuerzo de la especie humana para perseverar en su ser; y gracias al hombre ese esfuerzo llegaba concretamente a su fin.

Sin embargo, debido a que el equilibrio producción-reproducción siempre lograba establecerse, aunque fuese a costa de infanticidios, sacrificios y guerras, hombres y mujeres son igualmente necesarios desde el punto de vista de la supervivencia colectiva; podría suponerse incluso que, en ciertos estadios de abundancia alimenticia, su papel protector y nutricio subordinase el varón a la mujer-madre; hay hembras animales que extraen de la maternidad una completa autonomía; ¿por qué la mujer no ha logrado hacer de ella un pedestal? Ni siquiera en los momentos en que la Humanidad reclamaba nacimientos de la manera más apremiante, ya que la necesidad de mano de obra era más importante que la de materias primas por explotar, ni siquiera en las épocas en que más venerada ha sido la maternidad, ni siquiera entonces ha permitido esta a las mujeres conquistar el primer lugar25. La razón de ello radica en que la Humanidad no es una simple especie natural: no trata de mantenerse en tanto que especie; su proyecto no es el estancamiento: a lo que tiende es a superarse.

Las hordas primitivas apenas se interesaban por su posteridad. No estando afincadas en un territorio, no poseyendo nada, no encarnándose en ninguna cosa estable, no podían formarse ninguna idea concreta de la permanencia; no tenían la preocupación de sobrevivir y no se reconocían en su descendencia; no temían a la muerte y no reclamaban herederos; los niños constituían para ellas una carga y no una riqueza; la prueba de ello es que los infanticidios siempre fueron numerosos entre los pueblos nómadas; y muchos de los recién nacidos a quienes no se mataba, morían faltos de higiene en medio de la indiferencia general. Así, pues, la mujer que engendraba no conocía el orgullo de la creación; se sentía juguete de oscuras fuerzas pasivas, y el parto doloroso era un accidente inútil y hasta inoportuno. Más tarde, se dio mayor valor al niño. Pero, de todas formas, engendrar, amamantar, no constituyen actividades, son funciones naturales; ningún proyecto les afecta; por eso la mujer no encuentra en ello el motivo de una altiva afirmación de su existencia; sufre pasivamente su destino biológico. Las faenas domésticas a que está dedicada, puesto que son las únicas conciliables con las cargas de la maternidad, la confinan en la repetición y la inmanencia; son faenas que se reproducen día tras día, bajo una forma idéntica que se perpetúa casi sin cambios siglo tras siglo; no producen nada nuevo. El caso del hombre es radicalmente diferente: no alimenta a la colectividad a la manera de las abejas obreras mediante un simple proceso vital, sino a través de actos que trascienden su condición animal. El homo faber es un inventor desde el origen de los tiempos: ya el palo y la clava, con que arma su brazo para varear los frutos y abatir a los animales, son instrumentos con los cuales ensancha su presa sobre el mundo; no se limita a transportar al hogar los peces capturados en el seno del mar: primero es preciso que conquiste el dominio de las aguas construyendo piraguas; para apropiarse las riquezas del mundo, se anexiona el mundo mismo. En esa acción experimenta su poder; se plantea fines, proyecta caminos hacia ellos: se realiza como existente. Para mantener, crea; desborda el presente, abre el futuro. Por eso las expediciones de caza y pesca tienen un carácter sagrado. Se celebran sus éxitos con fiestas y triunfos; el hombre reconoce en ello su humanidad. Ese orgullo aún lo manifiesta hoy cuando ha construido una presa, un rascacielos, una pila atómica. No solo ha trabajado para conservar el mundo dado: ha hecho estallar las fronteras de este, ha echado los cimientos de un nuevo porvenir.

Su actividad tiene otra dimensión que le da su dignidad suprema: es frecuentemente peligrosa. Si la sangre no fuese más que un alimento, no tendría más valor que la leche; pero el cazador no es un carnicero: en la lucha contra los animales salvajes corre riesgos. Para aumentar el prestigio de la horda, del clan a que pertenece, el guerrero pone en juego su propia existencia. Y con ello deja bien patente que no es la vida lo que para el hombre tiene un valor supremo, sino que debe servir a fines más importantes que ella misma. La peor maldición que pesa sobre la mujer es hallarse excluida de esas expediciones guerreras; no es dando la vida, sino arriesgando la propia, como el hombre se eleva sobre el animal; por ello en la Humanidad se acuerda la superioridad, no al sexo que engendra, sino al que mata.

Tenemos aquí la clave de todo el misterio. Al nivel de la biología, solamente creándose de nuevo se mantiene una especie; pero esta creación no es más que una repetición de la misma Vida bajo formas diferentes. Al trascender la Vida por la Existencia es como el hombre asegura la repetición de la Vida: en virtud de esa superación, crea valores que niegan todo valor a la pura repetición. En el caso del animal, la gratuidad y la variedad de las actividades del macho son vanas porque no las informa ningún proyecto; cuando no sirve a la especie, lo que hace no es nada; en cambio, al servir a la especie, el macho humano modela la faz del mundo, crea instrumentos nuevos, inventa, forja el porvenir. Al erigirse en soberano, encuentra la complicidad de la mujer, porque también ella es una existente, está habitada por la trascendencia y su proyecto no es la repetición, sino su superación hacia otro porvenir; la mujer encuentra en lo más íntimo de su ser la confirmación de las pretensiones masculinas. Se asocia a los hombres en las fiestas que celebran los éxitos y las victorias de los varones. Su desgracia consiste en haber sido biológicamente destinada a repetir la Vida, cuando a sus ojos la Vida no lleva en sí sus razones de ser y cuando esas razones son más importantes que la vida misma.

Las instituciones y el derecho aparecen cuando los nómadas se fijan en el suelo y se hacen agricultores. El hombre ya no se limita a debatirse duramente contra fuerzas hostiles; empieza a expresarse concretamente a través de la figura que impone al mundo, a pensar en ese mundo y a pensar en sí mismo; en ese momento, la diferenciación sexual se refleja en la estructura de la colectividad; adopta un carácter singular: en las comunidades agrícolas, la mujer está revestida a menudo de un extraordinario prestigio. Este prestigio se explica esencialmente por la importancia completamente nueva que adquiere el niño en una civilización basada en el trabajo de la tierra; al instalarse en un territorio, los hombres realizan la apropiación del mismo; aparece la propiedad bajo una forma colectiva, que exige de sus poseedores una posteridad; la maternidad se convierte en una función sagrada.

Muchas tribus viven en régimen comunitario, lo cual no significa que las mujeres pertenezcan a todos los hombres de la colectividad; hoy apenas se cree que jamás se haya practicado el matrimonio promiscuo; pero hombres y mujeres no tienen existencia religiosa, social y económica más que en tanto que grupo: su individualidad sigue siendo un puro hecho biológico; también el matrimonio, sea cual fuere su forma —monogamia, poligamia, poliandria— no es más que un accidente profano que no crea ningún vínculo místico. No es fuente de ninguna servidumbre para la esposa, que sigue estando integrada en su clan. El conjunto del clan, reunido bajo un mismo tótem, posee místicamente el mismo maná y materialmente el goce común de un mismo territorio. Según el proceso de alienación del que he hablado, el clan se fija en ese territorio bajo una figura objetiva y concreta; mediante la permanencia en el suelo, se realiza como una unidad cuya identidad persiste a través de la dispersión del tiempo. Únicamente este paso existencial permite comprender la identificación, que ha subsistido hasta nuestros días, entre el clan, la gens, la familia y la propiedad. La concepción de las tribus nómadas, para las cuales no existe más que el instante, es sustituida en las comunidades agrícolas por la de una vida enraizada en el pasado y que se anexiona el porvenir: se venera al antepasado totémico, que da su nombre a los miembros del clan; y el clan concede a sus descendientes un profundo interés, ya que sobrevivirá a través del suelo que les lega y que ellos explotarán. La comunidad piensa en su unidad y quiere su existencia más allá del presente: se reconoce en los niños, los reconoce como suyos, en ellos se realiza y se supera.

Sin embargo, muchos primitivos ignoran la parte que el padre tiene en la procreación de los niños; consideran a estos como reencarnación de larvas ancestrales que flotan en torno a ciertos árboles, ciertas rocas, en ciertos lugares sagrados, y que descienden al cuerpo de la mujer; a veces se estima que esta no debe ser virgen, para que dicha infiltración sea posible, pero otros pueblos creen que también se produce a través de las narices o de la boca; de todos modos, la desfloración es aquí secundaria y, por razones místicas, raras veces es patrimonio del marido. La madre es evidentemente necesaria para el nacimiento del niño; ella es quien conserva y nutre al germen en su seno y, por consiguiente, es a través de ella como se propaga en el mundo visible la vida del clan. Así es como ella se ve representando un papel de primer orden. Con mucha frecuencia los hijos pertenecen al clan de la madre, llevan su nombre, participan de sus derechos y, en particular, del goce de la tierra que el clan ocupa. La propiedad comunitaria se transmite entonces por intermedio de las mujeres: por ellas se aseguran los campos y las cosechas a los miembros del clan, e, inversamente, a través de sus madres, estos son destinados a tal o cual dominio. Así, pues, puede considerarse que místicamente la tierra pertenece a las mujeres, que ejercen un dominio a la vez religioso y legal sobre la gleba y sus frutos. El lazo que los une es más estrecho todavía que el de una pertenencia; el régimen de derecho materno se caracteriza por una verdadera asimilación de la mujer a la tierra; en ambas se cumple, a través de sus avatares, la permanencia de la vida, la vida que es esencialmente generación. Entre los nómadas, la procreación apenas parece otra cosa que un accidente y las riquezas del suelo permanecen desconocidas; el agricultor, en cambio, admira el misterio de la fecundidad que grana en los surcos y en el vientre materno; sabe que él mismo ha sido engendrado como el ganado y las cosechas, y quiere que su clan engendre otros hombres que le perpetuarán al perpetuar la fertilidad de los campos; la Naturaleza entera se le representa como una madre; la tierra es mujer; y la mujer está habitada por las mismas oscuras potencias que la tierra26. Por esta razón, en parte, le es confiado el trabajo agrícola: capaz de llamar a su seno a las larvas ancestrales, la mujer tiene también poder para hacer brotar de los campos sembrados los frutos y las espigas. En uno y otro casos, no se trata de una operación creadora, sino de un mágico conjuro. En ese estadio, el hombre no se limita ya a recolectar los productos del suelo, pero todavía no conoce su potencia; vacila entre las técnicas y la magia; se siente pasivo y dependiente de la Naturaleza, que dispensa al azar la existencia y la muerte. Cierto que reconoce más o menos la utilidad del acto sexual y de las técnicas que domestican el suelo; pero no por eso niños y cosechas parecen menos dones sobrenaturales; y son los misteriosos efluvios que emanan del cuerpo femenino los que atraen a este mundo las riquezas sepultadas en las misteriosas fuentes de la vida. Tales creencias todavía siguen vivas hoy entre numerosas tribus indias, australianas y polinesias27; su importancia era tanto mayor cuanto que armonizaban con los intereses prácticos de la colectividad. La maternidad destina a la mujer a una existencia sedentaria; mientras el hombre caza, pesca o guerrea, ella permanece en el hogar. Pero, entre los pueblos primitivos, apenas se cultiva otra cosa que huertos de modestas dimensiones y contenidos en los límites del poblado; su explotación es una faena doméstica; los instrumentos de la Edad de Piedra no exigen un esfuerzo intensivo; economía y mística están de acuerdo para dejar el trabajo agrícola en manos de las mujeres. En la medida en que empieza a nacer, la industria doméstica es también cosa suya: tejen alfombras y mantas, fabrican vasijas de barro. Con frecuencia son ellas quienes presiden el intercambio de mercancías: el comercio está en sus manos. Así, pues, a través de ellas la vida del clan se conserva y propaga; de su trabajo y de sus mágicas virtudes dependen niños, rebaños, cosechas, utensilios y toda la prosperidad del grupo del cual son alma. Tanto poder inspira a los hombres un respeto mezclado de terror, que se refleja en su culto. En ellas se resumirá toda la Naturaleza extraña y misteriosa.

Ya queda dicho que el hombre no se piensa jamás a sí mismo sino pensando en lo Otro; él capta el mundo bajo el signo de la dualidad, que en principio no tiene un carácter sexual. Pero siendo naturalmente distinta del hombre, que se plantea como el Mismo, la mujer es clasificada en la categoría de lo Otro, y esto Otro es lo que abarca a la mujer; al principio, no es esta lo bastante importante para encarnarlo sola, de tal modo que se dibuja en el corazón de lo Otro una subdivisión: en las antiguas cosmogonías, un mismo elemento contiene a menudo una encarnación macho y hembra a la vez; así, entre los babilonios, el océano y la mar son la doble encarnación del caos cósmico. Cuando el papel de la mujer crece en importancia, absorbe casi en su totalidad la región de lo Otro. Entonces aparecen las divinidades femeninas, a través de las cuales se adora la idea de la fecundidad. Se ha encontrado en Susa la imagen más antigua de la Gran Diosa, la Gran Madre de larga túnica y alto tocado, a la cual otras estatuas nos muestran coronada de torres; las excavaciones de Creta han suministrado varias efigies de la misma. Ora aparece esteatopígica y en cuclillas, ora se nos presenta más esbelta y de pie, a veces vestida y con frecuencia desnuda, con los brazos cruzados bajo los senos henchidos. Es la reina del cielo, con figura de paloma; también es emperatriz de los infiernos, de donde sale reptando, y la simboliza una serpiente. Se manifiesta en las montañas, en los bosques, en el mar, en los manantiales. Crea la vida por doquier; si mata, también resucita. Caprichosa, lujuriosa cruel como la Naturaleza misma, a la vez propicia y temible: reina sobre toda la Egeida, la Frigia, Siria, Anatolia; en fin, sobre toda Asia occidental. Se llama Istar en Babilonia, Astarté entre los pueblos semíticos, y entre los griegos es Gea, Rhea o Cibeles; la reencontramos en Egipto bajo los rasgos de Isis; las divinidades masculinas le están subordinadas. Supremo ídolo en las lejanas regiones del cielo y los infiernos, la mujer está en la tierra rodeada de tabúes como todos los seres sagrados; ella misma es un tabú; a causa de los poderes que ostenta, es considerada como una maga, una hechicera; se la asocia a las oraciones, a veces se convierte en sacerdotisa, como las druidas de los antiguos celtas; en algunos casos, participa en el gobierno de la tribu e incluso sucede que lo ejerce sola. Esas remotas edades no nos han legado ninguna literatura. En cambio, las grandes épocas patriarcales conservan en su mitología, en sus monumentos y en sus tradiciones el recuerdo de un tiempo en que las mujeres ocupaban una posición muy elevada. Desde el punto de vista femenino, la época brahmánica es una regresión respecto a la del Rig Veda, y esta lo es respecto al estadio primitivo que la precedió. Las beduinas de la época preislámica gozaban de un estatuto muy superior al que les asignaba el Corán. Las grandes figuras de Niobe, de Medea evocan una era en que las madres consideraban a sus hijos como un bien propio y se enorgullecían de ello. Y en los poemas homéricos, Andrómaca y Hécuba tienen una importancia que la Grecia clásica no reconoce ya a las mujeres escondidas en la sombra del gineceo.

Tales hechos han llevado a suponer que, en los tiempos primitivos, existió un verdadero reinado de las mujeres; esta hipótesis, propuesta por Baschoffen, la adoptó Engels; el paso del matriarcado al patriarcado se le aparece como «la gran derrota histórica del sexo femenino». Pero, en verdad, esa edad de oro de la mujer no es más que un mito. Decir que la mujer era lo Otro equivale a decir que no existía entre los sexos una relación de reciprocidad: Tierra, Madre o Diosa, no era para el hombre una semejante; donde su poder se afirmaba era más allá del reino humano: así, pues, estaba fuera de ese reino. La sociedad siempre ha sido masculina; el poder político siempre ha estado en manos de los hombres. «La autoridad pública o simplemente social pertenece siempre a los hombres», afirma Lévi-Strauss al final de su estudio sobre las sociedades primitivas. El semejante, el otro, que es también el mismo, con el cual se establecen relaciones de reciprocidad, es siempre, para el varón, un individuo varón. La dualidad que se descubre bajo una forma u otra en el corazón de las colectividades opone un grupo de hombres a otro grupo de hombres: pero las mujeres forman parte de los bienes que estos poseen y que entre ellos constituyen un instrumento de cambio. El error proviene que se han confundido dos figuras de la alteridad que se excluyen rigurosamente. En la medida en que la mujer es considerada como lo Otro absoluto, es decir —cualquiera que sea su magia— como lo inesencial, resulta imposible considerarla como otro sujeto28. De modo que las mujeres no han constituido jamás un grupo separado que se situase por sí frente al grupo masculino; nunca han tenido una relación directa y autónoma con los hombres. «El lazo de reciprocidad que funda el matrimonio no se establece entre hombres y mujeres, sino entre hombres por medio de mujeres que solo son la principal ocasión del mismo», dice Lévi-Strauss29. La condición concreta de la mujer no resulta afectada por el tipo de filiación que impera en la sociedad a la que pertenece; que el régimen sea patrilineal, matrilineal, bilateral o indiferenciado (no siendo nunca rigurosa la indiferenciación), la mujer siempre se halla bajo la tutela de los hombres; la única cuestión consiste en saber si después del matrimonio permanece sometida a la autoridad de su padre o de su hermano mayor —autoridad que se extiende también a sus hijos— o si pasa a quedar bajo la del marido. En todo caso, «la mujer no es jamás sino el símbolo de su linaje..., la filiación matrilineal, y es la mano del padre o del hermano de la mujer la que se extiende hasta la aldea del hermano»30. No es más que una mediadora del derecho, no quien lo ejerce. En realidad, son las relaciones de los dos grupos masculinos las que son definidas por el régimen de filiación, y no la relación de ambos sexos. Prácticamente, la situación concreta de la mujer no está ligada de una manera estable a tal o cual tipo de derecho. Sucede que, en régimen matrilineal, ocupa la mujer una posición muy elevada; sin embargo, preciso es advertir que la presencia de una mujer-jefe, de una reina, a la cabeza de la tribu, no significa en absoluto que las mujeres sean soberanas de la misma: el advenimiento de Catalina de Rusia en nada modificó la suerte de las campesinas rusas; y no por ello es menos frecuente que viva en la abyección. Por otro lado, los casos en que la mujer permanece en su clan y al marido no se le admite sino para que efectúe rápidas visitas, incluso clandestinas, son muy raros. Casi siempre ella va a vivir bajo el techo de su esposo, lo cual basta para manifestar la primacía del varón. «Detrás de las oscilaciones del modo de filiación —dice Lévi-Strauss—, la permanencia de la residencia patrilocal atestigua la relación fundamental de asimetría entre los sexos que caracteriza a la sociedad humana.» Como la mujer conserva a sus hijos con ella, resulta que la organización territorial de la tribu no coincide con su organización totémica: esta está rigurosamente fundada, aquella es contingente; pero prácticamente es la primera la que tiene más importancia, porque el lugar donde las gentes trabajan y viven cuenta más que su pertenencia mística. En los regímenes de transición, que son los más extendidos, hay dos clases de derechos: uno, religioso; otro, basado en la ocupación y el trabajo de la tierra; ambos se penetran mutuamente. No por ser una institución laica tiene el matrimonio menos importancia social, y la familia conyugal, aunque privada de significación religiosa, existe vigorosamente en el plano humano. Incluso en las colectividades en que existe una gran libertad sexual conviene que la mujer que trae un hijo al mundo esté casada; ella no logra constituir, sola con su progenie, un grupo autónomo; y la protección religiosa de su hermano no es suficiente; se exige la presencia de un esposo. Este tiene a menudo grandes responsabilidades con respecto a los hijos; no pertenecen estos a su clan, pero, sin embargo, es él quien los alimenta y cuida; entre marido y mujer, entre padre e hijos se crean lazos de cohabitación, de trabajo, de intereses comunes, de ternura. Entre esta familia laica y el clan totémico las relaciones son muy complejas, como lo testimonia la diversidad de ritos del matrimonio. Primitivamente, el marido compra una mujer al clan extraño, o, al menos, hay entre uno y otro clan un intercambio de prestaciones, entregando el primero a uno de sus miembros, cediendo el segundo ganado, frutos, trabajo. Pero, como el marido toma a su cargo a la mujer y a los hijos de esta, sucede también que recibe de los hermanos de la desposada una retribución. Entre las realidades místicas y económicas, el equilibrio es inestable. El hombre siente a menudo mucho más afecto por sus hijos que por sus sobrinos; precisamente en tanto que padre será como él optará por afirmarse cuando tal afirmación sea posible. He ahí por qué toda sociedad tiende hacia una forma patriarcal, cuando su evolución lleva al hombre a tomar conciencia de sí mismo y a imponer su voluntad. Sin embargo, importa subrayar que, incluso en los tiempos en que aún se sentía confuso ante los misterios de la Vida, la Naturaleza y la Mujer, jamás se sintió destituido de su poder; cuando, espantado por la peligrosa magia que encierra la mujer, la sitúa como lo esencial, es él quien la sitúa, y así se realiza él mismo como lo esencial en esa alienación que consiente; pese a las fecundas virtudes que la penetran, el hombre sigue siendo su amo, del mismo modo que es amo de la tierra fértil; la mujer está destinada a ser sometida, poseída, explotada, como lo es también la Naturaleza cuya mágica fertilidad ella encarna. El prestigio de que goza a los ojos de los hombres es de ellos de quienes lo recibe; los hombres se arrodillan ante lo Otro, adoran a la Diosa Madre. Mas, por poderosa que esta parezca, solo es captada a través de las nociones creadas por la conciencia masculina. Todos los ídolos inventados por el hombre, por terroríficos que los haya forjado, están de hecho bajo su dependencia, y por ello le será posible destruirlos. En las sociedades primitivas, esa dependencia no es ni reconocida ni planteada, pero existe inmediatamente, en sí misma; y será fácilmente mediatizada tan pronto como el hombre adquiera una conciencia más clara de sí mismo, tan pronto como ose afirmarse y oponerse. Y, en verdad, incluso cuando el hombre se ve como un ente dado, pasivo, que sufre los azares de la lluvia y el sol, se realiza también como trascendencia, como proyecto; ya en él se afirman el espíritu y la voluntad contra la confusión y la contingencia de la vida. El antepasado totémico, cuyas múltiples encarnaciones la mujer asume, es más o menos nítidamente, bajo su nombre de animal o de árbol, un principio viril; la mujer perpetúa la existencia carnal del mismo, pero su papel es exclusivamente nutricio, no creador; ella no crea en ningún dominio; conserva la vida de la tribu dándole hijos y pan, nada más: permanece consagrada a la inmanencia; de la sociedad no encarna más que el aspecto estático, encerrado en sí mismo. Mientras que el hombre continúa acaparando las funciones que abren esa sociedad a la Naturaleza y al conjunto de la colectividad humana; los únicos trabajos dignos de él son la guerra, la caza, la pesca; conquista presas extranjeras y las anexiona a la tribu; guerra, caza y pesca representan una expansión de la existencia, su superación hacia el mundo; el varón sigue siendo la sola encarnación de la trascendencia. Todavía no dispone este de los medios prácticos para dominar totalmente a la Mujer-Tierra, todavía no se atreve a alzarse contra ella: pero ya quiere liberarse. En mi opinión, es en esta voluntad donde hay que buscar la razón profunda de la famosa costumbre de la exogamia, tan extendida en las sociedades de filiación uterina.

Incluso si el hombre ignora el papel que representa en la procreación, el matrimonio tiene para él una gran importancia: a través del mismo es como accede a la dignidad de adulto y recibe en participación una parcela del mundo; por su madre está ligado al clan, a los antepasados y a todo cuanto constituye su propia sustancia; pero en todas esas funciones laicas, trabajo, matrimonio, pretende evadirse de ese círculo, afirmar la trascendencia contra la inmanencia, abrirse un porvenir diferente del pasado donde hunde sus raíces; según el tipo de pertenencia reconocido en las diferentes sociedades, la prohibición del incesto adopta formas diferentes, pero desde las épocas primitivas hasta nuestros días conserva el mismo sentido: lo que el hombre desea poseer es aquello que no es; se une a lo que se le aparece como Otro distinto de él. Así, pues, no es preciso que la esposa participe del maná del esposo; lo que hace falta es que le sea extraña, y, por tanto, extraña a su clan. El matrimonio primitivo se funda a veces en un rapto, ya sea real o simbólico, porque la violencia hecha a otro es la afirmación más evidente de su alteridad. Al conquistar a su mujer por medio de la fuerza, el guerrero demuestra que ha sabido anexionarse una riqueza forastera y hacer saltar los límites del destino que le había asignado su nacimiento; la compra, bajo sus diferentes formas —tributo pagado, prestación de servicios—, manifiesta con menos esplendor la misma significación31.

Poco a poco, el hombre ha mediatizado su experiencia y, tanto en sus representaciones como en su existencia práctica, el que ha triunfado ha sido el principio viril. El Espíritu ha triunfado sobre la Vida, la trascendencia sobre la inmanencia, la técnica sobre la magia y la razón sobre la superstición. La devaluación de la mujer representa una etapa necesaria en la historia de la Humanidad, porque no era de su valor positivo, sino de la debilidad del hombre, de donde ella extraía su prestigio; en ella se encarnaban los inquietantes misterios naturales: el hombre escapa a su influencia cuando se libera de la Naturaleza. Es el paso de la piedra al bronce lo que le permite realizar, por medio de su trabajo, la conquista del suelo y conquistarse a sí mismo. El agricultor está sometido a los azares de la tierra, de las germinaciones, de las estaciones; es un sujeto pasivo, que conjura y espera: por eso los espíritus totémicos poblaban el mundo humano; el campesino sufría los caprichos de las potencias que lo cercaban. Por el contrario, el obrero modela el útil de acuerdo con su propósito; con sus manos le impone la figura de su proyecto; frente a la Naturaleza inerte, que se le resiste, pero a la que domeña, se afirma como voluntad soberana; si apresura sus golpes sobre el yunque, apresura la terminación del útil, mientras que nada puede acelerar la maduración de las espigas; el obrero aprende sobre el objeto al que ha dado forma su propia responsabilidad: su gesto, hábil o torpe, lo hace o lo rompe; prudente, diestro, lo lleva a un punto de perfección que le enorgullece: su éxito no depende del favor de los dioses, sino de él mismo; reta a sus compañeros, se enorgullece de sus logros; y, aunque todavía conceda cierto lugar a los ritos, las técnicas exactas le parecen mucho más importantes; los valores místicos pasan a un segundo plano, y los intereses prácticos, al primero; no se emancipa enteramente de los dioses, pero los separa de sí al separarse de ellos; los relega a su cielo olímpico y conserva para sí el dominio terrestre; el gran Pan empieza a decaer tan pronto como resuena el primer martillazo y se inicia el reinado del hombre, que se percata de su poder. En la relación existente entre su brazo creador y el objeto fabricado experimenta la causalidad: el grano sembrado germina o no germina, mientras el metal siempre reacciona del mismo modo en presencia del fuego, del temple o de la acción mecánica; ese mundo de utensilios se deja encerrar en conceptos claros: pueden entonces aparecer el pensamiento racional, la lógica y las matemáticas. Toda la faz del universo ha quedado trastornada. La religión de la mujer estaba ligada al reino de la agricultura, reino de la duración irreducible, de la contingencia, del azar, de la espera, del misterio; el del homo faber es el reino del tiempo, al cual se puede vencer como al espacio; el reino de la necesidad, del proyecto, de la acción, de la razón. Incluso cuando se encara con la tierra, el hombre la afrontará en adelante como obrero; descubre que puede enriquecerse el suelo, que es bueno concederle descanso, que a tal semilla hay que tratarla de tal o cual manera: es él quien hace fructificar las cosechas; excava canales, riega o deseca el suelo, traza caminos, construye templos: crea el mundo de nuevo. Los pueblos que han permanecido bajo la dependencia de la diosa-madre, aquellos en los cuales se ha perpetuado la filiación uterina, también se han detenido en un estadio de civilización primitiva. Y es que la mujer no era venerada sino en la medida en que el hombre se hacía esclavo de sus propios temores, cómplice de su propia impotencia: le rendía culto en el terror, no en el amor. El hombre no podía realizarse sino empezando por destronar a la mujer32. Entonces reconocerá como soberano el principio viril de fuerza creadora, de luz, de inteligencia, de orden. Junto a la diosa-madre surge un dios, hijo o amante, que todavía le es inferior, pero que se le asemeja rasgo por rasgo y que le está asociado. También él encarna un principio de fecundidad: es un toro, es el Minotauro, es el Nilo que fertiliza las llanuras de Egipto. Muere en otoño y renace en primavera, después que la esposa-madre invulnerable, pero desolada, haya consagrado sus fuerzas a buscar su cuerpo y a reanimarlo. Se ve aparecer en Creta la pareja que se ha de encontrar en todas las riberas del Mediterráneo: Isis y Horus en Egipto, Astarté y Adonis en Fenicia, Cibeles y Atis en Asia Menor, Rhea y Zeus en la Grecia helénica. Después, la Gran Madre se ve destronada. En Egipto, donde la situación de la mujer permanece excepcionalmente favorable, la diosa Nut, que encarna al cielo, e Isis, la tierra fecundada, esposa del Nilo, Osiris, siguen siendo diosas de suma importancia; pero, no obstante, el rey supremo es Ra, el dios sol, luz y energía viril. En Babilonia, Istar no es más que la esposa de Bel-Marduk; es él quien crea las cosas y garantiza su armonía. El dios de los semitas es masculino. Cuando Zeus reina en el cielo, es preciso que abdiquen Gea, Rhea, Cibeles: en Deméter no pervive más que una divinidad todavía imponente, pero secundaria. Los dioses védicos tienen esposas, a las cuales, sin embargo, no se adora con el mismo título que a ellos. El Júpiter romano no tiene par 33.

Así, pues, el triunfo del patriarcado no fue ni un azar ni el resultado de una revolución violenta. Desde el origen de la Humanidad, su privilegio biológico ha permitido a los varones afirmarse exclusivamente como sujetos soberanos; jamás han abdicado de ese privilegio; en parte han alienado su existencia en la Naturaleza y en la mujer; pero enseguida la han reconquistado; condenada a representar el papel del Otro, la mujer estaba igualmente condenada a no poseer más que un poder precario: esclava o ídolo, jamás ha sido ella misma quien ha elegido su suerte. «Los hombres hacen a los dioses; las mujeres los adoran», ha dicho Frazer; son ellos quienes deciden si sus divinidades supremas serán hembras o machos; el puesto de la mujer en la sociedad es siempre el que ellos le asignan; en ningún tiempo ha impuesto ella su propia ley.

Tal vez, sin embargo, si el trabajo productor hubiese seguido estando al alcance de sus fuerzas, la mujer habría realizado con el hombre la conquista de la Naturaleza; la especie humana se habría afirmado contra los dioses a través de los individuos masculinos y femeninos; pero ella no ha podido hacer suyas las promesas del útil. Engels ha explicado incompletamente ese fracaso: no basta decir que la invención del bronce y del hierro ha modificado profundamente el equilibrio de las fuerzas productivas y que así se ha realizado la inferioridad de la mujer; esa inferioridad no basta por sí sola para explicar la opresión que ha sufrido. Lo que le ha sido nefasto ha sido que, al no convertirse para el obrero en una compañera de trabajo, ha quedado excluida del mitsein humano: el que la mujer sea débil y de inferior capacidad productiva no explica esa exclusión; como ella no participaba en su manera de trabajar y de pensar, como permanecía sometida a los misterios de la vida, el varón no reconoció en ella a un semejante; desde el momento que no la adoptaba y que ella conservaba a sus ojos la dimensión de lo otro, el hombre no podía sino convertirse en su opresor. La voluntad masculina de expansión y de dominación ha transformado la incapacidad femenina en una maldición. El hombre ha querido agotar las nuevas posibilidades abiertas por las nuevas técnicas: ha recurrido a una mano de obra servil; ha reducido a esclavitud a su semejante. El trabajo de los esclavos era mucho más eficaz que el que la mujer podía proporcionar, y ello le hizo perder el papel económico que desempeñaba en la tribu. En sus relaciones con el esclavo, el amo encontró además una confirmación de su soberanía mucho más radical que en la mitigada autoridad que ejercía sobre la mujer. Venerada y temida por su fecundidad, siendo otra que el hombre y participando del inquietante carácter de lo otro, la mujer tenía en cierto modo al hombre bajo su dependencia desde el momento mismo en que dependía de él; la reciprocidad de la relación amo-esclavo existía realmente para ella y, en su virtud, escapaba a la esclavitud. El esclavo no está protegido por ningún tabú; no es más que un hombre esclavizado, no diferente, pero sí inferior: el juego dialéctico de sus relaciones con el amo tardará siglos en actualizarse; en el seno de la sociedad patriarcal organizada, el esclavo no es más que una bestia de carga con rostro humano: el amo ejerce sobre él una autoridad tiránica; ello exalta su orgullo, que lo vuelve contra la mujer. Todo cuanto gana lo gana contra ella; cuanto más poderoso se hace, más decae ella.

En particular, cuando se convierte en propietario del suelo34, reivindica también la propiedad de la mujer. En otros tiempos estaba poseído por el maná, por la Tierra; ahora tiene un alma, unas tierras; emancipado de la Mujer, reclama también una mujer y una posteridad para sí. Quiere que el trabajo familiar que utiliza en beneficio de sus campos sea totalmente suyo, y, para eso, es preciso que los trabajadores le pertenezcan: esclaviza a su mujer y a sus hijos. Necesita herederos en quienes se prolongará su existencia terrestre, puesto que les lega sus bienes y ellos le rendirán más allá de la tumba los honores necesarios para el reposo de su alma. El culto de los dioses domésticos se superpone a la constitución de la propiedad privada, y la función de heredero es económica y mística a la vez. Así, desde el día en que la agricultura cesa de ser una operación esencialmente mágica y se convierte primordialmente en un trabajo creador, el hombre se descubre como fuerza generatriz; reivindica a sus hijos al mismo tiempo que sus cosechas35.

En los tiempos primitivos, no hay revolución ideológica más importante que la que sustituye la filiación uterina por la agnación; a partir de entonces, la madre es rebajada al rango de nodriza, de sirviente, mientras se exalta la soberanía del padre, que es quien ostenta los derechos y los transmite. En Las Euménides, de Esquilo, Apolo proclama estas nuevas verdades: «No es la madre quien engendra lo que se llama su hijo: ella no es más que la nodriza del germen vertido en su seno; quien engendra es el padre. La mujer recibe el germen como una depositaria extraña y, si place a los dioses, lo conserva.» Es evidente que tales afirmaciones no resultan de un descubrimiento científico: son una profesión de fe. Sin duda, la experiencia de la causalidad técnica, de donde el hombre extrae la seguridad de su poder creador, le ha llevado a reconocer que era tan necesario como la mujer para la procreación. La idea ha guiado a la observación; pero esta se limita a conceder al padre un papel igual al de la madre, y ello llevaba a suponer que, en el plano natural, la condición de la concepción era el encuentro del semen y el menstruo; la idea que expresa Aristóteles: la mujer es solamente materia, «el principio del movimiento, que es masculino en todos los seres que nacen, es mejor y más divino», esa idea traduce una voluntad de poder que sobrepasa a todo conocimiento. Al atribuirse exclusivamente su posteridad, el hombre se desprende definitivamente de la influencia de la feminidad y conquista contra la mujer la dominación del mundo. Consagrada a la procreación y a faenas secundarias, despojada de su importancia práctica y de su prestigio místico, la mujer no aparece ya sino como sirviente.

El segundo sexo
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