7
Desperté con un resaca de tres pares de cojones. Juan del Río, un diplomático amigo, me había invitado la noche anterior a una cena afrodisíaca. Intenté corregirlo:
—En Cuba será una cena lezamiana.
—¿Qué es eso?
—Pantagruélica. Tropical en exceso.
—No. Todo lo contrario. Será minimal, pero explosiva. Y así fue. Me había confesado que él y su partner —un negro de ocho pies, karateka y judoca de no quiero recordar cuál institución— se masturbaban leyendo ciertos pasajes de la Trilogía suja de Havana, edición brasileña.
—¿Por qué en portugués?
—Es mucho más sensual, no tiene huesos, como decía Pessoa.
Dudo mucho que el karateka entendiera algo acerca de idiomas con huesos o deshuesados. Pero en fin, así era de exquisito aquel diplomático. Adoraba a su partner, sobre todo porque el tipo lo penetraba tranquilamente, mientras miraba cualquier programa en la televisión. Juan del Río adoraba ese estilo:
—¡Oh, nadie me ha humillado tanto, es genial ese negro! Me penetra y puede estar ahí media hora sin terminar y sin mirarme siquiera. Se mueve automáticamente alante y atrás y sólo atiende al televisor. Le encantan las películas de Bruce Lee y los animados de El Pájaro Loco y Bugs Bunny.
La cena consistió exclusivamente en mariscos levemente hervidos con hierbas finas. Salsas picantes y vinos en abundancia. A los postres sirvieron pastel de mandragora y ginseng, un queso mexicano relleno con chiles y peyote, y una maría holandesa tratada genéticamente para fortalecerla. Fumé un cigarrito con aquella maría tan posmoderna, rociada con brandy y cerezas, más el peyote del quesito. Tuve que poner mucho de mi parte para no hacer un striptease. Logré controlar mi vocación exhibicionista innata. Éramos ocho o diez, incluida cierta escritora española cincuentona —o sesentona— con su jinetero de veinte años. Tan borracha o más que yo. Hablé. Hablamos. Y fui perdiendo la memoria. En algún momento Juan del Río se puso agresivo conmigo y me agarró los cojones. Le quité la mano:
—Cuidado, estás en territorio enemigo.
—Ay, niño, tú en tus libros eres un lobo feroz, pero en la vida real eres un corderito.
—Sí, déjame corderito y no jodas. ¿No te alcanza con ese negrón?
Después hablé un poco con la escritora. Lo último que recuerdo fue que el diplomático le preguntó:
—¿Qué dice Pedro Juan? ¿Por qué habla tan bajo? Y ella, con la lengua enredada:
—Me habla al oído. Cosas privadas. Dice que se cuida la polla. Que la hace tomar sol todos los días en su azotea. Y el diplomático entusiasmado:
—Oh, Pedro Juan, invítanos a tu azotea. Debe ser espectacular.
No recuerdo nada más. Ni sé quién me trajo a casa, ni cómo subí las escaleras, ni cómo abrí la puerta y caí en la cama. Supongo que finalmente nadie me violó. Cuando desperté eran las dos de la tarde y sentía un petardo taladrando en mi cerebro. Hice el compromiso de no tocar otra maría holandesa. La única que siempre he controlado bien es la criolla, de Baracoa. Tenía una sed horrible. Logré levantarme. Busqué aspirinas, hice café y llamé a Gloria.
Subió enseguida. Me devolvió el látigo. Lo tenía en su casa hacía semanas:
—Toma, papi, guárdalo.
—¿Por qué? ¿Qué hacías con eso?
—Nada. Dormía con él entre las piernas.
Guarda silencio mientras termino el café.
—Estás enigmática hoy.
—¿Qué es eso?
—Ehhh..., misteriosa.
—Ah, no. No estoy misteriosa.
—Triste.
—Sí.
—¿Por qué?
—A veces me pongo así.
—¿Sin motivo?
—Cuando pienso demasiado. No me gusta pensar porque me pongo triste y me dan deseos de llorar.
—Si lloras es porque algo te daña.
—Tú y mi padre.
—¿Eh?
—Mi padre se quedó en México. Hace cuatro años.
—Nunca me habías hablado de eso.
—¿Para qué? Además, no lo conociste. Es músico. Cumplió sesenta y cinco años ayer. Y yo sé que no está bien.
—¿Te ha escrito que está mal?
—No, pero yo lo sé. La gitana me lo dice al oído. Me lo ha dicho dos veces en esta semana.
—Y tú quieres irte con él.
—El no tiene dinero para reclamarme ni para nada. Nos manda todos los meses treinta o cuarenta dólares. Y ya. Yo sé que está arañando la tierra.
—Uhmm.
—Ese es el problema, mi chino. El por un lado y tú por el otro. Y el niño. ¡No, no, no! No puedo pensar tanto porque me vuelvo loca. ¡Tres hombres en mi vida! Uno de siete, otro de cincuenta y otro de sesenta y cinco.
—Toma el café y deja que la vida corra.
—Sí. Pensando no resuelvo nada.
En la azotea tengo una maceta con sábila. Corto un par de hojas.
—El tatuaje también me está doliendo.
—¿Todavía?
—Tiene cuatro días nada más.
—No. Tiene más.
—¿Sí? Ah, no sé. Perdí la cuenta. Pero me duele. Conseguí un poquito de crema antibiótica, pero se acabó.
—Ven que te voy a curar.
Preparo una crema con sábila y manzanilla. Le explico cómo usarla. La acaricio, la beso, la mimo un poquito. Se pone como una gata:
—Tú eres el primer hombre cariñoso en mi vida.
—¿Yo cariñoso?
—Jamás me habían escrito un poema ni me habían regalado flores, ni... nada de nada.
—No lo creo.
—Pues ni el padre de mi hijo. Y estuvimos casados y vivimos tres años juntos. Nada. Me ponía de espaldas. Me la metía por el bollo y por el culo. El pespunte. Eso era lo que le gustaba. Se venía en dos minutos y a otra cosa. Ahhh, yo lo digo: son animales.
—Pero fueron felices.
—Sí, pero no era delicado como tú, que me tiemplas despacio, con cariño, me meas la cara, me das con el látigo, me escupes en la boca.
—¿Te gusta tanto el látigo?
—Tú sabes dar, papi. Es riquísimo. Tú sabes lo que haces.
Me quedo mirándola en silencio. Me gusta mucho y la quiero muchísimo. Recuerdo el inicio de aquel poema y se lo digo al oído:
—Yo soy el vampiro que te chupa la sangre.
—Es bellísimo. Sigue.
—No me acuerdo.
—Si lo escribiste tú.
—Se me olvida todo lo que escribo.
—Es un poema loco. Mi chino, ten cuidado porque si sigues escribiendo así te vas a quedar loco de remate.
—Ya una vez estuve tostao. No me extrañaría que se repitiera.
—Bueno, mientras tanto sigue acariciándome y regalándome flores, porque cuando te quedes crazy a lo mejor me compras flores y te las comes en vez de dármelas.
—Jajajá.
—Sí, sí. Tengo que aprovechar ahora.
—Tú estás falta de cariño, Gloria. Y te han tocado los años más jodíos y con más hambre.
—Tengo que quitarme el asco a los yumas porque...
—Jajajá. La cabra tira al monte. Es que te han tocado diez años violentos.
—Diez no. Treinta. ¡Toda mi vida! Acuérdate que yo nací en el solar de Laguna. Papi con su música y sus borracheras y sus mujeres por ahí. Mami en lo suyo por otro lado. Mis hermanos regados en la calle..., ahhh..., ¿pa' qué hablar? No me gusta sacar cuentas. Si tú escribieras la verdad verdadera en Mucho corazón, nadie se lo iba a creer.
—Y lo que falta porque la crisis no tiene fin.
—Bueno, pa' lante. A nosotros lo que nos toca es luchar los pesitos día a día. Esto no tiene fin.
—No lo creo. —¿Por qué?
—Yo alumbro a los que se acercan a mí.
—¿Tú eres un santo?
—Uno de los pedritos dentro de mí es un santo.
—Y otro es un diablo. Ese fue el que me tocó.
—Te tocaron todos. Te lo he dicho siempre. Dentro tengo un diablo, un vampiro, un hijoputa, un negro africano, un santo de la India, una mujer, un animal fiero, un loco, un destructor, un iluminado...
—Ya, ya.
Le puse la mano sobre el bollo y se lo masajeé un poco. Nos fuimos calentando. El látigo lo tenía a mano y la acaricié con el cuero:
—Ven a vivir conmigo. Te voy a sojuzgar, cabrona.
—Subyugar. Habla bien. Esos libros que tú escribes deben ser un desastre.
—En la editorial los corrigen.
—¿Quieres que traiga los zapatos de tacón y las medias negras?
—Sí.
—Espérame. En dos minutos estoy aquí. Bajó a su casa y trajo los aditamentos. Se los puso y montó su pequeño show.
—Esto le gusta a todos los hombres, papi. ¡Cómo pagan cuando me ven encuera con medias y tacones na' más! Yo tuve un gallego que me traía medias y bloomers negros por docenas. Braguitas les decía a los bloomers.
—Ya deja al gallego y no hables más mierda. Ven. Mira cómo se me pone el trancón.
—Ay, papi, ¿qué es eso? Se te hinchan las venas como..., ay, así, clávame hasta el fondo. Tú tienes un negro adentro, salao. A mí no hay quien me joda. Tú tienes un negro adentro.
Le doy un buen rato. Le escupo en la cara. Le sueno unos cintarazos. Tengo un cinto de loneta verde olivo. De cuando estuve en el ejército. Ese es el que le gusta porque le pica más.
—Dame con el verde olivo, papi, por las nalgas.
—¿Quieres látigo?
—Me da igual. Con lo que tú quieras, pero no me la saques. Clávame más.
Así jugamos un rato. Le beso los pies, el culo, el alma. La adoro:
—No jinetees más, Gloria. Te quiero pa' mí na más. —Yo hago lo que tú me digas, papi.
—Si nos vemos apretaos sí tienes que luchar.
—Yo hago lo que tú quieras, mi chino. ¡Amárrame! ¡Amárrame!
Ya tenía dos pedazos de soga en la mano. Nos divertimos mucho. Se me quitó la resaca totalmente. La dejé dormitando un poco y bajé a buscar ron y un par de tabacos. En la ronera me encontré con un viejo amigo de Guanabacoa. Trabajamos juntos en la guarapera de Dinorah, por atrás del río Quibú, raspando caña de azúcar. Socios de los años duros. Después yo estuve con Basilio en la misma celda y él y Basilio se dedicaban a robar caballos.
—Eh, Jesús, ¿qué tú haces por aquí?
—¿Coño, Pedro Juan, qué volá? Na', acere, dando una vuelta. Estoy buscando permuta para el centro. Me gusta este barrio.
—Y yo quiero irme a las afueras.
—Sí.
—¿Cómo es tu casa?
Bueno, en fin. Increíble pero cierto. Cambiar de casa representa años de búsqueda, enredos, gestiones. Jesús y yo cambiamos en cuatro días. El vino muy feliz para la azotea y yo me fui para su finca. Es pequeña pero está bien. Con mangos, aguacates, naranjos y las jaulas de las serpientes. Se dedicaba a criar majaes. Los vendía a los extranjeros. Y a los santeros, para brujería. Jesús les decía serpientes. Dejó además un perro guardián grandísimo, una pandilla de gatos cazadores de ratas y una vaca. A cambio le di una doble casetera de uso y la colección completa de Mark Anthony y Juan Luis Guerra, que son imprescindibles en la azotea.
Después de toda una vida en Centro Habana me siento un poco extraño aquí con tanto silencio y el viento que viene del mar. Bacuranao y Guanabo se ven a lo lejos, entre las colinas. Es un lugar saludable y demasiado tranquilo. Todo fue muy rápido e imprevisible. Necesito tiempo para adaptarme al sosiego y a la serenidad. Los vecinos más cercanos son un viejo y una vieja medio sordos, a doscientos metros. Siembran flores y maíz.
Gloria no me pudo ayudar en la mudanza. Una amiga la avisó y salió como un cohete para el barrio chino. El Pacífico estaba lleno de marineros de un buque-escuela de no sé dónde. Querían ron, putas y tabacos de marca. En ese orden y en cantidades industriales. Gloria se perdió tres días con aquel bisnecito. Le dejé la nueva dirección con la madre y al fin reapareció, muy contenta:
—Ay, chinito, mira, doscientos faos. Más todo lo que dejé en la casa.
—Te dije que te fueras un rato, pero no tres días. ¿No dices que te dan asco los yumas?
—Tremendo asco, pero el primero me ofreció cien faos. Y era una tentación. Cobré, le puse el preservativo y cerré los ojos. ¡El bisne, papi, el bisne! Al final me eché a tres..., no a cuatro. Pero salí con tres tablas. Y todo lo que me regalaron. Son espléndidos. Regresan dentro de seis meses.
—Tú no tienes arreglo. Vas a ser siempre así.
—No voy a ser así siempre. Esto fue una tentación. Y no te quejes. Aquí tenemos pa' dos meses. ¡Préñame! Te lo he dicho cincuenta veces. Préñame y contrólame con mano de hierro. Yo quiero estar tranquilita contigo, papi.
—Bueno, te lo advierto: si te pones farruca te meto en las jaulas, con los anillos de las serpientes...
—Ay, no, mi chino, yo me porto bien, no me hagas eso. Vamos a poner un negocio. Compra dos vacas más y vendemos leche.
—¿Tú sabes ordeñar?
—No, pero aprendo..., eso es igual que hacer una paja a un enano.
—Bueno, ya veremos. Quizás es mejor negocio criar serpientes, como Jesús.
—Ay, chinito, hablando de serpientes..., el palo con los tacones y las medias negras...
—Coitus interruptus.
—¿Qué es eso?
—Lo cortamos sin terminar.
—Pues dale. Continuamos ahora mismo. Y aquí sí puedo gritar y suspirar con tu tranca. ¿No hay vecinos en todo esto?
—Unos viejitos medio sordos, a doscientos metros.
—Uhh, qué bien. ¡Y cómo me gusta gritar con tu pinga!
Y le metimos mano. No sé si la preñaré y tendremos dos o tres hijos. No sé si me pondrán teléfono. Creo que estoy incomunicado porque no veo cables ni postes en los alrededores. Lo bueno de esto es que la sueca me perdió el rastro. En el monte, hacia Campo Florido, hay dos vallas de gallos, clandestinas pero sin problemas. Y venden ron barato y tabacos de un peso. ¿Qué más necesito? No quiero computadoras, ni e-mail, ni Internet, ni quiero que me jodan más. Que me dejen en paz y no me molesten. Por el momento tengo listos los sedales y los anzuelos para irme a pescar. Desde aquí veo unos arrecifes buenísimos y la mar está tranquila. Gloria quiere acompañarme. Mejor. Así seguimos hablando de su vida. A ver si algún día me decido y escribo Mucho corazón. Por ahora no me atrevo a comenzar. No tengo ni la más mínima idea sobre el final.
La Habana-Estocolmo 1999/2000
