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Lou Reed decía algo así como:
When you pass through the fire
You pass through humble
You pass through a maze of self doubt...
Cuando pasas por el fuego
pasas por la humillación
pasas por una mole de dudas.
Cuando pasas por la humillación
te puede cegar la luz.
Hay gente que nunca se da cuenta de eso.
Pasas por la arrogancia
pasas por el dolor
pasas por un pasado
siempre presente
y es mejor no esperar que la suerte te salve.
Tienes que pasar a través del fuego hasta la luz.
El sol muy tímido entre las nubes. Llovizna levemente. El termómetro sube a 20. Quizás hoy tengamos suerte y llegue a 22. Agneta conduce cuidadosamente. Lou Reed está melancólico cantando sobre magia y pérdida. Ella mira siempre al frente. El pavimento mojado por la llovizna. Cruzamos un puente muy largo. Varios kilómetros. En algún sitio se eleva unos sesenta metros —tal vez más— para que los grandes transatlánticos puedan navegar en ambas direcciones.
—Aquí se suicida mucha gente.
—¿Muchos?
—Cincuenta o sesenta cada año.
—¡Cojones! Uno semanal. ¿Aparece en el Guinness este puente?
—No sé.
—¿Qué hacen? ¿Se ahogan? —Se estrellan contra el agua. No sé. Mueren.
Nos quedamos un rato en silencio. Los coches pasan a nuestro lado y nos adelantan. Agneta lleva el auto a setenta por hora. No más. Dos motos también nos adelantan. Zumban brutalmente. Banquean a uno y otro lado con sus grandes neumáticos. Parecen cohetes, con los tipos vestidos como astronautas. Se pierden cien metros adelante, en la cortina gris de la lluvia. Deben de ir a más de doscientos por hora. Agneta me dice:
—Si tenemos un accidente y yo muero, recuerda que tienes un seguro médico.
—Ah, no jodas.
Sonríe tímidamente, apenada por tener que hablar de esto.
—Los papeles están en el armario, junto al televisor. En la parte superior. Hay otros papeles, pero tus documentos están en inglés. A tu nombre. Muy claro todo.
—Thank you very much, honey.
Ahora me contagio. No sé qué decir. Miro afuera. No se me ocurre nada. Extiendo el brazo. Stop a Lou Reed. Reviso varios cassettes que traje. Pablito E G., Los Van Van, NG. Escojo uno de Omara Portuondo. Se calienta el ambiente: Soy cubana, Son de la Loma, Siboney, Me acostumbré a estar sin ti. Me traen recuerdos. Demasiados. El cassette termina bien arriba, con Yo sí como candela:
Tú no juegues conmigo
que yo como candela.
Yo canté en el paraíso
y me hicieron un altar
y yo me atrevo a cantar
al mismo Dios si es preciso.
Hago décimas e improviso
al que es necio y al que sabe
para mí no hay lance grave
yo me cobro a cualquiera
y si se me vuelve fiera
cierro y me llevo la llave.
¡Que yo como candela!
Los bosques muy tupidos. Verde oscuro y grave. A eso de las diez de la mañana llegamos a una playa desierta, con arena gruesa y piedras. El Báltico. Siempre gris, sucio, frío, con poca sal y gaviotas y pescadores solitarios y silenciosos. O nadie. Un mar solitario repleto de salmones y arenques medio congelados, listos para meter en salmuera.
Hay un vientecillo frío del noreste. Cesó la llovizna, pero sigue totalmente nublado, húmedo y frío. Caminamos oyendo el oleaje suave y la compresión de la arena gruesa con nuestras pisadas, y las gaviotas que chillan y se arremolinan. Caminamos aprisa. Hay frío. Me gusta ver los restos que el mar arroja a la costa: trozos de cuerdas y cables de acero oxidados, pedazos de madera muy pulida, envases plásticos. De pronto veo flotando una chaqueta de cuero marrón. Nos detenemos a mirar. Flota completamente abierta, en la orilla, sobre los guijarros, y se mueve rítmicamente con el leve vaivén de medio palmo de agua. Está un poco descolorida pero no tiene roturas ni parece gastada por el uso. Tal vez lleva semanas flotando. No hablamos. Creo que los dos pensamos lo mismo: El dueño cayó al agua, se ahogó. Su cadáver se lo comieron los peces en el fondo del mar y la chaqueta, flotando suavemente, reflotó y llegó a esta orilla. Parece un poco macabro pero lo pensamos simultáneamente. No hay que decirlo para saber que el otro piensa lo mismo que uno.
Caminamos un poco más y nos sentamos en unas grandes piedras, frente al mar. A nuestras espaldas el aire zumba en los pinos. No hay ni una persona a la vista. Abarco varios kilómetros a la izquierda y otro tanto a la derecha. Nada. Ni una barca. Absolutamente nada. Nunca me ha gustado escuchar el aire zumbando en los pinos. Necesito romper el silencio. Hablar de cualquier cosa:
—Por teléfono me contaste de un amigo tuyo que se suicidó. ¿Fue en el puente?
—No era amigo. Mi amiga es su esposa.
—Su viuda.
—¿Viuda?
—Cuando muere el esposo, la esposa se llama viuda.
—Oh, sí.
—¿Se suicidó en el puente?
—¿Pardon?
A veces se me olvida que tengo que pronunciar bien y lentamente. Cuando hablo a la cubana, ella se queda en el aire.
—¿Se-sui-ci-dó-en-el-puen-te?
—Ahh..., ehhh, no. Fue muy extraño todo.
Se levantó de la piedra.
—Tengo frío. ¿Caminamos un poco más?
Seguimos caminando sobre la arena y reanudó la historia:
—Jonas hizo algo muy..., no sé cómo decirlo..., torcido. Se fue a un bosque cercano a su casa. Fue en el coche. Llamó a la policía con el móvil y les dijo: «En tal sitio hay un coche azul con placa número tal. Cien metros a la derecha hay un hombre muerto.» Eso fue todo. Colgó. Cuando la policía llegó, Jonas estaba ahorcado en un árbol. En el pecho se pegó un papel donde escribió Anna. Y el número de teléfono de su casa. El cuerpo estaba caliente aún.
—¿Quién es Anna?
—Mi amiga. Su esposa.
—¿Y ya?
—Ya.
—¿No dejó explicaciones?
—No.
—Pensó que no era necesario. El tipo estaba hasta los cojones.
—¿De qué, Pedro Juan? ¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé. Estaba hasta los cojones.
—Anna está un poco mal. Tiene dos hijos pequeños y ahhh...
—Eso no es problema. Aquí hay buena seguridad social.
—No creas. Eso no es todo.
—¿Y qué dice?
—No sé.
—¿No la llamas? Es tu amiga.
—No sé de ella. Nunca la llamo. Todo ha sido tan brutal.
—Todo es brutal, Agneta. Todo. Absolutamente todo es brutal. ¿Te da miedo la muerte?
No me contesta. Sólo encoge los hombros. Caminamos media hora más. Yo tenía heladas las manos y la cara. Subimos al auto. Regresamos. Se nubló más y comenzó a llover. Cuando llegamos a casa había 14 grados. Frío y humedad. Agneta hizo té. Yo preparé ron y cola. No puedo seguir tomando té a todas horas porque me puedo enfermar del hígado. Me burlo de ella: «Debías fundar Teólicos Anónimos y curarte. Es terrible esa adicción al té.» Se rió, pero puso el disco de Madredeus en Oporto. Portugués y melancólico. Ah, carajo, esta mujer quiere deprimirme de todos modos. Me abrigué y me senté afuera, en el balconcillo, con mi cubalibre y un tabaco. A echar humo. Las cornejas pegan unos chillidos feos. Los demás pájaros se pierden por ahí cuando hay frío. Sólo las cornejas siguen volando y gritando como si nada. Cuando entré de nuevo, terminado el tabaco, Agneta se había resfriado. Soltaba mocos.
—Parece que fue en la playa.
—Hoy no es tu mejor día.
Me miró en silencio. Le agarré los pies y le di un buen masaje. Le duelen todos los puntos clave. Todos. No puede resistir ni un poquito de presión. Ah, está muy jodida, pensé.
—Agneta, te voy a dar un masaje diario. A ver si logro equilibrarte un poco.
El largo día seguía su curso lentamente. El invierno será al contrario: la larga noche. Pero ya no estaré aquí.
Entonces recordé los collares que la santera preparó para ella. Se los puse y los dediqué. Pensó que eran adornos típicos de Cuba. Expliqué lo que pude. Me preguntó, sonriendo incrédulamente:
—Entonces, ¿son amuletos?
—Bueno..., si quieres verlos así. Lo importante es que te los envían para que te protejan.
—Jajajá. Son muy típicos. Los africanos siempre los usan.
Se los quitó y los colocó delicadamente sobre un pequeño tapete blanco, en la cómoda del cuarto. Allí estuvieron unos días. Después los guardó en una gaveta. Nunca los usó.