2

Una noche, a eso de las ocho, me llama Carmita. Vive en Lawton. Se siente sola. Su último marido le duró ocho meses. Ya no lo resistía. Hace años nos relacionamos un poco. Me bautizó como «Pinga de Oro» porque la primera noche que vino a mi azotea bebió un poco de ron, nos besamos, la toqué, me estimuló, bajó sus manos y cuando la sintió dura se lanzó a fondo: abrió el zipper de la portañuela y la sacó a tomar aire:

—Oh, qué bonita. ¡Esto es una Pinga de Oro!

Se lo dijo a toda su familia en Lawton: «Estoy con un tipo de Centro Habana que tiene una pinga lindísima, es una Pinga de Oro.» No me gusta ir a Lawton. Su familia tiene más de trescientas personas entre blancos, mulatos, jábaos, negros, indios. Cada vez que nos encontramos me saludan socarronamente. De todos modos aquello duró poco porque Carmen insistía en utilizar la azotea para criar pollos y puercos. Enseguida averiguó los precios en bolsa negra del pienso, buscó tela metálica para las jaulas y compró veinte pollitos. A duras penas pude sacarla de la casa y salirme de los puercos y los pollos cagando en mi azotea.

Seguimos siendo amigos. Cada vez que rompe con un marido, se siente sola y me llama. Ahora me sopla la misma descarga de siempre:

—Ah, Pedro Juan, si todo iba de lo más bien, pero él empezó a ponerse impertinente y a exigir demasiado.

—¿Exigir qué?

—Que estuviera dentro de la casa. Quería saber para dónde iba y controlarme, celoso como un perro. No, no, yo estoy muy vieja y no quiero controles arriba de mí.

—Tú no tienes paciencia con los hombres.

—Tú tampoco tienes paciencia con las mujeres. Mira lo que te sucedió conmigo.

—Estamos hablando de ti, Carmita.

—Es que siempre es lo mismo. Empiezan con mucho amor y templamos cuatro veces al día. Y cómo te quiero, Carmita, y esto va a ser para siempre. Después aflojan poco a poco y caen en la rutina...

—Y tú no soportas la rutina y el aburrimiento.

—No. Yo necesito la emoción. Templar bastante, el romance, la borrachera, la música sonando, los boleros, las aventuras de la vida. ¡Ay, Pedro Juan, no sirvo para vieja!

—Vas a ser una vieja dama indigna. Como otras tantas. Hay muchas en el mundo.

—¿Tú crees? Por lo que veo nunca podré sentar cabeza.

—Bueno, intenta poner más inteligencia y menos emoción. Porque te vas a quedar sola y vieja y...

—¡Ay, no me metas miedo!

La siento sollozando en el teléfono. Guardo silencio un rato. La dejo que se desahogue. Ella sigue y sigue. Al fin la interrumpo:

—Carmita, ¿por qué lloras?

Hala un poco de mocos y me responde:

—Me siento mal, Pedro. Me siento muy vieja y sola. Me están saliendo arrugas. Por lo menos tengo las tetas chiquitas y no se me caen.

—Tú lo que eres una inmadura. ¿Crees que vas a seguir siempre como una adolescente? Tienes que acostumbrarte a todo eso. Son los años.

Empieza a sollozar de nuevo. Con más fuerza. Halando mocos me dice:

—Te llamo para que me ayudes y me machacas. Yo no sé qué clase de amigo...

—Sí, soy tu amigo y te quiero, pero eres dramática. Tú no estás vieja ni sola. ¿Y tus hijos?

—Ay, deja a mis hijos tranquilos. Me está empezando la menopausia. Hace tres meses que no tengo la regla.

Y solloza y llora y hala mocos.

—Carmita, no llores más. Quizás estás embarazada.

—No, chico, no. Ya fui al médico. Es la menopausia. Me dan calores y sudo mucho y estoy nerviosa, por la noche no puedo ni dormir.

—¡Cojones, te cogiste todos los síntomas para ti! Eres una enciclopedia médica.

—Jajajá.

—No seas teatrera.

—Ay, no me digas esas cosas. Y le sigue llorando al teléfono. Es incontenible.

—Coño, tienes una sensibilidad que no se puede hablar contigo.

—Trátame con más delicadeza. No seas grosero.

—Bueno, lo que te quiero decir es que cuando aparezca otro hombre no te enamores como si fueras una adolescente. Pon más inteligencia. ¿Te acuerdas de aquel marino?

—Luis. ¿Y eso a qué viene?

—El de los elefantes de imitación a porcelana.

—Sí. Luisito. Quién sabe por dónde anda. Jamás he sabido de él.

—Si hubieras actuado con más paciencia todavía sería tu marido. Sexualmente te tenía loca, y era buena gente.

—Todos son buena gente y todos sexualmente me vuelven loca.

—Eres una arrebata.

—Una gracia que tengo en la vida.

—Con aquel marino y contigo escribí un cuento.

—¡Yo no lo puedo creer! Ay, hijoputa, qué dirá la gente. ¿Con los nombres de nosotros?

—Claro. Carmita y Luis.

—¿Y lo publicaste?

—Se titula El regreso del marino.

—Yo no puedo creer que seas tan hijo de puta. Eres una hiena. Eres un caníbal. ¡Te alimentas de tus amigos, singao! ¡Drácula!

—Jajajá.

—Y todavía te ríes..., déjame leerlo al menos. ¿Dónde está ese libro? ¿Lo publicaron aquí?

—No, por ahí, en otros países.

—Préstame uno.

—No me quedan. El editor me da diez ejemplares nada más.

—Tremendo tacaño. Bueno, voy por tu casa en cualquier momento y lo leo. ¿Y qué escribiste en ese cuento?

—La verdad. Ven cuando quieras y lo lees. Y de paso me cuentas tus últimas aventuras.

—¿Pa' seguir escribiendo a cuenta mía?

—A lo mejor pasas a la inmortalidad, como Dulcinea del Toboso.

—¿Quién es ésa?

—La mujer del Quijote.

—Ah, no seas guanajo. Inmortalidad, ni Dulcinea ni un carajo. Un marido, con pesos y que me mantenga y que me dé buena pinga. Eso es lo que necesito ahora. Pa' que se me alegre la vida.

—¿Y tu hijo mayor? ¿Sigue en la fábrica de tabacos?

—Sí, él me ayuda mucho. Pero con un solo sueldo tiene que mantener a la mujer, al hijo y a la suegra. Además, yo y Adriancito.

—¿Qué edad tiene ya Adriancito?

—Quince.

—Ah, ya. En cualquier momento te lo llevan para el servicio militar y te lo quitas de arriba, jajajá.

—Chico, ¿por qué eres tan cínico y tan...?

—Bueno, oye, te dejo. Ven cuando quieras.

—Está bien, Pedro, cuídate.

El resto de la noche lo pasé tranquilo. Me acosté temprano y soñé mucho. Toda la noche. En algún momento pescaba con la caña en el canal de Sodertalje y el hilo de nailon me fue envolviendo. Así toda la noche. A veces sueño que me caigo por unas escaleras o que juego con un perro pequeñito que enseguida crece, se transforma en un tigre, me tumba de espaldas y ya es un tigre enorme y exageradamente fuerte, y me muerde rabiosamente y me arranca pedazos. Por suerte hace tiempo que no sueño ni con las escaleras ni con el tigre.

Por la mañana me levanté con el cuerpo dolorido. Quizás sí luché con el tigre y me caí por las escaleras, pero no lo recuerdo. Me dolían todos los músculos. Hice café y salí a la azotea con una taza. Amanecía y las pulseras de Gloria sonaban en la cocina del séptimo. Serían las siete, pero ya tenía un cassette de Marco Antonio Solís a todo trapo:

No hay nada más difícil que vivir sin ti

viviendo en la espera de verte llegar

el frío de mi cuerpo pregunta por ti

y no sé dónde estás.

Gloria tenía montada tremenda bronca y gritaba por encima de Marco Antonio. A mí sólo llegaban pedazos de lo que decía: «Por estúpida que eres..., yo voy a la policía..., eres una blandengue..., bandolero y ladrón.»

Me alejé y me fui al otro extremo de la azotea: el Morro y el mar infinito y azul. Es mejor despertar en silencio y tranquilidad. Si Gloria y yo viviéramos juntos sería difícil. Es demasiado ruidosa.

Al poco rato sale. Oigo el portazo. Lleva el niño a la escuela, a dos cuadras. Regresa enseguida y se pone a limpiar, a lavar. Yo estoy pintando tranquilamente. Por el hueco del patio escucho sus chancletas de hule resonando contra el piso. Me gusta ese chancleteo y el sonido de sus pulseras. A veces sólo de escuchar esos ruidos ya tengo una erección. Es increíble cómo me gusta esa mulata. A eso de las nueve sube. Trae un pedazo de pan y un frasco grande de salsa de tomate. Parece que la tormenta pasó. Es así de voluble y cambiante. Ahora se ríe feliz:

—¿Cuál era la gritería esta mañana?

—¿Qué gritería?

—Tenías una bronca con alguien, en la cocina.

—¿Me oíste?

—Te oyó todo el edificio. A ti y a Marco Antonio Solís, cantando a dúo. Se parecían a Pimpinela.

—Na', que mi madre es monga.

—¿Por qué?

—Anoche vino un tipo que yo boté hace tiempo y se llevó una lámpara de bronce antigua. Y ella se la dio. ¡Estúpida!

—¿En tu casa había una lámpara de bronce antigua?

—Sí, en medio de la descojonación. Estaba en el comedor.

—Nunca la vi.

—Porque no funcionaba. La tenía escondida en un closet. Yo sé que vale una tonga de pesos y este salao le echó el guante.

—No entiendo nada.

—Yo estaba durmiendo ya. Eran las doce. Y Gilberto viene, le dice a mi madre que le van a pagar cien dólares por la lámpara. Ella se cree el cuento y se la dio.

—¿Y ahora?

—Ahora nada. Perdimos la lámpara. Ella sabe que ese tipo es un bandolero y un ladrón y un estafador y un hijoputa. Yo lo conozco bien y tuve que botarlo de la casa por eso.

—La culpa es tuya por echarte maridos delincuentes.

—Lo conocí en la cárcel, chino, y después se me pegó y me dio tremendo trabajo quitármelo de encima.

—¿Cuándo estuviste presa?

—Yo no estuve presa.

—¿Y cómo lo conociste?

—¿Por qué tú preguntas tanto?

—Yo no pregunto. Tú empezaste a hacerme el cuento y ahora quieres dejarlo a la mitad.

—Papi, eso ya pasó. Fue antes de conocerte.

—Deja el teatro que yo no estoy celoso. El marido tuyo que sea celoso se muere del corazón.

—¿Por qué?

—Porque todos los días hay algo nuevo.

—No vivas en el pasado. Vive el presente, como hago yo. Y los pies en la tierra.

—Cuando tengas mi edad vas a decir igual que Yolanda, una amiga mía.

—¿Qué dice?

—Tiene cincuenta y cinco años y dice que se templó a la mitad de La Habana y la otra mitad se la imagina.

—Jajajá.

—Tú vas a ser igual.

—¡¿Yoooo?! De eso nada. Yo voy a decir que tuve dos maridos na' más: el padre de mi hijo, que es un hombre muy decente, guagüero de la ciento noventa y cinco, de Guanabacoa. Y tú, que vas a ser el padre de todos los otros.

—¿Y el resto de tus maridos?

—Pasarán al olvido de la noche.

—Una noche un poco larga.

—Bueno, pasarán al olvido de las noches. A lo mejor son diez mil noches. Los únicos que quedarán con vida serán ustedes dos: los padres de mis hijos, que son personas decentes y correctas.

—¿Y el tipo de la cárcel?

—¡Oyeeeee, no se te olvida nada! ¡Eres una ladilla con spikes!

—Habla.

—Na', muchacho, hace tiempo, eso fue antes de...

—Sí, ya, «antes de estar contigo, papi.»

—Ah, pesao. Un amigo me dijo que este negro daba veinte dólares y una bolsa con ropa y zapatos y cosas a la mujer que fuera a verlo, como esposa.

—Y tú agarraste la pinchita.

—Sí.

—¿Y los papeles?

—No. El negro estuvo preso por estafador. Es un cerebro y tenía controlado aquello. En la puerta yo tenía que ver a un guardia que me llevaba directo hasta la habitación.

—¿Mucho tiempo?

—La entrada era a las nueve de la mañana, hasta las cinco o las seis de la tarde. Y aquello era sin parar. Los negros son muy golosos.

—Tenías que templar mucho por veinte dólares.

—Demasiado. Me decía que le pidiera a Changó por él para salir de la cárcel. Todos los hombres singadores son iguales. Se creen hijos de Changó y la mayoría, en realidad, son hijos de Ochún y Yemayá. Y les gusta todo: las mujeres y los hombres. Lo mismo se tiemplan a una mujer que dan el culo, pero se hacen los machitos.

—¿Y qué había en la bolsa?

—La bolsa valía más. Había jeans, blusas, perfumes, tenis. A veces eran treinta o cuarenta dólares más. —Ah, bueno.

—El tipo era un magnate en la prisión. Se vestía como un príncipe, hasta con zapatillas Adidas y casquillos de oro en los colmillos.

—¿Allí adentro con todo eso?

—Ah, y más. Mucho más. Tú ni te imaginas. El tipo desde adentro seguía manejando un negocio afuera. —¿De qué?

—Ya, ya. Tú quieres saber mucho.

—Habla y no te hagas la decente.

—Un vallucito, papi, pero se le fue de las manos. Yo estuve con él, no me acuerdo..., siete meses más o menos. Después se fugó o lo soltaron. No sé, y se metió en mi casa. Estrellao. Sin un centavo.

—Se complicó la cosa.

—Al fin logré salir de él. Me fui unos días de la casa y lo llamé por teléfono, lo amenacé con la policía y que se perdiera. Se tuvo que ir.

—Y ahora reaparece y te caza la pelea con la lámpara.

—Ya ni me acordaba de él. Y es tan singao que viene na' más que a robar.

—¿Vas a ir a la policía?

—¡Noooo! Me preguntan cómo lo conozco, buscan antecedentes y cuando vengo a ver estoy enmaraña yo también. Dame el café, titi. Se va a enfriar.

—¿Con bastante azúcar?

—El mío sí. No te sigas haciendo el yuma.

Bebemos un par de tazas. Enciende un Popular.

—Gloria, es muy temprano. Ese tabaco negro te...

—Ah, total, de algo hay que morirse.

Nos quedamos en silencio un instante. Yo sé que no soporta el silencio ni la tranquilidad. Vive en el ruido y el movimiento incesante. Lo he medido: el tiempo máximo de silencio que resiste son treinta segundos.

—Ah, no te había dicho que tengo un trabajito.

—¿Bailando o de peluquera?

—Ojalá.

—¿Vendiendo pan con lechón en Galiano?

—Tampoco. No vas a adivinar. —¿Qué es?

—En la morgue del hospital de emergencias.

—¡Solavaya!

—No tiene nada que ver con los muertos. Tengo que llevar un libro de registros.

—¿Eso nada más?

—Eso.

—¿No tienes que picar muertos?

—No.

—¿Registro de qué?

—De..., no me acuerdo la palabra. Algo de análisis. Me dijeron que fuera hoy por la mañana para ponerme a prueba.

—Pero ya son casi las diez de la mañana. ¿Por qué no fuiste temprano?

—Ay, Pedro, suave, suave. No cojas lucha. Si está pa' mí los santos me lo dan. Y si no, ellos me lo quitan.

—Bueno, si tú lo dices. Se fue. Volví a la pintura y al silencio.

El resto de la mañana estuve tranquilo. Al mediodía llegaron dos negros. Uno joven y otro más viejo. Dicen que son plomeros. Una vecina del tercer piso me los envía con recomendación. Los llevo al baño.

—¿La taza del inodoro está tupida?

—Sí.

—Hay que desmontarla.

—¿De otro modo...?

—No. Hay que desmontar.

Perdí la tarde en eso. Ellos trabajando y yo mirándolos. Rompieron el piso, encontraron la tubería de descarga, la rompieron también. La tupición no era allí. El baño y un rincón del cuarto se llenaron de escombros y mierda y ellos no saben qué hacer. Entonces se me ocurre:

—Quizás es la taza.

—No —me dice el más joven.

—¿Por qué no?

—Las tupiciones siempre son en las tuberías. El más viejo se queda pensativo:

—Vamos a probar la taza.

La prueban. Efectivamente. La taza del inodoro está tupida. No me contengo:

—Ven acá, chico, entonces, ¿ustedes rompieron todo por gusto? —Por gusto no. Si no rompemos, no nos damos cuenta.

—¿Y ustedes son plomeros? Dejen eso y váyanse, yo voy a acabar el trabajo.

—No, nosotros vamos a arreglar todo esto.

—No, váyanse. Ya es de noche.

—Oiga, señor, nosotros no nos vamos. Tiene que pagarnos. Saco cincuenta pesos y se los extiendo:

—Cojan esto y vayan echando.

—¿Usted está loco? Este trabajo son trescientos pesos.

—Y trescientos más que no les voy a dar son seiscientos.

—Óigame, estamos hablando en serio.

—Estoy hablando en serio. Ustedes trabajaron por gusto.

Rompieron todo y al final todo está descojonao y ni saben dónde están parados.

El más joven agarró una mandarria y se puso agresivo:

—Oye, blanquito, ¿qué te pasa? Tú no me puedes meter el pie así como así.

—Meter el pie ni pinga. Tú eres el que me está metiendo el pie a mí. ¡¿Qué cojones trescientos pesos de qué?!

El más viejo se metió en el medio de nosotros dos:

—Ey, ey, control, control, que esto no se resuelve así. Mire, señor...

—Señor, nada. Yo no soy señor. Me dicen compañero, compañero. Yo soy oficial de la policía y hay que tratarme de compañero. Y me parece que ahora mismo voy a llamar a la unidad y esto lo vamos a resolver de otro modo.

El más joven soltó la mandarria y se calló. El viejo hablaba:

—No, no. Espérese un momento... «aquí hay un error...» ¿Usted no es el periodista de la azotea? Porque Marisol nos dijo...

—No, ése es el vecino. Y está para Suecia. Esa casa está cerrada. Yo soy policía. Pero olvídense de eso...

—Está bien, señor, está bien..., digo, compañero, compañero, está bien, compañero. Déme los cincuenta pesos y venimos mañana.

—Coja. Y no venga mañana.

Logré contener una carcajada hasta que se fueron. Me estuve riendo media hora. Ya eran las nueve de la noche. Había tremenda peste a mierda. Todo aquello roto, y si averiguan la verdad van a regresar a discutirme. Salí echando. Me fui metiendo por todas las callejuelas oscuras, con los contenedores de basura rebosantes de pudrición en cada esquina. El bar El Mundo, en Águila y Virtudes. Me soné un par de trancazos de ron. Tiene un nombre muy filosófico este bar. Me gusta. Me gusta tanto que camino sin pensar y siempre voy a parar a esa barra. Es magnético. Seguí hasta San Miguel y Amistad. El Palermo. En la cartelera había dos grandes fotos del cuerpo de baile y la orquesta. Unas mulatas muy lindas. El show empezaba a las diez. Okey. Llegué a tiempo. Sesenta pesos de cover y adentro.