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En Göteborg sucedió lo previsto: me vestí con un pantalón blanco y una camisa tropical y carnavalesca, y me paseé por allí, fumando un tabaco oloroso. Precavidamente llevé unos cassettes con salsa. No querían poner música y aquello estaba demasiado solemne, al extremo de que los otros tres pintores eran figurativos. Excesivamente figurativos, quiero decir. Y además usaban trajes y corbatas y zapatos negros. Por tanto, formé un escándalo digno de un artista de primera categoría y enseguida apareció un buen equipo de música. Puse mis cassettes. Sólo había vino. Exigí que compraran unas botellas de ron. El galerista rechazó mi segundo escándalo con mucha energía. No quiso gastarse tanto dinero de ningún modo. Muy bien. Con vino entonces. Monté mi show caribeño. Me encanta ser el rey del mambo. Bailé salsa con las señoras más atrevidas y me divertí mucho. Algo difícil en Góteborg. Casi imposible. Pero sí, me divertí en Göteborg, aunque creo que me pasé de copas. Apareció una señora con cara lasciva y perlas y joyas hasta en los pezones. Se interesó por tres cuadros. Bailamos, hablamos. En su colección tenía un Warhol y un Rauschenberg y un no sé qué más. En fin. Dinero en tranca. Y yo guapeando para venderle mis humildes cuadritos. Quería que nos fuéramos juntos a cenar. Imposible. La Agnes bebía litros de agua mineral y no se apartaba ni un minuto de mi lado. La presenté como mi agente para Europa. Yo estaba borrachito pero ella no, y rápidamente añadió:

—Tenemos una hermosa relación. Soy su novia y al mismo tiempo su representante.

¡Increíblemente hizo como si estuviera borracha y dijo la misma frase primero en inglés, después en francés y finalmente la repitió en sueco! La señora lasciva desapareció en un minuto. El final de la historia es que vendí un solo e intrascendente cuadro. ¡De madre, acere! Así no se puede vivir, con este sorbo persiguiéndome por toda Suecia. Después llego a Cuba, todos imaginan que estoy con los bolsillos repletos y si no meto tremendo guateque de autobienvenida dicen que soy un tacaño y un agarrao. Ah, mundo cruel, qué injusto eres.

Regresamos a Estocolmo y al otro día me la llevé al estudio de tatuaje. Está en un sótano, cerca de casa. Lo usual: las paredes cubiertas con millares de dibujos. Hacen piercing, tienen un terrario con una viuda negra tenebrosa e inmóvil, que acecha a unos saltamontes. Una vieja máquina de jackpot. Heavy metal sonando a todo volumen, los trofeos que el tipo se ha ganado en competencias europeas de tatoo. Revistas especializadas. Bronstein, el dueño y dibujante, es un mastodonte vikingo con tatuajes hasta en los párpados. Curioseamos, averiguamos precios, y nos fuimos. Quiero grabarle a Agneta un corazón rojo cruzado por una banderola que diga: «Pedro Juan». En una teta, a dos milímetros del pezón. ¡Guau! En realidad debía decir: «Pedro Juan es mi macho», pero por ahora no quiero espantar a la paloma. Ya le haré otro que sí lo diga a las claras. Para mí me gustaría un águila grande con las alas extendidas, o una pantera rugiente. En negro, sobre el brazo izquierdo, bien arriba, pegado al hombro. Salimos hablando del tema:

—El águila negra me gusta para ti, pero no tan grande.

—Más pequeña luce bien en una mujer.

—Tan grande es muy vulgar.

—¿Y yo soy un señor distinguido? Con esta cara de pajero de azotea.

—Oh, Pedro Juan, no sé...

—¿Te gustaría que fuera del Rotary y del Lion's Club?, como tu padre.

—No, no, por favor, no. Pero tampoco que seas vulgar.

—Cada quien es como es. Y no jodas mucho porque me empingo, compro la tinta y yo mismo te hago el tatuaje.

—¿Tú? No tienes la maquinilla.

—Como en la cárcel: con un alfiler.

—Oh, qué dolor. Así tenía un tatuaje mi abuela. Me decía que le dolió muchísimo.

—¡Cojones, tremenda vieja!

—Cuando se lo hicieron no era vieja.

—Uhmmm.

—Tenía cinco años, y su hermano de diez años la agarró y le grabó un ancla en el brazo.

—¡Que singao! Ese era hijoputa de nacimiento.

—Un amigo le ayudó. Agarraron a mi abuela. Aún no era mi abuela. Agarraron a la niña, la amarraron con una cuerda y... con un alfiler.

—Sádico el tipo. ¿Vive todavía?

—No se sabe. Cuando tenía catorce años se perdió. Dijo que se iba en un barco, de grumete, a hacer dinero en América. Ellos eran pobres, en el campo. Nadie creyó que lo haría. Pero unos días después se perdió y jamás se supo de él. Tal vez tenga familiares en América.

—¿Cuándo fue eso?

—Hacia mil novecientos o poco después. Aquí había mucha pobreza. Emigraban a América.

—Cuídate. Yo soy sádico, igual que tu tío abuelo.

—Oh, no, por favor. No te pongas así. Con una vez es suficiente.

—Te va a gustar. Vas a descubrir tu lado masoquista.

—Pedro Juan, a veces eres un gorila salvaje.

—Todos los gorilas somos salvajes. Algunos aparentamos estar domesticados, pero es sólo un truco para poder vivir en la ciudad.

—Jajajá, ¡loco!

—Me gustas mucho, Agnes.

—¿No me amas?

—Amar es muy difícil. En inglés creo que no hay matices. Se dice «I love you» y ya. Pero en español sí los hay.

—¿Cómo?

—«Te quiero», «me gustas» es un poco menos que «te amo», «te adoro.»

—¿Todo eso? ¿Como una escala?

—Al menos en mi español es así.

—Entonces, ¿me lo explicas para decirme que no me amas?

—La semántica del amor. Te quiero y me gustas. Hasta ahí. No me apures porque soy lento.

—Yo sí te amo. Totalmente. Te amo.

—Mejor. Ve sufriendo desde ahora. Te alcanzo más tarde.

Fuimos con frecuencia a la playa de nudistas. Con unas gafas de sol bien oscuras actúo como un radar. Agneta al fin se desnuda totalmente. Le pregunto:

—¿Ya te es excitante o sigues repugnada?

—Jajajá.

Es maquiavélica. Cuando guarda silencio es porque maquina cosas que no quiere revelar.

—Me gusta verte desnuda delante de todos. Estamos bien. Somos un par de tembas templables.

—Oh, Pedro Juan, no hables así.

—¿Por qué tú crees que templamos dos o tres veces al día? Porque me excitas, me gustas, cada día eres más cariñosa. Todo eso junto. Y las tetas. Lo que más me gusta de ti son las tetas y el silencio.

—¿El silencio?

—Sí.

—Una mujer silenciosa es el anhelo de cualquier hombre. Silenciosa y con buenas tetas. ¡Un lujo!

—En la Trilogía sucia aparece una mujer con las tetas grandes y después no te gustó.

—Amores fulminantes. Fue cierto.

—¿Totalmente cierto?

—Totalmente. Sus tetas arruinadas me desalentaron y no se me paró. Se ofendió mucho y estuvo enfadada conmigo más de dos años. Pero teníamos que vernos y hablarnos casi todos los días, en el trabajo, y seguimos amigos.

—Ah, ¡qué vida la tuya! Mi vida es muy gris.

Me quedo en silencio. No le he contado toda la verdad. Me apena. Lo cierto fue que después del affaire yo insistía para ir a la revancha. Por inmadurez de macho tropical. Si fuera ahora me olvidaba en dos minutos. Pero insistí hasta que nos hicimos amigos. La ablandé con rosas y gladiolos. Aceptó salir dos o tres noches conmigo. Un amigo me prestó su carro y allí mismo le metí jan. Parece que en la oscuridad de la carretera no le veía las tetas. No sé, supongo que fue la oscuridad. El caso es que teníamos sexo frecuentemente. Normalito. Nada memorable. En el cuento el final es plácido y tranquilo, pero en la realidad fue un desastre. Y fue así: empezó la crisis y el hambre a principio de los noventa. Ella perdió el empleo porque cerraron los talleres de extintores de incendios. Comenzó a vender en bolsa negra. A veces le compraba carne de vaca o de caballo. Pero me engañaba en el peso. Siempre faltaba medio kilo. Yo hacía como si nada y lo dejaba pasar. Si teníamos sexo juntos no iba a hacer el ridículo de reclamarle un pedazo de carne más o menos. Pero un día me robó cuatro kilos. Era demasiado. Perdí la paciencia y tuvimos una gran bronca. Nos ofendimos mutuamente. Fue definitivo. Ya no somos amigos ni nada. Empezamos mal y terminamos peor.

Es así. La vida es mucho más compleja que la literatura. Pero también menos intensa. La literatura tiene que avanzar a exceso de velocidad para mantener la tensión. De lo contrario sería un viaje somnoliento y aburrido. Uno selecciona fragmentos, escribe y trata de no aburrir. En fin, la única guía que tengo es la intuición. Un poco de intuición. Y eso es muy poco.