13
Por la televisión pasan muchas veces la pelea de Floyd Patterson y el sueco Ingemar Johansson en New York, en 1959. Los suecos recuerdan con agrado aquella paliza. Johansson golpeando al negro y el tipo a la lona. Se levanta. Más ganchos con la derecha. Y a la lona. Se levanta. Más. Ganchos cortos. Directo a la cara. Y a la lona. Jabs al hígado. A la lona. Así no sé cuántas veces. La televisión insiste en repetir esos trozos del film, hasta que el referee declara knockout al americano. Después se ve a los dos ahora, cuarenta años después, viejos y gordos, sonriendo, recordando aquello en el Madison Square Garden. Se hicieron amigos. Patterson vino muchas veces a Suecia. Aprendió sueco, se casó con una sueca rubia y muy blanca. Johansson termina diciendo siempre lo mismo: «A champion always is a champion.» Los periódicos publican fotos de entonces. En una aparece Frank Sinatra y Floyd Patterson muy jóvenes, sonriendo, de noche, saliendo de un bar en Estocolmo.
Me gusta ver esos filmes y esas fotos. En esa época yo tenía ocho años y mis padres se estaban comiendo un cable. Vivíamos en un apartamento minúsculo en Matanzas. Tenía un pequeño balcón y lo único bueno era que el mar, toda la bahía, estaba a diez metros del balcón. Era un edificio con muchos cuartos y apartamentos pequeños y dos baños colectivos. Había libaneses, gallegos, polacos, un viejo policía, un viejo marinero, un par de viejas putas inservibles. En fin, muchos muertosdehambre en aquel edificio frente al mar. También vivía una puta con muchos clientes, que se llamaba Zoilita, igual que mi madre. Los hombres le mandaban mensajes escritos en pedazos de papel: «Zoilita, estoy en el bar de Mayito. Apúrate. Ernesto.» Cosas así. Los enviaban con algún niño. A veces los muchachos se equivocaban de puerta, o preguntaban: «¿Dónde vive Zoila?» Alguien les indicaba la puerta de nosotros. La primera vez que sucedió fue a las seis de la tarde. Mi padre estaba en casa y no quiero recordar la que se armó. No debo recordarlo. Por poco asesina a mi madre. Por suerte mi madre es ágil de mente y en dos minutos comprendió lo que sucedía. Salió al pasillo, intentó detener al niño que bajaba las escaleras. El muchachito siguió corriendo y mi madre fue y le tocó a la puerta a Zoilita. Ella abrió y mi madre, muy educada, le entregó el mensaje:
—¿Esto es para usted, señora?
—Ah, sí, perdona, es que los niños...
—Tenemos el mismo nombre, pero yo soy una señora de mi casa.
—No importa...
—A usted no le importa pero a mí sí. Explíquele bien a sus amigos dónde usted vive. No quiero más equivocaciones.
De todos modos siguió sucediendo, pero ya todos sabíamos que la puta era la otra Zoilita, no mi madre.
Me gustaba aquel barrio. Tenía muchos amigos. Yo era un niño con mucho movimiento en aquella zona. Después casi todos se fueron a Miami. Por las noches se robaban los yates y las lanchas de esquiar que estaban fondeadas en los muelles del Club Náutico y dos días después telefoneaban desde la Florida. Nosotros nos quedamos, con los pasaportes y los visados listos. Pero ésa es otra historia. Lo importante es que en los bajos vivía Concha, que era la persona más infeliz y dramática que he conocido en toda mi vida. Si un día escribo una novela con su verdadera vida sería un fracaso total porque nadie puede creer en una sarta tan grande de desgracias sucesivas desde la cuna hasta la tumba. Una mujer desolada y aplastada como una cucaracha. Era maestra rural en un pueblecito en casa del carajo. Salía de madrugada y regresaba por la noche a su habitación. Tres o cuatro noches a la semana la visitaba su amante eterno: Cheo. Era un tipo gordo, barrigón, grosero, de unos cincuenta años. Y por si fuera poco tenía una moto Cushman roja y se parecían mucho. Eran como hermanos gemelos él y la moto. Nos teníamos una antipatía mutua. El único televisor que había en todo el barrio —un Hotpoint muy feo y con pantalla pequeña— se lo había regalado Cheo a Concha. Y yo bajaba, saludaba a Concha, ignoraba a Cheo, y me sentaba a ver las peleas de boxeo. Era el boxeo profesional, a diez rounds. Tremendas peleas. A veces trasmitían desde el Madison. Cheo me odiaba porque yo entraba con mi cara fresca, no lo miraba, a él, el dueño del televisor, y al descaro, veía todas las peleas, hasta la última. Años después pensé que quizás al tipo le gustaba templarse a Concha mirando el boxeo, y yo los interrumpía. Pero, como decía mi abuelo, para adivino Dios. Para mí era un sacrificio tener que aguantar la peste a mierda y orina de los perros y gatos de Concha y encima de eso la mala cara de aquel viejo cabrón. Aquellas noches fueron mi base de estudio. Después, cuando estuve en el ejército, comencé a boxear y, aunque sea pedante decirlo, yo tenía una técnica muy elegante y precisa. Me decían «El Dandy», pero a mi pegada siempre le faltó fuerza. El manager siempre me lo decía: «menos elegancia y más músculo.» Ahora veo esta bronca del Patterson y del sueco y recuerdo aquellos momentos. Me pongo viejo. Evidentemente. Los jóvenes no tienen nada que recordar. Yo sí. Tengo demasiada memoria. A veces creo que excesiva memoria. Aunque prefiero ver la parte positiva de eso: una gran memoria es como una gran raíz. Le mete savia al cuerpo. Y ese jugo me inunda y me sostiene.
Agneta telefonea y me saca de todo eso. En definitiva pensar esas tonterías no conduce a nada.
—¿Podrías acompañarme esta tarde a la prisión de Saint Jacques?
—¿Saint Jacques? ¿Dónde es? ¿En Francia?
—No, aquí.
—¿Y por qué se llama así?
—No sé. ¿Podrías acompañarme?
—Ohh..., una prisión..., uff, eso es igual que una morgue..., no sé..., ¿tienes a alguien trancao? ¿Un hermano, un sobrino?
—Por favor, Pedro, por favor. En mi familia..., ehhh..., bueno, es que pertenezco a una organización que ofrece ayuda. Después te explico. Debo llevar revistas y libros esta tarde. Necesito tu ayuda. Son tres grandes bolsas, muy pesadas.
—Oh, si es así...
—No me gusta ir sola.
—¿Te pueden violar o asesinar?
—No lo creo. Hay medidas de seguridad excelentes.
Ah, carajo. Nunca entiende. Todo se lo toma en serio.
—Bien, bien. Sí, puedo ir y te ayudo.
Me da instrucciones de alta precisión en cuanto a lugar y hora.
—Por favor, sé puntual, Pedro Juan.
—Claro, ¿acaso no soy puntual?
—A veces no.
—Pero a veces sí. Jajajajajá.
—Jajajá.
Al fin se sonrió un poquito. Nos vimos a la hora exacta, en el sitio exacto. Tomamos el tren exacto. A las cinco y cuarenta y cinco minutos de la tarde Agneta pulsó el botón en la puerta principal de Saint Jacques. Le preguntaron por el intercomunicador. Ella respondió. Esperamos dos minutos. Para facilitarles la tarea miramos hacia la cámara de televisión encima de nosotros. Abrieron la puerta con un zumbador. Es una prisión pequeña, limpia. Un solo edificio macizo, de cuatro plantas, pintado de beige claro y blanco. Rodeado de un gran muro con rollos de alambre de púas en el tope, y todas las ventanas guarnecidas con barrotes blancos. También tiene césped y jardines bien cuidados, árboles y flores y dos pequeños campos deportivos. Todo pulcro y limpio. Nos recibió una joven deliciosa y muy varonil que se llama Pernilla, según un membrete que lleva en el pecho. Mi vista fue del membrete al culo. Duro y compacto. Seguramente no le gusta hacerlo por delante.
Por supuesto, nos chequean en la entrada con detectores de metales, revisan nuestros documentos, nos adhieren una pegatina y nos hacen pasar adelante con nuestras bolsas de libros y revistas. Pasillos y más pasillos. Una escalera. Todo absolutamente limpio. Las rejas se abren a nuestro paso, con una tarjeta electrónica que lleva Pernilla. Y se cierran detrás de nosotros. Eso es muy inquietante. Tengo alguna experiencia. Tuvimos que cruzar cinco puertas enrejadas. Cárcel de seguridad media. Sé que nos metemos en un laberinto que, reja a reja, se va convirtiendo en una pesadilla claustrofóbica. ¿Para qué cojones me metí en esto? Tengo recuerdos fuertes y demasiado desagradables que resurgen. Logro controlarme para colocar de nuevo en mi mente una idea simple: sólo estoy aquí unos minutos para entregar estos libros y después saldré al aire libre. Tranquilo, Pedro Juan, no pasa nada.
Al fin llegamos al salón de entretenimiento que, según parece, sirve algunas veces como capilla luterana. Teníamos que esperar a alguien que firmaría unos recibos, revisaría de nuevo las bolsas y se quedaría con el contenido. Pernilla fue a buscar al tipo. No sé por qué, pensé que sería un capellán muy serio y amable, vestido de negro.
En el salón había sólo un hombre, con una ropa gris barata y descolorida. Tenía cara de recluso y jugaba al billar. El solo. El tipo no nos miró cuando entramos. Agneta se sentó en un rincón, junto a una ventana. Yo me acerqué a un estante. Había varios juegos de mesa muy usados y cochambrosos. Dos juegos de naipes y unos periódicos asquerosos. Lo único absolutamente nuevo e intocado eran diez biblias y diez libros de salmos. Pensé que el capellán la tenía difícil para ejercer su oficio. Miré al tipo y chocaron nuestras miradas. Hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza y los ojos, invitándome a jugar con él. Le sonreí, para que se relajara:
—Oh, yes, sure!
—Do you speak English?
—Yes.
—Good. Welcome.
Faltaban bolas, el paño verde estaba roto en tres sitios y había un solo palo. Nos pusimos de acuerdo y comenzamos. En el primer tiro metí una bola. Hacía años que no jugaba, pero me apasiona. Sobre todo hacer los cálculos para las carambolas. Es un juego de mucha precisión. Hay que practicar mucho. Estoy concentrado en lo que hago y el tipo me pregunta:
—¿Eres nuevo aquí? No eres sueco.
—Soy cubano.
—Uhh.
—Estoy visitando. Traje periódicos y libros.
—¿Hablas sueco?
—No. Vengo con ella. Es mi novia.
—Uhmm.
Jugamos un poco más. En silencio. Agneta se puso en alerta, pero no movió ni una ceja. Ahora le pregunté yo:
—¿Qué tiempo llevas aquí?
—Seis años y medio.
—¿Y qué tiempo te dieron?
—Treinta.
—Es mucho. ¿Asesinato?
—Sí.
Quedaban cuatro bolas sobre el paño. Dos y dos. Me tocaba a un. Mientras tomaba posición, le pregunté:
—¿Y cómo fue?
—¿Qué?
—¿Cómo lo hiciste?
—Borracho. Un golpe muy fuerte. En la cabeza.
Le miro a los ojos y me hace un gesto brusco clavando su puño derecho en la palma de su mano izquierda. Tiene cara de cansancio y de odio.
—¿Qué te hizo?
—Le gustaba mi mujer.
—¿Y ella?
—No sé. No quiero saber.
—Treinta años por un minuto de furia.
—Mal negocio. Si sucede de nuevo lo hago otra vez.
—¿Lo harías?
—Seguro.
—¿Tienes amigos?
—No tengo a nadie. Mi mujer se perdió. No recibo visitas.
—¿Nunca? ¿En seis años y medio?
—Nunca. Nadie. Nada.
Traté de concentrarme de nuevo en la bola. Quería terminar el juego. Pernilla regresó en ese momento, acompañada por un policía gordo, barrigón, pesado y con mala cara, como si acabara de despertar. El capellán elegante y sereno, vestido de negro, sólo existió en mi imaginación. Agneta me llamó. No sé para qué. Me excusé con el tipo. El policía gordo no saludó. Lo sacó todo de las bolsas. Registró bien. Rellenó un recibo. Lo firmó. Se lo extendió a Agneta. Nos dio la espalda y se fue sin despedirse. En todo aquel tiempo no abrió la boca. Pernilla, Agneta y yo pusimos las revistas, periódicos y libros en los estantes. El primer libro que saqué de la bolsa, en inglés, tenía un título un poco cabrón para enviarlo como regalo a Saint Jacques: Free Live Free. Cuando ya salíamos de la habitación, fui aprisa hasta el tipo, le di un apretón de manos y le sonreí:
—Good luck, man.
—Thank you, man.
Pernilla le dijo algo a Agneta. La noté muy autoritaria. No entendí, por supuesto. Sentí el acre sentimiento de Pernilla. Rehicimos todo el camino en silencio. Al fin llegamos a la puerta. Pernilla desapareció sin despedirse. Agneta y yo atravesamos unos metros de jardín. Finalmente llegamos al portón principal y salimos a la calle. Entonces Agneta me dijo, con muy mal humor:
—¿Qué hablabas con ese hombre?
—Nada. Tonterías.
—¿En inglés? ¿Puedes hablar tonterías en inglés?
—Es lo único que puedo hablar en inglés.
—Está prohibido hablar con los reclusos. Me dijeron que en el futuro tendrás que esperar en la puerta. No puedes entrar de nuevo.
—¿Quién te lo dijo? ¿Pernilla?
—¿Quién es Pernilla?
—La chica que nos acompañó.
—¿Cómo sabes su nombre?
—Lo tenía en el membrete. ¿No lo viste?
—No vi nada.
—Agneta, nunca ves nada..., eh..., bueno, ya no merece la pena. Okey. El asunto es que no me dejan entrar más y no se puede hablar con los reclusos!
—Eso es.
—¿Por qué?
—Son peligrosos. Casi todos los reclusos son asesinos.
—Como ese tipo.
—¿Sí?
—Aja. Mató a un hombre.
—¡Ohh! Pero es muy peligroso, entonces. Y tú jugando al billar...
—Yo hubiera hecho lo mismo que él.
—¿Tú?
—Seguro. Ahora podría estar encerrado en Saint Jacques, con treinta años de condena.