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Siempre me llamaba a las ocho de la mañana, hora de La Habana. Dos de la tarde en Estocolmo. Puntual como un reloj. Una mañana de marzo sonó el timbre del teléfono. Hacía una hora que estaba despierto, pero seguía acostado. Con tres almohadas bajo la cabeza leía La inmortalidad, de Kundera. Agneta me interrumpió precisamente cuando leía en la página 69 un fragmento acerca de la represión, la brutalidad y la soberbia que engendra el poder: «¡Goethe! Napoleón se dio un golpe en la frente. ¡El autor de Los sufrimientos del joven Werther! Cuando estaban en la campaña de Egipto comprobó que sus oficiales leían ese libro. Como lo conocía se enfadó muchísimo. Reprendió a los oficiales por leer semejantes tonterías sentimentales y les prohibió de una vez para siempre leer novelas. ¡Cualquier novela! ¡Que lean libros de historia, son mucho más útiles!»

Al contrario de Agneta, yo estaba leyendo una novela lenta, filosófica. Leía en los pocos instantes de tranquilidad y sosiego de que disponía en medio de una ciudad especialmente vertiginosa y caótica. Un sitio estrepitoso donde nada permanece inalterable por mucho tiempo.

A sus preguntas sólo puedo responder con una frase obvia: «Si vives en un lugar como éste no puedes escribir lentamente. Aquí todo se deshace en las manos. Nada perdura. Y tienes que salir a buscar más. Así todos los días.» Ella guarda silencio. Nos gusta. Las personas sólo se permiten callar un buen rato y disfrutar el silencio entre dos cuando están juntas, una al lado de la otra. Pero una llamada internacional hay que pagarla. Nadie gasta su dinero para quedarse en silencio. Nosotros lo hacemos. Agneta llama desde su oficina en la universidad, así es un juego sensual y gratis. Ella en un extremo y yo en el otro. No hablamos. Unidos por el silencio. Al fin ella interrumpe el vacío y lo llena con la misma pregunta de siempre: «¿Vendrás en la primavera?»