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Agneta llamó el martes. Muy animada: «Anoche leí My Dear Drum’s Master.» Por mensajería enviaba un sobre con documentos para el seminario. El billete de avión está listo para el trece de mayo. Oh, qué bien, en plena primavera. Debo enviar rápido el medical report para el insurance. Hablamos de temas inconexos:
—Aquí hay mucho calor.
—Aquí todavía estamos con tres o cuatro grados. Me iría a Cuba. Por un año.
—No hay trabajo.
—Ah, no importa. Vendo mi coche y alcanza para un tiempo.
Después, no sé cómo, empezamos a calentar. Creo que comencé yo, como siempre. Me gusta su voz, sus dudas al hablar, su lentitud. Y se me paró y empecé a menearla suavemente, y se lo dije. Y ella: «Ah, me gusta eso. ¿Cierto? ¿Lo estás haciendo? Oh, yo estoy en la oficina. No puedo hacer nada.» Seguí dándole lentamente. Me acariciaba la pinga, le ponía saliva para que corriera suave. Lo que no he dicho hasta ahora es que cuando Agneta recibió aquella foto mía desnudo en la nieve, y con la pinga erecta, comenzó a trastornarse su mundo. De los Alpes regresé a Viena. Estuve unos días viviendo en un ático en Radetzkystrasse. Agneta me llamaba todas las tardes. Oscurecía temprano en Viena, pero en Estocolmo era noche cerrada a las cuatro de la tarde. No recuerdo cómo, pero nos acostumbramos a pajearnos por teléfono. Supongo que ella miraría la foto, y oía todas las barbaridades que yo le decía. A mí me bastaba con escuchar su voz y los suspiros.
Ahora Agneta hablaba de otra cosa. De su jefa que regresaba de unas vacaciones en Sicilia y hacía cuentos y todos se reían.
—¿Por qué ríen tanto? Es una estúpida.
—Regresa satisfecha del Mediterráneo. Tendría sexo con algún siciliano.
—No con un siciliano. Tuvo sexo con su novio. Oh, estúpida.
—Con su novio que es tu ex.
—Sí, mi ex. Es una situación rara.
—En Suecia. En Cuba es muy normal. Todo mezclado, como decía el poeta.
—¿Qué poeta?
—Un poeta. Decía eso: todo mezclado.
Agneta guarda silencio. Es muy sensual. Me erotiza saber que está ahí en silencio, pensando en mí. Y cuando habla todo lo dice suavemente y me sabe a gloria. No a Gloria. Sino a gloria. Entonces me susurra:
—¿Sigues aún?
—Sí.
—¿Con lo mismo?
—Sí. ¿Te vas a dejar los pelos en las axilas?
—Oh, no. Ya probé unos días y no me gusta.
—No importa. Cuando yo esté ahí te convenzo. No tengo prisa.
Seguí pero me aguantaba. No quería soltar el chorro al aire. Lo reservé para Gloria o para alguien.
—Me van a botar del trabajo. No tengo justificación. Hablamos ya..., uhmmm, veintitrés minutos.
—Sí, pero qué rico, si estuvieras aquí, Agneta ¿Y tienes mucho pelo en tu sexo, en los muslos?
—Sí. Te lo he dicho. Mucho pelo, soy muy morena y...
—Ah, cabrona, coge, ya no puedo más, mira cómo se sale, cabrona, puta, sueca singa, bollo grande, ya no puedo más, coge más, mira cómo cae al piso...
—Oh, y yo tan lejos. ¿Cómo es posible?
—Ahh, la última gota, ohhh, ¿Cómo es posible qué?
—¿Cómo es posible? Yo tan lejos. ¿Has terminado?
—No me gusta solo, no me gusta solo, oh, coño. Estas pajas acaban conmigo. No me gusta botarla en el piso.
Finalmente fueron treinta y cinco minutos de charla. Terminé extenuado. Las pajas me matan. En mi adolescencia me hacía hasta cinco o seis en un día y la piel de la pinga se irritaba y a veces se me hacían una llagas de tanto darle. Tenía unas fotos de Brigitte Bardot. Y a veces velaba a la vecina. Estela. Bellísimo nombre. Jamás la olvidaré. Le escribí pequeños poemas de amor. Quisiera releerlos, pero no sé dónde están.
Buscando esos poemas encontré una libreta con el comienzo de La vida frugal. Es una novela interrumpida. No me atrevo a continuarla. Está en primera persona. Escribir en primera persona es como desnudarse en público. Comienza cuando el tipo, el protagonista quiero decir, sorprende a su mujer en un desliz. El tipo lo sospechaba, pero se hacía el tonto. La novela comienza así:
«Habitualmente nosotros mismos construimos nuestros infiernos y nuestros paraísos. Por tanto, cualquier sitio puede ser un lugar maravilloso. O terrible. Estuve muchos años fabricando mi infierno. Sólo que no lo percibía. Lo hice todo escrupulosamente, pero al mismo tiempo fue inconsciente. Quiero decir, durante muchos años actué como un autómata. Ahora tenía una bomba de tiempo en mis manos. Y me estalló en la cara en el verano de 1990. Por supuesto, me dejó destrozado y sin saber qué hacer. Una tarde de septiembre descubrí una mirada feliz en los ojos de mi mujer. Se movía como una gata. Era evidente que tenía otro hombre y, furtivamente, acababa de verse con él. Ella regresaba feliz y se amargaba en cuanto me veía. Ahora lo escribo sin dolor y sin odio, pero en aquel momento se me puso la carne de gallina.»
Fue terrible. Aquel hombre, el protagonista quiero decir, golpeó y destrozó todo lo que estaba a su alcance. Quemó las naves y se quedó completamente aislado y destruido en una isla desierta. Hecho trizas. La rabieta duró años. Tendría que morir como un perro o renacer de sus cenizas.
Por ahora no me interesa escribir una novela que comienza de ese modo y que me sé de memoria. De punta a cabo. Sólo tengo que sentarme a escribir. Escribir con las tripas y con las entrañas. Tirando todo sobre el papel. Manchando el papel de sangre y de saliva y de mierda y orina y mocos y lágrimas. Cuando el editor recibe esos manuscritos tan puercos, generalmente no comprende por qué uno es tan cochino y descuidado. Lo que sucede es que una novela como La vida frugal no se escribe con el cerebro ni con las manos. Hay que estar dispuesto para desollarse. Te desuellas, te despellejas, quedas en carne viva, y entonces te lanzas por el despeñadero de la novela hasta el fondo del precipicio. Golpeándote, descuerándote y quebrando tus huesos contra las rocas. Es el único modo. El que no se atreva a hacerlo así es mejor que deje el papel y los lápices sobre la mesa y se dedique a vender tomates o al negocio inmobiliario.
En fin, por ahora no podía escribir. No tenía deseos. Nada de escribir, nada de pintar. Leía algo de un viejo indecente: «Intuitivamente la mujer sabe que el farsante sobrevive en nuestra sociedad y por eso lo prefiere. A ella sólo le interesa tener hijos y criarlos con seguridad.» Mis cincuenta años de vida callejera me aseguraban que era cierto totalmente. Supongo que los/las intolerantes velarían a ese viejo para apalearle cada vez que asomaba el hocico a la puerta de su casa. La mayoría de los seres humanos no pueden pensar por sí mismos. Las personas actúan por imitación y llega un momento en que hasta para respirar necesitan que un líder les indique cómo hacerlo. Y siempre hay un líder cerca. Ese era el leitmotiv de La vida frugal. El protagonista había caído en la trampa y poco a poco el automatismo fue avanzando como un cáncer dentro de él.
Por ahí andaba yo, incoherente. Pensando en veinte cosas distintas y en nada. En ese momento reapareció Gloria. Muy tranquila, con una sonrisa inocente. Más que inocente, una sonrisa cándida, infantil, y al mismo tiempo traviesa. Venía con un paquete de hojas de papel. Un millar quizás. Un papel amarillento y barato. Papel de gaceta. Pero está bien, es el que uso para escribir. Y no lo hay. Hace años que sólo se puede conseguir por ahí, en bolsa negra.
—Coño, nena, al fin apareciste.
—Ay, papi, si yo estaba en la casa. ¿Por qué no me buscaste?
Me dio el papel.
—Muchas gracias. ¿Cuánto te costó?
—Nada.
—¿Cómo que nada? ¿Qué hiciste para conseguirlo, pelandruja?
—No preguntes. Te dije que yo lo resolvía. Y ahí está.
—¿Qué hiciste?
—No hice nada, mi amor. Coge el papel y ya.
—¿Quieres café?
—Claro. Pero no tengo cigarros.
—¿Y el yuma qué volá? ¿No te pagó?
—¿Qué yuma?
—No te hagas la comemierda. Estás perdida desde el domingo. Te fuiste con ese pinguero a buscar un yuma.
—Ideas que tú te haces. Eres muy imaginativo. Lo que tienes en el cerebro es ficción y farándula.
—Gloria, ¿por qué no tienes cigarros?
Me sabía de memoria la respuesta:
—No tengo dinero, papito. Estoy metidita en la casa esperando por ti. Y tú perdido por ahí, callejeando. Le di treinta pesos:
—Compra ron y cigarros y un par de tabacos para mí.
—No alcanza. Dame cuarenta.
—Nada de cuarenta, procura que alcancen los treinta. Y apúrate que voy a hacer café.
En diez minutos regresó con todo. Nos sentamos con el cafecito. Yo quería saber de todos modos la historia del papel. Al fin se relajó lo suficiente:
—¿No te dije que el jabao de aquella imprenta me lo iba a dar?
—Sí.
—Fui ayer, a las cinco de la tarde. Me dijo que esperara un rato en la esquina hasta que los demás empleados se fueran.
—¡Candela! Y te metió el rabo detrás del linotipo.
—No, no. ¿Y ese metió de rabo? Con lo feo y lo malencabao que está. Manda un feo que si tú lo ves sales corriendo. Parece el diablo.
—Tú dices que los hombres bonitos no te gustan.
—Es verdad. Pero no tan recontrafeo. Ese jabao rompió el feímetro.
—Algo tuviste que hacer. Le enseñaste las tetas...
—Me llevó al fondo de la imprenta, me dio el paquete de papel, y sin darme cuenta, ya tenía el rabo afuera y parado como una estaca. «Deja verte las tetas, deja verte el bollo», me decía. No sabe ni hablar. Si se cae, come hierba igual que un burro. ¡Pero qué tranca más larga tiene! Y gorda. ¡Gordísima!
—Alguna gracia debe tener. Por lo menos la pinga larga.
—Sí. Menos mal. La verdad es que la tiene atractiva.
—Y le hiciste una paja.
—¿Yoooo? No, yo soy una niña muy decente para hacer eso. La paja se la botó él mismo. Yo le enseñe un pedacito por aquí y un pedacito por allá. Me dio una chupaíta de teta, y se vino en dos minutos. Agarré el paquete de papel y salí echando, meneando mi culito, y si te vi no te conozco, jabao pajero.
—Bueno, ya el papel está aquí.
—Si te hace falta más yo te lo consigo, papi. Lo dejé loco. Fíjate que se vino y seguía con la tranca tiesa como un palo. Con su pingón largo y tieso. ¡Pero qué feo es! Parece un boxeador ya desguabinao por los pescozones.
Ahora era yo el que estaba volao. Y le caí arriba. Me vuelvo loco con sus cuentos. Que no son cuentos. Es la contrahistoria de la historia oficial. La antihistoria. La suprahistoria. Nos gustamos demasiado. Me gustan sus manos, sus pies, su pelo, su color, su risa. Todo. Me gusta olfatear y lamer su culo. Me gusta estar dentro de ella. Una hora, hora y media. Dos horas. Y hablar. Siempre tiene un suave olor en las axilas. Y eso me descoca. Me quité el cinturón de cuero tejido. Y empecé a darle suave por las nalgas. Le dejo caer mi saliva en la boca y se desorbita. Se viró y me dio el culo. Oh, primero le dolía, pero me pide más, no me deja sacarla, y me cuenta sus andanzas callejeras. Le gusta mucho por el culo. No puedo describir más. Fueron dos horas de locura. Es linda. Tiene una cara morena, bellísima, con unos dientes muy blancos.
—Ay, papi, déjame vivir contigo y préñame. Pa' tranquilizarme. Préñame y me quedo tranquilita y no me fijo en ningún otro macho. Tú na' más, papi, tu na más. Es que yo tengo fuego uterino. Desde niñita soy así. No puedo contenerme.
—¡Puta descerebrá! Vas a ser una vieja de setenta años y vas a seguir buscando machitos en la calle, deseará.
—Ay, sí, mi chino, eso es lo que me gusta. Y estar en el vallú de Milagros.
—¿Qué cosa es el vallú de Milagros?
—Ahh, me gusta ir allí y esperar en un cuarto al que entre. Y yo encuera. Y le pido el dinero enseguida. Me gusta eso. Que me pongan los billetes delante, que me los enganchen en el elástico del panty.
—¿Qué es eso, cabrona? Hazme el cuento, me tienes loco.
—Y tú me tienes confundida. Esto nunca me había pasado. Ya ni sé lo que digo. ¿Por qué hablo tanto?
—Porque te estás enamorando.
—Estoy enamora, salao. Todos en casa se dan cuenta. Me tienes boba.
Me besaba el tatuaje, me lo chupaba y lo mordía:
—Esa serpiente roja me tiene hipnotizada.
Se metió el cinto por la vagina y se entregaba y me pedía más y más. Y seguía besando la serpiente roja.
—¡No te vengas, coño, no te vengas! ¡Dame pinga, coño, dame pinga!
Era una estrella porno. Genial. La locura. Cuando ya no pude más solté mi leche pataleando, gritando, resoplando como un toro. Le di un galletazo y caí estremeciéndome y convulsionando hasta el sótano del edificio, reboté y regresé a la cama, exprimido, molido, hecho picadillo.
Un trago de ron y un buen tabaco para recuperarme. Me recosté en la ventana, frente al mar y a la ciudad, el sol brillando. Ella se me pega por la espalda:
—Ay, papi, cuando te vienes no eres tú.
—¿Y quién soy? Si me sacas la leche de la médula, del cerebro, del culo, del tuétano de los huesos, me exprimes...
—No eres tú. Es el africano. El negro que está contigo. Tú resoplas y rabias y gritas y pierdes la cabeza. Ni sabes lo que haces. Es el africano el que goza por ti.
—¿Tú también me vas a hablar del africano?
—Tú lo sabes. No tengo que decirte nada. El africano te usa de caballo. Por eso tiemplas como un salvaje. Y, además, eres al revés que todos los hombres. Cuanto más viejo, se te pone más grande y más gorda y más dura y más leche y más sabes. La que se acueste contigo..., vaya que eres una trampa. Una trampa arriba de la cama.
Yo me sentía muy macho y muy fuerte y muy salvaje después de aquellos encuentros. Y que venga Lacan, que lo metemos en la cama y hacemos un pastel lacaniano y todos felices.
—Mira, papi, te compré un regalito.
Sacó de una bolsa un calzoncillo amarillo y una camiseta sin mangas: violeta, amarilla y negra. Pensé: «Cojones, esto para los carnavales o para viajar a Jamaica», pero no dije nada.
—Esta camiseta para que se te vea el tatuaje.
Me lo puse todo al momento:
—¿Y este regalo?
—El yuma me dio unos dólares.
—¿El yuma del domingo?
—Sí. Es un viejo como de setenta años. Está de pinga.
—¿De dónde es?
—Ah, yo no sé. Dice que es alcalde de un pueblo y que tiene unas bodegas de vinos.
—Será español.
—No habla con zetas.
—¿Y cómo habla?
—Yo no sé. Ni le pregunté. Tiene un nombre rarísimo y no me acuerdo. Lo mío es cogerle primero los billetes y después calentarlo. Me encuero delante y le meto los consoladores por el culo. Tiene una colección como de diez consoladores.
—¿Consoladores?
—De todos los tamaños y de todos los colores. Tiene una maletica llena de vibradores y cremas. Ese viejo está tostao. Tiene un queme en el cerebro que no sé cómo puede ser alcalde ni tener negocios..., bueno, cada loco con su tema. El caso es que gané unos faos, después me dio cincuenta más de propina. Resolví en mi casa. Ahora hay jama pa una semana por lo menos y además te compré este regalito porque yo nunca te olvido.
—Tú lo que eres tremenda jinetera.
—Seré jinetera pero te quiero. Y me tienes arrebata y eres mi macho. Así que jinetera sí, ¿y qué? Ya te he dicho que te cases conmigo y se acabó. Vivo para ti nada más. Para ti y para los hijo que tengamos. Eso es lo que yo quiero.
—¿Lo que tú quieres? A ti te gusta ser señora de la casa y puta de la calle. Las dos cosas al mismo tiempo.
—No, papi, no. Señora na más. Señora na más. En la casa tranquilita con los niños. En definitiva, yo nunca he visto un mujer que sea puta toda la vida. Eso es un tiempo. Y la que no lo ha sido, a veces quiere serlo. Lo que pasa que tú eres hombre y los hombres no se enteran de cómo somos las mujeres.
—Ah, deja esa teoría y no te las des de socióloga.
—No soy nada. Pero lo que te digo es verdad. Además, todo el mundo es malo hasta un día.
—Tú no eres mala.
—Pero tú me ves así. Como si yo fuera un diablo.
—Yo no veo nada.
—Bueno, cada quien es como es.
—¿Vamos para la playa?
—¿Ahora?
—Ahora.
—No tengo ni un peso.
—¿Y lo del viejo yuma?
—Ya lo gasté, mi amolll, si eran unos pesitos na' más.
—Busca unos dólares y vamos pa' la playa.
—No, no. Ya lo gasté.
—Busca unos dólares o te voy a reventar. Cogí el cinturón de nuevo. Le soné dos o tres cuerazos por la espalda y por las nalgas.
—¡Ay, ya, no me des, salao! ¡Abusador!
—Busca el dinero.
—¿Cuánto?
—Veinte dólares.
—Eso es mucho. ¿Tú quieres ir a Varadero o a Guanabo?
—A Guanabo.
—Me quedan diez faítos.
Le metí un par de cuerazos más. La tumbé sobre la cama y ya tenía otra erección. Gozamos un poco más.
—¡Ay, mi macho, cómo me gustas, cojones! Me gusta ser tu puta, tu señora, tu novia, tu todo. Casarme contigo, papi, vestida de blanco y tú con un traje de dril blanco. Bien elegantes. En un Cadillac amarillo, con globos de colores, pitando por todo el Malecón y que se entere La Habana. Que se entere todo el mundo y formar un alboroto. Dame tu saliva, salao, eres un loco, dame pinga, métela hasta el ombligo.
Seguimos jugando así un buen rato. Ya. Nos levantamos. Fue a su casa. Regresó con quince dólares y me los dio:
—Toma, papito. Pa' ir a Guanabo con eso alcanza y sobra.
—O a Santa María.
—Santa María está llena de jineteras y se ponen pa' ti, las muy putas, y voy a tener que reventar a una.
—Y de yumas. Y se ponen pa' ti, los muy hijoputas.
Caminamos hasta Corrales. Las guaguas no aparecían. Un camioncito de diez pesos y fuimos a parar al mismo cocotero del domingo anterior. El hombre es un animal de hábitos. La playa ahora estaba limpia. Unas viejas recogían basura. La echaban en sacos y los arrastraban por la arena. Llegó un tipo, con una moto espectacular, toda niquelada, y una mulata mucho más espectacular, suculenta, culona, sabrosona, rebosante de músculos y grasas. Se quitó la ropa y quedó con un hilo dental enterrado entre los glúteos. ¡Cojones, se quedó en cueros con toda aquella masa al aire, y se reía! Aquella mujer era una bola de lujuria y perversidad. Tenía diez cadenas de oro en el pescuezo y otras más en las muñecas, en los tobillos y otra más aún desde la nariz hasta la oreja derecha. ¿Serían extraterrestres? Se sentaron a la sombra de un cocotero a beber ron y a escuchar boleros y rancheras y a vivir su pasión. Nada de playa, nada de agua, nada de sol. Sólo ron, música y saliveo y chupadera.
Me fui a nadar un buen rato. Me alejé bastante. Cuando regresé, tonificado y en forma, me encuentro con Gloria jugando a las esposas. Conversaba con una apacible señora que reposaba bajo un cocotero, a dos metros del nuestro. Las señoras tranquilas que van con sus esposos a la playa, de picnic, y conversan mesuradamente de temas banales: la escuela de los hijos, cómo hacer paella sin mariscos porque no hay, y cosas por el estilo. Aquella señora le contaba al detalle su vida: estaba depresiva, su marido hace un año se fue para Miami y se ha portado muy mal, «una vez me mandó una cartica y veinte dólares y no he sabido más de él.» Siguió hablando mal del tipo. Era avaricioso, tacaño, la engañaba con otras mujeres, le hacía pasar hambre, y Gloria muy interesada en aquella cháchara. Yo dándome tragos de la botella y mirando a otra parte. Gloria, para hacerse la fina, me mira y me dice, tomando distancia:
—Mi amolll, no bebas más. Te va a hacelll daño.
Ah, carajo. Gloria se contamina enseguida y se le potencia la imbecilidad. Me caía mal aquella mujer contando toda su vida, las enfermedades de su madre, la cría de gallinas, su depresión porque los hombres no se le acercan, «sólo tengo treinta y nueve años y no estoy tan fea, ¿verdad? Y sin arrastres, porque mi hija ya es una señorita y yo la mantengo. El problema es que a los hombres les gustan jovencitas». Entonces se dirigió a mí:
—Su esposa me dijo que usted es escritor.
—¿Mi esposa? ¿Qué esposa?
—Sí, ella, ehhh..., ¿y usted ha publicado o...?
—¿O qué?
—¿O no ha publicado?
—Sí.
—Le voy a explicar por qué le pregunto. Es que el mundo es muy chiquito. Yo soy especialista en literatura cubana, y estamos haciendo un diccionario de escritores. Así que mire qué casualidad.
—Ahhh.
—Queremos que quede lo más completo posible. ¿A usted le han llenado la planilla?
—¿Para qué?
—Para que aparezca ahí. Hemos incluido a todo el mundo. Hasta los que han ganando un premiecito de décima en la casa de cultura municipal de Buey Arriba.
—¿Ah, sí? Qué bien. Será un gran diccionario.
—Nos estamos esforzando en esa dirección, compañero.
—¿Y los que están afuera?
—También. Todos, todos. Ahora no va a pasar como la otra vez. Ehh... Y a usted tengo que llenarle la planilla.
—No, gracias.
—Pero ¿usted es escritor o no? ¿Usted ha ganado premios?
—Nunca he ganado nada. Siempre pierdo.
—Ah, bueno, si nunca ha ganado concursos, algún premio, entonces no sé qué decirle porque no tiene curriculum. No sé si la comisión lo aceptará para el diccionario. Y es importante porque aparecer ahí le da un nivel, ¿se da cuenta? ¿Y qué escribe usted? ¿Poesía?
—Ahhhh, señora. ¿Quiere un traguito?
—Estoy tratando de ayudarlo para que aparezca en el diccionario, porque eso lo ayuda después a publicar en el extranjero y todo. ¿Se da cuenta?
—¿Quiere un traguito de ron? Está bueno
—No, no. Estoy tomando Trifluoperazina con Amitriptilina. Nada de alcohol.
—Gloria, vamos pal agua. Señora, ¿le puede dar un vistazo a la ropa?
—Sí, cómo no. Yo la cuido. Aunque ahora, con la cantidad de policías que hay por aquí, no hay problemas. Hay policías hasta en la sopa. Pero eso es muy bueno. Así me siento segura y tranquila. ¿Verdad? Están el día entero ahí, arriba de la bola, pidiéndole el carné de identidad hasta al pipisigayo. Eso es lo que hace falta. Debieran de poner más, muchos más. Es que como no hay trabajo ni nada, se ha destapado la delincuencia y le hacen la vida imposible a las personas decentes. Yo estoy de acuerdo en que pongan más policías y que controlen más. Mira, en mi barrio...
—Bueno, señora, con su permiso. Nosotros nos vamos para el agua.
—Vayan, vayan. A mí me da miedo el agua. No me meto en el agua por nada del mundo. Les cuido la ropa.
Agarré a Gloria por el brazo, la arrastré, y entramos hasta lo profundo.
—¡Te voy a ahogar, cojones!
—¡No, papi, no seas pesao que aquí no doy pie!
—¿Pa qué cojones te haces la esposa con esa pesá?
—Ay, Pedro, ésa es una persona decente, que estudió y todo. ¿Qué le voy a decir, que tú eres un muertodehambre y que yo soy una burra y que estamos aquí porque me jineteé a un yuma y le tumbé quince dólares? No, mi amolll, mis problemas se quedan en casa y nadie se entera. ¡Tú eres escritor y periodista y todo eso y yo soy tu señora! Así, con mucho cachet y mucha elegancia. Si ella le cuenta su vida al primero que pasa por la calle, ése es su problema. ¿Pero yo? No. Mi vida es un secreto, y se va conmigo a la tumba.
—Gloria, cuando te da por hablar mierda no hay quien te pare.
—¿Por qué?
—Porque tú sabes que tu vida no es ningún secreto ni tú eres la mujer del faraón ni un carajo.
—¿Qué tú estás hablando? Habla claro. ¿Qué es eso de la mujer del faraón?
—Los faraones se lo llevaban todo con ellos...
—Ay, papi, no me enredes el cerebro con cosas extrañas.
—¡Gloria, cojones, eres un animal!
—Papi, yo sé que soy brutica, pero te gusto así. Mira, te voy a decir una cosa: las parejas mejores son las de gente muy diferente. Que uno no tenga que ver con el otro. Tú eres muy inteligente y te haces el culto, y que escribes y que tiqui tiqui y taca taca, pero yo...
—Ya, ya. Corta, corta. Tengo ganas de darte un pingazo aquí mismo.
—Y cómo me gusta templar en el agua. Hace tiempo que no lo hago. Sí, chino, sí. Métemela. Acomódala. Ven.
La calenté primero frotándola con el dedo. Dos dedos, tres dedos, cuatro. El gordo se lo metí por el culo. Se arrebató. Yo también. Después nos acoplamos flotando, como las langostas. Es riquísimo en el agua. Con Gloria a horcajadas en mi cintura, moviéndose un poquito y clavándose bien a fondo.