5

Unos latinos que viven aquí insistieron una y otra vez. Finalmente tuve que salir con ellos. El peruano intentó pasar la noche hablando de política en América Latina y el hombre nuevo, la izquierda dividida, un renacimiento de no sé qué. El tipo lleva trece años en Suecia. Va a su país quince días cada seis o siete años. El chileno tiene obsesiones similares. Lleva casi veinte años viviendo en Europa. Yo les decía: «Oh, sí, sí, bueno, permiso.» Y sacaba a bailar a la esposa del peruano. Después hacía lo mismo con la esposa del chileno. Era una discoteca con poca gente y música de salsa. Las dos mujeres trabajan en una fábrica de conservas de pescado. Bailo con la chilena y me pide disculpas porque ahora envasa arenques en mayonesa y quizás huele un poco a tripas de pescado. La olfateo bajo el cabello, en el cuello. Se eriza. En realidad no olfateo, más bien soplo un poquito y noto que sus pezones se engrifan y se marcan bajo el suéter de lana ligera.

Regresamos a la mesa. El chileno y el peruano vuelven a la carga. Y yo:

—En realidad no me gusta hablar de política.

—¿Por qué?

—No entiendo nada de política.

—Eso es imposible. La política está en todo.

—Eso es lo que los políticos te han hecho creer. Yo creo que realmente la política está en nada. Desde mi punto de vista, nada tendría que ver con la política.

—A ver, explícate, Pedro Juan. Eso es absurdo.

—No me explico. Ya les dije que no me gusta hablar de política. Nadie entiende nada de política.

—Eso no es así.

—Sí es así. Los primeros que no saben lo que hacen ni hacia dónde van son los dirigentes políticos. Generalmente no pueden mantener el rumbo más de un año. Después de ese tiempo ya son náufragos y la corriente los empuja. Entonces, ¿qué es la política? Un barco al garete en medio de la tormenta. ¿Vamos a bailar?

—No, no bailamos, pero espérate...

Me levanto de la mesa. Les dejo con la boca abierta y me voy a bailar con la mujer del peruano. Es la sueca más fea y extraña de toda Suecia y sus alrededores. No me explico cómo hizo para encontrar un bicho tan feo en un país donde hay cientos de miles de mujeres muy atractivas —y hasta deliciosas— esperando hombres que las enamoren y las hagan felices. Por si fuera poco alterna su trabajo destripando pescado con otro de sepulturera en un cementerio pequeño, junto a una iglesia protestante, en las afueras de la ciudad. Me cuenta todo eso entusiasmada, y me invita:

—Ve al cementerio. Visítame. Te va a gustar.

—¿El cementerio?

—Sí. Es muy antiguo. Hay un bosque de robles muy hermoso. Ve sin apuro y podemos conversar. Te puedo telefonear para que coincidas con un entierro. Es muy bonito.

—Uhm, buen trabajo.

—Sí, me gusta mucho. Pero hay sólo uno o dos entierros al mes y no gano lo suficiente. Tengo que seguir también en la conservera.

Así era la cosa: charlando sobre cementerios y muertos, y la mesa sin una copa. Se quejan de que los precios son muy altos. Las mujeres bailan torpemente, es decir, casi no bailan. Y ellos insistiendo obsesivamente en sus traumas de adolescencia política. Resistí una hora. Dije que iba un momento al baño. Recogí mi chaqueta y me fui. En el bolsillo interior llevaba una petaca con un poco de vodka. Me fui caminando hasta los muelles. No era lejos. Había niebla y frío. Siete grados o menos. El puerto de las brumas. Cargaban troncos de grandes árboles en un barco. A doscientos metros frente a mí. Me subí el cuello del abrigo y aspiré profundamente. Aire frío y niebla. Tenía buen olor. Purifiqué mis pulmones y estuve un buen rato dándome tragos y observando cómo cargaban los troncos. La niebla era densa y estática. Parece que siempre es romántica y misteriosa. Había golpes de luz amarilla y se formaba una atmósfera inquietante entre lo negro de la noche sin estrellas, el gris de la niebla, los colores opacos del barco y los grandes equipos cargadores, que se movían silenciosamente como paquidermos azules. Entonces percibí que todo aquel cuadro bellísimo, extraño y enigmático me provocaba miedo. Tenía miedo. ¿De qué? ¿Por qué estimulaba mi adrenalina? Quizás era la ausencia de personas. Todo se movía en silencio, misteriosamente. No se veía a nadie. No se oía nada. Era fascinante aquella luz y al mismo tiempo me pareció que podía suceder algo terrible. Algo inesperado. Todo podía desaparecer. Un manotazo del caos podía borrar todo aquello de golpe. Y entonces quedaría sólo la niebla inmóvil y el silencio y una leve luz amarilla.

Me fui. La petaca estaba vacía. Llegué a la casa medio curda, a las tres de la mañana. Agneta dormía profundamente y no se despertó. Me dormí antes de poner la cabeza en la almohada. El vodka puro corría por mis venas.

A las dos de la tarde la temperatura llega a 30 grados. Oh, qué bien. Un récord para junio. El sol fuerte. Sudamos. Hablamos. Reímos. En la radio escuchamos un largo programa de ópera. En algún momento, no logramos comprender por qué, intercalan un son cubano del Buenavista Social Club. Después siguen con la ópera. Muy extraño, pero cierto. Ella lee el horóscopo en el periódico dominical: Acuario, es decir, yo, tendrá una nueva y hermosa relación de amor y una buena oferta de trabajo. Sagitario, ella, tendrá una cerrada y extraordinaria relación de amor y trabajará en equipo y le gustará mucho. Después bebemos un vino blanco de Alsacia mientras revisamos los anuncios de casas en el Dagens Nyheter. Un bello apartamento en las afueras de Estocolmo, ochenta metros cuadrados, dos millones y medio de coronas.

—Oh, me gustaría tener este apartamento.

Pero sabemos que es un comentario intrascendente. En el supermercado de la cadena más barata compramos sólo las ofertas y las papas y zanahorias con tierra. Hay que contar cada corona, así que es mejor olvidar el apartamento de ochenta metros cuadrados en ese barrio.

Le doy un masaje en los pies y, sin saber cómo, empiezo a pasarle la lengua y tengo una erección. Se los chupo. Me encantan. Ella cree que sólo los de ella. No. Me excitan. Hay quien dice que los pies son símbolos fálicos, o sustituciones del falo. No sé. ¿Será cierto? Bueno, da igual. Aprovecho para exhibirme un poco. Me encanta montar el show. Me masturbo. Le exhibo mi pinga erecta, engrasada con aceite dorador y bien tostada. La cuido. La pongo a tomar sol, la mimo, la acaricio. Para mí es muy importante. Me hace gozar mucho, así que uno debe ser agradecido. Ella se sonroja pero la mira embelesada. Busco la cámara y nos tomamos fotos. Uno al otro. Desnudos, sudando, a pleno sol. Yo tostado como un árabe. Ella roja como un cangrejo. La dejo con el vino y me voy al bosque a hacer jogging. Media hora. Regreso, me ducho, comemos albóndigas, ensalada y frutas. Ella va a votar a las elecciones del Parlamento Europeo 1999. Yo dormito un poco y leo algo que está a mano. Creo que Hippopotamus o algo así. Dormito un poco más. Me despierto y me fumo un tabaco, bebo un vaso de whisky con hielo. A las siete comienza a llover y baja la temperatura en pocos minutos. Se me enfrían las manos y los pies. Vemos un documental sobre campesinos irlandeses que tejen cestos con ramas de sauce y de avellanos. A las nueve bebemos cerveza, cenamos una omelette de champiñones, escuchamos a Lou Reed. Y hablamos de las enormes ratas que hay en la parte vieja de Estocolmo y en los muelles, donde ella vivió en una casa muy antigua y fría con su primer marido y tenían que luchar siempre contra las ratas. Después yo le cuento de los bistecs de tiburón y de las ancas de rana, y de cómo se cazan esos animalitos en los pantanos al sur de La Habana. La temperatura siguió bajando. Tuve que ponerme mis calcetines de lana. Ella se dio un baño caliente, dice que olía a humo de tabaco. Bebió un vaso de leche tibia y se acostó a las diez y treinta. Yo seguí leyendo hasta muy tarde. A veces me interrumpía y me venían flashes a la mente: Gloria, las consultas de las santeras en La Habana y muchos golpes de la memoria. Gente, lugares, momentos. El desorden y la confusión, el caos y la tormenta acechando siempre. No duermen. No descansan. Cuando sucede hay que controlar la mente. La locura ronda siempre. La pérdida de la razón. Lo mejor es dejar la mente en blanco y no luchar. La lejanía del lugar de origen genera a veces el desorden. Mente en blanco. Cuando al fin logro la serenidad, me acuesto. La cama está tibia. Agneta duerme desnuda completamente. Hace todo lo que le pido. Es medianoche o algo más. Mis manos y mis pies están muy fríos. Me pegué mucho a Agneta para calentarme. Toqué su barriguita mínima. Se acomodó. Tosió un par de veces pero no despertó. Y de nuevo sobre mí aleteó la sensación de locura. A veces me sorprende y revolotea a mi alrededor. ¿Algún día puedo enloquecer? Me aterra pensarlo. Pero es así. La idea me angustia de un modo terrible y me desordena. Todo se desequilibra dentro de mí. Me da un deseo irrefrenable de salir corriendo a campo traviesa, gritando.

Esta vez fue apenas una sensación breve, rápida. La controlé y me dormí en unos minutos.

Cuando desperté eran las seis y treinta. Como siempre, con una erección perfecta y, como siempre, no resistí la tentación de besar a Agneta. Y besarla y besarla hasta que se despertó. Ahí estaba yo, boca arriba en la cama, con las piernas abiertas en X, masturbándome lentamente.

—Oh, pero ¿qué haces?

—¿Te gusta?

—Sí.

—Pajéate tu también.

—¿Eh?

—Que te hagas una paja. Deja verte las tetas. Cojones, son pornográficas. Deja ver las tetas. Ahhh, así, qué ricas.

A Agneta le gustan estos porno shows privados. Al rato se la meto y murmullo muy bajo: «Toma, Gloria, coge pinga. Esto es tuyo, cabrona, que me tienes loco.» Y le doy largo para no venirme. Agneta, como siempre, se viene una y otra vez y otra y otra. Como una yegüita joven. ¡Qué rico, así me gusta! Cuando ya no puedo más se me sale sola. Un chorro tras otro y pienso en Gloria, con los ojos cerrados, pienso en esa mulata y murmullo: «Toma, titi, coge mi leche, cabrona. Cógela que yo soy tuyo.»

Después desayunamos corn flakes y leche cuajada, una taza de té. A ella se le hace tarde. Traga un poco de cereales, hojea el periódico y me dice:

—Sólo el 38 por ciento votó por los parlamentarios europeos. En Suecia. En Europa sólo el 49 por ciento.

—A nadie le interesa la política.

—Eso creo. Menos aún que en 1995.

—En el 2003 no llegarán al 30 por ciento. Ya lo verás.

—¿Qué le interesa a la gente, entonces?

—El dinero, Agneta, el dinero. Eso es lo que interesa. La gente se olvida de todo y se imbeciliza por el dinero. Tienen miedo y creen que el dinero es el bálsamo. Les meten miedo para controlarlos. Como hacen los malos padres con los niños pequeños.

Agneta sigue tosiendo. Desde ayer está así. Busca unas pastillas en el botiquín del baño. Las encuentra. Lee y duda si ponerlas en el bolso o no:

—Sólo hay éstas. Son muy, ehh...

—Fuertes...

—Eso. Fuertes. Hasta la lengua se...

—Se duerme. Son anestesia.

—Eso. Sí.

—No tomes esa porquería. Lo que te hace falta es otro buen pingazo por la tarde.

—¿Otro qué?

—Pingazo. De pinga. Con la pinga. A través de. Mediante la. Introduciendo la. Gozando con la.

—Oh, slang!

—Ah, carajo. Sí, mi amor, slang habanero. Un buen pingazo resuelve muchas cosas. Al menos te quita las enfermedades, el mal humor, la tristeza, la depresión, el catarro, te hace olvidar la falta de dinero.

—Oh, sí, lo creo, lo creo.