10
El regreso a La Habana fue muy entretenido. El camioncito era un Ford de reparto de 1945 más o menos. Le habían colocado unos bancos de madera y cabían en total unas doce personas. Subió una mujer muy joven, a punto de parir. La acompañaba su marido. Se sentaron frente a nosotros. Ella iba casi desnuda, con la barriga enorme y perfectamente redonda y los pechos hinchados y voluminosos y los muslos y las nalgas igual de jacarandosas. Vestía un bikini y encima una bata muy ligera y casi transparente, de batik africano. Se sostenía la barriga por abajo, como si la criatura fuera a salir de un momento a otro. Eran muy jóvenes. El tipo un guaposo, con colmillos de oro y collares de Changó y Yemayá y tatuajes con números de presidiario. Tres números en el brazo izquierdo. Mostraba muy orgulloso su colección de números. Vestía sólo un short, el torso desnudo. Llevaba una camiseta en la mano y sudaba copiosamente. Una gran cicatriz le cruzaba en diagonal desde la tetilla izquierda hasta el ombligo. Alguna vez le dieron un buen tajazo. Era mejor no mirarlos mucho. De todos modos, yo usaba gafas de sol oscuras y podía detallarlos de reojo. La muchacha era hermosa. Una tentación. Siempre me han gustado las mujeres preñadas. Y ésta iba casi totalmente desnuda, sentada frente a mí. El camión no entró por Guanabacoa. Siguió directo al túnel de la bahía. Y el tipo le gritó al chofer:
—Oye, acere, ¿pa' dónde tú vas?
—Pa La Habana. Por el túnel.
—No, chico, no. Yo me quedo en el semáforo de Guanabacoa.
—Ah, no voy por ahí.
—Para, para. Déjame aquí.
Se bajaron en medio de la carretera. La muchacha tenía dolores. Se sostenía el vientre por abajo y caminaba torpemente, aguantando para que el feto no se saliera. Se mordía los labios y sudaba y aguantaba en silencio. El camioncito siguió. Un viejo dijo:
—Ese tipo está loco. La mujer va a parir en la carretera. Una mujer respondió:
—Está borracho.
—¿Usted cree?
—El aliento a alcohol llegaba aquí. Y ella está loca. Si soy yo le digo: «Te quedas tú porque yo sigo directo al hospital.» Otra mujer metió baza:
—La culpa es de ella. ¿A quién se le ocurre irse para la playa si está a punto de parir?
—Es que hay hombres que no tienen compasión. Ése se ve que es un animal.
—La juventud, la juventud.
—No, la juventud no. Yo tengo cuatro hijos y el primero le parí con dieciséis años. Y yo sola porque, cuando eso, mi marido era miliciano y nunca estaba en la casa.
—Los jóvenes piensan que todo es diversión. A esa edad no se piensa.
Y por ahí siguieron con el tema. Yo desconecté. Venía con una mochila llena de mangos. Una familia del Cotorro los vendía. Fueron a la playa con dos sacos de mangos y con todos los niños los viejos y botellas de ron. Eran unas diez personas en un camioncito desvencijado. Todos muy flacos y altos y morenos. Cuando la policía se alejaba, uno de ellos, el más joven, aunque ya tenía mujer y tres hijos, salía con una bolsa. Tenía que aguantar a los niños que berreaban detrás de él: «Papá, llévame contigo.» La mujer agarraba a todos los niños, como una gallina con pollitos. El proponía a la gente: «Arriba, manguitos maduros, a peso.» Le compré unos cuantos. Después me vendió más, con rebaja de precios. Finalmente, el flaco ya había bebido suficiente ron y se me acercó muy amistoso. Me brindó ron. Nos tragamos un par de buches, me regaló unos veinte mangos que le quedaban aún y me preguntó por el tatuaje. Se quería tatuar un San Lázaro en la espalda, pero no hay garantía. La tinta se corre con el tiempo porque es mala, y patatín y patatán. Hablamos un buen rato y me brindó su casa. Que fuera cuando yo quisiera. En fin, buena gente. Hablamos un rato, me quedé con un cargamento de mangos y bajamos media botella de ron.
Dediqué el día siguiente a comer mangos. Y a despojar mis estanterías de libros inútiles. Pesaban demasiado en mi pequeña biblioteca... las opiniones de Lunacharski sobre cultura, arte y literatura, La fortaleza de Brest, Así se forjó el acero, Engels acerca del arte, Un hombre de verdad, de Borís Polevói, folletos de discursos, arengas a favor de esto y en contra de lo otro, Crisis y cambio en la izquierda, La espiral de la traición de fulanito, Estética y revolución, La revolución traicionada, de Trotski. En eso andaba cuando me llamó Kurt. Se despedía. Todo resuelto. Los padres le enviaron dinero. ¿Podríamos vernos en una hora y tomar algo? Quería agradecerme todo lo que hice. No, Kurt, muchas gracias. Ya está bien y que tengas buen viaje.
Tuve varios días de tranquilidad. Gloria dice que me quiere mucho, pero se pierde del mapa y no la encuentra ni papa dios. Siempre llega gente, telefonean, aparecen sorpresivamente. Al día siguiente de irse Kurt llegó Ingrid. Son amigos. Kurt me pidió que le sirviera de cicerone en La Habana. Ella me visitó una noche, con su hijo de trece años. Un café, hablamos, una copa de ron. Me pidió permiso para ir al baño. Por supuesto, tengo un hueco estratégico, justo detrás de la taza. Por ahí la pillé. Buen culo. Muy buen culo. Delicioso culo. Le brindé más ron, música y vamos a bailar. Imposible. Ingrid saltaba frenéticamente. Armando Manzanero cantaba «contigo aprendí que la semana tiene más de siete días...», pero ella saltaba y se reía y saltaba más. Quería divertirse en Cuba. Le di más ron y traté de afincaría bien para pegarle el rabo entre los muslos. Pero seguía saltando estúpidamente y sonriendo y la cara se le enrojecía como un tomate. Le puse las manos sobre las nalgas. Y no se enteró. No aguanté más y le agarré el bollo y se lo apreté. Era grandísimo. Mucha masa. No resistió la embestida y me dijo temblando: «Oh, no, el niño. Lo siento, lo siento, excúseme, adiós.» Y se lanzó escaleras abajo agarrando fuertemente por la muñeca al nene. Yo intenté ser un buen cicerone y que se divirtiera a la cubana. Hice todo lo que pude.
Así aparecen. Cada una con su historia. Algunas leyeron la Trilogía sucia y quieren contarme algo de sus vidas. A veces me dejan cartas, cassettes con música, se quedan embelesadas y esperan que el tigre salte y las desgarre. Pero no. No puedo meter el rabo en todos los huecos húmedos y peludos que pasan por delante. Bueno, sí puedo, pero no quiero complacer peticiones como un cantante de cabaret. Tal vez es que estoy cansado de tiñosear. De joven era una tiñosa y me almorzaba cualquier carroña. Y con gusto. Me merendaba cualquier pudrición y me sabía a queso con dulce guayaba. Con los años uno se pone más selectivo y se convierte en un gourmet. Por ejemplo, Ingrid me calentó porque la miré por el hueco, pero, vista con más tranquilidad, era demasiado corpulenta para mi gusto, demasiado blanca, con excesivo tejido adiposo. Era una mujer cómoda, saludable, lenta, de buenas costumbres. Una mujer que seguramente ahoga sus gritos cuando uno se la mete porque gritar no es de buena educación. Lo educado es reprimirse. Cuando más, un suspiro discreto. Uno desarrolla un sexto sentido para eso..., no era un buen palo. Otras son demasiado masculinas o machotas y macizas. No sólo muscularmente sino también de espíritu. No son para mí. Hay muchas mujeres así dando vueltas por el mundo: embotadas. Bostezan y se aburren. A veces les da por criar gatos o perros, y no saben qué hacer. Algunas creen que sería útil tener una aventura con un macho primitivo y brutal. Se fabrican el macho en sus mentes y salen a buscarlo. Porque, claro, nunca lo tienen cerca. Suponen que están capacitadas porque de jóvenes se escaparon con una mochila y muy poco dinero al Sur. Y casi fueron hippies. Y se lo creyeron. En medio del maremágnum, algunas brillan con luz propia. Muy pocas, pero se encuentran a veces.
Maura, por ejemplo. Es inteligente y domina sus alrededores. No está perdida, al menos no lo parece. No está loca ni ansiosa ni tiene temores. Al menos eso es lo que parece, repito. Se toma un reposo después de una larga relación de trece años que acaba de troncharse. Es amiga de un viejo amigo que en los años muy difíciles (más aún) venía a La Habana y me alentaba diciéndome: «Vete a Málaga con Ana, aquí vas a enloquecer.» Pues bien, se aparece Maura con una carta de mi amigo. Supuestamente se tomaba un receso. Los primeros días estuvo aburrida. Después me dijo que un negro de un triciclo la montaba desesperadamente todas las noches. No la montaba en el triciclo, sino que la montaba. Preservativo por medio. Ya me había confesado que, al salir de Buenos Aires, «los amigos me regalaron cajas de preservativos para que hiciera algunas historias al regresar.»
—¿Pero estás en reposo o no?
—Sí, claro. Pero es más bien reposo espiritual. Emocional. El negro insistió tanto. Y es hermoso, che. Es bellísimo. ¡Qué energía, nunca pude suponerlo! ¡Toda la noche, che! Me tiene extenuada. No puedo más. ¡Qué imaginación! ¡Portentoso el negro, lo sabe todo!
Cuando supuse que estaría feliz con su black taxi driver se aparece enamoradísima de un diplomático europeo. Un tipo que era todo lo opuesto: blanco, culto, con gafas, gordito, suave, delicado, fofo, niño bien, y hasta con saco, corbata y zapatos negros.
Me confundió. Supuestamente ella sabía lo que quería. Bueno, en fin, salimos los tres a tomar un café. Fuimos a una cafetería frente al Malecón. Nos sentamos. El diplomático fue al baño y no resistí la tentación:
—Maura, ¿por fin qué? ¿El Buen Salvaje o El Cartesiano?
—El Buen Salvaje está bien para unos días...
—Para unas noches.
—Eso. Unas noches. Pero es demasiado intenso, che. Tengo inflamación pélvica, me duelen los músculos de toda esta zona. Oh, vos no te imaginas qué intenso es el negro. Genial el tipo, potente, pero no puedo vivir empalada veinticuatro horas.
—¿Y con este señor?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
—Un cambio brutal.
—Sí. Además, es un poco afeminado..., ohh..., creo que no es un poco, che. Creo que es totalmente afeminado, pero me voy a Europa con él y... en fin.
—Está bien. No se puede tener todo al mismo tiempo.
—Eso es, Pedro Juan. Vos sos inteligente. Para ser hombre, estás muy bien de neuronas.
—Y siempre puedes venir por unos días a Cuba cuando estés muy aburrida.
—Sí, pero tengo que buscar otro que tenga una talla menor porque este negro es desproporcionado. No es humano.
—Eso te va a ser muy difícil. No imposible, pero difícil.
El diplomático regresó del baño. Nos interrumpió. Iba a explicarle cómo podía hacer para encontrar alguno con proporciones más adecuadas a su profundidad. En ese momento entraron tres tipos con uniformes negros, chalecos antibalas y ametralladoras. Muy serios, muy estresados. Dos cuidaban, muy alertas, mirando un poco asustados hacia todas partes. El tercero se dirigió a una máquina tragadólares. De esas en las que pones un dólar y t concede unos segundo de acción para utilizar unas pinzas-robot intentar atrapar un osito de peluche. Pero nunca lo logras y ya la máquina se masticó el billete y jamás lo ves de nuevo. Pues bien, uno de los tipos abrió aquel aparato, sin soltar la ametralladora. Sacó todos los ositos de juguete, los contó. Anotó en un papel. Abrió más abajo los intestinos del artefacto, extrajo unos cuanto dólares en billetes de a uno. Serían veinte o treinta. Los colocó en una bolsa de lona que amarró y selló. Cerró la máquina. Comprobó que todo quedaba listo para seguir tragando billetes. Pasó la ametralladora de la mano izquierda a la derecha. Hizo una señal a los otros y se retiraron hacia el camión que los esperaba: una furgoneta negra, blindada, con un gran escudo dorado y las siglas de aquella empresa transportadora de valores. El chofer esperaba en su puesto, tenso y alerta, con el motor en marcha todo el tiempo.
Se fueron. Volvimos a la realidad. Nos relajamos. Sonreímos de nuevo. Pedimos unas bebidas. Maura contó sus aventuras cubanas. No las del negro. El taxi driver era secreto de guerra. Revelarlo podía costarle la vida. Contó aventuras inocentes y jocosas. Por ejemplo, cómo decenas de jineteros la abordaban para ofrecerle matrimonio, ron, tabaco. «Todos los días me ofrecen matrimonio y yo les digo: Noooo, tranquilos, estoy en reposo. No quiero saber nada de hombres después de trece años con ese boludo. Ni sé cómo ha sido con Luis Manuel. Es un flechazo inesperado. Me ha conquistado como un caballero, pero esos jineteros vulgares... no saben ni hablar. Ni se les entiende lo que dicen.»
—Son picaros, igual que en todo el mundo— dije yo, para ayudarla a continuar su teatro.
—No lo creo. No hay picaros en todas partes. Los argentinos sí. Somos picaros. Andamos por el mundo, nos creemos los mejores en todo, en el fútbol, en los negocios, en el sexo. Al final somos unos pesados, y les caemos mal a media humanidad y ya no quieren oír nada de nosotros.
—Maura, estás exagerando.
—Pues sí, Pedro Juan, somos unos pesados y a ustedes les va a suceder lo mismo. Dondequiera que voy se habla de cubanos y que son los mejores en la música, las mujeres más bellas, los hombres más trarará, y hay cubanos en todas partes, aparecen como hongos. Y uno piensa: «Pero estos cubanos se creen el ombligo del mundo.» Ya te digo, al final lo verás, caerán mal y nadie los pasará.
—Bueno, quizás se trate de no querer robarnos el show siempre.
—Tal vez los cubanos logren eso, pero los argentinos al contrario. Cada día más y más estrellas.
—¿Y no se cansan? Ser neurótico estrella es agotador.
—Es un vicio, Pedro Juan. Igual que otros tienen el vicio del poder. O del dinero. Te convences de que mereces el poder o de que mereces todo el oro del mundo, o de que eres enviado de Dios para salvar a la Humanidad. Y ya. Hecho. No hay quien te saque de eso.
El diplomático escuchaba embelesado a Maura. Un tipo gordo vino a saludarlo desde otra mesa. Y nos interrumpió. Era un tipo grasiento, gelatinoso, fofo, medio maricón, cubierto de cadenas y sortijas de oro, con una camisa de flores y una sonrisa empalagosa y adulona. Despreciable. El diplomático lo saludó a distancia, pero el tipo no se dio por enterado, nos saludó a todos. Se presentó con un nombre cualquiera, y añadió: «Soy negociante en arte y antigüedades. Por favor, acepten mi tarjeta.» Dio su tarjeta a Maura. Me miró bien. No me dio tarjeta. No le interesan los cubanos. Se viró hacia Maura: «Señora, beso su mano.»
El tipo era un hígado. Al fin regresó a su mesa. Maura saltó enseguida:
—¡Qué boludo el tipo!
Y el diplomático:
—La Babosa.
—¿Cómo? ¿Le dicen La Babosa?
—Sí. ¿No lo veis? Deja un rastro de baba tras él.
—Dice que negocia en arte.
—Es algo más. La Habana funciona como un pequeño pueblo. Cuando llegué aquí me enviaron primero mulatas. Muchas mulatas. No me interesan las mulatas. Después mulatos. Adonis, efebos, encantadores, sublimes. No me interesan los mulatos. Después drogas. No las necesito, soy alérgico. Entonces aparece La Babosa haciendo ofertas de arte: porcelanas, bronces, joyas antiguas, oro, platería, muebles, cuadros famosos. Todo a precio de ganga. La tentación. Yo casi caigo en la trampa, pero otro diplomático me alertó: stop, la babosa está envenenada. Y lo mantengo alejado de mí.
—¿Y tú tan tranquilo?
—Bueno, no es que uno sea Mata Hari, pero uno se acostumbra. Si te fallan los nervios tienes que renunciar. Los diplomáticos desarrollamos trucos para sobrevivir. Igual que en cualquier oficio peligroso. Los paracaidistas, los astronautas, los bomberos. Cada oficio tiene sus trucos.
—Por suerte no me gustan esos oficios tan peligrosos.
—El tuyo es terrible, Pedro Juan. El peor de todos. Los poderosos temen a las ideas y a la palabra. Se aterran.