5
Cuando nos recuperamos, me asomo a la puerta. Ahora llovizna. El viento sopla en rachas. El barquito rojo no se ve. Logró vencer a garra limpia y salió mar afuera. El cielo sigue empedrado, casi negro. Está bien. Me gusta variar de tanto sol. Abajo, en la calle, hay un revolico de sirenas, bomberos, policías. Cerraron el tráfico con unas barreras.
—Gloria, allá abajo sucede algo gordo.
—¿Por qué?
—Cerraron el tráfico y hay bomberos.
—Yo oí un estruendo.
—¿Qué estruendo?
—No sé. Un estruendo.
—¿Un estruendo?
—Sí.
—Yo no oí nada.
—Ah, claro, si estabas como un loco soltando leche.
—¿De qué fue el estruendo?
—No sé. No sé. No séeeee. Un estruendo.
—Ah.
Me pongo los pantalones y las chancletas y voy a bajar así, sin camisa. Me gusta exhibir el tatuaje. Todos los días no aparece por el barrio un temba de cincuenta años tan sabrosón como yo. A esa hora empieza Gloria con su cantaleta. En los últimos días le ha dado por repetirme que la preñé:
—Papi, tengo las tetas hinchadas, me pican..., tú procura que sea hembra. Yo no quiero otro macho.
—Ah, carajo. Deja eso, muchacha.
—No, deja eso no. Si estoy preña es tuyo..., ¡mira a velll, tú mira a velll, bueno!
—Ah, carajo. Te he dicho quinientas veces que tú eres una callejera y si sales preña ni sabes quién es el padre.
—Ah, sí, seguro. Yo ni soy boba ni me chupo el dedo. Es tuyo, papi. ¿De quién va a ser? Si yo estoy metida en casa que ni salgo a la calle.
—¡Qué poca vergüenza tú tienes, chica! ¿Y el carnicero?
—¿Qué carnicero?
—El gordito que te dio los ochenta pesos.
—Eso fue hace meses.
—Hace meses fue la primera vez. ¿Y después?
—Deja eso. Deja eso.
—En el barrio todo el mundo sabe que te tiemplas a malanga, así que no te hagas la linda conmigo. Mira a ver quién cojones es el padre.
—Ah, chico...
—Ah chico nada. Y te lo digo otra vez: te metes todos los rabos que tú quieras, pero con preservativos. El único que puede meter la pinga a carne limpia soy yo. ¿Está claro?
—Sí, titi, lo que tú me digas. Yo siempre ando con preservativos en la cartera.
—Bueno, me voy.
—Tú eres muy inteligente. Me desviaste la conversación.
—¿Vas a seguir con la misma jodienda?
—No, no, lo que te voy a decir es que no te preocupes. Si estoy preña yo sé de quién es. Si no es tuyo, yo lo sé enseguida y no te lo voy a achacar, yo no tengo que engañar a nadie. ¡Pero si es tuyo, es tuyo! ¡Y asume, papito, asume tu responsabilidad porque no lo voy a criar yo sola, pa' que sepas!
—Gloria, por tu madre. Yo tengo tres hijos reconocidos con mi apellido y otro más regao por Guantánamo, que también me lo achacan. ¿Hasta cuándo? No me compliques más, mamita. Sácatelo y ya. Es más, mío no es, pa' que te quede claro.
—Ah, ¿ahora estás repugnao? Después que te comiste el dulce de coco.
—Y me lo sigo comiendo, pero... ahhh, ya ya ya. Esta conversación no tiene sentido.
—Para ti no tiene sentido. Para mí, sí. Y mucho. Ya estás temblando, na' más que de pensar que vas a tener una niñita chiquitica.
—Ahhh...
—Además, yo lo soñé. No una vez. He soñado tres veces con lo mismo. Y a mí los sueños se me dan.
—¿Qué soñaste?
—Échate el play: yo subí a tu casa y había un reguero tremendo y escombros y palos y mucho polvo, como si se estuviera derrumbando. Entonces tú me dijiste: «Ya estoy cansado, ya no puedo más.» Cogiste la bicicleta y bajaste por la escalera, pero entre los escombros había un biberón llenito de leche tibia. Yo me asomé a la azotea a gritarte que se te había quedado el biberón. Tú ibas ya por la calle, a pie, la bici no sé dónde la dejaste. ¿Y tú sabes lo que llevabas cargado?
—No.
—Un bebé. Una niñita, envuelta en pañales rosaditos, de lo más bonita.
—¿Y tú la veías desde acá arriba?
—Bueno, era un sueño..., en los sueños... ya tú sabes. Pues mira, acaba de echarte el play: tú ibas con la niña en brazos, sonriendo, de lo más alegre, y yo te gritaba: «Pedro Juan, el biberón, Pedro Juan, el biberón.» Y tú ni me oías porque ibas de lo más feliz con tu niñita.
—¿Sí? Y crepúsculo al fondo y musiquita de violines. Tienes el uno. Para actriz de telenovelas tienes el uno. Eres más picúa que Torín Cellado.
—Pues mira que fue así mismo. Yo te veía tan feliz que parecías un niño.
—Afloja, Gloria, afloja.
—Y na'. A lo mejor no estoy preña y estamos hablando por gusto. Pero si lo estoy no me lo voy a sacar. Que te quede claro. No-me-lo-voy-a-sa-calll.
—Gloria, tú te has hecho quinientos legrados. ¿Uno más qué importa?
—Tres. Me he hecho tres interrupciones. Y todas han sido de mi marido oficial con papeles, del padre de mi hijo. Pero si ahora estoy preña me-lo-de-jo.
—¡Coño, pero que encarne conmigo!
—Entonces. ¿Pa' qué tanto amoll y tanto enamoramiento cuando la tienes metía? Pa' singar sí te inspiras mucho, y yo te quiero y yo te adoro y eres mi locura y patatín y patatán. Pero cuando estás en frío desconfías hasta de tu sombra.
—No cuentes conmigo, te dije.
—Después no quiero reclamaciones.
—¿Reclamaciones de qué?
—Mis hijos no pasan hambre, pa' que te quede claro. Me tiemplo al bodeguero, al carnicero, al de la leche, hasta al viejo barrigón de la panadería. Me paso por la piedra al barrio entero.
—Lo que has hecho siempre. Eso no es nuevo.
—Está bien, pero mis hijos no pasan hambre. Yo le doy el bollo a malanga como tú dices, pero busco comida todos los días.
—¿Qué tú quieres, Madre Coraje, que te toquen La Internacional y te envuelvan en una bandera roja?
—Búrlate de mí, búrlate. Dios te va a castigar porque tú verás que va a salir idéntica a ti. Igualita que tú. Hasta con el carácter fuerte y la personalidad tuya, pa' que cuando seas viejo...
—Ya, ya. Corta y muévete que voy a bajar a ver qué pasa en la calle.
—¡Chismoso! Se ve que eres periodista.
—Escritor.
—¡Escritor! Los escritores deben tener cultura y ser educados, y hablar bien, creo yo. Tú eres más animal que un negro carabalí.
—Ya, Gloria, ya.
—Además, ¿dónde están tus libros? Yo no he visto ninguno todavía.
—Se publican en...
—Sí, se publican en España. Siempre metes el cuento ese. ¿Y aquí? ¿En qué librería están? Tú lo que eres tremendo mentiroso y te haces el escritor pa' darte cachet.
—Deja esa candanga ya, pelandruja, que vuelves loco a cualquiera.
—Sí, ya, vete. Vamos, que voy pa mi casa. Ah, mi hermana te trajo unos tabacos, entra a recogerlos cuando subas.
—Está bien.
Bajé la escalera. Decenas de personas remoloneaban en la calle. El edificio del frente se caía a pedazos. Durante la tormenta cayeron grandes trozos a la calle. La policía cerró el tráfico y sacaron a las tres familias: un grupo de tres personas, otro de cuatro y otro de dieciocho. Estos últimos eran negros. En el barrio les decían «Los Muchos.» Un arquitecto les hacía preguntas y anotaba en un papel. Los bomberos no tenían nada que hacer, caminaban, hablaban, se reían, uno de ellos hizo un aparte con una mulatica, hablaban muy bajo y ya estaban a punto de entrarse a besos y apretones delante de todos. Calentaban por minuto. Todos los vecinos chismeaban: «¿Dónde los van a meter? Dicen que los albergues están repletos. Los Muchos están embarcaos porque no caben en ningún lugar.»
Ráfagas de viento, llovizna. Aquel edificio, de tres plantas, estaba situado en la misma esquina de San Lázaro y Colón. El salitre del mar y el viento lo fueron erosionando poco a poco. Tenía unos huecos enormes en los muros. Hacía al menos treinta años que estaba así. Pero no se caía de golpe, sino a pedacitos. La policía puso barreras y dentro de aquella zona caían cascotes, pedazos de ladrillos. Nadie sabía lo que iba a suceder. Podía derrumbarse de repente. La mayor de Los Muchos, de unos setenta años o más, estaba, como siempre, borracha o enmariguanada. Trastabillaba y se reía sola dando paseítos cortos y sin rumbo. El arquitecto y los bomberos iban y venían y no sucedía nada. Todos se miraban unos a otros. La vieja mascullaba: «Yo voy a ver qué van a hacer con nosotros. Tú verás que nos quedamos en la calle. Y con el frío que hay. Tú verás, esto va a ser igual que cuando Machado, que vivíamos en los portales, en Monte y en Reina. En los portales. Tú verás.»
Gloria bajó, se me acercó y me dijo bajito al oído:
—Deja a los muertosdehambre estos, que a ti no te interesan, y sube a buscar los tabacos. Minerva te está esperando y tiene que irse.
—Eh, ¿y eso? Yo subo cuando me salga de los cojones.
—Ay, papi, no me contestes así. Voy a buscarte ron. Sube y no te quedes aquí. Toda esta gente tiene piojos, y se te pegan.
—¿A mí? ¿Dónde?
—Jajajá.
El ascensor roto. Subí de nuevo. Siete pisos, como todo un hombrecito. Toqué el timbre en el apartamento de Gloria. Me abrió Minerva y me dijo con una vocecita casi inaudible:
—Ah, es usted. Adelante. Gloria viene enseguida.
Nos sentamos en la sala. Dos butacones, un sofá y un televisor ruso en blanco y negro. Todo en ruinas, desguabinao. Las paredes desconchadas, sucias. Un bombillo colgaba de un cable cagado de moscas. Una vieja repisa situada muy alto en la pared. No sé por qué la colocaron tan alto. Quizás hacía cincuenta años que estaba allí. A modo de adorno había en la repisa dos latas vacías de cerveza alemana, una pequeña estampa de la Virgen de las Mercedes y una postal arrugada con una vista de una playa italiana del Adriático. La cultura del desastre.
Increíblemente la casa está vacía y silenciosa. Sólo Minerva. Se sentó frente a mí. Parece jimagua con Gloria, pero es todo lo opuesto. Gloria me dijo un día: «¿Minerva? Eso es lo más sumiso del mundo. A los trece años se fue con el hombre que la perjudicó. Dejó la escuela. Y se dedicó al marido y a su casa. Tiene tres hijos y ve el sol por el ojo del culo del marido.»
Ahora vestía con una bata blanca, casi transparente. Muy delgada, con la piel india, bien tostada, y el pelo negro. Sin sostenes. Los pechos pequeños y los pezones negrísimos. Se le veían deliciosos. Y ella los mostraba con inocencia de adolescente. Le rodeaba un halo de erotismo sutil, delicado. La expresión de una virgen a punto de ascender flotando para desaparecer entre las nubes. Pero sin trompetas y sin luces. Una virgen de enclaustro, silencio y sombras.
No tenía nada que decirme. Yo tampoco a ella. La miré bien y bajó la vista. La mujer casada, silenciosa, sumisa. La mayoría de los hombres anhelan encontrar una mujer así. Lo sueñan, pero no se atreven a decirlo en voz alta porque los demás pensarán que son retrógrados y machistas. Pero es buenísimo: la mujer cálida, sensual, complaciente, domesticada, masoquista. Me gustaría meterle el rabo y hacerla reaccionar: «¡Grita, cojones, di algo, no te hagas la mosquita muerta!» Interrumpió mis pensamientos:
—Le traje unos tabacos. ¿Quiere verlos?
—Sí.
Se levantó y fue a buscarlos. La seguí con la vista. Demasiado delgada. Anémica. El marido debe de ganar cuatro pesos y con eso tienen que sobrevivir los cinco. Dice Gloria que el tipo le pega unas palizas de muy señor mío. Hace dos meses que trabaja en una fábrica de tabacos. Tiene que estar un año de aprendiz torciendo habanos antes de lograr el empleo fijo. Todos los días se roba unos cuantos. Y me los vende. A dos pesos cubanos, es decir, diez centavos de dólar. Regresa con un mazo. Treinta tabacos bellísimos. Lanceros. Son una exquisitez. Me los tiende sin hablar. Se sonríe tímidamente y baja la vista. Me quedo mirándola de nuevo. Saco los sesenta pesos y se los doy.
—Gracias, Minervita.
—De nada, para servirle.
—Minervita...
—Dígame.
—Pon un poquito de música.
—No, no. Eso es de Gloria. Yo no sé andar en ese aparato.
La miro fijamente:
—Si yo fuera tu marido te daba una jala de palo todos los días.
—Ay, ¿por qué?
—O te despabilas o te dejo boba. A látigo contigo.
—No, no. ¡Ay, no!
—¿Ay, no? Ay, sí. Mucha cama y mucho cuero.
Me mira con los ojos más dulces, más negros y más suaves del mundo. Es mansa como una paloma. ¡Qué mujer más sensual, cojones! Ella sabe que le miento. Si fuera mi mujer sólo podría seducirla, hipnotizarla. Su debilidad deben de ser las flores. ¿Qué esconde? ¿Qué hay detrás de esos ojos? ¿Serenidad? ¿Resignación? ¿Sabiduría? ¿Estupidez? Nunca me sostiene la mirada. Baja la vista al piso. Es un enigma. Un libro cerrado.
—Pon un cassette, Minerva.
—Yo no sé andar con eso. ¿Si lo rompo? ¿Quién aguanta a mi hermana?
Me levanto. Voy hasta la grabadora. Luis Miguel. Boleros. La media vuelta:
Te vas porque yo quiero que te vayas,
a la hora que yo quiero te detengo.
Yo sé que mi cariño te hace falta,
porque, quieras o no, yo soy tu dueño.
La agarro por el talle:
—Ven, vamos a bailar.
—No, no.
Pero ya cedió. Hace una resistencia mínima:
—¿Y si mi hermana viene y nos ve? A usted no le dice na', pero a mí...
—Ah, muchacha, no seas...
Iba a decirle: «No seas estúpida», pero me contengo. La agarro. La aprieto contra mí. Y bailamos lentamente. Huele a piel tibia. Igual que Gloria. Un olor leve y cálido. Nada de perfumes ni maquillajes. En las axilas seguramente tiene un levísimo aroma a sudor. Se aprieta contra mí.
Yo quiero que te vayas por el mundo,
y quiero que conozcas mucha gente.
Quiero que te besen otros labios,
para que me compares hoy como siempre.
Si encuentras un amor que te comprenda
y sientes que te quiere más que nadie,
entonces yo daré la media vuelta,
y me iré con el sol cuando muera la tarde.
Entonces yo daré la media vuelta,
y me iré con el sol cuando muera la tarde.
Bailamos apretados uno contra el otro. Minerva me deja conducir dócilmente. Yo tengo los ojos cerrados y disfruto. De repente explota Gloria a mi lado:
—¡Oye, ¿pero qué es esto?! ¿Hasta cuándo tengo que soportar? ¡En mi propia casa y con mi hermana!
Había entrado sigilosamente y nos sorprendió. Nos separamos. Minerva baja la cabeza y no sabe qué hacer.
—Ah, Gloria...
—No, Pedro Juan, no. Esto es una falta de respeto. A ver...
Me agarra la pinga por encima del pantalón. La tengo un poco erecta. No dura, dura, dura, pero...
—¡La tienes para, cabrón, hijoputa! La tienes para y se la estabas pegando a la zorra esta. Si me demoro dos minutos más se la metes... Minerva, eres una deseará. ¿Tú quieres ver cómo se lo digo a tu marido? ¿Tú quieres ver que se lo digo y te da una retreta de patas que te deja muerta?
—Ay, Gloria, no, no, no, por mami, no hagas eso que me mata. Gloria, él me mata a golpes si se entera. Es que Pedro Juan me obligó. Yo no quería bailar, pero él me agarró y me obligó.
—Y tú..., bueno, si te demoras un minuto más en nacer sales boba completa. ¡Bobalicona y deseará!
—Oye, Gloria, no ofendas más a tu hermana. Tú sabes que ella es un alma de Dios. Deja de abusar con ella.
—Ah, ¿ahora vas a defenderla también?
—Yo no tengo que defender a nadie.
—Y yo de comemierda, buscando ron para ti. ¡Tan cínico y perverso como eres! ¡No sé cómo me he enamorado de ti! ¡Hijo del diablo! Tú no quieres a nadie. Te quieres a ti mismo na' más.
—Está bueno, Gloria. No hables más mierda.
—Pa' lo único que tú me quieres es pa' templar y pa escribir esa novela mierdera. ¿Tú crees que no me doy cuenta? Llevas tres años jodiendo y preguntando hasta si cago dos veces al día.
—Oye, ya no grites más, cojones, que los vecinos están oyendo.
—Ay, qué fino. Ahora le da pena con los vecinos. Qué educado el niño.
—Gloria, te voy a meter dos pescozones y te vas a callar.
—No me voy a callar na'. Y no te voy a decir más na', Pedro Juan. Te vas a joder porque no te vas a enterar de nada. El que escribe un libro tiene que inventar. ¿Qué es eso de poner toda la verdad ahí? ¿Tú estás loco? ¿Y si la gente se entera que esa Gloria soy yo? ¿Dónde me meto?
—Ya, ya. Busca un vaso y vamos a tomar ron para que te relajes.
—¡Inventa, inventa o deja de escribir porque no te voy a decir más na'!
—Busca un vaso, nena, anda, tráeme un vasito.
—No. Voy a buscar dos. ¿Tú crees que yo tengo la boca cuadrada?
—Tráele uno a Minerva.
—No, no. Yo no bebo alcohol.
—No, la mosquita muerta no bebe, no fuma, no tiempla, no habla mal de nadie, no le gusta ni la carne de puerco. Dicen que el Papa va a regresar a Cuba a recoger a ésta. Se la va a llevar pa' llá, donde él vive, ¿cómo se llama?
—El Vaticano.
—Pa' ahí mismo. Pal Vaticano. ¡Santa Minerva de La Habana! Y la van a poner en una estampita, con esa cara de guanaja que pone. ¡Deseará! Si no llego a tiempo te lo singas aquí mismo, de pie y escuchando boleros.
—Gloria, cállate y trae los vasos.
Nos servimos y salimos al balcón a beber. Ron de pipa. Petróleo puro. ¿Hasta cuándo beberé esta mierda? Me sueno dos buches largos. Hago una mueca de asco y digo en voz alta:
—¡Ahhh, qué mierda! Santa Bárbara bendita, Changó, ayúdame a escribir un best seller a ver si llego al whisky.
—¿A escribir qué? —pregunta Gloria.
—Nada, nada. Búscame un encendedor.
Doy fuego a un Lancero. Los boleros siguen a fondo. Estamos en un séptimo piso. Frente a nosotros La Habana mojadita, soportando viento y salitre. La Habana arruinada, cayéndose a pedazos. Se ama una ciudad si allí has sido feliz y has sufrido. Si has amado y odiado. Y has estado sin un centavo en el bolsillo, luchando por las calles, y después te recuperas y le agradeces a Dios que todo no es mierda. Si no tienes historia donde vives eres como un grano de polvo volando al viento.
El día está lluvioso y gris. Un poco melancólico. Aprieto a Gloria contra mí y me invade la fuerza. Me siento sólido, lleno de energía. Quiero a esta pelandruja cabrona, pero no me da la gana de reconocerlo. Gloria es una trampa. Yo sé que es una trampa.